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Don Pepe Guirro

 


alta durante la década de los años 40, y aún de los 50, pese a los intensos cambios que se operaban en lo político, mantenía viejas costumbres que estaban fuertemente arraigadas entre nuestra gente. Se mantenía la vieja costumbre masculina de vestir con elegancia. Todos andaban vestidos de saco, pantalón, chaleco y el infaltable sombrero de fieltro. Habría gente que no salía a la calle si no tenía sombrero, o le faltara cualquiera de las prendas, que eran atuendo obligado para quien se precie de ser hombre del momento atento a las costumbres de sus conciudadanos.

Los hábitos, dichos y chanzas, conservaban mucho de la vida, del campo, y en forma especial, los gustos gastronómicos provenían de allí. El puchero era plato obligado, las empanadas, una especie  de escarapela culinaria de los salteños, y el locro un verdadero rito criollo, que no todas las cocineras sabían preparar como realmente debería ser.

Por ese tiempo corrió la voz de que en la calle Córdoba había una pequeña fonda donde se preparaba un locro que no admitía rivales, de acuerdo al paladar de los entendidos. Era la fonda de don Pepe Guirro. Así lo llamaba el local, que mostraba como aviso un letrero descolorido, con las letras pintadas sobre tablones, donde solamente se consignaba el nombre del dueño del local adonde exclusivamente se expendía locro, a partir de las 21 horas en adelante.

Poco a poco los "calaveras" fueron desfilando por el establecimiento de don Pepe, y al poco tiempo, quien se preciaba de ser un auténtico bohemio, tenía que demostrar a manera de certificación que era un asiduo comensal de la fonda de don Pepe. Este era un personaje un tanto extraño para el medio, generalmente bullicioso y agresivo, como lo era la zona donde comenzaba la vida nocturna de la ciudad. Su aspecto era el de un hombre de unos sesenta largos años, de cuerpo rechoncho y baja estatura que más que caminar, se deslizaba venciendo la arteriosclerosis que le atrapaba las piernas, llevando uno a uno los platos ya servidos de su manjar criollo. Tenía todo el aspecto de un español de carácter hosco.  Era silencioso. No hablaba con nadie.

Su fonda era una especie de cripta hasta donde se descendía por una precaria escalera de tablas de cajón sin barandas. El local siempre en la penumbra, daba lugar para unas siete mesas de cuatro sillas cada una. A un costado había una pequeña pieza, donde se encerraba el misterio de ese locro de excepción, que todos imaginaban atrapado y humeante, dentro de una gigantesca marmita de barro, o de hierro, igual a las de las brujas del Medioevo.

El público que asistía, cumplía con una norma con visos místicos. Todos permanecían en silencio y nadie osaba llamar al dueño de casa que oficiaba de mozo. Don Pepe se acercaba a cada mesa, y uno de los ocupantes de cada una hacía el pedido que se limitaba a decir "locro y vino", aclarando si sería blanco o tinto. Sin tomar ninguna nota -ya que no hacía falta- desaparecía dentro de su misteriosa pieza, y regresaba portando el vino. Luego en estricto orden de pedidos, distribuía los platos de locro que depositaba frente a cada comensal, al tiempo que percibía el precio de éste. Llegaba el momento en que el silencio  era sólo alterado por el  rumor de que hacían al sorber sus cucharas los comensales, como si estuvieran en un concurso de sinfonías ejecutadas a "sopa". Al llegar la media noche, iba lentamente levantando los últimos platos, mientras los parroquianos silenciosamente abandonaban el local cargado de penumbras, iniciando comentarios sobre la calidad del plato saboreado cuando llegaban a la vereda, punto donde se reiniciaban las interrumpidas conversaciones. Cada uno descubría un algo nuevo, cuando repetía su visita a la fonda insólita, que a base de silencio había ganado la simpatía de los salteños, cargada de un tácito respeto hacia don Pepe, el gruñón y solitario "chef"  a la criolla, del  plato único, que noche a noche escribía una página de triunfo en los recuerdos gastronómicos de Salta.

Una noche un grupo de parroquianos golpeó la puerta del fondín que permanecía cerrado. Pasaron los minutos, y las horas, y el silencio respondía como una constante hosca e impenetrable. La luz de la mañana mostró todavía a grupos que se formaban ante la puerta de la fonda, que perdía su aspecto sombrío durante el día, hasta que se confirmo que don Pepe Guirro había terminado sus andanzas culinarias, llevándose el secreto de la fórmula que había descubierto, para lograr el locro más apreciado que se sirviera en los fondines de la Salta de esos días.


Fuente: "Crónica del Noa" -14/03/1982

 

Relatos recopilados por la historiadora María Inés Garrido de Solá


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