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Biblioteca Atilio Cornejo

El Corajudo

Ocurrió hace muchos años en el departamento de Chicoana, según afirman memoriosos del lugar. Transcurrían los últimos años de la centuria del ochocientos, cuando ya la provincia de Salta había sido castigada por el flagelo del cólera, y la muerte de familiares y conocidos se transformo en un hecho constante, donde se acercaba las ideas sobre la vida eterna con lo terreno, aumentando las supersticiones y creencias truculentas de aquellas épocas.

Se sostenía que en la noche que precede a la recordación del Día de los Difuntos, justo cuando se marchaba el término del día de la víspera, a las 12 de la noche, las almas "silbaban" desde las tinieblas, como si gozaban en un especial y espeluznante permiso, para hacer este fugaz contacto con los seres vivos.

Las comadres ya encanecidas, cada vez que mencionaban estos temas, se santiguaban mientras bisbiseaban una breve plegaria, para luego recordar las virtudes de algún "finadito", que integraba la nómina de los recuerdos, que eran algo así como el tema forzoso de las abuelas de rebozo negro, que amenguaban sus penas y soledad en la penumbra de la iglesia. Dentro de este escenario, signado por la monotonía soleada de los callejones polvorientos, había personajes que sostenían estar al margen de las supersticiones y aún de creencias firmes que sostenían los ancianos conversadores de noche, alumbrados por la llama vacilante de un candil.

Entre ellos se destacaba un gaucho de unos cuarenta y algo de años de edad, alto, fornido, de grandes bigotes negros y dura mirada de pupilas grises. Siempre hacia gala de su coraje personal, y hablaba despectivamente de quienes tomaban a pecho los relatos sobre apariciones fantasmales y otros detalles funambulescos, que eran parte de lo aceptado como hechos permanentes en esos tiempos.

Ese año cuando llegó el día 1 de noviembre. El Corajudo llegó hasta un solitario almacén que se encontraba a orillas del río Pulares, en lo alto de un barranco, al que se le llamaba "El Puerto". De más está decir que su dueño era un comerciante español. Allí llegaban los arrieros que bajaban desde los Valles Calchaquíes y hacían sus primeros negocios vendiendo muñecos de orejón, odres de vino, chiguas de uvas, chalona, cueros, mandiles y pellones, harina cocida y otros productos propios de la zona calchaquí.

El gaucho elegante ató su caballo, un moro de buen andar y muy brioso, y entró al almacén alumbrado por una lámpara de aceite, allí estaban los arrieros y algunos vecinos que llegaban a efectuar una reunión, tomando algunos tragos antes de retirarse cada uno a sus respectivas casas. Se hablaba de todo, y los arrieros contaban noticias de los lugares de donde venían, como por donde habían pasado. Los comentarios se fueron agotando, hasta que uno habló de la proximidad del Día de los Muertos, y de las 12 de la noche, hora en que aparecía la Viuda y silbaba las almas. Unos vecinos, con tono sentencioso, afirmaron que en la playa del río Pulares solía aparecerse la Viuda. Detalló que la misma figura imprevistamente aparecía montada en las ancas del caballo de algún jinete solitario.

La describía como una mujer alta y delgada que permanecía con el rostro oculto sin musitar palabra. El Corajudo rió de buena gana mofándose del relato y las creencias de los presentes. Había tomado ya unos tres vasos de caña terciada y faltaban pocos minutos para la medianoche. Lanzando una carcajada, dijo en voz alta a los presentes, que sólo iría a la playa del río Pulares para invitar a la famosa Viuda a dar un paseo en las ancas de su caballo.

Salió afuera y montó su brioso moro. Adentro todos quedaron en silencio y más de uno se santiguó escandalizado por la actitud irreverente del Corajudo. Cuando comenzó a cruzar la playa al tranco de su caballo, sintió un agudo silbido que partía desde unas champas apretadas contra las piedras de la playa del río. De pronto el caballo se estremeció encogiendo la grupa y dando un salto hacia delante. El jinete lo dominó golpeándolo con el talero. La segunda vez que el caballo encogió la grupa, sintió un leve roce en la espalda. Miró de reojo hacía atrás y horrorizado vio a la luz de la luna que a sus espaldas había un rebozo negro.

Mientras tanto en el almacén seguían hablando de la actitud del Corajudo. El ruido de los cascos de un caballo lazado a galope tendido interrumpió la conversación. El animal fue sofrenado en la puerta del almacén. Esta se abrió de golpe y vacilante, con el rostro lívido, entró el Corajudo que sin poder articular palabra cayó desvanecido en el piso. Lo auxiliaron de inmediato. Al recobrar el sentido contó lo que le había pasado.

Un viejo alzó el sombrero de anchas alas que había caído al suelo, lo miró, y riendo se lo alargó al Corajudo diciendo:" Parece que no fue la Viuda. Ha sido la cinta larga de su sombrero que se le descosió y le quedó colgando... Pero ha sio una lección que le dao Dios por burlarse de las almas".

FUENTE: Crónica del Noa. Salta, 11 de Noviembre de 1982.


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