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Los Colchoneros

MAGARSO

Nuestra ciudad capital, Salta, como todas las ciudades de pocos habitantes, transitó un momento de su vida en que los artesanos eran personajes importantes y escasos, dentro del grupo social que habitaba la zona urbana. Había pocos carpinteros, zapateros y sastres, actividades que estaban limitadas por el movimiento comercial de la ciudad, apacible y soñolienta, que se recostaba a dormir la siesta sobre la falda amplia del cerro San Bernardo.

Entre las actividades artesanales que se destacaban por ese entonces, estaba la del colchonero. El colchonero era un personaje importante, dado que no todos los días se compraban colchones. Pero existía la costumbre de "mejorar" colchones y almohadas. Allí en esta actividad se encontraba Magarso.

Entre las décadas de los años 20 y 30, se destacó en nuestra ciudad como el verdadero arquetipo del colchonero salteño. Magarso era un hombre algo obeso, con un pucho a un costado de la boca y una sonrisa acompañada de un constante guiño picaresco en la mirada. Sus ocurrencias eran festejadas en todos lados, desde los aledaños de la ciudad al centro.

Su trabajo no lo ofrecía como cualquiera, sino que la clientela iba a solicitárselo en su domicilio, en la "colchonería". ? Pero el prefería el trabajo a domicilio. Marchaba temprano con su máquina de cardar lana hecha de madera y con clavos curvados, que semejaba un diabólico artefacto de factura medieval, hecho para torturar herejes. Llegaba a destino empujando el carrito que conformaba el extraño ingenio, que tenía una especie de balancín.

Se sentaba en el patio de la casa y comenzaba su trabajo mientras relataba, con su característica pachorra de salteño, alguna anécdota risueña, cargada de ocurrencias picarescas, que eran festejadas sobre todo por el público femenino, que le escuchaba con cierto disimulo detrás de las puertas, o barriendo cerca de donde estaba instalado, para no perderse ni una palabra de sus desopilantes monólogos. Comenzaba por descoser la tela de los colchones y ha arrojar, con sus grandes manazas, puñados de lana apelmazada por el peso de los "durmientes" que iban formando un extraño montón junto a la mesa de trabajo. La mesa eran tablones asentados sobre caballetes, sobre los cuales ejecutaba la operación final, donde tomaba forma adecuada, al colchón que renovaba, o elaboraba con nuevos elementos. De la máquina cardadora salía capullos  de lana de color más blanco y esponjado, que se amontonaban formando una pequeña montaña de un volumen dos veces mayor al de  la  pila hecha cuando estaba recién sacada del viejo colchón, achatado y con manchas, que mostraba una apariencia de enfermo grave.

Con movimientos precisos, iba cociendo la amplia tela de grueso género, que sería la cubierta de su obra, dejando una abertura amplia para introducir la lana. Contaba mientras tanto populares cuentos del quirquincho y el zorro, con variantes propias, llenas de intenciones de doble sentido que arrancaban agudos gritos mezclados con incontenidas risas  a la improvisada platea femenina. Al medio día hacía un alto en sus tareas, se acomodaba bajo la alguna sombra del patio, hasta donde le llevaban el almuerzo, compuesto por sabrosas y humeantes comidas criollas tradicionales de Salta. Fumaba un cigarrillo y continuaba con su labor.

El colchón iba tomando forma, convirtiéndose de pronto la tela y lana combinadas, en una enorme bolsa achatada, con su cubierta de fondo rosa o azul, llena de flores blancas dibujadas en la tela en  forma de extraños arabescos.  Luego con la aguja de gran tamaño, marcaba los puntos por donde haría pasar el hilo grueso y resistente, que al ceñirlo contorneaba el cuadrilátero de mullido relleno, que pasaría pronto a prestar inapreciables servicios para los "siesteros" en especial. Su obra comenzaba a quedar terminada cuando llegaba la declinación del día.

En esos momentos en que Salta se santiguaba al toque de la oración, que triste y solemne partía de los campanarios que se coronaban con una aureola de palomas, arrojadas al aire por el tañido sonoro del badajo. Magarso entonces comenzaba a colocar sus herramientas en orden, armando su "carrito-herramienta"  para emprender el regreso. Cobraba su trabajo, hablaba familiarmente con los dueños de casa, comentando hechos domésticos que eran comunes a todos los salteños y luego emprendía su viaje de regreso fumando su cigarrillo, mientras sonreía satisfecho de su labor, de su ciudad, de la gente  de su pueblo. Magarso llegó a ser algo así como una institución unipersonal viviente de la Salta de esos tiempos. Se fue sonriente con aquella época que no muchos evocan por ahora, pero que traen la imagen algo bucólica de la ciudad que todavía mostraba chacrales en las casas de la zona urbana.

 

Fuente: "Crónica del Noa" -22/04/1982.

Relatos recopilados por la historiadora María Inés Garrido de Solá

 

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