CAPÍTULO II

El rey chico


     La joven negra a quien sus compañeras de esclavitud llamaban Rita, había ido a sentarse a lo lejos en una ventana oculta entre el ramaje, y miraba distraída con la mejilla apoyada en la mano, el animado y bullicioso cuadro que presentaba el salón. Parecía, en efecto triste; y de vez en cuando pasaba por sus ojos la orla de su manta; quizá para enjugar una lágrima.

      --¡Rita!-- murmuró una voz en la sombra.

     ¡Andrés!-- exclamó ella, corriendo al encuentro de un hombre que recatándose bajo las anchas alas de un sombrero de paja apareció, tras los troncos de los plátanos.

     Era un negro de dieciocho a veinte anos, de atrevido continente y modales caballerescos  desmentidos con frecuencia por groseros arranques, que revelaban la lucha de los salvajes instintos de su raza con los blancos hábitos de una educación distinguida.

     La avilantez(1) de su porte, la insolente altanería de sus miradas, la inflexión sardónica de su voz, todo hacía adivinar en él uno de esos seres fatalmente privilegiados, que la imprevisora bondad de nuestras damas arrancaba del humilde seno de sus esclavas para mecerlos sobre sus rodillas mezclados con sus hijas en la perfumada atmósfera de los salones, y que después, arrojados de aquella dorada región por la inflexible ley de las preocupaciones sociales, volvían henchidos de odio y de rabia al círculo estrecho de su mísera es­fera, para llevar allí una existencia desesperada.

     --Andrés, pobre hermano, ¿qué vienes a hacer aquí? La señorita está en el baile; si alguno de los que han venido con ella te ha visto, si alguien que te co­nozca te encuentra aquí, ¡eres perdido!

     --¡Qué importa!-- respondió el negro, rechazando con despego el abrazo de su hermana. --Ese día, que llegará temprano o tarde, no será peor que los que llevo desde que comencé a sentir en mi pecho un co­razón y en mi mente un pensamiento.

     --¡Ah! si así hablas de la vida tú para quien fue tan risueña, ¿qué diré yo? ¿qué dirá nuestra pobre madre, que? ...

     --¡Ah! ¡ah! ¡ah! ¡quiere compararme con ellas!

     --¿Qué habéis sufrido vosotras? ¿Salisteis nunca de la condición de esclavas? ¿Habéis nunca descendi­do? Al contrario, tu madre...

     --Nuestra madre.

     --Y bien, ¿no fue arrancada a los horrores de la «pampa» para cambiarlos con la blanda vida de nodriza?

     --¿Y tú desgraciado?

     --¿Yo? ¡Mírame!

     --Sí, el «Rey Chico», capitán de salteadores; ¿pero por culpa de quién? ¿Quién puso el puñal en tu mano? ¿No mataste por la gana de matar?

     --¿Qué sabes tú?

     --¡Ay! hermano, me pesa aumentar tus penas con tardías reconvenciones; pero tu proceder fue infame. ¡Qué mal has pagado al ama el regalo en que te has criado!

     --Si, mientras pude ser su juguete, su monito.

     --¡Qué ingratitud! ¡Siempre te amó con ternura y nunca hizo distinción entre las niñas y tu!

     --Y después...

     --Ya sé de qué vas a hablar. Si cuando ya fuiste un hombre te alejó de la mesa y del salón, tú sabes bien el motivo: la niña Manuelita, que dio en aborrecerte, no quería comer contigo, y se hizo servir en su cuarto; y las visitas que venían a la tertulia la aplau­dían y te miraban con mal ojo.

     --¡Pobre niña Manuelita! ¡murió, y de qué muerte! ¡Perdónala, Andrés, perdónala!

     --¡Oh! Tranquilízate; largo tiempo hace que no la debo perdón.

     Y los ojos del negro centellearon en la sombra, y una sonrisa siniestra contrajo su labio.

     --De todo eso y mucho más, tú sólo tienes la culpa.  ¿A qué ese porfiado empeño de alternar con los señores, de acercarte a las niñas? ¿qué podías esperar de ellas? Claro está: odio y desprecio.

     --Odio que yo les he pagado bien, y que les tiene que pesar eternamente.

     --¡Ay! Andrés, esa es la historia del cántaro con­tra la piedra. No te habría valido más resignarte con tu suerte, volver a tu condición, buscar una mujer que te amara, una mujer de tu raza...

     --¡Una negra! ¡Ah! ¡ah! ¡ah! ¡cuando desde que tengo memoria me encontré en los brazos de una Blanca! ¡Las caricias de una negra, cuando labios de coral me besaron desde niño! ¡He vivido entre ángeles y volvería entre los simios! ¡Quita allá, mísera esclava! tú no puedes comprender lo que se encierra en esta alma, lo que cobija esta manta. ¿Crees tú que me hice salteador sólo por huir del castigo y por el ansia de robar oro? No, no es su oro lo que yo quiero de los blancos, no. A ellos quiero robarles su dicha, y después beber su sangre; a ellas robarles su orgullo y después beber sus lágrimas.

     --¡Calla, Andrés, que me horrorizas!

     --¡He ahí lo que son los negros! Raza vil que no conoce el rencor, esa llama sagrada que debe arder eternamente en el alma del esclavo. Nunca por eso quiero ese color en mi banda.

     Surcados a latigazos vienen a mí. Quien los oye entonces creería que van a comerse a toda la raza Blanca, y a prender fuego a este mundo.

     Confiado en su rabia, doiles una expedición.

     Muy resueltos en el carrizal del Callao o tras las tapias de Chorrillos. Divisan a lo lejos un coche o una cabalgata. Son gentes de tono que traen consigo oro, y además hermosas niñas.

     En una pestañada los negros están listos y saltan al medio del camino.

     --Alto ahí.

     Los otros se detienen trémulos.

     Pero ¡bah! era su amo; y en este momento el ne­gro lo olvida todo. Se descubre, se inclina profunda­mente.

     --Pase su merced, mi amo, que su negro, aunque salteador, ha de ser siempre su esclavo.

     Y deja pasar sano y salvo al amo que hizo despe­dazar sus carnes en una panadería(2). ¡Menguados!

     --Al menos, aunque malos, se acuerdan de que son cristianos y perdonan las injurias. Tal harías tú también si una mala educación no hubiera torcido tu buen natural.

     --¿Yo? ¡Ah! los que me ultrajaron nunca quedaron impunes. Mucho he hecho ya; pero eso ha sido la parte amarga de la venganza de Andrés; réstale la dulce, réstale la deliciosa.

      ¿Ves ese enjambre de bellezas? Una a una, todas serán mis esclavas; y cuando haya humillado su so­berbia y saboreado su afrenta, las devolveré a sus no­vios puras, muy puras... ¡Ah! ¡ah!

     --¡Jesús! ¡Al demonio no le vendría tan horrible pensamiento!

     --No, por cierto, y yo voy a darle una lección. Allá, entre las minas del antiguo Pachacamac(3), bajo el tupido follaje de un grupo de matorrales que crecen sobre una «huaca»(4), he descubierto la entrada de un palacio subterráneo, templo del Sol y alcázar de las vírgenes a su culto consagradas.

     Yo seré el ídolo de ese santuario, y mis sacerdotisas las blancas más orgullosas de Lima. La «temporada» se acerca. Ellas irán a Chorrillos, pero antes, todas pasarán tres noches en Pachacamac. Todo lo tengo previsto para arrebatarlas de los brazos de los suyos. Una tan solo, la mas soberbia, quiero que me siga de buena gana.

     --¡Ay! Andrés, ¿quieres perderte sin remedio? Vuelve en ti, aun es tiempo, mira que...

     --¡Basta! que he venido a otra cosa que oír sermones... Ven aquí. ¿No me has dicho que tu niña no ama a Monteagudo?

     --Y lo repito: no le ama.

     --Y di, infame embustera, ¿qué es aquello?

     --Le sonríe para encelar a Salgar.

     --El capitán no la ama; si la amara ¡ay de él!

     --Sí, pero él se lo hace creer, y mi pobre ama está perdida de amor.

     --¿Por qué no me has obedecido? Te ordené que le avisaras...

     --¡Eso!... sólo que estuviera cansada de vivir o antojada de alojarme en una panadería.

     --Pues escucha. Un día u otro tu desobediencia ha de costarte la vida.

     --Ya sé que nada sería para ti asesinar a tú hermana. ¡Ah! cuánta razón tenía el amo, que decía sin cesar a la señora: --La fatal educación que das a este muchacho será causa de su pérdida. Vas a hacer de él un bandido que acabará con nosotros.

     --La boca que esto decía está ahora llena de tierra y no puede repetirlo.

     Y en los labios del negro brilló una diabólica sonrisa.


(1) Avilantez, de acuerdo con el diccionario electrónico de la Real Academia Española, significa "audacia e insolencia".
(2) Uno de los castigos más temidos de los esclavos era terminar en una panadería, con sus hornos, trabajando interminables horas.
(3) Pachacamac, lugar sagrado de la antigua cultura lima; queda en las afueras de la ciudad de Lima, cerca de Lurín. Ahí hizo Topa Inca Yupanqui sus sacrificios, y Huayna Cápac sus fiestas, bailes y borracheras, según cuenta Pedro de Cieza de León,
Crónica del Perú, segunda parte (Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú/Academia Nacional de Historia, 1996), págs. 171, 193.
(4) Huaca, santuario incaico que tiene forma de una colina. Según Rostworowski, la huaca puede ser el "templo del ídolo o el mismo ídolo", María Rostworowski de Diez Canseco,
Historia de Tahuantinsuyo
(Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 1992), pág. 296.

CAPÍTULO 3