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Biblioteca Atilio Cornejo

BOQUINCHO

Boquincho Arias era alto, fornido, de tez morena y ojos vivaces, poseedor de una cultura poco común para un hombre de su condición social. Era linotipista de primera –como el se autotitulaba- y supo trabajar en todos los diarios y periódicos que se editaron en Salta en la década de los años 40. El sobrenombre le venía de lejos, de cuando era niño y estaba fundado en su labio leporino que le torcía permanentemente la boca en un gesto como de desprecio, que su permanente sonrisa aquietaba con poco esfuerzo. Bohemio por excelencia, gustaba de las largas charlas que se producían en las parrilladas luego de terminada la larga jornada nocturna en los diarios matutinos. Gran amigo de Baco, los vapores etílicos le acompañaban con mucha frecuencia, y por culpa de ellos protagonizó incidentes en los cuales no llevó la mejor parte muchas veces. Estos detalles de su vida bohemia no le hacían mella y siempre dispuesto a emprender cualquier tarea para poder continuar con ella.

Hubo un tiempo en Salta en que las plazas de linotipistas escaseaban. Fue durante el prolongado lapso de las clausuras de diarios, que llegaron a su punto máximo cuando celebrose el año Sanmartiniano. Boquincho, como muchos otros de su oficio, vieronse inesperadamente en la calle.

Muchos llegaron a pasar miserias y angustias. Pero Boquincho tenía suficiente entereza y pocas necesidades. Así fue como cambió de oficio, y de la noche a la mañana comenzó a vender diarios. Antes ayudaba a hacerlos, ahora los “vendo”, solía decir sonriente a los amigos que se detenían a comprarle un ejemplar. Durante sus descansos obligados leía mucho y de todo, y de manera especial leía sobre historia de la música y los grandes compositores. Esto le valió una no desdeñable cultura musical, que mantenía oculta por la simple razón de no contar con interlocutores interesados en el tema. Hasta que una noche, en una parrillada céntrica, cuando hacía más de dos horas que había terminado el día anterior, llegaron los integrantes de una compañía teatral que actuaba en la ciudad. Casualmente, por esas cosas que ocurren en las “noches largas”, Boquincho quedó sentado en una mesa junto a uno de los del elenco teatral, quien, indudablemente, era músico. Hablaba de composiciones clásicas, trozos de las cuales tenían que ejecutar en las representaciones teatrales. En un momento dado, creyendo que su conversación aburría a Boquincho, que lucía su estampa y atuendo de “atorrante”, dirigiéndose a éste le dijo: “Disculpe señor que hablemos de estas cosas pesadas, pero somos músicos, ¡Ud. sabe!”. Fue como una invitación para Boquincho, que con su natural simpatía y fluida charla, respondió con citas sobre la vida y obra de compositores famosos, extendiéndose en un minucioso relato sobre Nicolo Paganini, a la vez que comentaba detalles de la ejecución de este virtuoso de la historia de la música. La reunión terminó cuando comenzaba a clarear, mientras Boquincho –que seguía en el uso de la palabra- citaba anécdotas y pasajes de la vida de Beethoven, y otros grandes músicos. Cuando reabrieron los diarios clausurados no fue llamado a integrar algún taller. Estaba en la puerta del diario donde había pasado tantas noches trabajando, y no podía ocultar su pena y su dolor, al oír que no querían contarlo entre el grupo que regresaba para hacer funcionar las linotipos.

Esa noche se alejó cabizbajo, mascullando interjecciones, para ir a buscar la compañía y el calor de un vaso de vino. A los pocos días llegaba la noticia de que Boquincho ”hacía changas” en el mercado, ayudando a bajar bolsas y otras cargas, disputándose las tareas a golpes de puño con otros sombríos changadores que, sucios y harapientos, terminaban jadeantes la tarea extendiendo la mano para percibir la paga. Luego, sin decir palabra, se encaminaban a los burdeles que rodean el lugar y billetes y monedas los convertían en vino. En ese vino ordinario que les llegaba en vasos de vidrios grasientos, que parecían brotar debajo del mostrador que acumulaba mugre constantemente. La bebida lo fue obnubilando hasta embrutecerlo, y todos los días se lo veía maloliente, tambaleando, salir de las cantinas con vahos de zumo fermentado, para pasear su borrachera por las aceras desparejas de esa zona de la ciudad. Dicen que dormía en un baldío cercano. Allí –contaban otros- una mañana no despertó. La anestesia de la borrachera le acalló al intenso dolor del infarto y quedo tendido, con la cara pegada al suelo, mostrando la sonrisa definida que su labio leporino le impuso por siempre a sus facciones.

FUENTE: Crónica del NOA.

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