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Biblioteca Atilio Cornejo

La Cueva del Loco

Desde hace cuatrocientos años, uno de los entretenimientos de los salteños ha sido contemplar el cerro San Bernardo.

Cuando don Hernando de Lerma llegó hasta este valle, el cerro encontrábase cubierto de una fronda fresca, llena de aves canoras, que rivalizaban en sus trinos batiendo el aire cargado con los aromas de las plantas y sus flores, que formaba como una atmósfera aparte bajo la copa de los cebiles y paraísos, honrada por insistentes rayos del sol, que venciendo la oposición de las hojas llegaba hasta el suelo, mostrando el mundo en constante movimiento de pequeñas partículas de polvo, que tomaban el color dorado de la luz solar.

Zumbaban los insectos y las hormigas marcaban la columna diminuta y móvil, con sus cargas de trozos verdes de las hojas que constituían su cosecha diaria. Por aquel entonces la tranquilidad del cerro era alterada por la presencia de pumas y gatos monteses, que merodeaban en procura del sustento, en esa lucha cruel e incesante que imponen las necesidades de la supervivencia en la vida salvaje.

Los años fueron pasando lentos, soleados, con las incidencias inevitables de los malones indios que furiosamente querían recuperar la tierra arrebatada por el conquistador de corazón frío y coraje incomparable.

Cuando la Cruz tendió sus brazos de madera en la cumbre, todo había pasado y salta, recostada a la falda del cerro tutelar, solía tenerlo como punto de reunión familiar. Proveía generosamente de leña de cebil y a la sombra de los árboles que perduraban, allá por la década de los años 20, juntábanse familias que ascendían el cerro para tomar el mate en horas de la tarde.

En una de sus laderas, que había perdido casi toda su vegetación, podía apreciarse la negra boca de una cueva. Había un opa de edad indefinida, que hacía vida rupestre en este túnel natural del cerro que el público bautizó con el nombre de “La Cueva del Loco”.

La verdad es que nadie sabía a ciencia cierta cómo era, y qué hacía el solitario habitante del cerro, cuya silueta solía emerger de su covacha, para desaparecer por las sendas que corrían en distintas direcciones. Se le achacaban muchos defectos y misteriosos conocimientos de todo lo que acontecía en el valle que se extendía a sus pies.

Decían que era un permanente vigía, que observaba día y noche la vida de los vecinos de la ciudad. Esta curiosidad mantenía al opa –pues en realidad era eso y no loco- absorto en el cúmulo de hechos y detalles que su estrecho cerebro debía almacenar en forma constante, y que su imaginación no podía interpretar al carecer del don del razonamiento.

Pero la gente creía a pie juntillas que todo lo veía y todo lo sabía. Hubo personas que miraban con temor hacia la negra boca de la cueva, creyendo que algún desliz que habían cometido, aún cuando fuera en la oscuridad de la noche, era conocido del opa silencioso y de mirada penetrante, que siempre oteaba desde las tinieblas de su reducto. Había quienes lo buscaban para tratar de hacerlo hablar y, cuando comprobaban que era prácticamente mudo, y que se disgustaba cuando querían comunicarse con él, sentíanse aliviados, mientras veían al oligofrénico alejarse presuroso, con un trote simiesco, en busca del sendero que lo llevaría de retorno a su cueva, tal vez poblada de alimañas, entre las cuales, vencido por el cansancio, cerraba los ojos abatido por el sueño, mientras ratones, víboras y otras repugnantes compañeros de cueva, iniciaban sus andanzas nocturnas. Su aspecto era repulsivo y las madres hacían entrar a los chicos dentro de los ranchos, cerrando fuertemente las puertas, cuando veían aparecer el morador de la ladera. La verdad es que nunca se supo si había atacado a alguien o cometido algún acto repudiable.

Cierta vez fue encontrado el cadáver de una mujer, en avanzado estado de descomposición, en un lugar no muy alejado de la Cueva del loco. Fue detenido, despiojado y lavado, mientras emitía gruñidos de enojo y temor al mismo tiempo. Nada pudo saberse, salvo que había visto el cuerpo desde poco después de la muerte de la infortunada mujer. Cuando fue puesto en libertad, retornó a su refugio, pero llevaba en su rostro una meca de miedo. Había conocido a los habitantes de Salta desde muy cerca, y sufrió el rigor de la ley.

Desde entonces salía poco de su cueva, hasta que no se le vio más. Dicen que murió de viejo mientras transitaba por el cerro, que ya pocos cebiles mostraba en sus laderas, pues la cumbre lucía una inmensa calva que coronaba el lugar, que fuera puesto de vigilancia de los Infernales de Güemes.

Nadie menciona ahora la Cueva del Loco, que posiblemente ha sido tapada por algún desmoronamiento, provocado por la construcción de los accesos para automóviles, que hoy abarcan el San Bernardo y el cerro 20 de Febrero.

FUENTE: Crónica del NOA. Salta. 19/03/1982.

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