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Biblioteca Atilio Cornejo

Agustín

La lista de opas vernáculos es muy larga. No se prolonga en orden alfabético, sino a través del tiempo.

Hubo un largo lapso en que la nómina y concurrencia masiva de opas, dentro del ambiente local, fue realmente abrumadora. Luego fueron espaciándose y se llegó a un punto en que creíase extinguida esta especie, tal vez bajo el influjo medicinal de los antibióticos. Pero no es así. Hay opas que han sobrevivido a la “barrera de la penicilina” y todavía deambulan parsimoniosos, solemnes y obnubilados por las calles llenas de estridencias, con automovilistas y motociclistas desaprensivos.

Dentro de esta barahúnda que son las calles actuales, se desplaza con su paso de auténtico oligofrénico Agustín; así, a secas, quien durante varios años estuvo espiritualmente ligado a las actividades aeronáuticas de Salta. Una tarde comenzó este contacto que para él debe haber sido algo realmente maravilloso.

Corrían los últimos años de la década del treinta, cuando comenzaron a llegar regularmente los vuelos de la Panagra. Eran los famosos “Dakota”, conocidos como los D-C3, que por su rusticidad mecánica y seguridad de vuelo, se les llamaba los “Forcitos del Aire”. Llegaban atronando el aire con sus dos motores, para aterrizar en el llamado “Campo Belgrano”, donde hoy se encuéntrense las instalaciones del Aero Club Salta. Tenía por aquel entonces unos 25 años de edad. Su rasgo de descendiente de negros era terso, sus ojos apagados miraban como de soslayo y ese día cuando vio al pájaro rugiente tocar tierra y avanzar entre una nube de polvo, haciendo temblar el suelo con el ronquido de sus motores, intentó huir despavorido. Para él fue una imagen apocalíptica y lanzando guturales gritos de espanto llegó hasta donde flaquearon sus piernas. Vio entre los pastos cómo bajaba a tierra la tripulación y los pocos pasajeros que se animaban a realizar el viaje. Cuando estuvo quieto se acercó poco a poco y quedó prendado de las elegantes líneas aerodinámicas de esa máquina, que comenzó a ser para él algo maravilloso. Los tripulantes le miraron con curiosidad, y al verlo boquiabierto y sumiso, como esperando que lo expulsaran con violencia, le convidaron con un sándwich de miga blanca, que devoró con avidez, a la vez que una luz de agradecimiento brillaba fugazmente en sus pupilas impávidas. La llegada del siguiente vuelo lo encontró más confiado. Temprano había llegado caminando por el ripio del viejo camino que conducía a Vaqueros. Protegiéndose los ojos con las manos, oteaba el cielo incesantemente, hasta que el lejano ronroneo de los motores guió su vista hacia un punto que iba agrandándose poco a poco. Esta vez no corrió despavorido y contempló el aterrizaje como un experto. Acercase a los tripulantes musitando torpemente palabras de bienvenida. Le dieron una escoba y subió a bordo para barrer el interior del avión. Veía en cada detalle un signo de alcances místicos y con reverencia limpiaba cuidadosamente todo el interior de la máquina. Asomóse a la cabina de pilotaje y boquiabierto echó una ojeada por el cúmulo de relojes, agujas y demás controles, que le dieron la impresión de estar ante el secreto del universo. Todo lo aprendía rápidamente y llegó a distinguir claramente un avión de otro. Conocía sus diferentes partes y las funciones que cumplían cada una de ellas. LLamaba a los pilotos por sus nombres, sintiéndose integrado a esa familia que comparte los riesgos y delicias de los viajes aéreos. Le hicieron volar varias veces, descendiendo con el rostro radiante de felicidad, cada vez que daba un paseo entre las nubes. Pasaron años en los cuales Agustín no faltaba ni un solo día. Los vuelos se hacían con mayor frecuencia y ocupaba todo el día para la atención que le merecían los pájaros metálicos. Estuvo presente cuando inició sus vuelos Aerolíneas –antes fue Z.O.N.D.A.- y cuidó las máquinas igual que a las de Panagra. Tuvo pena cuando se fueron sus amigos que semanalmente lo saludaban y trataban con afecto, en esa breve estadía en Campo Belgrano.

Todo ese tiempo ha pasado pero se mantiene fresco en el recuerdo de Agustín, que suele transitar llevando una bolsa en la diestra, desplazándose para efectuar alguna compra que le encarga la dueña de la casa donde habita. “Tengo zeteta y tré año”, nos dijo anteayer en una esquina, mientras aguardaba que amainara el tránsito para intentar el cruce de la calle. Comentó que los aviones a reacción de ahora “Los Boin” –como dice- son mejores que los viejos aviones a pistón, y trató de explicar que goza de buena salud porque se cuida mucho en las comidas. Cruzó la calle apurando su paso de chimpancé cansado, mirando de reojo, con marcada desconfianza el guiño automático de los semáforos. Viejo, con la cabeza como cargada de cenizas, Agustín continúa con su vida monótona y callada, soñando siempre en el vuelo raudo de los aviones, que allá por los treinta, le arrancaron alaridos de terror.

FUENTE: Crónica del NOA. Salta. 11/03/ 1982.

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