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Diablura

 


ubo en Salta un tiempo que puede ser calificado como el tiempo del terror para los chicos. Para los niños pequeños que por ese entonces no se animaban a transitar por las quietas aceras de las calles de la ciudad. Fue un lapso de la vida de Salta, donde los auténticos "opas", prácticamente se habían enseñoreado de la ciudad, y deambulaban babosos y agresivos, armados de palos o algún largo hierro,  armas con las que atacaban preferentemente a los niños, sobre todo cuando las criaturas se encontraban sin protección.
 
La gente mayor parecía no darse cuenta de este estado de cosas, y miraba transitar con indiferencia a estos enfermos,  harapientos y sucios, que  en un momento dado se había erigido en obligado complemento de la vida capitalina.

Entre estos opas temidos y terribles, se encontraba "Diablura". Así lo llamaban no por ser autor de travesuras u ocurrencias cómicas. Todo lo contrario. Era un opa repulsivo, de baja estatura y rasgos mefistofélicos.  Su piel no era morena, sino más bien tiraba a un color rojizo, como si estuviera permanentemente afiebrado. Caminaba como una especie de trote inclinando su cuerpo hacia delante, ayudándose en la marcha con un hierro delgado y largo, con el que solía castigar a los niños que encontraba descuidados en las calles o en los umbrales de sus casas. Sus ojos inyectados en sangre, el color de su piel, y su perversa agresividad, unida a  sus rasgos satánicos, le dieron ese sobrenombre, que significaba algo así como "hechura del Diablo".

En esa misma época vagabundeaban otros opas, que también tenían fama de perversos, luciendo sus desgreñadas figuras, y esparciendo el  nauseabundo  olor que despedían de sus cuerpos, que probablemente no conocían el agua.

De vez en cuando se los capturaba, y se les daba quinina y otras medicaciones, para protegerlos contra el paludismo, mal endémico que azotaba la totalidad del territorio de la provincia.

Generalmente solían aparecer en las procesiones, que eran verdaderos acontecimientos de carácter popular y social. Frente a la concentración de los fieles, precediendo el paso de la columna que llevaba las imágenes en hombros, pasaba generalmente un grupo de opas importantes,  dentro de esta grey repulsiva, que mostraba sus miserias físicas, con la animalezca estupidez  que los caracterizaba. La gente no se incomodaba por esto, y los miraba pasar como si fueran parte de un espectáculo vernáculo que, por verse de continuo, había dejado de llamar la atención. Los chicos se protegían junto a sus padres cuando aparecían en la calle, y esperaban angustiados que desaparezcan de la vista, para poder aventurarse a algún juego inocente en las veredas.

Así pasaron  los años, mientras la ciudad iba progresando en sus detalles y dimensiones urbanas.

Fue tal vez por la década del 40 cuando las calles comenzaron a mostrarse sin estos poco agradables transeúntes. Uno de los primeros en retirarse de la circulación, fue precisamente Diablura. De pronto pasó una semana sin que nadie lo viera por el centro ni por las afueras. Hubo quienes se empeñaron en averiguar su paradero. Muchos preguntaron si estaba internado en el "Lazareto", pues muchos afirmaban que el opa estaba enfermo de lepra. Las investigaciones terminaron, cuando hizo una fugaz reaparición por las calles céntricas. Después volvió a alejarse de la vista de todos, hasta que comenzó a  comentarse que había muerto. Muchos sostenían que había comido un trozo de carne cruda con estricnina, que algunos vecinos de las afueras arrojaban a la calle para el exterminio de perros vagabundos, que eran otra plaga para la ciudad. Finalmente se comentó que Diablura había muerto. Nadie precisó con exactitud la  circunstancia de su deceso, pero se afirmaba que había sido enterrado en la fosa común, envuelto en una sábana blanca, detalle que algunos imaginativos de ese tiempo, les llevaba a afirmar que el  temido opa había expirado en el hospital.

 Fuente: "Crónica del Noa" -07/10/1982

Relatos recopilados por la historiadora María Inés Garrido de Solá


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