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Biblioteca Atilio Cornejo

La Carterita

Entre la década del treinta, que desaparecía bajo el olvido de las hijas de almanaques viejos, y la década del 40, que comenzaba a asomarse con todas las sorpresas que aún perduran, recorría las calles de la ciudad la figura de una frágil anciana, vivaz a pesar de los años, que todo el vecindario de Salta trataba con un afecto peculiar, puesto que no dejaba de molestarla un poco para lograr una exhibición de su defensa personal, que se basaba en su cartera, verdadera reserva de proyectiles que utilizaba generosamente cuando se daba el caso. Por este detalle la apodaban popularmente “La Carterita”.

Lo primero que llamaba la atención en ella era precisamente su cartera. Era grande, de cuero delgado, que con buenas intenciones podía afirmarse que era de un color rojizo. Cerrábase al centro con ese cierre de metal tan en boga por esos años, que parecían dos dedos pulgares que se entrecruzaban en el centro de la boca de la cartera. En el caso que narramos, servía para llevar piedras del tamaño de las que usaban los muchachos para hondear, así que la cartera era una especie de “santabárbara” de la inquieta anciana.

Solía aparecer por las calles céntricas al mediodía, o en las primeras horas de la tarde, desplazándose rápidamente, y murmurando un monólogo permanente que sólo interrumpía, cuando alguién le decía algo que la molestaba. Al mismo tiempo que caminaba por la ciudad, iba buscando de reojo a los muchachotes que solían burlarse de ella, y le gritaban “Carterita”, a voz en cuello. A esta alusión respondía de inmediato con una pedrea no muy violenta, que servía para calmar sus nervios, y al mismo tiempo para divertirse un poco.

Cuando era muy chico el provocador, deteníase en su carrera, y sonriendo con dulzura acariciaba los cabellos del pequeño audaz, que la miraba contento y sonriente, mientras repetía con insistencia “Carterita” “carterita”. Su cabeza iba tocada con una vieja “cloche”, que fue moda a fines del siglo pasado, seguramente cuando era joven, y vivía pendiente de las constantes reformas de la moda. Al principio, cuando recién apareció como personaje curioso del medio, nadie podía identificarla, repitiendo el sobrenombre que seguramente le puso algún muchacho travieso, que la impulsó a armarse de las piedras con que llenaba su ajada cartera de bordes metálicos. Pero un buen día alguién contó su breve historia. “La Carterita”, era la señorita Rosita Sartori, conocida educadora que había dedicado los mejores años de su vida, a impartir la enseñanza de las primeras letras en las aulas, que abrieron en todo el país, merced al empuje de Sarmiento, cuyo ejemplo aún estaba fresco en la memoria de la gente. Al final de muchos años de servicios había obtenido su jubilación. Los años la colmaban de malestares que, indudablemente culminaron en una progresiva arterioesclerosis, que la había convertido en el pintoresco personaje que describimos. en su mente sumida en la bruma por esta enfermedad implacable, tal vez recordaba pasajes aislados de su vida, los más alegres o los que más le gustaban, y había también momentos en que, a no dudar, llegaban desde la sombra de su pasado, sucesos ingratos que habían quedado prendidos en su memoria. Entonces disminuía la rapidez de sus pasos, entreabría la boca, y lllevándose lenta y cuidadosamente un pañuelo a los ojos, por debajo sus espejuelos de anciana, enjugaba una lágrima que caía sin sollozos por sobre sus ajadas mejillas. Era un instante breve, fugaz, en que parecía retornar hacia su estado normal, pues quedaba como atónita, mirando en torno y observando sus ropas, cual si se interrogara que estaba ocurriendo, y por qué estaba vestida tan ridículamente. Pero éste relámpago de cordura duraba menos de lo que se tarda en relatarlo, y aparecía nuevamente la inquieta y belicosa “Carterita”, de paso apresurado y de pésima puntería para lanzar proyectiles recogidos a la vera de alguna calle enripiada. Durante los inviernos pocos o nadie la veía, pues seguramente quedaba encerrada en su vieja casa, observando la calle desierta detrás de una persiana adornada con la antigua coquetería de los visillos. Alguién quizás recuerde cuando fue la última vez que se la vio recorriendo, con su extraña urgencia de siempre, las calles de la ciudad, luciendo su atuendo característico y su infaltable cartera cargada de piedras. Tal vez un día haya amanecido inerte en su lecho, donde, seguramente, mientras dormía llegó la parca para llevarla para siempre al mundo de las sombras.

Fuente: Crónica del NOA - Salta 13-11-1981.

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