CAPÍTULO I

Ciento contra uno


      El radiante diciembre de 1824 tocaba a su fin(2) . Lima coronada de gloria saboreaba con delicia la luna de miel de la libertad.

      Era la última noche de Navidad, noche de paseo en el mundo encantado de los «nacimientos» y de dulce «far orient» bajo el rayo de la luna, al murmullo del río y al halago de la brisa, en los óvalos del Puente.

      En aquel tiempo, para esos nocturnos paseos las poéticas hijas del Rímac(3) vestían blancas ropas y soltaban a la espalda sus negros cabellos sembrándolos de aromas y jazmines que dejaban en pos suya raudales de perfumes,

     ¡Ah! ¿por qué han cambiado los blancos cendales de la falda por el negro manto de la dueña? ¿Por qué ocultan los lustrosos rizos de su cabellera bajo de las alas de la espantosa gorra?

     ¿Por qué? ¡Ah!... porque ahora tienen esposos británicos que condenan su donaire con una áspera interjección (¡shame!) y que apellidan «lewdness» la gracia encantadora que recibieron de Dios.

     Ahora, al mirarlas pasar sobre el asfalto de nuestras calles, llevando, tiesas y erguidas, el rígido pase del «Englishman», quien no viera radiar sus ojos, no sabría distinguirlas de las «nevadas» hijas de Albión(4).

     ¿Han perdido su poesía?

     No: envuélvelas la prosaica atmósfera de sus maridos.

     ¡Paciencia! y volvamos a la noche de Navidad.

     Aquella noche la afluencia de paseantes se dirigía a la calle del Ancla, agrupándose allí entre empellones y codazos, por el solo placer de ver a las hermosas mujeres quo bajaban sucesivamente de una larga hilera de carruajes estacionados delante de una casa.

     Aquella casa, sobre cuyo sitio se eleva hoy el palacio de un magnate, reunía cada semana los mas escogidos de la brillante sociedad de aquella época, en una fiesta bautizada con el eufónico nombre de «Filarmónica».

     Al leer esta palabra, muchas limeñas que, bellas aún, hacen el encanto de nuestros salones, verán cruzar por su mente los mágicos recuerdos de esas noches de espléndidos triunfos para su belleza, que libre entonces de los ridículos caprichos con que la moda actual la desfigura, ostentaba altamente cada una de sus perfecciones a los ojos de sus admiradores.

     Los cabellos que, alzándose cual cuernos de carnero sobre la frente de nuestras bellas, dan a su lindo rostro un aire grotescamente asustado, convertidos entonces en millares de trasparentes rizos, y fijados con alfileres de brillantes a la altura de los ojos, dejaban ver en todo su esplendor la hermosura de la frente, y descendían flexibles y móviles sobre el cuello admirable que Dios puso con amor sobre sus blancos hombros, y que sin presentir aún la maldita prisión que ha por nombre «camisolín», adornaba su voluptuosa desnudez con dobles hileras de perlas. Y los pies, en fin, esos pies de finura y pequeñez proverbiales que hoy cubre despiadada la hueca y acerada armazón de nuestras largas faldas, libres de todo envidioso velo, podían abandonarse con toda su ligereza a los graciosos giros de la danza, sin temer ningún enfadoso accidente.

     Aquella noche las limeñas tenían un motivo más para mostrarse doblemente seductoras.

     Era preciso fascinar a un admirador de nueva especie. Tratábase de un sectario de Mahoma, uno de esos jueces clásicos de la belleza que emplean su vida en analizarla con todos los caprichosos refinamientos de una imaginacion desocupada.

     Mahomet-Alí era un hermoso mancebo, hijo del rey de Túnez(5). Viajando de incógnito en un buque de su propiedad, quizá con miras un tanto corsarias, sufrió un naufragio y fue conducido a nuestras playas por una fragata inglesa que lo auxilió tomándolo a su bordo con su tripulación y sus tesoros.

     Antes de proseguir su viaje, el africano esperaba con ansia la ocasión de aquella fiesta para contemplar de cerca a las hijas del Rímac, cuya belleza había oído celebrar en las fantásticas consejas de los cautivos allá bajo las palmeras de su lejana tierra.

     La ardiente curiosidad del tunecino puso en alarma la coquetería limeña; y si este mal instinto de la mujer, tan combatido y tan adorado, puede tener excusa alguna vez, era sin duda en una ocasión como aquélla, en que el honor nacional estaba en cierto modo comprometido. Era necesario probar que Lima era en efecto el país de las mujeres hermosas.

     Por eso aquella noche, al separarse de su espejo, cada una ensayó su más fascinadora mirada, su más dulce sonrisa, su más picante actitud; y todas radiantes de esperanza, aguzaban aisladamente sus tremendas armas para lanzarlas a la vez sobre el príncipe africano, que exento de todo temor y enteramente confiado en el poder de su alfanje, no sospechaba siquiera el de las negras miradas que iban a asaltarlo, y fumaba indolentemente su pipa recostado en mullidos cojines bajo un emparrado de la posada Denuelles, mientras llegaba la hora en que el capitán de la fragata que lo había traído lo presentara en los salones de la Filarmónica.

     En tanto, al ruido de la fiesta, los grupos se aumentaban de minuto en minuto; y muy luego la calle del Ancla se llenó de una inmensa muchedumbre compuesta de todas las clases sociales, desde los elevados círculos de la aristocracia hasta la hez de las masas populares.

     Nada hay más triste que el aspecto de la multitud; porque en ninguna parte se lee con caracteres más profundos esa dolencia perpetua de la humanidad que deplora el Sagrado Libro. Cada rostro es una letra, parte integrante de esa palabra fatal:
--¡Dolor!

     Pero era noche, y su sombra cubría igualmente la sonrisa de hiel con que la noble dama criticaba a sus rivales; las amargas lágrimas de la pobre costurera viendo a una linda señora dar el brazo al bello caballero que en casa de sus patronas la había sonreído furtivamente la víspera; la rabia impotente del amante no convidado que divisaba a su amada entrando con otro en el santuario de la fiesta, y el lastimero gesto del mendigo, excluido de todo goce, aun del goce amargo de los celos.

     --¡Qué hermosa mujer!

     --¡Soberbia!

     --¡Admirable!

     --¿Quién es esta maravillosa belleza?

     --¡Qué! ¿no conoces a Carmen Montelar?

     --Aquí está la linda sobrina, la rica heredera de la condesa de Peña-Blanca.

     --Ahí va la idea fija de Monteagudo(6).

     --He ahí el lirio de la calle de San José.

     Esta salva de aclamaciones resonó por todas partes al paso de una joven que, vestida magníficamente de gasa argentada y ceñida la frente de una guirnalda de perlas, bajó de su calesa seguida de una esclava negra; tomando el brazo de un apuesto mancebo que parecía esperarla, entró en la casa del baile.

     Aquella joven era en efecto maravillosamente bella y asemejábase al lirio en su talle esbelto y en la mate blancura de su frente griega, sembrada de rizos negros de limeña. El fulgor de las estrellas resplandecía en sus ojos. Pero aquel fulgor tornándose a veces sombrío, presagiaba al corazón de la joven terribles tempestades que parecía desafiar la coqueta sonrisa de su voluptuoso labio.

     A su entrada en el salón, la joven esclava quitó de los desnudos hombros de su señora una mantilla de punto bordada de arabescos de oro; diola(7) el ramillete de violetas que traía guardado en una cazoleta, y volviendo afuera buscó en las grandes rejas que se abrían sobre el jardín un sitio para ver la fiesta.

     Hallábanse allí reunidas las esclavas, que como ellas habían acompañado a sus amas al baile; y agrupadas en actitudes diversas, reían y charlaban con la picante audacia de las mujeres de su raza.

     --Mira niña-- decía una, --ahí viene Rita, la hermana de Andrés el «engreído» cimarrón de la condesa de Peña-Blanca.

     --¿Viene? Sí ¡cómo no! Espérala sentada. Ella también está engreída.

     --¿Por qué? ¡gua! ¡la hermana de un asesino que por huir de la justicia se ha hecho ladrón de caminos!

     --¡Qué importa eso para ella, cuando el señor Monteagudo la detiene en la calle para hablarla por lo bajo!

     --No de ella sino de la «blanca».

     --Mi señorita decía el otro día que los desdenes de la niña Carmencita harían pagar a Monteagudo las hechas y por hacer.

     --¡Bah! las blancas son muy hipócritas: su boca dice: «no quiero», y sus ojos dicen: «¡ven!»

     --¡Ave María! ¡qué mala eres! Si esta mañana no más cuando iba a la Inquisición a comprar flores para la bella Irene que está encerrada hace un mes por el capitán, encontré a «ño» Tomás el cocinero de la condesa, y me contó cómo la niña Carmen se burla de Monteagudo, de su amor y de sus cartas, que dice estarán tan corregidas como sus documentos ministeriales.

     --¿Qué documentos? Si él no es ya nada en el Gobierno.

     --¡Qué cándida! Así, así lo dirige todo. Si es el ojo derecho del Libertador (8).

     --¡Ay! hija, pues entonces cuidado con el sillón(*)

     --¿Pero acaso es eso cierto?

     --¡Vaya que no! Pues si apenas hace un mes que la pobre niña Rosita, que fue a pedir por su padre, volvió a casa como una loca, llorando a más no poder; y el mismo día que ponían al señor en libertad, ella corría desolada a encerrarse en el convento.

     --¡Hum! Mi mamá cuenta también que cuando vino San Martín, Monteagudo...

     --Lo nombraste y ahí está.

     En este momento dos nuevos personajes entraron en el salón.

     Era el uno un militar joven, alto, delgado y rubio. Su rostro era bello y expresivo, y la mirada de sus ojos pardos, suave y apasionada.

     El otro era un hombre en la madurez de su edad. Su estatura mediana se elevaba por la esbeltez de sus formas hasta la bizarría. Su actitud era resuelta, su porte distinguido y arrogante. El amplio desarrollo de su frente contrastaba de una manera singular con la finura de la parte inferior de su moreno rostro. Sus rasgados ojos negros, de vivaz y profunda mirada, expresaban una seguridad que rayaba en audacia, y el aticismo chispeaba en sus arqueados labios, marcados con ese pliegue sardónico que imprime la amarga ciencia del mundo.

     El traje de gala que llevaba, y el calzón cerrado con hebilla de oro en lo alto de la rodilla, realzaban las ventajas de su apostura.

     La negra «mosquetería» de las ventanas se apoderó al momento de aquel nuevo pasto para su charla.

     --Inés, Inés, ahí va el capitán Salgar.

     --Es un rubio muy buen mozo.

     --Por eso la niña Irene...

     --¿Qué es «por eso»? ¡Pobre niña!

     --Por eso está encerrada hace un mes. ¿No lo decías ahora mismo?

     --Cierto. No sé qué diablos dijeron a la señora; nadie pudo averiguarlo; pero la verdad es que un día se desmayó, lloró mucho, despidió al mayordomo, cerró la puerta al capitán, y lo peor es sin decirles el por qué; encerró a la señorita, y ella, que le daba tanta libertad, no la dejaba ahora salir ni a misa.

     --Y a fe que tiene razón. Yo siempre la vi parlando con el capitán en las naves de la Merced.

     --¿A quién se lo estás diciendo? Si yo soy su confidente.

     --¡Oh! la buena confidente que viene a decirlo todo.

     --¿Qué hará una? Con algo ha de entretenerse.

     --Y a ti, ¿qué te hace la señora?

     --¡Uf! cuando voy a los mandados me registra hasta los zapatos. Pero ¡bah! ¡yo no me dejo pescar! Cuando salgo en comisión, esponjo un poco mi pelo y pongo dentro las cartas. ¡Pobre señora! Gallega es, pero muy buena, y me pesa el engañarla; pero, ¡vaya! ¿qué he de hacer? La niña Irene me llora; y luego ese capitán ¡la quiere tanto, y es tan rico y generoso!

     --¡Rico! ¡un pobre capitán! Para rico y generoso no hay otro que Monteagudo... Y buen mozo... Mira a las blancas: se «desmerecen» por él.

     --Y él, «ojo» a la Montelar.

     --A todo esto, ¿qué es de Rita?

     --Ahí está en esa ventana, hablando tras de las parras con un hombre disfrazado.

     --¡Ay! hija ¿no es ese Andrés?

     --¡El mismo! ¡Jesús, qué atrevimiento! ¿Pero ese muchacho no piensa en el peligro que corre entrándose así de rondón por estas puertas?

     --Por fortuna no está aquí la Peña-Blanca; retiénela su parálisis que si no, su calesero, celoso del pobre Andrés...

     --Pero está ahí la niña Carmen. ¿Quién la ha traído? ¿No fue Lucas? Pues tanto da: si ve a Andrés irá a decirlo a la blanca.

     --Y ella que aborrece a Andrés, aunque se crió con él a los pechos de la pobre Nicolasa, que día y noche está llorando...

     --¡Blanca desagradecida!

     --¡Gua! ¿qué quieres hija? Andrés mató a su enamorado.

     --La Montelar nunca amó al «niño» Pedro González.

     --Porque quiere a Monteagudo.

     --Porque está amando a Salgar.

     --¿Fue Andrés quién mató a González?

     --¿De donde sales tú? Si en Lima no se sabe otra cosa. Andrés escapó de la «justicia», ganó el monte, anduvo capitaneando una cuadrilla por el lado de Lurín. ¿No oíste nombrar el «Rey Chico»?

     --¿Ese salteador famoso que debe ya tantas muertes; que roba y quema las casas?

     --Ese es Andrés.

     --¡Pobre Rita! ¡Por eso estaba tan triste!



(*) Los émulos de aquel hombre ilustre forjaron contra él horribles Calumnias.(Nota de Juana Manuela Gorriti).


(1) Juana Manuela Gorriti, "El ángel caído", en Sueños y realidades, Dos tomos (Buenos Aires, 1907), tomo II, págs. 7-83. Kathryn Simmons hizo el escaneo. Brenda Chrysler lo convirtió en HTML y logró la primera lectura de pruebas. Jennifer Lumpkin y Colleen Rutledge trabajaron con el formato. Thomas Ward hizo la última lectura de pruebas.
(2) El general José de San Martín (1778-1850) hizo estudios militares en España y después de volver a Sudamérica, liberó la Argentina, Chile y el Perú del poder ibérico. Proclama la independencia del Perú en 1821. Declaró a favor de la libertad de los esclavos. En 1822 deja para siempre el país, dejando el poder en el nuevo estado. Simón Bolívar (1783-1830) entra en Lima en 1823, convirtiéndose en Dictador. Las últimas batallas contra España en las que el Perú salió victorioso, ocurrieron en Junín y Ayacucho en 1824, es decir, el año en que tiene lugar este relato.
(3) Rímac, un río que pasa por Lima.
(4) Albión, nombre antiguo y poético para Inglaterra.
(5) Túnez fue un país independiente durante el período en que tiene lugar este relato. Entre 1881 y 1956 fue protectorado de Francia. Recibió su independencia en 1957. Se encentra en el norte de África, al lado de Argelia. Es una nación islámica.
(6) Bernardo Monteagudo (1787-1825), político y escritor argentino, fue ministro de San Martín, después tuvo que salir del Perú, luego superando su exilio, regresó al país como favorito de Bolívar.
(7) Más usual sería "diole". El uso de "la" por el complemento indirecto es común en ciertas regiones de España. Sin embargo, se da en algunos escritores latinoamericanos, como por ejemplo en Gertrudis Gómez de Avellaneda, Aurora Cáceres y Rubén Darío. El "laísmo" no se acepta por la Real Academia. Véase la Real Academia Española, Esbozo de una nueva gramática de la lengua española Madrid, Espasa-Calpe, 1981, págs. 424-425.
(8) El Libertador, el epíteto de Bolívar.



CAPÍTULO 2