CAPÍTULO X

La leona

  

Poco después, en la playa de Bocanegra, y entre el tumulto del embarque, una mujer, lanzándose de un carruaje, se mezcló al gentío. Era Carmen Montelar.

     Un hombre se le acercó y le habló al oído.

     Carmen se puso pálida: pero en sus ojos brilló una feroz alegría.

     --Te sigo --le dijo, y desapareció con aquel hombre.

     El «Arauro» se había embarcado, y el «Leónidas» sólo esperaba para darse a la vela la llegada de un oficial, cuyo retardo se achacaba a una orden superior.

     --¡Diablo de Salgar! --decía el coronel, dirigiendo su anteojo a tierra --¿que puede detenerlo todavía? Fue a traer los estados del cuerpo que olvidé en la mesa del general Salón, y que le encargué ir a buscar, porque él era el único que estaba a caballo. No quería ir y ahora no quiere volver.

     --Allí viene un bote. ¿Trae quizá a Salgar?

     --No: en él viene un paisano.

     En efecto, un hombre envuelto en una ancha capa y el sombrero caído hasta los ojos, saltó en un bote, puso una onza en la mano al barquero, y le dijo con voz breve:

     --Al «Leónidas».

     --Señor-- repuso vacilante el barquero, --estoy esperando al capitán Salgar.

     --Pierdes tu tiempo, no vendrá. Vamos.

     Y muy luego el desconocido abordó al bergantín, subió ligeramente su escalera de cables, atravesó los grupos de soldados, y descendió furtivamente a la bo­dega.

     Llegado allí, pasó una ávida mirada sobre la multitud de equipajes amontonados en aquel sitio, e incli­nándose sobre las placas en que estaban inscritos los nombres de sus dueños, leyó:

     «Mayor Álvarez: Teniente Coloma, Comandanta Gómez, Capitán Salgar...»

     --Hela aquí.

     Acercó los labios a un pequeño agujero abierto con disimulo sobre la cubierta de un baúl, y dijo con voz baja:

     --¿Irene?

     --¡Felipe! ¡Al fin! respondió una voz sorda desde el interior del baúl.

     --¡Ah! ¡estabas aquí y lo esperabas! Pues sabe que no vendrá.

     --La «Leona»... ¡Dios mío! ¡soy perdida!

     --Sí, la leona a quien heriste en el corazón, la leona que te tiene ahora bajo su garra, y que no te soltará.

     --¡Felipe! ¡Dios mío! ¡Felipe!

     --En vano lo llamas. Acusado de conspiración, Felipe acaba de ser aprehendido y se halla en el campamento con centinelas de vista.

     --¡Cielo! ¡qué va a ser de él!

     --Piensa en ti, en prepararte a morir. En cuanto a él, yo soy noble, rica y hermosa y lo amo: es decir, lo puedo todo, y lo salvaré. Así, mientras tú mueres aquí desesperada, yo libre de tu fatal influencia, reconquistaré su amor.

     --¡Me ahogo! ¡Piedad!... Socorro.

     --Nadie te oirá; y antes que aquí baje alma viviendo habré yo llegado a Lima.

     --¡Lima!-- exclamó la desventurada, y exhaló un hondo gemido. --¡Lima!

     Y el recuerdo de la mágica ciudad, de sus frescos jardines, de sus bosques de naranjos y sus embalsamadas auras, todo lo expresó el acento con que esta palabra se exhaló de su pecho falto de aire.

     --Sí-- replicó la otra, --Lima, que tú no verás ya, y donde a mí me esperan largos días de dicha y amor con Salgar.

     --Pues bien-- exclamó la desdichada Irene, --si tienes la certidumbre de recobrar su amor, ¿por qué quieres mi muerte? ¿qué puede inspirarte el bárbaro placer de verme morir en las convulsiones de esta atroz agonía? ¡Ah! sin él yo no quiero la vida, y la abandonaré a tú venganza; pero ¡en nombre del cielo, ten piedad de mí! sácame de este sepulcro, vuélveme a la luz, al aire; deja que respire todavía el perfume de las flores, el ambiente cálido del día, la brisa embalsamada de la noche, y después, te lo juro, moriré.

     Así hablaba la pobre niña con voz suplicante que habría ablandado el alma de un tigre; pero la herida que sangraba en el corazón de Carmen había extinguido en ella toda piedad.

     --¡Ah! --dijo,-- ¡tú gimes ahora y me demandas piedad! ¿Quién la tuvo de mí en el largo martirio de mi amor ultrajado, en las eternas horas que pasé acechando las caricias que te prodigaba mi infiel amante, ahogando gritos de rabia, y destrozando con las uñas mi pecho, para que el dolor material embotara el dolor del alma? ¿quién tuvo piedad de mí en los solitarios insomnios de mis noches, en que cada momento era un siglo, y cada latido del corazón una tortura? ¡Oh! tú triunfabas entonces y reías de mi humillación. Mi vez ha llegado y yo río ahora de tus cobardes gemidos. ¡Muere!

     Y dejó la bodega, sin escuchar los sordos gritos con que la desdichada Irene lo pedía la vida.



CAPÍTULO 11