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Dn. Ciro Anzoátegui

 


on Ciro Anzoátegui fue un auténtico caballero salteño de fines de siglo y comienzos de XX que todavía se prolonga en nuestros días. Solía pasear elegantemente vestido por las calles de la ciudad, montando algún hermoso caballo, que lucía con su destreza de consumado jinete. Dotado de especial simpatía, solía formar interesantes ruedas de amigos, en las cuales se hacía gala de ingenio, como de conocimientos del medio, en especial de las costumbres y sucesos que tenían por escenario la vida rural, tan ligada en esos años a la lenta vida que se llevaba en la aldea que era por esos años la capital de la provincia.

En la actualidad debe existir muy poca gente que le haya oído nombrar, pues su deceso ocurrió hace ya muchos años. Circulaba anécdotas y cuentos de su factura, que mostraban su peculiar sentido del humor, donde las exageraciones ocupaban lugar preferido en sus interesantes relatos. A media que pasaban los años sus cuentos eran más cargados de fantasía, por cuanto ya los años que pesaban sobre sus hombros, le impedían salir en largos viajes, por caminos de herradura, en los cuales -en sus años mozos- había conocido todos los rincones de la provincia, como de otras provincias vecinas.

Por ese tiempo los viajeros que andaban por el interior, cuando llegaba la noche, se acercaban a las casas levantadas a la vera de los caminos, y solicitaban albergue. La gente era muy acogedora, y no solamente aceptaban al viajero como huésped, sino que le pedían se quedara por lo menos tres días para que descansaran jinete y cabalgadura.

Dicen que cierta vez don Ciro partió en su caballo, llevando una mula con su avío, para recorrer lugares del interior que realmente le atraían; hizo la jornada larga del día andando al "marchao" parejo de su caballo, hasta que las sombras del crepúsculo comenzaron a cernirse sobre el paisaje. Estaba dubitando sobre que haría para  pasar la noche, cuando lo alcanzó un gaucho al galope tendido. Le traía el mensaje del dueño de una casa cercana, en el que le pedía por favor pasara la noche en su domicilio, donde ya habían llegado otros viajeros en busca de albergue. Don Ciro aceptó la invitación, y siguiendo al gaucho llegó a la amplia casa, sala de una finca, donde le habían invitado a pernoctar. Luego de los saludos de práctica y presentaciones del caso, conversó con el dueño de casa, y al poco rato, a la luz de una lámpara alimentada a aceite, se servía la cena. Los comensales gustaron de un apetitoso menú integrado por platos tradicionales de la cocina salteña, bebiendo vino de los valles calchaquíes.

Después de saboreado el rico postre casero, las damas se retiraron, porque en la sobremesa acostumbraban los caballeros  a fumar cigarro de hoja, mientras bebían alguna bebida fuerte. Entonces comenzaba la tertulia de la noche. Cada cual contaba su suceso, informaba sobre una noticia o relataba algo que había protagonizado.

Cuando le tocó el turno a don Ciro, contó que no hacía mucho tiempo había andado por Catamarca, cerca de Santa María. Andando por una senda perdida entre las montañas oyó un ruido metálico lejano. Guiado por éste enfiló su cabalgadura. "Cuando llegué al lugar de donde partían los ruidos -dijo- me quedé asombrado. Me di con que estaba haciendo una enorme paila de cobre. Era tan grande, tan grande, que los martillazos que daban en un extremo no se escuchaban en el opuesto". Todos quedaron el silencio, como molestos por la exageración del disertante, hasta que el dueño de casa interrumpió el paréntesis con una tos característica para estos casos y dijo: "Le creo señor, le creo, porque a mi, no hace mucho me sucedió algo parecido, pero fue por aquí no más, por tierras de la provincia de Salta. Llegué una noche a una casa cerca de Chicoana y pedí alojamiento. Enseguida me dijeron que pasara pero que largara la mula en el potrero que estaba al lado. La noche era muy oscura, y me costó encontrar la entrada del potrero. Por fin largué la mula y volví a la sala, donde luego de cenar, me acosté a dormir porque estaba muy cansado. Al día siguiente amaneció el cielo despejado, y fui a buscar mi mula. No va a creer. No podía encontrarla en ningún lado. Alguien me gritó que buscara en el zapallar. Allí la busqué. Había unos zapallos enormes. Eran tan grandes que la mula había comenzado a comer uno, y poco a poco entró dentro del zapallo, por eso no la podía encontrar". Don Ciro algo amoscado preguntó: "¿Y para qué eran esos zapallos?". "Pues -respondió el dueño de casa- eran para cocinarlos en la paila que Ud. vio". De este tenor eran los cuentos de don Ciro, que dejó el recuerdo de sus anécdotas llenas de sabor provinciano y candidez, pero que sirvieron para apuntalar una especie de tradición humorística, que aún se conserva en la Salta de nuestros días.

Fuente: "Crónica del Noa" - 09/01/1982

 

Relatos recopilados por la historiadora María Inés Garrido de Solá


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