Dn. Francisco de Mendoza

El gran descubridor que atraía la mala ventura

Luis Mesquita Errea

Difícil es bosquejar la personalidad del grande y desventurado Francisco de Mendoza. Guerrero y expedicionario de coraje y resistencia sobrehumanos, de una ambición de mando, gloria y realizaciones inconmensurable como el territorio que recorrió, en medio de penurias inauditas... Déspota caprichoso y malhumorado..., buscador incansable..., hombre de acción que nadie pudo abatir en combate frente a frente... El puñal y la venganza le harían pagar con la vida la jefatura que ejerció sobre sus compañeros, animándolos o forzándolos a seguirlo en un recorrido grandioso, insensato para ellos, y providencial para la Historia de nuestra región.

La hueste española había quedado diezmada por las rociadas de flechas envenenadas con que los juríes habían calculado su exterminio total. La supervivencia fue considerada cosa de Dios. Hombres -y también caballos- morían en medio de sufrimientos atroces, golpeándose la cabeza contra el suelo, como le ocurrió a Diego de Rojas. ¿Cuál era el secreto de esta ponzoña más terrible que una cascabel? Era preciso averiguarlo o la "gran entrada" al Tucma quedaría sepultada bajo los restos mortales de la expedición.

Los juríes obviamente "no soltaban prenda". Dos soldados hirieron a uno de ellos con una flecha envenenada. El indio herido corrió a buscar el antídoto; sólo así pudieron descubrir el secreto salvador.

En este caos, y con la dudosa legitimidad del mando que le confirió Rojas en su lecho de muerte, logró imponerse Francisco de Mendoza a Felipe Gutiérrez, quien fue enviado prisionero desde el real de Salavina de vuelta al Perú.

De los tres socios sólo quedaba en acción Nicolás de Heredia, cuya partida era de 25 hombres. A su llegada del Perú, encontró estas desagradables novedades y, aunque debería haber asumido el mando, Mendoza no le dio lugar y no tuvo más remedio que tascar el freno.

Corría el 1544. Mendoza había fundado el pueblo de Medellín, poniéndole el nombre de su tierra natal extremeña, como era frecuente en los conquistadores. Pero de esta sociedad desunida no saldría ninguna fundación perdurable y no prosperó. Muchos parajes hoy llevan aquellos nombres en loable intento de que no mueran en el olvido, pero no debemos confundirlos con los sitios originales, cuyo emplazamiento en muchos casos es desconocido.

Luego de abandonar Medellín se dirigieron al país de los diaguitas, en las actuales tierras catamarqueñas y riojanas; de allí pasaron al Valle de Calamuchita, con incontables penurias: días y días por impenetrables pantanos y salitrales que sólo el vigor de Mendoza les hizo atravesar.

Caminaban rumbo al sur por tierra de comechingones, que los hostigaban sin cesar, enfurecidos por su presencia. Allí sentaron su real y erigieron un fuerte: las desgracias que padecieron durante meses lo bautizaron con el nombre de Malaventura (1545).

Informado por los naturales de que hacia el oriente había españoles, el Capitán general dejó a Heredia en el fuerte y se dirigió por el Río Tercero en dirección al Carcarañá, en busca de la "torre de Gaboto", el legendario fuerte Sancti Spiritus. Podemos imaginar su emoción al contemplar por fin el majestuoso Paraná. Habían marchado desde Cuzco hasta el Litoral! Una verdadera proeza que justifica su nombre de "Gran Entrada".

Quiso el incansable guerrero continuar hasta Asunción. Pero sus hombres, hartos de tanto andar sin provecho, y de su mal trato, no lo apoyaron. De mala gana debió volver a Malaventura, donde la guarnición había sufrido tremendas guazabaras de los indígenas.

Las divisiones internas causaban mucho daño a los conquistadores y se agriaban con el infortunio. Un duelo entre dos soldados llevó a la condena a muerte del sobreviviente, Francisco de la Cueva. Los pedidos de clemencia se estrellaron contra la negativa del Capitán Mendoza. Cueva, antes de ser ajusticiado, le anunció que se separaban por poco tiempo, y que en menos de lo que dura una carrera de caballos él lo acusaría ante el tribunal de Dios.

Seguramente palpaba la conjura en curso, que contaba con el beneplácito de Heredia, hombre brioso para su edad, pero carente de las dotes de mando de su rival.

La áspera negativa de Mendoza a darle a uno de los expedicionarios un caballo de los tomados al ejecutado, obligándolo a andar a pie, fue el detonante. Mientras Mendoza dormía, lo atacó traicioneramente el ofendido, Diego Alvarez del Almendral, asesinándolo a puñaladas. Igual suerte corrió su mano derecha, el Maestre de Campo, Rodrigo Sánchez de Hinojosa. La profecía se cumplió.

La justificación ante la hueste fueron los cargos de: haber aprisionado y desterrado a Gutiérrez; ejecutado a de la Cueva; y oprimido a su contrincante Heredia.

Este fue jurado como nuevo jefe de la expedición, cuyas penalidades no habían terminado. Faltos de un líder de la talla de Diego de Rojas o de Francisco de Mendoza, emprendieron la vuelta al Perú. Nuevos territorios serían descubiertos por los hombres de la entrada, de quienes dijera Diego Fernández, el Palentino: "...de la mejor gente y más famosa de todas las Indias, soldados de gran pundonor y valientes y ha durado hasta hoy día tanto su fama en el Perú, que puesto que ha habido otras muchas conquistas y entradas, con ninguna se tiene la cuenta que con esta y con los que a ella fueron".

 

 

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