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José Hernán Figueroa Araoz

Por Alicia Chibán (*)

Una amplia formación, nutrida por la lectura de clásicos y contemporáneos, y largos años pasados en Buenos Aires, viviendo su ritmo y compartiendo las tertulias literarias que giraban alrededor de Luis Pardo y a las que asistía también Horacio Quiroga, no lograron que la obra de José Hernán Figueroa Aráoz se desentendiera de Salta, aunque sí, quizá, influyeron en el modo en que la provincia se hizo, con él, literatura.

Dentro del proceso literario salteño, Figueroa Aráoz se ubica en la inmediatez de la generación inicial del siglo XX -la que estuvo liderada por la figura patriarcal de Juan Carlos Dávalos- y prolonga, si bien de un modo innovador, su afán de afirmación de un espacio que es sentido como propio y al que se quiere caracterizar literariamente.

La escritura se convierte, así, en un espacio de representación identitaria, válido tanto por el señalamiento de algunas peculiaridades regionales (1) como por la puesta en evidencia del posicionamiento y la perspectiva socio-cultural del sujeto escritor.

Figueroa Aráoz se instala en sus narraciones como un conocedor de su entorno, pero sobre todo escribe desde un arraigo afectivo, desde un vigoroso sentido de pertenencia a su suelo: "Me espera una tarea ardua: intentar esbozaros mi terruño" -leemos en su novela Tiempo fugado. Este "esbozo" nos guía por la amplia geografía salteña, por cada zona que imprime su huella en el hombre, lo aísla o le exige una determinada actividad, en fin, lo particulariza y define: la voz narradora nos habla de la soledad del colla pobre -agricultor y pastor- de la Quebrada de Escoipe, de la picardía del de los Valles, de los gauchos de Anta, de los hacheros del Chaco, como así también de la heterogénea población ciudadana. Ofrece, pues, una visión abarcadora de la geografía y de la tipología humana salteñas. Sin embargo, y en coincidencia con un gran número de textos producidos en la primera mitad del siglo XX, Figueroa Aráoz se interesa por indagar las marcas unificadoras de los diferentes grupos sociales, las "constantes" con las que se va construyendo la "salteñidad": el arraigo espacial (la adhesión al suelo nativo), y temporal (entendido como el privilegio del pasado y la consiguiente vivencia de un tiempo quieto o lento), y la religiosidad.

En nuestro autor, como en Dávalos, la sensación de enraizamiento existencial se cumple como un afincamiento en el ancho espacio provinciano. Sin embargo, la obra de aquél aporta una novedad en su momento: sin descuidar el motivo de la intimidad del hombre con la tierra en los medios rurales, se interesa, con notable preferencia, por la ciudad.

¿Cómo emerge esta ciudad de Salta de la evocación de Figueroa Aráoz?

Andanzas, reflexiones, actitudes de muchos personajes -y del propio autor ficcionalizado- van transmitiéndonos el sentimiento del habitante salteño (más acendrado en las primeras décadas del siglo, cuando Salta no sobrepasaba la dimensión aldeana) de "habitar" la ciudad, en el sentido de vivirla como el espacio ampliado de la propia casa, como ámbito conocido y, por ello mismo, seguro y amparador.

Con insistencia se nombra la pequeñez del espacio urbano, se declara que allí "todo el mundo se conoce hasta los menores defectos" (1928:17) o que "la aparición de una nueva cara no podía pasar desapercibida" (1941:22). La misma idea de apretada comunidad ciudadana alienta en el compartir costumbres y participar de un mismo ritmo vital, generalmente marcado por la liturgia religiosa: "En Semana Santa, la ciudad parecía enlutada, se experimentaba una opresión semejante a la de vivir en una casa de duelo. Tácitamente se establecía el acuerdo de no exteriorizar ninguna alegría. Los pianos permanecían cerrados, reputándose falta grave, una impiedad, el ejecutar música, bailar o cantar". (1941:149) La ciudad salteña de comienzos de siglo ingresa a las narraciones en sus más variadas facetas. Así nos asomamos a su aspecto edilicio: transitamos calles, reconocemos casas e iglesias y desembocamos inevitablemente en el punto central, la plaza, cuyas recovas resguardan de las lluvias y cuyas fuentes mitigan el calor. Pero también lo edilicio -materia de algunos cuentos como "El curador de tejados" (1938) o "Don Guali, el santero" (1959)- puede sobrepasar su significación material y simbolizr un tiempo histórico, una modalidad de vida. Los techos de la ciudad, en el primer caso, y la iglesia, en el segundo, están tan fuertemente ligados a las existencias, oficios y sentimientos de los protagonistas que, por defenderlos, ambos merecen un final trágico.

Vemos así que lo que otros escritores salteños, como Dávalos o Ernesto Aráoz, declaran sobre los peligros del progreso material en cuanto destructor de valores humanos, es simbolizado por Figueroa Aráoz en estos dos estrictos y acabados cuentos que emblematizan, además, la estrecha afinidad entre hombre y mundo.

Personajes como el curador o Don Guali conquistan la preferencia del autor, sensible a los seres que la sociedad o la modernidad van marginando o aniquilando, a los hombres retraídos, tímidos o sumisos, como aquel cochero ("El coche azul", 1938) condenado por uxoricidio, a quien el secretario del Juzgado interroga:

"Lleva cinco años y medio de reclusión. Ha elevado últimamente una solicitud de indulto a la Corte de Justicia, la que ha sido denegada.

¿Tiene algo que decir?

"-Nada, niño" -es su respuesta, en la que toda la carga significativa recae en la fórmula de tratamiento, esta vez inadecuada y por eso mismo reveladora tanto de un carácter (la humildad a ultranza del personaje que la profiere) como de las condiciones jerarquizadas de una sociedad (que impone la constante sumisión de un hombre ante un otro "superior").

Estos son, decíamos, los personajes preferidos por Figueroa Aráoz quien, sin embargo, no rehusa trazar un cuadro abarcador de la "humanidad capitalina". Frente a la visión selectiva que en este aspecto ofrece Dávalos -quien reconoce su "indiferencia con la gente de su clase"- el autor de Tiempo fugado modela a sus personajes dentro de los más variados estratos sociales: tanto el encumbrado "hombre de club", como el modesto aprendiz de orfebre o la colla asimilada parcialmente a las costumbres urbanas, viven, cada uno con su idiosincrasia, en el fresco ciudadano al que cada libro y cada cuento aporta una pincelada.

Por ello nos ofrece tanto la menuda penetración psicológica como la visión panorámica, simbolizadora de la infinita variedad del mundo que no deja de aparecer, en algún cuento heredero del tópico literario ya tradicional, como teatro, como un escenario donde cada uno tiene asignado su papel "que consciente o inconscientemente, queriendo o no queriendo, todos tenemos que interpretar, títeres en las manos del gran titiritero" (1938).

Frescos ciudadanos

Hablamos de frescos ciudadanos. El símil pictórico no es ocioso: Figueroa Aráoz reconoce en sí, como herencia paterna, la "afición a la belleza en sus distintas manifestaciones" y recuerda su ingreso, de la mano de un pariente pintor, "al vasto mundo de los colores, de las formas, que se contorsionan, yerguen, desmayan, revelan, gritan y adormecen en los interiores y en el pleno aire" (1941: 288). Quizá de allí provenga su sensibilidad atraída por el motivo plástico, su óptica y su lenguaje tantas veces afín a la pintura, su esteticismo que, muchas veces, se impone sobre otro tipo de sentimiento, como el religioso:

"El pueblo que lucha (...) por escoltar a Jesús, que hállase alumbrado por vistosos fanales y custodiado por bayonetas, ignora que está componiendo una escena magistral, goyesca, de un realismo plástico supremo, de aguafuerte, al ser bañado por los fulgores mortecinos del sol que penetra por la escotadura de una calle, lanceando a la procesión con picas llameantes". (1941).

Pero los amplios panoramas -edilicios y sociales- de la ciudad, logran integrarse a las narraciones sin perturbar su entramado ficcional. La habilidad de Figueroa Aráoz recurre, entonces, a la creación de los personajes observadores, los que detienen el dinamismo relator por un momento, contemplan y nos hacen contemplar. Recordemos al niño de "Tiempo fugado" que, encaramado en un árbol, describía la abigarrada multitud de la Procesión del Milagro, o a aquel otro personaje que, frenando en las lomas su cabalgadura, se solazaba "en la contemplación de la ciudad natal que echaba al aire el humazo de sus chimeneas (...) mostrando los enjabelgados muros de sus casas y mansiones, semejante, en su policromía, a la visión de los pueblos andaluces y moriscos".

Pero puede también el protagonista de un cuento, sin detener su marcha, guiarnos por la amable ciudad, como don Clemente Vaticano, en "Toma de hábitos" (1959), cuando se dirige al convento que le ganaba para siempre a su antigua novia: "(...) echó a caminar perezosamente en dirección al naciente. Al final de la calle, medio obstruida la visión por la saliente del Cabildo, se divisaba, empequeñecido por la distancia, el convento San Bernardo (...). Sin sentirlo se encontraba ya en la plaza central de la ciudad.

Buscando el calor, desertó de las recovas que la flanqueaban y dio una vuelta por las avenidas del circuito, aspirando el denso y voluptuoso aroma de los azahares, blanqueando entre verdores al lado de las gordas toronjas, rojas y agrias (...). Los campaneros comenzaron a golpear los badajos de los bronces catedralicios. Elevó la vista a la torre y al bajarla se escalofrió viendo el atrio sombreado del templo, húmedo por el relente nocturno".

La luz y el aire

Nos hemos extendido en esta cita para permitir apreciar cómo el espacio donde se mueven, gozan o padecen los personajes, es un espacio vivenciado, no un acartonado escenario de dos dimensiones. No se compone sólo de edificios, calles y plazas, sino que, envolviendo lo arquitectónico, abierta a la captación sensorial humana, flota una atmósfera hecha de perfumes, de la luz particular de este valle (2) y del aire cruzado por los tañidos de las campanas, casi un leit-motiv de los múltiples relatos de nuestro autor.

El sabe aprovechar este valioso elemento caracterizador y polisémico: a la vez que informa sobre la hora del día, insiste en el clima de religiosidad que se expresa en otros niveles de las narraciones (en personajes, lenguajes o situaciones), a la vez que contribuye a trasmitir las cualidades más evanescentes del espacio.

En la Salta de estos libros revivimos "el placer de los mil rumores humildes" -según la cita de Ling Yutang que "Tiempo fugado" incluye (266)- y rescatamos otros sonidos que se han perdido para siempre: "el chirriar en el patio de las roldanas del aljibe" (1928) o el rodar del coche de plaza en los desparejos pavimentos de piedra bola (1938).

Este último señalamiento nos lleva a insistir en una cuestión ya adelantada en varias instancias, como el título de la novela de 1941 o el de nuestro propio trabajo: reconstruir el "tiempo fugado" o "evocar Salta" -como amplio hábitat regional o como ciudad, representada en sus aspectos exteriores y en las conductas y el imaginario de sus habitantes- constituye el gesto romántico privilegiado en la producción que analizamos, por el cual se carga de positividad el pasado. De allí que Figueroa Aráoz, consciente de los poderes de la ficción, quisiera "esbozarnos su terruño", salvándolo del tiempo.

 

(*) Profesora de Literatura Hispanoamericana e Investigadora de la Universidad Nacional de Salta. La primera versión de este trabajo se publicó en Los primeros 4 siglos de Salta, UNSa, 1982.

Notas:

        1. Hoy las Ciencias Sociales insisten en probar la debilidad de estas caracterizaciones, por su naturaleza generalizadora y, en consecuencia, homogeneizadora de ámbitos incuestionablemente complejos y heterogéneos. De todos modos, hay que reconocer que en el caso de Figueroa Aráoz la mostración de la heterogeneidad no deja de asomar aunque todavía su literatura no saque a la luz sus fermentos de tensión y conflictividad.

        2. Recordemos que cuando el novelista cubano Alejo Carpentier enumera los contextos que el escritor hispanoamericano debe incluir en sus obras para definir a su región, recomienda no descuidar la importancia del "contexto de iluminación", la necesidad de captar ciertas peculiaridades de la luz que modifican las perspectivas, los valores de distancia, etc. La luz -dice- "es un elemento de identificación y definición" (Tientos y diferencias, Montevideo: Arca, 1967). Y Figueroa Aráoz es un fino captador de nuestra luz en los espacios abiertos y de los claroscuros en los rincones recatados: Un rayo solar colándose por el ventanal del coro, turbaba la penumbra, encendiendo un fogoncito bajo el púlpito (1979: 116).

 

Edición: Agenda Cultural del Tribuno del 26 de octubre de 2000

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