CAPÍTULO VI

La cita

  

A las once de la siguiente mañana, un yerbatero, en compañía de sus verdes cargas, estacionaba frente a la casa de la condesa de Peña-Blanca.

     De pie y recostado en la olorosa alfalfa, ocultaba el rostro bajo el ala del sombrero, sin duda para guare­cerse de los ardientes rayos del sol, y dormitaba una deliciosa siesta: tal era la negligencia de su actitud.

     Sin embargo, al cabo de algún tiempo se incorporó lentamente, y llevando la mano al bolsillo de su cha­queta, tomó un objeto que miró por la abertura de su raído poncho.

     Quien hubiera seguido la dirección de su mirada, hubiera visto un magnifico reloj cercado de brillantes.

     --¡Media hora de espera!-- murmuró, --y esa mal­dita negra no parece...

     --«El cazo le dijo a la olla»-- cantó una voz detrás del yerbatero

     --¡Rita! ¡Acabarás de llegar!

     --¡Guá! ¿sabía yo acaso que estabas aquí, disfrazado? ¡Imprudente! no parece sino que está buscando su destino.

     --¿Ya empezamos? Sígueme a la plaza que tengo que hablar contigo.

     --Es mi camino; mas no puedo detenerme: me manda la señorita.

     --¿Dónde vas?

     --Voy a llevar esta carta y volver en el momento.

     --¡Una carta! Dámela.

     --¡La carta que me da la señorita para el señor Monteagudo!

     --¡Para él! ¡Oh! dame esa carta te digo porque sino...--dijo el yerbatero a media voz, pero con terrible acento, arreando sus cargas en pos de Rita, que al llegar a la plaza se detuvo intimidada.

     --Pero, Andrés, ¿qué diré a la señorita?

     --Dame la carta y descuida.

     --Hela aquí. ¡Dios mío! ¿por qué me diste por hermano a este diablo del infierno?

     El negro cogió la carta y examinó el sello. Luego sacó del bolsillo un corta-plumas y un lente. Expuso la fina hoja de acero al rayo solar filtrado por el cristal, y cuando se hubo caldeado lo bastante, aplicóla al sobre de la carta, levantó diestramente el sello, y la leyó.

     --Llevas también una llave.

     --Sí.

     --Y bien, he aquí la carta cerrada y sellada como la recibiste. Entrégala, y trae la respuesta. Te espero aquí.

     Un cuarto de hora después, Rita entregaba a su hermano un billete sencillamente plegado, pero que parecía guardar aún la huella de la aristocrática mano que lo había escrito.

     El negro lo abrió del mismo modo que el otro y se puso a leerlo con avidez. El billete decía así:

      «Cualquiera que sea el peligro que amenaza mi vida, bien venido sea, pues impide a la bella Carmen el recibirme en su casa donde la hallaría rodeada de importunos, y la aconseja llamarme a un paraje solitario, donde mientras ella me hable de ese riesgo que bendigo, me embriagaré yo en la mirada de sus ojos, y en la melodía de su voz. ¡Y aún está el sol en lo alto del cielo! ¡y aún no es más que medio día! ¡Oh Dios! nunca llegará la noche.»

     El negro plegó de nuevo y selló el billete, sonriendo con una risa siniestra.

     --Lleva este billete a tu señora, Rita, que debe esperarlo impaciente.

     --Dices eso, Andrés, de un modo que me haces estremecer. ¿Qué intentas contra la niña?

     --¿Quién te ha dado la osadía de averiguar mis intentos? Obediencia y silencio: he aquí lo que te conviene, si quieres vivir largo tiempo. Vete.



CAPÍTULO 7