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Biblioteca Atilio Cornejo

La Rusa María

Durante muchos años en Salta la “Rusa” María fue una verdadera institución, tal vez “ non sancta”, pero institución al fin. Pocos recuerdan cuando llegó procedente de Europa, previo paso por Buenos Aires. Decían que había nacido en algunos de los países que integran los “volcánicos” Balcanes. Su verdadero nombre –de acuerdo a su documentación- era María Greinstein, y su profesión, si bien era muy conocida, nadie se atrevía a definirla, en forma categórica.

En lo más lejano de su pasado –en cuanto a profesión se refiere- figuraba la mención histórica de Calpurnia, que supo escandalizar a la vieja Roma de Calígula y Claudio. En verdad que la sola mención de su nombre traía a la mente masculina de aquellos años, la imagen de Venus o Afrodita. Se instaló en la calle Córdoba, pasando la avenida San Martín que en horas avanzadas de la noche, se convertía en algo así como el límite urbano entre lo bueno y lo “malo”, aunque no pocos vacilaban en definir cual de los lugares era realmente el bueno. Decían los bien informados de entonces, que la Rusa María, pertenecía a una tristemente célebre organización llamada internacionalmente “Royal Pigalle”, dedicada a la trata de blancas, pero en el más elegante de los estilos. Su establecimiento funcionaba bajo el nombre de “Armenonville”, y con sus luces difusas ofrecía excelente ambiente para el “amor mentido”, de los tangos tan en boga por esos días. Allí se congregaban los “calaveras” inveterados, que encontraron en ese rincón de supuesto pecado, una cálida acogida, llena de expresiones de amistad que no siempre se materializaban en hechos o actitudes definidas en momentos de tensión o de apuro.. Las reyertas entre parroquianos –como ocurre en estos sitios– eran comunes, y el comentario de las mismas al día siguiente, fueron comidilla que todos escuchaban en anhelante silencio. Sus “chicas” –como las nombraba- llegaban a la Argentina desde Europa, se alojaban brevemente en el lujoso “Tabaris” de la Calle Corrientes, y de inmediato pasaban a iniciar una especie de adiestramiento previo en Salta. Eran tiempos en que la velada de bailes, copas y “variete”, terminaba cundo la orquesta, -típica por supuesto- ejecutaba los compases renovados de “La Cumparsita”, el tango de los “maridos”, puesto que cada ninfa danzaba esta pieza del folklore urbano, con su “amigo”, guapo y pendenciero por lo general. Era más que cuarentona por loa años treinta. Su figura regordeta y sus facciones ajadas, bajo un verdadero emplasto de cremas y cosméticos, semejaban una máscara brillosa de teatro griego, que sonreía con una enorme boca bordeda de carmín oscuro, aplicado como marco de su reluciente dentadura postiza. Amable, siempre sonriente, y presta a satisfacer cualquier capricho de sus clientes, llenaba el salón con su movediza presencia, solucionando inicios de incidentes entre “calaveras” ebrios, o en vías de lograr este estado, mientras sus morrudos guardaespaldas acechaban prestos a dar un golpe decisivo, sin que el agredido se percatara de esta intención. Por allí –en otro lugar más íntimo que poseía- pasaron gobernantes, políticos de todas las banderías, respetables señores y truhanes de todo tipo, como jóvenes y adolescentes, que asombrados asomaban a ese mundo en penumbras, que más de una vez desilusionó a los que se iniciaban en ese trasnoche con perfumes de extractos franceses y polvos faciales. La discreción era la característica de la Rusa María, como la de sus secuaces. Tuvo su amor –cuando no- era un muchacho joven y bien parecido. “El Pancho”, como ella lo llamaba cariñosamente. Prácticamente lo adoptó, y lo vigilaba celosa, durante las horas nocturnas en que cumplía con su misión en el “cabaret” elegante que regenteaba. Poco a poco fue replegándose de esta farándula, donde desfilaban los principales protagonistas de la vida política, comercial e industrial de Salta. Los años la fueron doblegando paulatinamente, mientras aumentaba el número de “jubilados”, que nostalgiosos recordaban noches de francachela a media luz. Una madrugada de 1960 cundió la noticia de su muerte. La mayoría de la gente de Salta –la grey masculina por supuesto- sintió impulsos de ir a darle el último adiós, pero las formalidades sociales los contuvo. Casi nadie asistió a su sepelio, y para sorpresa de muchos, su patrimonio no existía nada más que en la imaginación de quienes la conocieron.

Fuente: Crónica del NOA - Salta 26-10-1981.

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