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Amalia Aybar

 

ubo épocas en que el país mostró la valentía  y el patriotismo de los docentes. Maestros y maestras que dedicaron su vida, con un fervor permanente a la enseñanza. Eran docentes que tenían todavía el ejemplo vivo de Domingo Faustino Sarmiento.

Fueron quienes estaban convencidos de que el progreso de la acción dependía fundamentalmente de la educación de sus habitantes. Por la década de los años 20, todavía estaba fresco el recuerdo de la gente ignorante del interior que con el fin de que sus hijos no concurrieran a la escuela llegaba a toda clase de violencias,  inclusive al asesinato de los maestros. Pero ello fue acicate y no frenó para nada  una manera de pensar y hacer por la  República, que había  forjado el recio sanjuanino.

A esa especie de educadores perteneció doña Amalia Aybar. Por ese tiempo era directora de la escuela Benjamín Zorrilla, que funcionaba en un viejo edificio de la calle 20 de Febrero. Alta, delgada, de tez sonrosada, y amable sonrisa, inspiraba  temeroso respeto entre los pequeños alumnos, que veían en ella a la imagen  de la máxima autoridad. Siempre vestía de negro, austeramente y lucía un  rodete de apretado peinado, donde se juntaba la cascada todavía negra de sus largos cabellos.

Era el tiempo en que la calle estaba pavimentada con adoquines de madera, mucho de los cuales faltaban, porque los vecinos los usaba para encender  el fuego. Las horas de clases, en las  tardes perezosas de primavera, interrumpían el  dormitar despierto  de los alumnos, cuando sonaban en la calle los cascos del caballo de algún coche de plaza.

La disciplina era severa y todos respetaban a las autoridades de la escuela. La directora hacía periódicas  apariciones en los patios  y aulas, observando calladamente el comportamiento de los alumnos. Una vez al mes los alumnos, munidos cada uno de un pequeño jarro enlozado, formaba fila ante un grifo. Uno por uno llenaba su jarro y la maestra bajo la mirada vigilante de doña Amalia, entregaba al niño una píldora de quinina, que debía ingerir en presencia de estas imperturbables autoridades para el párvulo.

Cada grado, al final del año, forraba sus cuadernos, libros y libretas, con un color distinto de papel. De ese papel para hacer cometas que valía cinco centavos el pliego. Eso ocurría cerca del final de las clases y con bastante pena salían los niños con sus útiles, que parecían flamantes, para dejarlos en un rincón de la casa y comenzar el tiempo de holganza que llegaba con las tan  ansiadas vacaciones.

Durante los días de estudio, hasta los más revoltosos  amainaban en sus inquietas correrías y acallaban su voz cuando se  acercaba  la directora. Nunca había levantado la voz a nadie, y menos su mano, pero de ella emanaba un misterioso halo, que imponía respeto. No era posible ni siquiera intentar una travesura ante su presencia.

Para las fiestas patrias, recorría cada uno de los grados, y pronunciaba breves palabras, que remataba  con algún consejo, inspirado en el ejemplo de los próceres. Los alumnos en esos días, se dedicaban entusiasmados a confeccionar  adornos para sus aulas. Nunca  faltaban las cadenas de papel, hechas en los colores azul y blanco, que luego pendían de las paredes, colgando sus extremos hasta los bancos que llegaban a los límites del cuarto.

Un día a la semana, los alumnos desde el tercer grado en adelante, tenían una hora de lectura. La lectura estaba a cargo de la maestra de cada grado. Una había elegido el libro "Corazón" de Edmundo D’Amici. En la tarde triste de ese día gris de invierno, leyó el cuento que su autor titulara "La madre de Garrón". Al comienzo los niños cuchicheaban y reían. Poco a poco fueron quedando en silencio. Cuando terminó la lectura, todos estaban mudos acongojados por el relato triste y patético. Un sollozo apenas contenido interrumpió el instante. Uno de los chicos, un rubicundo muchachito, tal vez el más revoltoso, no podía contener sus lágrimas. En esos momentos entró al aula doña  Amalia Aybar, y comprendiendo la situación, abrazó al lloroso rapaz y con sus suaves frases lo mostró como un ejemplo de ternura y sensibilidad, al conmoverse con el relato donde se pintaba la pena y la desgracia de un niño que había perdido a su madre. Los que se fueron de la escuela nunca la olvidaron y muchos encontrándose años después, en la última despedida que le hicieron llegar,  sus agradecidos alumnos de  aquellos tiempos, todavía heroicos para la docencia de Salta-

Fuente: "Crónica del Noa"- 08/10/1981

 

Relatos recopilados por la historiadora María Inés Garrido de Solá


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