La Historia del Carnaval

Por Angel López Cantos: Doctor en Historia de América. Autor de "Juegos, fiestas y diversiones en la América española". Colección Mapfre, Madrid, 1992.

Los carnavales en la América española:

¿Cuándo comenzó a festejarse el carnaval entre nosotros? ¿Acaso a finales del siglo XIX? ¿Tal vez hacia comienzos de esa centuria?, al estar por referencias de "La Revista de Salta" (1824). Muchos autores no se atreven a arriesgar fechas. Según otros, los festejos de la carne están entremezclados con la llegada de los españoles. Angel López Cantos aborda aquí el menos conocido carnaval en América durante la época colonial.

Como casi la totalidad de las manifestaciones lúdicas que llegaron a América, el carnaval lo hizo vía España. Es cierto que siendo esta diversión parte de la cultura europea, no pudo librarse de sus influencias, pero no es menos cierto que allí echará raíces el modelo que, con elementos propios y postizos, había cristalizado en la península. A su arribo a América se enriquecerá con algunas modificaciones autóctonas, aunque en el fondo podemos afirmar que simplemente constituyeron unas variantes más del carnaval hispánico.

En el momento del descubrimiento esta diversión había adquirido ya en España unas formas estables y una gran aceptación entre sus habitantes. Cruzaría el océano con los conquistadores y colonizadores sin perder un ápice de popularidad y de fuerza. La llevarían a todos los lugares donde se establecieron.

Los principios básicos en que se basaban los regocijos de carnestolendas eran las máscaras y los disfraces, aunque también es cierto que no había necesidad de estar en el carnaval para utilizarlos. Infinidad de ocasiones los indianos echaron mano a ambos recursos, sobre todo en las conmemoraciones patronales, en la del apóstol Santiago y en algunas súbitas.

Triunfa Doña Cuaresma

No obstante, se estableció una distinción, pequeña en apariencia, pero sustancial en el fondo: mientras que en carnaval constituían los únicos trajes, siendo en realidad el uniforme de las fiestas, en las mascaradas su empleo sólo era ocasional, como parte de un conjunto de diversiones.

Otra nota permanente era la práctica de arrojar agua y algunos objetos, casi nunca contundentes, a los viandantes, a los espectadores, a los curiosos que se asomaban a las ventanas o balcones y a los integrantes de las comparsas, propias y ajenas.

Y la última señal de identidad la constituía la ceremonia del entierro y muerte del carnaval. La victoria de Doña Cuaresma sobre Don Carnal. Bajo la excusa del final de una fiesta alegre y desenfadada se daba sepultura a la efigie de una persona, animal u objeto, que representaba a un individuo, institución o situación, aprovechando el acto para criticarlos y hasta zaherirlos con auténtica virulencia.

El carnaval en Indias:

No hubo un solo lugar en aquellas tierras que no celebrara las fiestas de carnaval con verdadero entusiasmo. En plena conquista ya disfrutaron con esta diversión. Las ordenanzas dadas por Hernán Cortés para que por ellas se "gobiernen los vecinos, moradores y estantes y habitantes de las villas pobladas y además que en adelante se poblaran", disponían las posturas que debían tomarse para el abasto de carne entre Navidad y carnestolendas. Daba por sentado que pasado ese período había que guardar vigilia. Y si citaba tales fiestas era porque las practicaban en los lugares recién fundados y preveía que en los nuevos también lo harían.

En todas partes se cubrían los rostros con diferentes máscaras; con caretas típicas e inconfundibles, creaciones propias, como en Colombia, Santo Domingo, Puerto Rico o Bolivia, o simplemente improvisando con pinturas y telas. Durante las fiestas tanto el hombre como la mujer gozaban de la misma libertad pues sus artificios estaban tan logrados que difícilmente podía distinguirse el sexo a que pertenecían. Un viajero que contempló el carnaval a principios del siglo XIX escribió: "Todo el mundo se disfraza, siendo imposible para los hombres reconocer sus propios hermanos y hermanas".

Tiempo para criticar

Actuaban casi siempre en grupos bastante numerosos, formando comparsas, dotados de una gran movilidad que les proporcionaban caballos con los que recorrían las calles. Con dificultad se encontraba una máscara a pie.

El disfraz, el considerable número de los componentes de los grupos, nunca menos de 20, y la facilidad para desplazarse de un lugar a otro, les ayudaban a emitir toda clase de críticas, siempre hirientes y malintencionadas, y de las que nadie quedaba libre. El vecindario estaba expuesto a ellas, sin que se salvara ninguno, ni siquiera los más altos cargos de la administración.

Sólo la Iglesia y sus ministros quedaron al margen. El miedo de tocar el dogma y la inviolabilidad de los eclesiásticos los hacían prudentes. La Inquisición nunca tuvo sentido del humor y sus representantes siempre se mostraron celosos en preservar la pureza de la fe e inflexibles ante cualquier crítica, sin importarles el modo o la procedencia.

Apoyándose en las comparsas y en la libertad de movimientos, gozaron de total impunidad, que emplearon en arrojar objetos livianos a mirones y a otros comparsistas. Los líquidos y, sobre todo, el agua constituyeron la base de los productos que se lanzaban unos a otros. Las aguas, por lo general, podían ser claras y nunca faltaron las perfumadas, pero casi siempre eran coloreadas, sucias y malolientes.

Tampoco olvidaron las confituras, flores, papelillos de colores, cenizas y en ocasiones naranjas. Sin embargo, los líquidos fueron los que tuvieron mayor aceptación. Lo que importaba, hacía gracia y divertía, era mojar al contrario y si quedaba empapado, mucho mejor.

La modalidad más común empleada fueron los cascarones de huevos, que, o bien vaciaban su contenido ex profeso, practicándoles dos agujeritos en los extremos, que taparían luego con cera tras haberlos rellenado con líquidos, o bien guardaban los que consumían durante los meses inmediatos a las fiestas.

También usaron como recipientes las vejigas de los animales que sacrificaban durante el año para su consumo, en particular las de los cerdos. Limpias y saladas las conservaban para utilizarlas en su momento. Las atiborraban de agua o de confituras, y como bombas, aunque poco disuasorias, las empleaban contra unos supuestos enemigos.

En ciertas ocasiones y lugares usaron otro procedimiento, las llamadas "alcancías". Consistían en bolas de barro huecas y de pequeño tamaño cocidas al sol y que luego rellenaban con los objetos tradicionales. Con estas "bombas" sí se corría el peligro de ocasionar daños físicos a quienes alcanzaban.

Combates de comparsas

Por ello, raramente las destinaron a los viandantes y a los indefensos espectadores, sino a las comparsas enemigas. Entre ellas organizaban verdaderas batallas en las que la integridad física de los contendientes corría auténtico peligro si eran alcanzados en pleno, sobre todo en el rostro.

Aconteció con bastante frecuencia que las cañas se convirtieron en lanzas, cuando empleaban estos enfrentamientos jocosos como excusas en rencillas que llevaban tiempo larvadas. Lo que había comenzado como un simple pasatiempo, terminaba en una verdadera batalla campal. Martínez Vela, cronista de Potosí, escribió en 1656: "Sus malditas carnestolendas más son para calladas que para declaradas por venganzas que en ellas hacían unos y otros, además de jugarse toros y otras invenciones y diversiones, armaban escuadrones de barrios unos contra otros".

Las armas preferentemente usadas para estos enfrentamientos fueron las alcancías. Cuando las agotaban, pasaban a las armas blancas. El Miércoles de Ceniza los resultados producían pavor: "Lo que se veía -añade- era cincuenta o cien personas sin vida, así hombres como mujeres". No obstante, situaciones como ésta no eran frecuentes, y normalmente no pasaban de algunas magulladuras o de un resfriado.

En realidad, los días de carnaval se convertían en una continuada batalla, en la que el agua lo inundaba todo. Desde las primeras horas del domingo hasta el comienzo de la cuaresma, pasear por cualquier población suponía una aventura poco recomendable. Aquel que la emprendía sabía con certeza que a los pocos minutos iba a quedar empapado de arriba a bajo y en el mejor de los casos de agua limpia. Lo normal era que recibiera una auténtica de cascarones o vejigas con productos menos inocuos.

Licencias y excesos:

En los hogares más permisivos, de la contemplación se pasaba a la acción, pero de forma controlada. De siempre las fiestas carnestolendas han sido la llave maestra que durante unas fechas encerraba a buen recaudo todos los tabúes. Y si aquella sociedad tuvo que soportar alguno con carácter general, era el relacionado con el sexo. Ni aún en carnaval estuvo libre.

Acorraladas las jóvenes y rotas las laberínticas barreras para la aproximación de hombres y mujeres y ayudados, unos y otros, por la excitación de la lucha y la abundancia de las bebidas, se producía el contacto, pero era preciso disfrazarlo también de juego.

En 1747, el padre comendador de la Merced de la ciudad de La Paz, después de presenciar una de estas batallas, escribió: "El carnaval del diablo ha sido muy pecaminoso, los hombres, con pretexto de untarles con harina la cara y los pechos a las hembras, cometían tratamientos que conducen al pecado.

¡Jesús! He visto a casi seis mocetones apoderarse de una mujer, embadurnarla hasta el extremo de dejarla pura harina y que otras quedan muy contentas y satisfechas".

Edición: Agenda Cultural del Tribuno del 27 de febrero de 2000

Mas Información en: Carnaval - Viejo señor de los rituales