Alonso de Mercado y Villacorta



En 1655 gobernador de Tucumán, luego gobernador del Río de la Plata y dedicado al tráfico de mercaderías y esclavos. Apresado, sometido a juicio y absuelto. Nuevamente gobernador de Tucumán, realizó la tercera y última campaña contra los indios calchaquíes, y desterró de su tierra a once mil indígenas.

La Historia de los Quilmes:

A sesenta kilómetros de Cafayate, en la ladera de una montaña situada en el pedazo de mapa tucumano encajado entre Salta y Catamarca, yacen las ruinas del pueblo más poderoso y combativo que dio la gran nación diaguita. Allí estuvo Quilmes, último reducto de la lucha aborigen en territorio calchaqui, cuyos defensores dilataron medio siglo la expansión hispana por el antiguo territorio del Tucumanhao.

La resistencia de los quilmeños, cuya bravura alcanzó contornos épicos, no sólo mereció el temeroso respeto de los soldados españoles, sino que ensombreció la historia con relatos estremecedores. Se sabe, por ejemplo, que durante el sitio establecido en Quilmes por las fuerzas de Mercado y Villacorta, las madres indígenas arrojaban sus niños a los precipicios para evitarles la tortura de morir por hambre y sed.

Porque los quilmeños, mientras se debatían contra un enemigo mejor armado y férreamente disciplinado, soportaban la falta de agua y la carencia absoluta de alimentos. El pueblo bajó los brazos cuando quedaban solamente los heridos, los viejos y las mujeres, cuando no había ningún guerrero en condiciones de enarbolar su lanza. Quilmes, en realidad, había muerto antes de rendirse.

No obstante, don Alonso de Mercado y Villacorta, gobernador de Tucumán y jefe de las tropas sitiadoras, no se conformó con aniquilar la capacidad bélica de los nativos. Decidido a borrar hasta la memoria de aquellos indómitos luchadores, vació la devastada ciudad obligando a sus sobrevivientes a trasladarse rumbo al Sur. El astuto militar catalán calculaba que la deportación de los quilmeños, al tiempo que evitaba definitivamente el peligro de futuros alzamientos -porque sin patria no hay patriotismo-, eliminaba la presencia de mártires que podrían servir de acicate para otros pronunciamientos libertarios entre las tribus sometidas.

Así pues, con los restos del pueblo vencido, unas 350 familias integradas mayormente por niños, mujeres y ancianos, se formó un contingente destinado a construir las fortificaciones defensivas del puerto de Buenos Aires. El trayecto entre Quilmes y el río de La Plata, que se estiraba más de mil quinientos kilómetros sin caminos, a través de los montes, fue recorrido a pie por la procesión doliente entre insultos y latigazos de los custodios. Fueron interminables jornadas de horror, un calvario cuyo derrotero quedó sembrado de cadáveres y alguna que otra tumba excavada con apuro.

Ciertas crónicas dicen que la mayoría de los aborígenes, que partieron extenuados y desnutridos, cayeron para siempre en esa odisea cuya crueldad ha sido cuidadosamente excluida de las historias oficiales. Años más tarde, con los pocos expatriados que aguantaron la caminata -un número que se redujo posteriormente aún más con las fatigas portuarias- se formó una población bautizada con el nombre del sitio de origen de aquellos infelices. Es la actual localidad bonaerense de Quilmes, situada a poca distancia de la Capital Federal.

Con el triste episodio, ocurrido a mediados de 1667, culminó el levantamiento de Juan Calchaqui, aquel cacique que dio su nombre a la tierra de los diaguitas. La táctica militar -una ciencia ignorada por los nativos-, las armaduras de hierro y el fuego de los arcabuces, aplastaron esa rebelión que había intentado recuperar para sus legítimos dueños el país invadido por los conquistadores blancos. Cuando finalizó la represión española, Mercado y Villacorta pudo informar al virrey del Perú, Diego Benavídez de La Cueva, conde de Santisteban, que "no ha quedado en Calchaqui ni un solo calchaqui". Faltaría agregar, tal vez, que los indios tenían razón pero los invasores tenían cañones. 

Más de treinta años había durado aquella guerra. Sin embargo, no siempre estuvo Juan Calchaqui acaudillando a los aborígenes. Hubo otro hombre, un andaluz llamado Pedro Bohórquez, que según los españoles propagó la sublevación "haciéndose pasar por nieto de Atahualpa". Bohórquez, reverenciado por los indígenas como "titaquín", es decir como rey, encabezó una revuelta que hizo temblar hasta los cimientos la hegemonía hispana en esta parte del virreinato.

Historia de Pedro Bohórquez: (por Felipe Pigna)

Pedro Bohorquez nació no muy lejos de Granada, en Andalucía, y nadie sabe bien de donde saco sus dotes de cuentero e inventor de empresas fantásticas. Bohorquez comenzó a ser conocido en el Nuevo Mundo a mediados del siglo XVII, cuando llego a Lima con el único patrimonio de su audacia y su habla desenfadada. Gracias a ellas consiguió que las autoridades virreinales le financiaran una expedición que pretendía descubrir la fantástica ciudad de Paytiti: el intento fracaso rotundamente y Bohorquez fue a parar a la cárcel por embustero. Cundo quedo en libertad se fue para el Tucumán colonial, donde estrecho relaciones con los indios. Alrededor de 1656 los enfrentamientos entre españoles y aborígenes atravesaban un periodo de relativa calma, que no tardo en alterarse con la aparición del andaluz, un buen conocedor del idioma y de la psicología del indio, y se dedico a hacer proselitismo entre los naturales agitando la bandera de su liberación y afirmando que era descendiente de los Incas.

Un poco por candidez y otro poco porque los propósitos que reclamaba interpretaban los anhelos indígenas, Bohorquez consiguió el apoyo de varios caciques, entre ellos el del influyente Pedro Pinguanta, que ayudo en forma en forma decisiva a difundir su predica levantisca.

Cuando los españoles se enteraron de las andanzas del agitador, procuraron en apresarlo, pero Pinguanta lo ayudo a refugiarse en los valles calchaquies, donde fue reconocido como un verdadero descendiente de los Incas.

Tiempo después Bohorquez convenció a tres misioneros de que su jefatura podía facilitar la conversión de los indios y les encareció que intercedieran por el frente a las autoridades del Tucumán.

Para el asombro de muchos el gobernador Alonso de Mercado y Villacorta le propuso celebrar una entrevista en la ciudad de Londres (o Pomán, según los documentos de la época). La localidad no tardo en presenciar un encuentro espectacular: pomposamente ataviado con la vestimenta indígena, y escoltado por un gran numero de caciques, Bohorquez fue recibido por el gobernador como una gran personalidad, en medio de publicas muestras de respeto. Cuando llega el momento de las negociaciones el andaluz manifestó que si se lo reconocía como Inca seria bastante sencillo convertir a los indios al cristianismo, e insinúo además que revelaría el escondite de sus grandes riquezas. El obispo Maldonado y Saavedra junto con otros funcionarios rechazaron la propuesta, pero Mercado y Villacorta acepto el juego: nombro a Bohorquez teniente gobernador y justicia mayor de la regio y exigió que proclamara en publica ceremonia su decisión de convertir a los indios a la fe católica, hacer uso prudente de su título de Inca y obedecer las órdenes del gobernador español.

Por supuesto, el singular monarca no tuvo reparos en aceptar todas esas condiciones para lograr así una posición que ningún otro español podía alcanzar en América: la de un funcionario importante entre sus compatriotas y al mismo tiempo ser el rey de los indios. Pero su larga ambición lo predio. Dueño de enorme prestigio entre los naturales, sobrestimó tal vez su poderío y se dedico a formar un ejercito aborigen. Estos aprestos bélicos afectaron las buenas relaciones que mantenía con las autoridades españoles y el virrey del Perú ordenó a Mercado y Villacorta que apresara al falso Inca y lo enviara a Charcas, pero ya era demasiado tarde: los bravos calchaquies volvieron a alzarse en pie de guerra y de poco valió que muchos caciques se desengañaran con las intenciones del presunto inca y que los españoles intentaran minar su prestigio, lo declararan traidor y procuraran en vano envenenarlo.

La promesa del gobernador de perdonar a los indios que abandonaran a Bohorquez tampoco surtió efecto y el enfrentamiento se hizo inevitable.

El fuerte de San Bernardo, a tres km. De Salta, fue el escenario de una sangrienta batalla en la que más de 200 guerreros indios estrellaron su valor contra la resistencia de los españoles.

Derrotado, Bohorquez debió retirarse a sus dominios pro apelo nuevamente a la audacia y no vacilo en escribirle al presidente de la Real Audiencia de Charcas para solicitar un indulto. El pedido motivo la reunión de una junta de guerra que autorizo esa medida de conciliación. Amparado en ella, el mitificador se entrego a las autoridades de Salta. No obstante, mientras era trasladado a Lima intento promover nuevos levantamientos, según parece, y ello lo hizo caer en desgracia definitivamente.

El 3 de enero de 1667 fue ejecutado en secreto para que la noticia no soliviantara a los indígenas.

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