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Coté

 

oté fue y es probablemente, un opa consustanciado con su Salta, con la ecología misteriosa de nuestro Valle de Lerma que en un tiempo fue prolífico en la elaboración misteriosa de estos especímenes que fueron vergüenzas y delicias de los salteños, quienes, además de emplearlos utilitariamente, encontraron en esos "zombies" vernáculos, inspiración de chistes y ocurrencias cargadas de ingenuidad y de buen humor. Coté, es o fue, uno de los últimos opas auténticamente tradicionales de Salta.

Posiblemente se llamaba José pero su afasia, de auténtico opa de terruño, le impedía la pronunciación correcta y en sus guturales expresiones alcanzaba a hacer oír, su Coté. No era un opa cualquiera, como se diría "opa del montón". Coté pertenecía a una clase inédita de la opería lugareña, pues lucía el empaque de un aristócrata, no se acercaba  a gente que consideraba inferior, volvía la espalda despectivamente a sus congéneres, y empleando una personal mímica, con increíble exactitud a lo más prominentes hombres públicos de su época.

Corría lenta y monótona la década de los años 30, cuando Coté paseaba su solemnidad con la tozudez propia de su condición. De mediana estatura, tez morena, mentón fugitivo, delgado hasta la exageración, ojos redondos e inexpresivos vestido con saco, corbata y tocado de un sombrero de fieltro, cuya ala se doblegaba ante el peso de tormentas y granizos sufridos en otros tiempos, paseaba por las calles de Salta, cuya tranquilidad se alteraba en los días próximos a algunas elecciones. Eran jornadas en que apasionadamente revivían enconos cívicos con raíces centenarias, que se enfrentaban ácidamente a "orejudos" y "peludos", como se denominaban peyorativamente los adversarios. Coté en su neutra posición política de auténtico opa, se ganaba sonoras monedas, cuando para uno u otro banco imitaba, con asombroso acierto, maneras de caminar, accionar o moverse de algún dirigente político. Sus personajes preferidos eran don Robustiano Patrón Costas  y don David Michel Torino, eternamente enfrentados en sus respectivas posiciones políticas.  Ambos acaudillaban ponderable volumen del pensamiento salteño, y ambos se espetaban personalmente, dentro de una especie de tácito código cívico no escrito hasta el momento. Coté especulaba en su anodina personalidad de "cuerpo sin alma" y los adversarios gozaban haciendo que el mino obnubilado, imitara algunos gestos característicos de los líderes en constante pugna.


Así pasaron lustros y décadas, mientras el prestigio de Coté se iba sentando, con firmeza en el concepto ciudadano salteño. Su nombre era pronunciado en todas las tertulias familiares, y se lo ligaba a risueñas anécdotas que, por lo general, nunca había protagonizado. Vivió feliz sintiéndose un auténtico artista de las tablas, aunque sus actuaciones se desarrollaban sobre las desparejas lajas de las aceras de aquel entonces. Cuando terminaba sus breves actuaciones, recogía las monedas que le daban y entre aplausos y gritos burlescos de su improvisado público se alejaba orgulloso y erguido, en procura de otro escenario improvisado. Su vida sufrió un imprevisto vuelco después de las últimas elecciones, durante las cuales visitaba asiduamente los comités de uno y otro bando, hasta quedar ahitó de empanadas y vino. Entonces cedía su expectabilidad, y al tranco sinuoso de una marcha no habitual desaparecía al doblar alguna esquina, seguido del coro de carcajada con que lo despedían.

El vuelco de sus posibilidades histriónicas lo sintió en 1943, cuando fue derrocado el gobierno del doctor Castillo. Coté salió a efectuar su habitual recorrido, y no encontró las condiciones ambientales habituales. Encontró gente sorprendida al comienzo, y airada luego. Los días transcurrían y la furia popular crecía, nadie se acordaba de los personajes habituales de la política lugareña, se comenzaba hablar  otro idioma político que Coté no alcanzaba a entender. Así fue hasta que un día, abrumado por la realidad que no entendía, como buen opa que era, se encaminó arrastrando los pies, hasta la sombra de su higuera preferida, para vegetar el tiempo que todavía le deparaba la vida. Y allí debe estar, aturdido y triste, recordando su pasado de bufón vernáculo, aferrado a tradicionales maneras de vivir el instante político de aquella época.


Fuente: "Crónica del Noa" - 20/06/1981

Relatos recopilados por la historiadora María Inés Garrido de Solá


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