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Biblioteca Atilio Cornejo

El Opa de la Procesión

Entre la innumera cantidad de opas que se disputan lugares destacados en la historia de Salta, siempre han resaltado los opas místicos. Estos opas, como todos en general, pareciera que cuando encaraban decididamente el papel que estaban destinados a representar, debían inclinarse por ser opas mansos, opas serviciales o místicos y excepcionalmente opas perversos.

De estos últimos felizmente existieron pocos, eran escasos, pero de triste recordación, por hechos brutales que protagonizaron erizando de horror a los vecinos que vivieron estos instantes trágicos, en que el opa, cual auténtica bestia humana, se revelaba en toda la dimensión de su perversidad. Felizmente sólo una vez llegaban a este extremo, ya que la justicia ponía abruptamente punto final a esta trayectoria salvaje del opa embravecido.

Pero esta no se trata de la historia de uno que está enfermo de ese calibre. Se trata de la existencia, breve por cierto, de un opa tocado de connotaciones místicas, que siempre aparecía en las procesiones, allá al término de la década de los años 20. Era como todos, agachado, con un trote de largo trancos flexibilizados y su rostro de auténtico idiota, mostraba la mirada perdida en el vacío, y la baba colgante de la boca siempre entreabierta. No era sordo mudo, pero no sabía hablar. Era tan opa el pobre que al parecer no pudo nunca imitar el sonido de la voz y de las palabras que veía y oía a medias.

Aparecía siempre en las procesiones, que por aquellos años constituían verdaderos acontecimientos dentro de la ciudad tranquila, de pocas calles adoquinadas y otras empedradas. Los preparativos para una procesión se iniciaban con las misas de la mañana, que se prolongaban sucesivamente hasta el mediodía. Después del almuerzo, venía la obligada y tradicional siesta, pero solamente para los "patrones", ya que el resto de la gente, especialmente el pobrerío, comenzaba a concentrarse en torno del templo, con sus rebozos negros y la vela en la diestra, con un improvisado candelero de papel para proteger la mano de la esperma derretida.

Los preparativos eran interminables y el vaho sagrado del incienso, ponía una nota mística entre los fieles, que musitaban oraciones, mientras algunos masiteros con sus cestos, expendían las golosinas caseras, espantando las moscas que zumbaban sobre el amplio repasador que cubría la mercancía azucarada. Allí, paseando de un extremo al otro de lo que podría llamarse la vanguardia de la procesión, estaba este opa, impávido, de raído traje oscuro y un sombrero negro - restos de un sombrero - que se legaba como un casco al estrecho cráneo cubierto de crenchas negras y grasientas.

Solía llevar en brazos una criatura pequeña, de meses podría decirse, que constantemente acunaba, moviéndose de un extremo a otro de la calle. La gente santiguábase, a la vez que se preguntaba sobre quién sería la que confiaba su hijito a este opa inofensivo, pero de temible aspecto. Otras veces aparecía armado de un rebenque de larga guasca de tiento crudo y cabo corto. Idéntico al usado por los carreteros, que voleaba amenazante sobre su cabeza.

Esta arma campera, que manejaba con natural destreza, la usaba para ahuyentar los perros, que en número apreciable solían llegarse hasta el sitio donde se organizaba la procesión, protagonizando a veces una bulliciosa pelea, que el opa, de certero y crueles latigazos, terminaba en contados segundos.

Había muchachos que llegaban al sitio para ensayar alguna travesura. Al opa le gritaban sobrenombres de toda índole, que no le hacían mella, hasta que un día, un muchacho vivaz y agresivo, le gritó a voz en cuello: "Se ha muerto un cura". Fue como una clarinada ordenándole a la carga. El opa lanzó un gruñido de furia y enarbolando el látigo corrió enloquecido en demanda del atrevido autor del grito irreverente.

Todo terminaba cuando la columna se ponía en marcha y lentamente iniciaba su recorrido la procesión, entre los cánticos que subían piadosos por el aire, mientras los vecinos, desde los balcones de sus casas, arrojaban flores al paso de las imágenes a la vez que se arrodillaban y rezaban una plegaria en la tarde que iba apagando sus luces, cuando comenzaban a atisbar el espacio las luces de las primeras estrellas.

Este opa místico deambuló durante años por todas las procesiones, hasta que finalmente desapareció de escena, tal vez ahuyentado por las luces de los semáforos y la estridencia de las bocinas de los automóviles.

FUENTE: Crónica del Noa. Salta, 3 de Marzo de 1982.


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