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Biblioteca Atilio Cornejo

El Panta

El personaje era oriundo de El Galpón, allá lejos, al filo del monte que se va estrechando junto a las sendas, hasta convertirse en picadas. Le decían Panta y era uno de siete hermanos de una honesta familia de trabajadores. Su padre, hombre austero y sobrio, era el ejemplo de la honestidad, de la rectitud rústica de procederes que caracteriza a nuestros hombres nacidos en el campo. Sus hermanos, poco a poco, a medida que iban creciendo, aprendían a ganarse la vida duramente, pero conservando una sana alegría de vivir, sin envidias ni rencores de ninguna clase.

El Panta también tuvo que comenzar ganarse la vida. Era fuerte como pocos. Sus poderosos brazos de muchacho joven manejaban las pesadas herramientas con asombrosa soltura, con esa segura facilidad que otorga la fuerza física. Como hachador era incansable, y a todo un árbol lo convertía en una jornada en parejos montones de leña, ganándose el jornal que le llenaba el bolsillo. No se sabe como comenzó sus andanzas por los boliches. Lo cierto es que, en poco tiempo, ese gigante taciturno de músculos de quebracho habíase convertido en un bebedor empedernido. Sus familiares al principio le aconsejaban para que se apartara del vicio, pero gruñendo hacía caso omiso de todos, hasta que se alejó del hogar humilde y santo.

Dormía donde lo postraba la borrachera y aparecía desgreñado, sucio y hosco, con los ojos inyectados de sangre, caminando vacilante por los callejones del poblado. Los muchachos comenzaron a gritarle apodos groseros y le arrojaban piedras. Esto lo enfurecía y trataba de alcanzar a los agresivos bromistas que, rápidamente, poníanse fuera del alcance de sus poderosas manos. Prácticamente no tenía amigos. Vagabundeaba solo y dedicábase a changarín. Preferentemente, hachaba leña dura con formidables golpes que trozaban con facilidad los gruesos troncos de algarrobo o quebracho. Percibía su paga y, agachando la cabeza, se encaminaba hacia el primer boliche que encontraba, donde bebía en silencio, escanciando el vino que le expedía cauteloso el tabernero. Parecía que soñaba con un mundo ideal, maravilloso, cuando el alcohol comenzaba a dominarlo con sus vapores enloquecedores. A veces lloraba silenciosamente y otras sonreía feliz, hasta que el grado de beodez lo llevaba al embrutecimiento. Entonces, ante las bruscas exigencias del bolichero, salía tambaleante al callejón ya iluminado por la luna. Varias veces la policía trató de llevarlo detenido hasta el calabozo de la comisaría, pero su fuerza de coloso había impedido estos intentos. Contaban que cierta vez tres agentes trataron de arrastrarlo hasta el local policial, pero el Panta, enfurecido, se plantó con sus piernas abiertas tensando todos los músculos, convirtiéndose así e un poste de acero. Vanos fueron todos los esfuerzos y golpes que le propinaron los representantes de la ley para someterlo a sus exigencias y, al final, se alejaron, mientras el Panta, luego de caminar unos pasos, dejóse caer en tierra durmiéndose pesadamente sobre el polvo del callejón silencioso. Después de un episodio de estos, a los dos días reaparecía cabizbajo en busca de una changa para saciar su hambre y su sed abrazadora de alcoholista consuetudinario. Trabajaba unas veces de "capachero" -como le llamaban a los "media cuchara" - y con las manos trémulas solía llenar los baldes con la mezcla. Cuando preparaban el hormigón, con una azada revolvía la pesada mezcla como si fuera de agua, según decían, y así pasaba las horas esperando el momento de percibir su paga, para reiniciar la ronda de locura que comenzaba en el umbral de los boliches. Pasaron varios años y continuaba con esa vida animalesca, mientras hilos de plata aparecían entre la desgreñada melena del borracho. No se le conocían sentimientos ni amistades, y sólo se encendían con rencor sus ojos enrojecidos a la vista de los muchachones que le insultaban y arrojaban piedras. Su última noche de tinieblas mentales la pasó al comienzo como siempre. Llegó a un boliche, hizo una señal al dueño y éste se cercó la mesa grasienta donde se había ubicado, llevándole un vaso y una jarra de vino. Comenzó sus interminables libaciones hasta terminar el dinero que llevaba en sus bolsillos. Se fue despedido descomedidamente. A la mañana siguiente, podía verse un tren de carga detenido sobre las vías sin avanzar hacia la estación. La gente se agolpaba junto al convoy y hacía comentarios. El Panta había dormido su borrachera sobre los rieles, y el tren al llegar poco antes de la madrugada despedazó su cuerpo fuerte y brutal del temulento incurable, que pasó directamente desde su sueño de vicioso al eterno sueño de la muerte.

Fuente: "Crónica del Noa" -12/07/1982



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