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La Abuela

No son muchas las personas que la conocieron a esta anciana longeva, inocente, de increíble memoria, que anualmente se asomaba al centro de la ciudad, para hacer llegar sus saludos a la población en general, y rememorar tiempos que ya nadie conocía, y que ella solía recordar con una vacilante claridad, como si las imágenes del pasado llegaran titilando a su memoria desde la lejanía de los años que había vivido.

Era para el mes de abril cuando solía hacer su aparición en la redacción de algún diario, donde, pacientemente, tomaba asiento a la espera de que alguien la atendiera. Luego, cuando entraba a conversar, con un gesto que debía interpretarse como rubor, hablaba con su cabeza gacha, ornada de mechones blancos, envueltos en una especie de aureola, con finos cabellos en desorden que salían de su peinado lacio con rodete, dándole una especie de halo de hilos de seda, que sobrevolaban en torno de su cabeza inclinada por el tiempo.

Era pequeña, encogida por los años, y sus manos morenas y sarmentosa, solían temblar sobre la empuñadura rústica de un bastón, hecho con una vara de algarrobo, ya lustrada por el uso. Hablaba pausadamente relatando las alternativas que el año le había deparado, y nunca olvidaba de mencionar a su perro. A un perro petiso, de cerdas largas y mirar triste en sus grandes ojos redondos, que se ponían más oscuros en la sombra, sobre su pelaje barcino. Le llamaba "caschiline", y relataba en detalle las travesuras de ese perrito que encerraba toda la ternura de esa anciana abuela de Salta, que había perdido hasta sus nietos e su transito, al parecer inacabable por la vida.

Durante esa larga charla, alcanzaba recordar detalles del centro de la vieja ciudad. Hablaba cuando a la hora de la siesta, acompañada de un perro, llegaba a la plaza que estaba rodeada por un alambrado, para sacar agua del pozo que allí había, y llevarla lentamente por la calle del Yocsi hasta su casa, que se levantaba junto al tagarete ubicado "más allá", del convento de San Bernardo. Perdiendo la mira en el vacío memoraba las antiguas fiestas del Milagro diciendo: -"Yo la ayudaba a mi mamita a vender y hacer las empanadas.

Desde temprano, a un costao de la Catedral., prendíamos el fuego en dos braceros para derretir la grasa y empezar la fritanga. Llegaban los gauchos que ataban los caballos en los árboles que había al lao de la iglesia, se sacaban las espuelas y entraba con una vela a rezar. Por la siesta se levantaba mucho polvo, y entonces se llamaba al carro aguatero para que riegue la calle. Los perros molestaban mucho porque cuando una se descuidaba se alzaban con la carne o con un pedazo de grasa, así que teníamos que estar atentas con el rebenque de mi tata para ahuyentar la perrada".

Así en ese tono se desgranaba su conversación interesante, con un sahumerio histórico, que despertaba el interés y la curiosidad de todos. Por el año 1954 decía haber cumplido 96 años. Es decir que cuando se produjo la invasión de Felipe Varela, la abuela tenía unos 9 años. Poco y nada se acordaba de ello. Solamente solía afirmar que Varela era "un gaucho malo y sanguinario".

Recordaba vagamente que apenas había terminado la fiesta del Milagro, cuando comenzó la alarma por el acercamiento de las huestes del montonero invasor. Relataba que había pánico entre la gente, cuando se supo andaba cruzando los Valles Calchaquíes, y que las mujeres fueron alojadas en el convento de San Bernardo para protegerlas de la horda que avanzaba. Contaba que rezaban mucho para que Dios los proteja a los salteños, y recordaba la mañana trágica del 10 de octubre, a través del llanto, gritos de aflicción y noticias sobre muertes y salvajes encuentros de arma blanca.

Después de la larga charla, sonriendo, con el rebozo negro sobre sus hombros enjutos, se marchaba diciendo: "Que Dios los bendiga porque Uds. son buenos muchachos", y reiniciaba su lento caminar hacia el oculto rincón que ocupaba durante todo el año, para regresar al siguiente, siempre con su mismo aspecto de anciana resignada a su condición de tal, que aguardaba sin temor el viaje a lo desconocido, como quien ya ha recibido por anticipado la palabra Divina, diciéndole que la aguarda un lugar en ese misterioso, anhelado y temido Reino. Un año no volvió con su tradicional saludo, y todos supieron que la abuela estaba sonriente, memorando sus años mozos, mientras nos observaba serena y bondadosa desde su inaccesible rincón del Más Allá.

Fuente: "Crónica del Noa"- 21/02/1982



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