La Guerra de los Descalzos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La guerra de los descalzos

 

 

José Agüero Molina

 

Novela escrita en Asunción del Paraguay

durante el Año 2001.


 

 

 

 

 

 

 

Morir por las ideas, sí,

pero de muerte lenta,

pues al forzar el paso

sucede que morimos

por ideas que un día después

ya no se llevan.

 

(Henri Brassens)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nota del Autor

 

 

Cierta vez, un hombre de cuya existencia yo no había tenido jamás noticia alguna, llegó a mi casa con la estrafalaria idea de solicitar ayuda para lanzarse a la política. Naturalmente, expliqué al ingenuo que yo no tenía el menor interés sobre nada relacionado a esos asuntos, a lo que me dio una respuesta que, además de hacerme mudar de opinión, cambió mi vida y originó esta novela:

-                      Yo lo vengo a ver porque me han dicho que en su casa hay muchos libros y en los libros debe estar todo lo que necesito aprender para entrar a la política.

Y tenía razón, nomás, el pedigüeño. Nos pusimos a revisar en los estantes y separamos varios tomos que nos serían de utilidad, lo mismo que después haría León Valdéz en la novela, buscando libros para apuntalar la candidatura de Aquiles Farjat.

Han dicho por ahí – y estoy de acuerdo - que los escritores hacemos siempre una misma historia, contada a través de diferentes personajes y con títulos distintos. En mi caso, el escenario es el de un pequeño pueblo alejado de las grandes ciudades, donde perdedores anónimos encuentran de pronto un modo de dar sentido a sus vidas. También se ha dicho por ahí – y no lo contradigo - que en cada personaje hay algo propio de su autor. En mi caso y según el método habitual, incorporé al argumento innumerables situaciones que me tocaron de cerca, aunque tomé la precaución de esconder los nombres de mis conocidos, en favor de la amistad.

En esta novela, la trama se desliza a través de una larga serie de casualidades y equívocos, malos entendidos que transforman una elección a Intendente en una Guerra que cambiará la historia de sus protagonistas de modo brutal. La estructura retoma el estilo de narración de Domingo a la Tarde, con saltos continuos entre pasado, presente y futuro, con el agregado de una insólita cantidad de personajes – ¡ciento dieciséis! -, cuyo manejo significó un desafío aparte.

A la hora de los agradecimientos, quiero recordar en este parrafito a los que sin querer ni proponérselo me prestaron sus vidas, sus historias, sus desventuras, dando entidad a los hombres y mujeres de Nueva Atenas.

 

José Agüero Molina

Salta – Agosto de 2007

República Argentina

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 1

 

(Del infortunio de algunos personajes y de la incidencia de la casualidad

en la vida de la gente y en los argumentos de los autores, dando inicio a una

historia que durará veinte años)

 

I

A

ún hoy, cuando la memoria toma la forma de un rito inoportuno y la Guerra de los Descalzos se hunde en el olvido, el Doctor Epaminondas se estremece al pasar por el solar de los Ortega. Apura la marcha, cruza a la vereda de enfrente y va pegando el cuerpo contra la pared sombreada de la iglesia, como si se escondiera. Un poco después, llega a la esquina y mira a través de la plaza, donde un airecito tibio hace rodar las hojas de los árboles, arreando ruidos pequeños. Hacia el lado del río, las nubes se han comenzado a juntar. Parece que va a llover. El Doctor cierra los ojos y hace un esfuerzo, queriendo precisar la fecha en que enterraron al último muerto, pero no puede. No sabe si fue ayer o si aún lo están velando, oliendo a flores marchitas. Entonces, un escalofrío repentino lo traspasa. «Serán las ánimas», dice. Suelta un sollozo y echa a andar al trotecito, fantasma en fuga.

Desde la ventana del living, Aspasia estruja los visillos y lo ve pasar, envuelto en una nube de espanto. Le rechinan los dientes y la tembladera le desbarata el pecho, igual que la tarde en que tocó los huevos del seminarista Arcadio, hace justo un año. Aspira profundo, llenándose otra vez con el olor a incienso y sudor del sacristán, hasta que el aire le abandona los pulmones y se le entrevera en las tripas, helándole el vientre. Doblada en dos sobre el sillón de mimbre, abre la boca como si fuera a soltar un grito, pero acaba por quedarse inmóvil, como si no fuera más que una fotografía trágica. Al rato, cuando el Doctor Epaminondas ya se perdió de vista, ella vuelve a vagar por los huecos oscuros de su mente, pensando en nada, acaso porque esta hora es idéntica a aquella otra, cuando las desgracias se soltaron para arrasar al mundo. «Pudimos evitarlo» - murmura Arístipo, mirando a su hija desde la penumbra de la sala contigua - «Pero no hay caso; una casualidad siempre pesa más que la mejor causa». Pasa una mano trémula por la hilera de libros, los mismos que Aspasia devoraba con pasión antes de volverse loca, cierra un puño y agrega en voz alta:

- Nada más que putas casualidades, una detrás de la otra.

II

Será que, casi siempre, las cosas comienzan con un hecho fortuito. Así se fundó el pueblo, recuerda Arístipo, cuando al mulo que llevaba a Diego de la Santa se le quebró una pata. Era un jumento fuerte y confiable, pero tuvo la mala suerte de pisar una madriguera y mancarse, arrojando de bruces al jefe de la expedición. El hidalgo, nombrado Adelantado por un rey ambicioso, se dio un porrazo bíblico y atragantado de tierra roja, bautizó con palabrotas castizas la desgracia inicial, primera en una larga serie de infortunios. Quiso otra casualidad que el accidente aconteciera en un paraje bellísimo, verde hasta la saturación y caliente hasta la obscenidad, que el topógrafo ubicó a veinte leguas del Gran Agua y a medio paso del río que corre hacia Santa María de los Buenos Ayres, por lo que el Adelantado creyó oportuno fundar allí mismo su primera plaza en Las Indias. Felices de hacer por fin algo distinto, los hombres destriparon la selva a machetazos, espantaron con fuego a los alacranes y con el estropicio civilizador a las pavas, abriendo en pleno monte un hueco de diez por diez, ya con aires de ciudad. «¡Ah!», dicen que dijo entonces Don Diego, conspicuo admirador de la cultura helénica, «¡Es que el hombre es un animal político!» Su libro de cabecera era La Ilíada y llamaba Agamenón a su hijito andaluz, así que a nadie extrañó que nombrara Nueva Atenas a la tapera recién levantada. Claro que, además de político, el hombre es un animal nómade, así que a poco de fundar el caserío lo abandonó a su suerte, dejando como Gobernador a un preso que fungía de guía y cuyo nombre real jamás entró a la Historia, pues su jefe lo llamó Pisístrato, lo que inauguró la moda de dar apelativos griegos a la gente de la nueva ciudad.

¿Qué habrá sido de Pisístrato, abandonado en su reino de opereta? Para sobrevivir sólo le dejaron seis kilos de charque, tres botellas de oporto, un acero toledano y una Biblia, inventariados por el fiel de fechos en su bitácora de conquista. Poco y nada se sabe, pues, de su experiencia, salvo que el hombre perdió la cabeza, se chaló, loco como una cabra, que es como lo encontraron quince años más tarde los soldados de otra expedición. Había quemado el libro sagrado para calentarse un invierno y deambulaba en cueros y con un trenzadito de laureles rodeándole la coronilla, griego a más no poder. Cuando le hablaron de Don Diego, hizo señas de no estar entendiendo, olvidado del idioma colonizador. Pero no estaba solo; cerca suyo correteaban los hijos que había traído al mundo con una aborigen desdentada y triste, conocida quién sabe cómo y bautizada Afrodita quién sabe por qué. Sólo ella parecía entenderlo y lo seguía mansa por los límites de Nueva Atenas, juntando crías de pirañas en un remanso del río. Solemne en su estulticia, el orate pasaba revista a su tropa de gallinazos, o practicaba lances de esgrima contra un sicomoro, para regocijo del batallón. Muertos de risa, los conquistadores lo rodeaban para sonsacarle datos del mujerío local. Quizás no fueran todas tan feas como Afrodita, se esperanzaban, hallando que en tal caso no estaría mal quedarse un tiempo por aquel bosque de ensueño, lejos de cualquier intromisión real y dueños de un continente que les pertenecía con sólo estirar la mano. ¿A qué volver a España? Levantaron más chozas junto a la piojera inicial, cambiaron sus apellidos por nombres helénicos y salieron a la caza de hembras, pues nunca estuvo bien visto que el hombre esté solo.

Habida cuenta de estos comienzos, habrá que ver con naturalidad la serie de casualidades y malos entendidos que siguieron a la historia de Pisístrato, muerto por accidente cuando un cacique amigo lo confundió con el brujo ayoreo, desnudo como andaba y con su corona de falsa gloria en la cabeza. Fue una tragedia de graves consecuencias, pues, aunque chiflado, él oficiaba de Gobernador para una gran variedad de asuntos, a falta de alguien más que se tomara la vida en serio. Un poco en broma, lo enterraron con honores y después cada cual siguió en lo suyo, aunque ya nada fue igual. En los meses siguientes, los españoles retomaron su nombre original y se marcharon con la misma fatuidad con que se habían quedado, sin mirar atrás. Es posible que el pueblo hubiese terminado por desaparecer, de no mediar un involuntario enredo propiciado por los jesuitas, quienes lo encontraron cien años más tarde. Los frailes, que ignoraban las andanzas hispanas, se maravillaron de hallar griegos viviendo entre los salvajes y así lo hicieron constar en un informe a la Corte:

«...a unas veinte leguas hacia el naciente, dejada atrás que fuera por nos el torrente majestuoso del Yguazú y sin adentrarnos demasiado en las tierras del Paraguay, nos allamos ante un pueblo industriozo de gentes que construyen sus casas con techos a dos aguas, pues la América está sujeta a furiosísimas tormentas y acostumbran las armas de Júpiter a herir por igual al soberbio cedro que al humilde sauce, así que como más le gustaze face sus cosas esta gente, hombres blancos llegados de la Grecia nadie sabe cómo ni cuándo, puez no hubo forma de saber sus impreziones desde que conservan el extraño idioma de Aristóteles y fasta el nombre de Atenas a su comunidad, edificada en torno a un dios pagano de cuyo nombre no zupimos...»

Tampoco supieron que el «extraño idioma» era una mezcla chapucera del español con el guaraní, deformados y fundidos en un siglo de aislamiento. En cuanto al «dios pagano», no hubo nunca tal, pues se trataba de una tosca escultura de barro hecha por los indios en honor a Pisístrato, convertido por las circunstancias en mito popular.

Dos centurias más tarde, Nueva Atenas había crecido tanto que figuraba en los mapas de los palacios europeos, lo que engendró otros dilemas: ¿a quién pertenecía esa extraña civilización indo helénica? Madrid se apuró a reclamar derecho, pero lo mismo hicieron la pérfida Albión, la astuta Lisboa y hasta la Santa Sede, antes de que la auténtica Grecia saltara a la palestra a demandar lo imposible. Nabullione Buonaparte dedujo que un sitio tan disputado debía ser francés y envió a un hijo de Josefina con ínfulas de ateniense para invadir España, iniciando el fin del Mundo Colonial por un caserío perdido, tan equidistante entre la Argentina, Brasil y el Paraguay, que aún hoy nadie sabe a quién debe el gentilicio. Con los años, pasado que fuera el tiempo y apagadas ya las guerras de la Independencia, el papiamento que confundió a los jesuitas se depuró tanto que un trujamán lo habría hallado idéntico a lo que en Sudamérica se llama «castellano», arbitraria cruza de palabras castizas con vocablos árabes, franceses, portugueses, guaraníes y quién sabe cuantos más, lo que a la gente de Atenas le sirvió para quitarse de encima el atávico complejo de extranjería, común por lo demás a todo el Nuevo Mundo.

Nacida de la casualidad y alimentada con la equivocación, el día en que acordaron los límites del pueblo, cada país vecino concedió - error del cálculo topográfico - la totalidad de lo que creía que debía tener, así que los herederos de Pisístrato recibieron de la noche a la mañana el triple de lo que habían tenido, tierra colorada y virgen, yerbatales de verde incandescente y algodonales de nívea cerrazón. Protágoras Caballero, Intendente en la circunstancia y fundador del Partido, vendió la tercera parte del reino a una asociación de empresas madereras, las que aportaron la fortuna con que sus parientes adquirieron el segundo tercio y dejaron a Nueva Atenas con las mismas hectáreas que al principio. Sin embargo, el fraude promovió la gestación de un siglo de oro, pues los nuevos ricos trajeron la electricidad, alumbrando el desembarco del primer automotor. Aristófanes, primo de Protágoras y secretario general del Partido, abandonó el garito que regenteaba en la frontera y con un crédito bancario fundó una empresa constructora, trazó calles que atravesaron al pueblo sin piedad y lo despedazó en trocitos que se achicaron mientras crecía la ambición del constructor. Así surgieron puentes donde no eran necesarios, aeropuertos nunca inaugurados, casas de cambio y un sinfín de barracas con fachadas sin nombre e inventarios secretos, que le dieron al pueblo la fama de Paraíso de los Contrabandistas con que fue conocido después en todo el mundo.

- ¡Todas mentiras, inventos del comunismo internacional y apátrida, que busca destruir el modo de vida libre y republicano que nosotros defendemos! – Proclamaba Protágoras, pues con la Primera Guerra se le había dado por insertar al caserío en el concierto internacional, cursando cartas a la Casa Blanca para que le enviaran un embajador.

- ¡Querulante! - Despotricaba Anaxágoras Pereyra, el maestro que encabezaba la escuálida lista de los opositores y escandalizaba al pueblo con su biblioteca, ecléctica colección de libros que prestaba a sus pares en el intelecto. Insidioso y radical, recitaba con voz admonitoria frases de los grandes sabios de Grecia, lapidando los desvaríos faraónicos del Intendente y liderando tertulias rebeldes en el bar de Empédocles Rodríguez, padre de Arístipo y abuelo de Aspasia, quien - para no ser menos - bautizó al antro «El Areópago de Atenas», con un letrerito que resistió la guerra y aún hoy cuelga en su fachada. Fue allí donde cien años más tarde se anunciaría que Miguelito Caballero rechazaba el cargo que ostentaba su familia desde los tiempos de la primera fortuna y que ahora le tocaba a él, último varón de la dinastía. Pero, más dado a los alejandrinos que al maquiavelismo del poder, el heredero nunca había mostrado interés por los negocios del padre, la riqueza del abuelo o la historia del bisabuelo. Si alguien le preguntaba qué pensaba hacer de su vida, respondía que sería artista, alardeando de una sensibilidad rebuscada, capaz de quedarse en trance con la declamación de sus propias rimas.

- Me salió poeta - Rebuznaba Espeucipo, el padre, disimulando el asco con el humo del cigarro - ¿Dónde se ha visto un Caballero que no sea político?

- Sólo es un muchacho bueno y sensible – Decía Helena, la madre.

- No es malo, sólo un poco raro - Añadían los amigos, apañándolo.

- ¿No será marica? - Susurraban los parientes menos acomodados, satisfechos de que el lujo hubiera dado al fin un resultado justo.

Indiferente, Miguelito paseaba entrecerrando los ojos bajo un sombrerito blanco e ignorando a las chiquillas que se le enamoraban al paso. Sólo Aspasia, sin que nadie entendiera cómo, se ganó la confianza del estrafalario. Solía vérselos conversando en un banquito de la plaza, a veces durante horas. Ella, tan sin gracia y con la cabeza hundida entre los hombros, igual que un buitre flaco. El, arrobado y hermoso, permanecía inclinado con interés sobre el rostro delgado y seco de la hija de Arístipo. ¿Qué le habría visto? Para Helena, era una amistad sustentada por el amor al arte; para Espeucipo, la confirmación de la hombría legendaria de los suyos. Ambos se equivocarían mucho, como se vería después; a través de Aspasia, Miguelito conocería el verdadero motor de su vida y ella aprendería el dolor que llevaría a todos al abismo.

En todas estas cosas pensaba el Doctor Epaminondas, la tarde en que Aspasia curioseaba los huevos del monaguillo Arcadio, olfateando la inminencia de la desgracia. Volvió a pensarlas mucho más tarde, cruzando a los trancos la plaza desolada y rogando encontrar a Aquiles. Como si no supiera que Aquiles también está muerto.

III

Jeremías Insaurralde tenía los ojos tan mansos y el andar tan noble, que nadie diría que se trataba de otro huérfano deambulando España, tras la guerra civil. Llegó a Santander una mañana helada, se sentó en la arena y pasó horas escudriñando el mar, como si quisiera metérselo por los ojos. Muy delgado, con la barba crecida y desprolija, vestía un anticuado traje de dos piezas, una boina oscura y unas sandalias tan rotas que las llevaba atadas a los pies. Cuando se cansó de mirar las olas, acostó su cabeza sobre los brazos y se quedó dormido. Un poco más tarde, un pescador le tuvo lástima y fue a despertarlo con un trozo de pescado seco; alguien - tal vez un monje - le envió una bota vieja con algo de vino y una mujer en harapos le compartió los restos de su pan. El muchacho agradecía cada vez inclinando la frente, pero permanecía en silencio. Al rato, esparció el pescado y el pan sobre un trapo y se dispuso a comer, masticando tan despacio como si rezara.

Durmió allí mismo, cobijado de los ramalazos del viento por el vientre de un bote sin dueño y a la mañana siguiente, cuando los demás habían vuelto a olvidarlo, abrió su maleta y extrajo un puñado de carbonillas de distintos colores y unos pliegos que parecían hojas, pergaminos, cosas así. Eran tiempos duros y no faltaban los extraviados, por eso lo dejaron andar por ahí sin abrir la boca, sonriendo con sus ojos tristes y garrapateando en sus cartulinas asuntos misteriosos. Hacia la tarde, se acercó al pescador que lo había alimentado y le entregó un retrato como nunca se viera en esas playas. El hombre se sobresaltó, porque hacía años que no se miraba al espejo e ignoraba que ya no era el mismo. “¡Soy mi padre!”, pensó, espantado. Cuando reaccionó y quiso decir algo, el artista caminaba hacia la mujer que le había compartido el pan. A ella también le había hecho un dibujo magnífico, con tanto realismo que la buena samaritana pasaba las manos sobre el papel y sentía las caricias sobre el propio rostro.¿Eres un santo?”, preguntó ella y Jeremías sonrió. Abrió la solapa del saco y le dejó ver una estrellita republicana.

- Ah - Dijo la mujer- un santo ateo.

Lástima que no le había visto bien la cara al monje que le enviara el vino, pero se dio maña para dibujarlo de todos modos, jugando con las sombras de una manera tan mágica, que cualquiera que lo viera podía distinguirse a sí mismo en el retrato.

Desde aquel día, fueron incontables los aldeanos copiados por el artista. Algunos dejaban una moneda, pero la mayoría depositaba media hogaza de pan, tal vez un huevo, tres o cuatro naranjas, en fin, lo que podía. Los pobres entre los pobres, por pagarle de algún modo, le llevaban caracoles de mar. Cuando se le acabó el papel, un librero abrió una precaria sucursal en el puerto y la gente formó filas para comprar el material en que se plasmaría la magia. Así, un día tras otro, hasta el domingo en que se le ocurrió la trágica idea de ir a dibujar a la gente que salía de misa.

El Vasco Vergoechea, capitán de la Guardia Civil, lo vio asomar entre las sombras del atrio y algo le dijo que ese falso ángel le traería problemas. Apretó con fuerza la mano de su hija Isabel y taconeó por los escalones, pero ya fue tarde. Bastó un segundo para que los ojos de Jeremías se posaran sobre la muchacha y el fogonazo del destino lo hiriera para siempre. Se quedó frío, pese a que el sol resplandecía. Inmóvil, la vio partir, ondeando al aire su cabellera negra, cubriendo y descubriendo con picardía el perfil de su rostro y la blanca suavidad de los hombros. Esa noche, el artista no pudo dormir y tuvo fiebres de los trópicos, aunque nunca había salido de España. Armó su atril y a la luz de las estrellas pintó sin descanso, embriagado por un impulso devastador. Sus manos volaban sobre el papel, aleteando en trazos de coordinación exquisita, hundiéndose en la agonía de los claroscuros y elevándose en detalles donde anidaba el sol. El aire frío del mar flameaba en su camisa y le desnudaba el pecho, la sal fosforecía sobre sus pies desnudos, pero nada, ni siquiera el silbatazo nocturno de la Guardia, interrumpió la magia. Sólo se detuvo cuando su obra estaba lista. Entonces se dejó caer rendido, profundamente feliz.

La noticia corrió por Santander esa misma mañana, pues uno de los pescadores aprovechó que el artista dormía y pegó el dibujo en la pared del hostal. La hija del capitán lucía tan bella como era, pero Jeremías había logrado reflejar además toda la fuerza de un espíritu que aún no se revelaba y que, con los años, mostraría lo lejos que pueden estar los suaves rasgos del más duro carácter. Desde el papel, no sólo era la joven quien miraba al mundo. Era también la mujer que sería un día, esa que su pintor no llegaría a ver. Si los anteriores trabajos habían tenido éxito, el clamor por esta nueva obra ya no tuvo límites y hasta el vicario se acercó a contemplar el portento. «Tanto hechizo no puede ser humano», dijo y se volvió a su iglesia, masticando augurios. La protagonista, en tanto, estaba azorada. No sólo desconocía la existencia del vate, sino que ignoraba que él la hubiera visto alguna vez. Creyó que se moría de vergüenza, cuando su madre lo contó en el almuerzo, pero a los dos días la curiosidad venció al pudor y pidió que la llevaran a ver el cuadro. Su padre se negó, advirtiéndola contra la vanidad. Ella, que jamás había objetado la autoridad paterna, se rebeló por primera vez y juró para adentro que iría a como diera lugar.

Juntó coraje en los días siguientes, aprendiendo los misterios de cada puerta y calculando la altura de los muros, por si debía saltarlos. No sólo la intrigaba el dibujo, sino el autor; ¿quién sería aquel, capaz de tanto alboroto? Pero se tardó mucho en los preparativos y cuando el murmullo popular creció, su padre la confinó a un encierro estricto, lo que aumentó su ansiedad. Vecinas y parientas que no veían desde hacía años desfilaban por la casa, alabando al retrato y clavando la insidia: ¿Cómo podía hacerse algo así sobre alguien a quien nunca se vio? Olía a gato encerrado. «Se habrán visto en secreto», decían, envolviendo el chisme en sus mantillas negras. El Capitán juraba por todos los santos - en los que no creía - que a aquel patán le había bastado verla a la salida de misa, estirando la sobremesa con el vicario de huésped. Embriagado por el asunto y el vino, el cura torcía la boca con desprecio. “Es uno de esos bolcheviques”, rumiaba, buscándose con los dedos la nuez de Adán; parecía que el pintor se le hubiese atragantado y no pudiera terminar de deglutir su historia. Desde la penumbra, la madre de la joven hacía bolillos y se santiguaba, sin hacerse notar.

Esto sucedió por una noche tras otra, hasta que el fraile dijo: “Yo he visto ese dibujo y me pareció un asunto gitano, mezclado con mal amor”, agriando el jerez en la copa del militar y precipitando los hechos. De madrugada, cuatro soldados bajaron el portento de su pedestal y lo destrozaron, tras lo cual despertaron al artista de un mal sueño y lo arrastraron hasta la plaza, donde le aguardaba el Capitán.Así que tú eres el que pintó a mi hija”, siseó, apoyando el revólver contra el rostro del muchacho, “Pues bien, por el coño de tu madre jurarás que te marcharás del pueblo y que nunca y por nada del mundo volverás a cruzarte en mi camino ¿Has entendido? ¡Jura o te mato aquí mismo!”. Jeremías abrió la boca como para decir algo, pero volvió a cerrarla en silencio. Aunque al principio lo habían aterrado los golpes y empujones, se le había ido el miedo y miraba a su agresor como quien no entiende qué pasa ni por qué. El Capitán se puso peor:

- ¡Jura, maldito, o te meto un tiro!

Los labios del muchacho se movieron apenas, sin dejar salir ni una palabra. Su mirada era tan plácida como antes de ver a Isabel a la salida de misa. Encogió los hombros en un gesto burlón y el militar perdió los estribos, echándole un pistoletazo en la cabeza. Lo dejó tendido en la playa, entre borbotones de sangre.Arrójenlo al mar”, ordenó y después escupió sobre los rizos del condenado. Los soldados arrastraron al artista de los brazos y se perdieron de vista, pero no se atrevieron a echarlo al agua. Tal vez pensaban que el pobre estaba loco y que les daría mala suerte asesinarlo. Se conformaron con molerlo a palos un poco más y abandonarlo donde lo habían encontrado antes, moribundo ahora sobre el despedazado rostro de Isabel. El Jefe de la Guardia, que se ufanaba de no creer en nada, aquella vez creyó que había puesto fin al asunto. Pero se equivocó. Lo supo cuando descubrió que su hija ya no sería más la que había sido. Pálida de ira, ella lo miró un instante desde el pórtico de la sala, echando fuego los ojos que hasta ayer fueran tan dulces. ¿Cómo se habría enterado? Vergoechea bostezó con desinterés fingido, pero una sombra parecida al miedo le cruzó por dentro. Bueno, qué le iba a hacer.

 

IV

Estaban tristes los pescadores y los dueños de la posada, que habían imaginado visitantes de otros pueblos para ver al pintor. Jeremías no decía nada sobre nada, vuelto como el primer día a la inmovilidad total. Después de la paliza, se había arrastrado hasta el bote donde vivía y limpiado la sangre con el agua de mar, frunciendo la cara por el ardor de la sal en sus heridas.Mírenlo, pobre”, sollozaba la mujer que le había compartido el pan. Un tajo profundo y rojo marcaba el sitio donde le habían dado el culatazo, manchones de sangre seca floreaban su camisa y le colgaban del pelo, como lágrimas bermejas. Los pedacitos del dibujo yacían a sus pies, juntados uno a uno por sus amigos. Sobre la arena, lucían como restos de un mundo roto. Todo pareció hundirse en el desgano.

La gente del puerto estaba de duelo y hasta el sol se olvidó de salir esa semana, pues llovió a cántaros. Pero lo peor, lo peor de todo, es que a Jeremías se le habían muerto las ganas de pintar. No tanto por miedo, sino por el convencimiento de que nunca más vería a su musa. Ya no estaría a la salida de misa, ni en ningún sitio. Dibujarla había sido como tocarla a la distancia, pero no sería capaz de repetir el portento sin la esperanza de volverla a ver. Sintió que le estaba prohibida de un modo irrevocable, así que no quería permanecer allí, tan cerca de su ausencia. Se iría, una vez que calmara ese dolor del cuerpo y el fuego en las heridas sangrantes. Para que nadie lo viera, se echó a la sombra del bote y se alejó del mundo varios días, sumergido en pesadillas sin horarios. Muchos creyeron que había muerto y hasta se lo creyó él mismo, dormido a la usanza de los que ya no despiertan. Al final de su agonía, juntó fuerzas para abrir los ojos y se encontró con la mirada dolida de Isabel, escapada de casa para ver al hombre de quien todo el mundo hablaba.

Entre el sopor del delirio, ella dijo algo que él no comprendió y se obligó a despertar. La miró desde adentro, con largura. Isabel estaba escondida en un chal amplio y viejo, dejando apenas libre la belleza pálida de su rostro. De rodillas en la arena, pasó una mano cálida sobre la piel apaleada, que tembló como nunca lo había hecho antes.Tú...”, dijo Isabel, “¿cómo te llamas?”. Jeremías despegó los labios y sonrió, igual que frente al Capitán. A ella se le estremeció el corazón, sintiendo en carne propia cada herida, cada gota de sangre coagulada al rocío. “Yo soy Isabel ¿y tú?”, insistió, dejando caer una mano blanca sobre los dedos que la habían llenado de magia. El muchacho dibujó sobre la arena: Jeremías. Un estremecimiento de angustia cerró la garganta de Isabel, leyendo las señas que él hacía en el aire. “Claro, no tienes voz”, dijo, comprendiendo que el poeta sólo hablaba con el arte trágico de sus manos. Incorporándose con dificultad, él sacó sus carbonillas y olvidando el dolor en los dedos la retrató con más belleza que antes, para regocijo de los pescadores que se habían reunido alrededor. Isabel tenía los ojos empapados cuando él terminó su tarea y no pudo resistir la necesidad de acariciarle el pelo. Jeremías soltó una risita muda, besó su propia mano y depositó el beso sobre una huella que un pie de ella había dejado en la playa. Todos lo vieron y hubo un murmullo de aprensión. “Dios mío; ésto terminará en una muerte”, dijo alguien, pero ni ella ni él lo oyeron, ocupados en hablarse con los ojos mientras el destino los empujaba al desastre.Ahora debo irme”, dijo Isabel, ya casi cuando empezaba a oscurecer, “Pero juro que volveré”.

Desanduvo el camino de la playa, subió por el terraplén y allí se detuvo un momento para mirar hacia abajo. Las olas grises se revolvían contra las rocas y la arena, tan oscura como el cielo, parecía haberse tragado al artista. Tardó en descubrirlo, junto al bote atravesado de vientos. Isabel sintió un frío profundo, se envolvió en el chal y echó a correr entre los puestos del mercado. “¡Que no te pesque tu padre, niña, que habrá un velorio!”, le advirtió una mujer deforme, pero no le oyó, alejándose de prisa por el malecón.

V

Será porque a veces los milagros suceden cuando se los llama, que el Capitán tardó cuatro semanas en enterarse de los encuentros entre el artista y su hija. Para entonces, los enamorados se veían todas las noches, escondidos por una azarosa red de aliados secretos. Pescadores, changarines del puerto, mendigas del atrio, toda una pequeña red de gente sin suerte los protegía, aquí y allá, de mil modos, entreteniendo a la Guardia, apagando la hoguera de los chismes y avisándoles si había peligro. Ella aprendió a saltar la pared del fondo de su casa y a ocultarse por las calles oscuras, a conocer cada zaguán y a guiarse de los silbidos amigos. El aprendió a esperarla con paciencia, descifrando en la oscuridad el código de chistidos que la anunciaban. Era un milagro que nunca los pescara la Guardia, porque no se da de otro modo el amor del mal destino. Acunados por el run-run del mar y la complicidad de las estrellas, dedicaban la noche a conocerse, a tocarse, a quedarse para siempre el uno en el otro. “Nos iremos al infierno”, decía Isabel entre risas, “Pero valdrá la pena”. Con una hogaza de pan, queso y una botella de vino, cabalgaban hasta que amanecía, envueltos en sudor compartido. Cuando al fin se saciaban, ella descolgaba el vestido de los aparejos y se cubría, húmeda aún por los besos y la sal marina. Después corría por las calles desiertas y se encerraba a desbrozar en silencio su felicidad secreta, rogándole a la Virgen que nunca los atraparan y que el sortilegio les durara siempre. Jeremías la veía partir con el alma en un hilo, sufriendo por anticipado el día en que no regresara más. Al fin y al cabo ¿qué podía ofrecerle para que permaneciera allí? Morir a manos del Capitán sería menos terrible que la pena de no verla volver, ajena para siempre al mudo ardor de su mirada.

Cuatro semanas, fueron. Cuatro semanas. Cada persona que se enteraba no sólo prometía callar, sino también ayudar en lo que fuera para que no los pillaran, pero nadie pudo evitar que el cura fuera a contarle al militar lo que Santander cuchicheaba a sus espaldas. Lo hizo después de la cena, mientras bebían jerez e Isabel simulaba coser una mantilla junto a su madre. Así, como quien no quiere, el padre Juan fue llevando la charla hasta que el terreno le fue propicio. “Es como te digo, los republicanos han pervertido las costumbres de nuestros jóvenes, ya ves tú, mi querido amigo, cómo tu propia hija ha podido mantenerte bajo engaño”. Isabel sintió un escalofrío igual al que sentiría muchos años más tarde, en vísperas de la muerte de Camilo. Moviendo apenas los labios sobre el cristal de la copa, el sacerdote habló en voz tan baja que el Capitán no estuvo seguro de que decía lo que decía. Cerró los ojos, estrujando los dedos de sus manos con tanta fuerza que el ruido retumbó en la sala. Se incorporó de su silla y en dos trancazos aferró a Isabel del pelo. Le dijo algo, pero no se entendió qué, porque al mismo tiempo le propinó un cachetazo definitivo, cagándose en cuanto santo conocía. Aturdida, ella se sintió arrastrada entre gritos y encerrada en la biblioteca, a doble llave. “¡Jeremías!”, gimió Isabel, pues aunque estaba a oscuras, vio con nitidez lo que estaba a punto de ocurrir. A tientas, tomó un candelabro y lo arrojó contra la puerta, dando alaridos que el vecindario nunca iba a olvidar. Lloró y suplicó, amenazó y maldijo hasta que su madre la dejó salir, ganada por el espanto. “¡Deténla!”, exclamó el cura, encomendado a montar guardia hasta que el Capitán hiciera lo que había ido a hacer. Pero Isabel pasó igual, desgreñada y furiosa, con el rostro tan desencajado que el fraile reculó, santiguándose.

- ¡Alcánzalo, por Dios, alcánzalo! - Exclamó una voz entre las sombras, viéndola pasar con su aire de abismo. El miedo y la desolación le nublaban los ojos, sentía las piedras de la calle bajo los pies descalzos y el ardor de la sentencia le abría el pecho, pero corrió con todas las fuerzas que le quedaban, cortando camino a través de la feria y despertando al pueblo con el estropicio del presentimiento. Ya casi llegaba cuando los cuatro pistoletazos partieron la noche con mal augurio. Durante un par de segundos, el eco multiplicó los estampidos, alcanzando el corazón de Isabel. Miró hacia abajo, desde el malecón. Un grupito de soldados se arremolinaba alrededor de un cuerpo y poco más allá, el Capitán observaba la escena, con la pistola humeando en la diestra. Isabel se abrió paso entre los curiosos que habían comenzado a juntarse, gimiendo como si los tiros la hubieran atravesado también. Jeremías estaba sobre la arena, echado en cruz y con los ojos abiertos, como sorprendido de la vastedad de la muerte. La muchacha cayó de rodillas, metió los dedos en los agujeros de las balas y se santiguó con la sangre del artista, cálida aún, como cuando dormía.

A la hora en que salió el sol, la playa estaba cubierta por gentes llegadas de todas partes. En un silencio profundo, los pescadores alzaron al cuerpo, levantándolo sobre sus cabezas para que el aire marino lo acariciara por última vez. Desde la baranda, el Capitán miraba sombrío hacia abajo, con la sensación de ver un mar de manos sobre las que navegaba el muerto. Enterraron a Jeremías en una playita alejada del pueblo, debajo de una estaca donde Isabel dejó clavado el dibujo de aquella vez, cuando él le escribió su nombre en la arena.

Y eso fue todo. Sin que nadie la viera, una madrugada huyó con sus cosas y trepó a un buque de carga que zarpaba hacia costas menos sangrientas. Cuando el contramaestre le preguntó el destino de su viaje, ella descubrió a su lado una caja que decía «Arístipo Rodríguez - El Areópago - Atenas» y respondió: «Voy allí, a Atenas»

- El culo del mundo - Murmuró un marinero, pero a ella no le importó. Pensaba que Grecia estaba lo suficientemente lejos de España como para que valiera la pena el viaje y la entrega de todos sus ahorros. Así, un poco por desgracia y otro poco por error, desembarcó una noche a tres kilómetros de Nueva Atenas, en plena Sudamérica, llevando en el vientre a un niño que se llamaría Camilo y que desataría un día la Guerra de los Descalzos.

 

 

***

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 2

 

(De la larga enemistad entre Aristóteles y Pericles, amigos del alma

hasta que se jugaron a cara o cruz el virgo de una doncella que, pese

a lo que se diga de ella, terminó eligiendo por interés)

 

VI

 

P

or los tiempos en que Isabel desembarcó en Nueva Atenas, el Comisario Pericles acababa de atrapar a Aristóteles Manfredini, primo del Intendente y empresario de frontera, que es como entonces llamaban a los contrabandistas. Durante cinco años lo había seguido, escudriñado y radiografiado hasta el fanatismo, poniéndole postas de vigilantes a lo largo del río, metiéndole informantes entre sus cómplices, tomando fotografías inútiles y enamorándolo hasta la perdición de una mulata traída del lado brasileño. Sin dar detalles a nadie - mucho menos al Intendente – tejió su trampa con la paciencia de quien no tiene más que hacer, anotando cada novedad en un cuadernito verde y aguardando el triunfo con la parsimonia del que sabe que quizás nunca llegará.

         Los agentes del destacamento se lo tomaban a risa ¿qué tenía de malo que el señor Manfredini fuera y viniera por el río con su barca llena de heladeras a querosén, vajilla brasileña, cigarrillos paraguayos, juguetes de Panamá y otras chucherías? El empresario se encontraba con ellos de vez en cuando, simulando no saber que lo estaban siguiendo. Sonreía amable, les invitaba unas cervezas y después repartía conservas chilenas, telas italianas, whiskyes escoceses de alcurnia y naipes pornográficos del norte amazónico. Felices de la vida, los agentes se llevaban los regalos y anotaban el incidente con un escrúpulo tan retorcido como eficaz, convencidos de que así cumplían con la ley que les pagaba los gastos sin traicionar al delito que cubría sus gustos. A fin de mes, cuando Pericles pedía cuentas de la vigilancia, recitaban puntillosamente los encuentros - para eso los habían apuntado - y juraban que no habían visto nada anormal.

              Era raro, pensaba el Comisario, por eso decidió contratar un espía. Optó por el Turco Julián - barraquero con fama de guapo, aprendiz de capanga durante la persecución a los colonos árabes, soplón del ejército en la dictadura de Artaza y de la policía cuando valía la pena - quien cumplió tan bien su papel que informó asuntos hasta entonces desconocidos. Fue él quien avisó que el verdadero negocio estaba en los fardos de coca que bajaban de Bolivia rumbo al sur, de donde salían a Europa. Cuando pasaron aquel cargamento de diez toneladas, por ejemplo, le dio todas las señas, pero Aristóteles les ganó de mano por minutos, perdiéndose la ocasión de atraparlo. “Mala suerte”, aceptó Pericles, “Pero la suerte cambia”. El incidente, al menos, sirvió para confirmar su confianza en el Turco, pues nunca imaginó que había sido él quien le sugirió al contrabandista adelantar el viaje, engañifa que le granjeó méritos en ambos lados. Para cuando lo descubrieron, ya regenteaba el célebre barco con garito y prostíbulo que navegó el Paraguay a fines de los cincuenta, antes de irse a pique por la explosión de una caldera. Poco después, se compró las dos barracas del puerto, base de su futuro como secretario general del Sindicato de Obreros Portuarios Atenienses, pieza clave del tráfico fronterizo.

Herido por el fracaso, Pericles jugó sus fichas al encanto de Mariazinha, mulata contratada por interpósito contacto en Foz. La muchacha era joven y le sobraba belleza en la misma proporción que le faltaban escrúpulos, garantizando el éxito de la misión: “Lo que tenés que hacer es ponerte de novia con ese tipo y contarme todo lo que sepas, en especial cuando esté por pasar una carga”, la entrenó el perseguidor. La recompensa era buena, cien pesos que saldrían del valor de lo que confiscaran. Mariazinha partió al abordaje llena de entusiasmo y ejerció tan bien su arte, que acabó con un embarazo fulminante, casa puesta en el centro de Foz y una dote de sesenta pesos mensuales hasta que diera a luz, lo que ocurrió el único día de nieve que tuvo la ciudad en toda su historia, por eso la niña se llamó Clara.

Aquel secreto fue entonces el mejor guardado de la frontera y nadie lo supo hasta mucho después, en vísperas de la Guerra. Mientras tanto, Manfredini olvidó para siempre a la heredera y le envió a la mulata, en el doble papel de amante y protector, al Tuerto Ozuna, otro de sus secuaces de la época. Mariazinha lo despachó después de la primera noche y se quedó a vivir en Foz - bailaba en un bodegón, donde un día se conocerían Camilo y la otra hija de Aristóteles - para regresar a Nueva Atenas en sólo dos ocasiones. La primera, para pedirle a Manfredini que le reconociera la hija y la segunda, para meterle seis tiros.

Pericles, como se dijo, había visto para entonces coronadas sus múltiples y fallidas estrategias para atrapar a Aristóteles, íntimo amigo en la infancia y feroz enemigo en la juventud, desde el día en que los ojos verdes de Laida Fernández – hija de Efraín Fernández, director del Banco Nacional - se cruzaron en el camino de la amistad. Verla, enamorarse, desearla y volverse locos fue todo uno para los amigos, mucho más para Pericles, que no tenía la ventaja de ser primo de los Caballero, los dueños del pueblo. Eso sí, en honor a la amistad se comprometieron a no jugar sucio, como si tal cosa fuera posible habiendo lo que había de por medio.

- El que la enamora, la gana - Propuso el inocente - pero no vale usar nada material para destacarse, ni dinero, ni regalos, ni alardes de la fortuna familiar. Será románticamente, con poemas y cosas así. Como caballeros ¿De acuerdo?

- ¡Hecho! - Perjuró el amigo y esa misma tarde viajó a Foz a comprar una caja de bombones suizos, los más caros del mundo. Añadió al alarde un ramo de rosas blancas y una tarjetita que decía «Nada más dulce que sus ojos, nada más puro que usted. Su humilde amigo y servidor. Aristóteles Manfredini Caballero». El suegro, como debía ser, fue puesto en urgente conocimiento del asunto y a la semana siguiente, mientras Pericles buscaba palabras que rimaran con «Laida», Aristóteles se presentaba en casa de los Fernández con una caja de legítimos habanos castristas -señal no sólo de distinción económica, sino de libertad de pensamiento y sofisticada cultura – para el bancario y unos primorosos adornitos de marfil para la suegra. Así la ganó, entre ramos de rosas y aperturas de cuentas corrientes, manteniendo el romance en un secreto que sería la marca de toda su vida.

Hacia el verano, Pericles declamaba el aroma de su musa y Aristóteles disfrutaba esencias más concretas, dejado solo en la casa por el suegro comprensivo. Las cuentas de los Caballero, depositada siempre en bancos extranjeros, ya estaban listas a caer en la banca local, al mismo tiempo que el virgo de la doncella. En cálidos encuentros, ella se abría cada vez más a los besos del futuro empresario, quien había olvidado no sólo las reglas de juego, sino también al amigo poeta. Por fin, los tortolitos se casaron en otoño, un mes después de que la suegra los pescara - a pleno galope - en un sillón del living. En aras del honor familiar – y de las cajas de ahorro - los llevaron al cura y los unieron en boda de apuro, aunque con el tiempo vieron que podrían haberse ahorrado la prisa. La única descendencia de la pareja llegó al mundo cinco lustros más tarde, cuando ya ni la esperaban. Era una beba preciosa - «Es que me llevó años perfeccionarla» -, decía Aristóteles, orgulloso. Nacida para princesa, educada para reina y adorada hasta la exageración, la dulce Niké terminaría dando la nota veinte años más tarde, cuando se uniera al destino de Camilo Insaurralde.

Es de imaginar la desazón de Pericles cuando fue con su cuadernito de poemas y el traidor le confesó que ya era tarde. “El virgo es mío”, fue como se lo dijo, agregando como sin querer que hasta había fecha de boda. Sentados en un banco de la plaza, los viejos amigos se quedaron en silencio, sin hablarse, hasta que el canto de los grillos anunció el anochecer. “Se hace tarde, me tengo que ir”, dijo Pericles, a quien la dignidad le impidió mostrar enojo. El orgullo, más fuerte aún, no le dejó aceptar que ella hacía bien en elegir al heredero en vez de los alejandrinos de un muerto de hambre que desconocía. No asistió a la iglesia y menos a la fiesta, excusándose en que estaba rindiendo exámenes para ingresar a la Escuela Policial. Y en realidad, no mentía, pues con el mismo secreto con que su amigo le escamoteó a Laida, él decidió la forma de consumar el desquite. En tres años de academia, cuatro de recluta y otros dos para llegar a oficial, alimentó noche tras noche su odio y pulió, con delectación de artista, la frase que le diría a ella cuando le metiera preso al marido. Soñaba con ese momento. Vivía para llevarlo a cabo. Luego, ya lanzado en la persecución, mientras sus agentes se reían, Julián lo engañaba y la puta brasileña cambiaba de bando, el desengañado tomaba fotografías - torpes, movidas, fuera de foco - de cada paso que daba Aristóteles, tejiendo un frondoso dossier de todas sus amistades, asociaciones y complicidades en las tres fronteras.

Así llegó, muchos años después de la noche de boda, el gran día. Cuando ya había empezado a pensar que nunca pondría las manos sobre el vencedor, vino en su ayuda la suerte. Cierta vez, tras licenciar a su tropa de sabuesos por el fin de semana, pidió prestada una caña de pescar, juntó un puñado de lombrices y pedaleó su bicicleta para ir a instalarse en un recodo del río, justo frente al sitio donde a la media tarde encayó, de pura casualidad, la barca contrabandista. Sin poder creer lo que veían sus ojos, divisó en el puente al mismísimo Aristóteles, gritando órdenes rabiosas a los tripulantes. A un costado, el Turco Julián observaba el accidente meneando la cabeza. Tenían, con suerte, para varias horas. Con el corazón en la boca, tomó la bicicleta y voló al pueblo en busca de sus agentes, alzó de paso la cámara fotográfica, una escopeta y regresó con su pelotón al sitio donde había dejado la presa. Los agentes empalidecieron al ver de quién se trataba, pero no tuvieron el tiempo ni la oportunidad para una última traición; cuando su Jefe se metió en el río y avanzó con el agua al cuello, olvidaron a la fuerza los ajíes peruanos, los dulces mejicanos, la calzonería francesa y lo siguieron, mal que les pesara.

- ¡Pero mirá si serás huevón! ¿Qué hacés aquí? ¿Qué hacen todos ustedes en mi barco? - Exclamó Manfredini, al verlos trepar por la borda. Vestía un traje blanco impecable y una gorra de capitán, más elegante y altanero aún frente a las figuras - ensopadas y cubiertas de camalotes podridos - del Comisario y sus hombres.

- ¡Demasiado tarde! - Respondió Pericles - ¡Esta vez el virgo es mío!

Y le pegó un cachetazo que se había gestado durante media vida. Fue el escándalo del año para Nueva Atenas y no porque nadie ignorara sobre qué pilares posaba la fortuna de Manfredini y el poder político de los Caballero, sino por la audacia – campechana y fuera de lugar - del oficial. ¿Acaso no era el Intendente, primo-hermano del preso, quien le pagaba su sueldo al policía? ¿No había sido la amorosa Laida quien regaló las cortinas con las que el ingrato decoraba su escritorio? ¿Y no lo invitaban a desfilar primero en las procesiones? ¡Ah, la ingratitud de la chusma! ¿Será que nunca se van a dar cuenta del lugar que les corresponde? Pero nada de esto le importaba a Pericles, trepado en lo más alto de su gloria personal. A cada segundo le crecía la ansiedad, rogando a San Crispinito que no se le aflautara la voz cuando llegara la reina, robada de sus brazos por la traición del amigo. ¿Podría recordar todo el discurso, mil veces pulido y retocado? ¿Qué cara pondría ella al descubrir, gracias a su leal pretendiente, al canalla que se ocultaba en el cónyuge? ¡Quizás hasta lo prefiriera a él, pobre, pero valiente y honrado! Muy pronto se quitaría la duda, pues incluso antes de meter al capturado en la celda lo sabía ya todo el pueblo. En minutos, la bella se apareció en la comisaría, hecha una furia:

- ¿Por qué nos hace ésto, Comisario? ¡Mi esposo es un empresario prestigioso, un hombre cristiano! ¿Qué clase de locura le ha dado a usted? ¿Por qué lo hace? ¿Cómo se le ocurre ponerlo preso como si fuera un vulgar delincuente?

- Porque su esposo, señora, es un vulgar delincuente - Respondió Pericles, remarcando el verbo y admirándose de haber adivinado exactamente la frase con que ella se presentaría. ¿No era una prueba irrefutable de la unidad de sus almas? Pero entonces se trabó, sin poder creer lo que estaba diciendo y que hubieran pasado tantos años desde la última vez que la viera de cerca. Los ojos, la boca, la piel y hasta el lejano aroma a rosas silvestres eran iguales a la imagen que él guardaba. El cuello blanco y frágil, las líneas de los hombros, la lisura del vientre, como si nunca hubiera parido. ¡Ay, la firme perfección del busto, la maravillosa ondulación de las caderas! ¿Será que alguna vez, siquiera una, ella había fijado sus ojos marinos en aquel candidato ignoto? «Es mucho más hermosa de lo que la recordaba», se dijo, con el discurso atragantado. ¿Cómo hubiera podido abordarla, armado sólo con su cuadernito de versos para saltar el abismo que los separaba? El sólo pensarlo, ya era una locura. Y de pronto, toda la homilía - tan descabelladamente aprendida - se le desprendió del cerebro y fue deslizándose hacia el estómago, donde le entreveró las tripas en espasmos fríos. Ella le hablaba y él no hacía más que sentir una vergüenza honda y angustiante, un resentimiento visceral que crecía a cada segundo mientras descubría que nunca hubiera sido suya, jamás, de ningún modo, por más que Aristóteles no hubiese cometido la infamia de jugarle sucio. Gordo y bajito, con los sobacos de la camisa marcados por los lamparones del sudor, los dientes amarillentos de tabaco, no, qué hablar. ¿Cómo presentarse así, tal como era, ante la cama-altar de esa diosa nívea y esperar no hacer el ridículo? ¿Cómo creer que el suegro bancario lo aceptaría así nomás, sin el aura del poder económico? ¿Y la suegra? Vieja copetuda de la aristocracia colonial, ¿cómo acercársele sin revolverle las hieles de la alcurnia? No, que el sólo pensarlo le cerraba la garganta con la tenaza del odio, mientras ella se enjugaba con lágrimas los ojos verdes y le llenaba el aire de sollozos, todo por ese desgraciado que tenía la culpa de haber sido más vivo, más rico, más apuesto, más digno de comerse la fruta jugosa, levemente salobre y cálida, de la doncella, dada a cambio del futuro laboral del papá.

- ¡Dígame, Comisario, respóndame! ¿Por qué nos hace ésto?

- Porque todos ustedes, señora, son una mierda - Se oyó decir sin querer, como si las palabras brotaran desde el fondo profundo de su envidia. Laida lo miró azorada y después, en silencio, dio media vuelta y salió de la oficina, desparramando olor a rosas tristes.

Sin poder esconderse a sí mismo los verdaderos motivos de su persecución de quince años, sintió el inesperado hedor de su triunfo sin poder hacer más que seguir adelante. Durante mil noches había soñado con demostrarle a ella lo poco que valía el hombre que eligió y a la hora de la verdad sólo había ganado ese odio frío y despectivo que los seres superiores a veces dedican – vagamente - a los que no están a su altura. Empujado al borde de un anticlímax pavoroso, cerró los ojos y se lanzó al ataque, juntando las pruebas recogidas en su peregrinar vengativo y llevándoselas al Juez. Su tarea de sabueso había terminado. Que otro decidiera si el volumen del contrabando merecía diez, veinte o treinta años de rigurosa prisión.

- ¡Vaya, sí señor! - murmuró Cinoscéfalos Vázquez, el Juez, hojeando sin apuro la papelería incriminatoria. Alto, con el pelo apretado contra el cráneo por el poder de la brillantina, mantenía un porte esforzadamente aristocrático, remarcado por un rictus de asco involuntario frunciéndole la nariz. Esa mañana lucía un traje azul oscuro, camisa blanca, corbata oscura y unos gemelos fuera de lugar asomando por las mangas “Ciertamente, ha hecho usted un trabajo impecable”, dijo. El Comisario carraspeó, sintiéndose un poquito mejor. Ojalá estuviera ella, ahí, frente a Su Señoría, admirando a su pesar el profesionalismo y la abnegación en aras de la honorabilidad y la justicia. Ojalá llegara justo en ese momento y escuchara las alabanzas del Magistrado, tal vez, quién sabe, lo miraría después con otros ojos. Aspiró hondo, revisó con disimulo el nudo de la corbata y se regodeó con el seño fruncido de Usía, signo inequívoco de que la grandeza de Manfredini tocaba su fin. Satisfecho, salió a la calle con la autoestima erecta. ¿Laida? Bueno, ya se recuperaría, sólo había sido un traspié. Pedaleó la bicicleta sacando pecho y simulando que ignoraba las miradas impresionadas del vecindario, olfateando en el aire la pregunta que nadie le hacía pero que estaba implícita en el gesto de la gente ¿Cómo se había atrevido a tanto? «¡Ah, si ustedes supieran cuánto me costó!» , suspiraba, repitiéndose que al fin lo había logrado. Sintiéndose mejor que nunca, entró a la comisaría para disfrutar la derrota de su enemigo, pero entonces sufrió la segunda desazón.

- Así que somos una mierda, ¿eh, Pericles? - Sonreía Aristóteles, detrás de la reja. Ya se le había pasado la rabia del primer momento y parecía relamerse con el lío en el que - sabía - se había metido el Comisario. Sentado en un catre militar y sin dejar de juguetear con la gorra capitana entre las manos, agregó: -No sé cómo podés decir tal cosa vos, pero justamente vos, que vive en una casa prestada por mi primo, el Intendente. ¿Y tu bicicleta nueva? ¿No te la regaló la cooperativa policial de la que soy tesorero? ¿Y las hermosas cortinas que te envió mi esposa para la navidad? ¿Y el sobresueldo que te pagamos entre todos, sólo para mejorarte la vida un poco? ¿Y la radio que te compramos en el día del policía? Yo creo que la mierda sos vos, Pericles. Un ingrato, éso sos. Un tipo de la peor calaña, sin códigos, un traidor de sus amigos de la infancia, un rastrerito de cuarta. Un negrito de mierda consumido por la envidia.

- ¡A ver si te callás, carajo! - Vociferó el policía, arrojándole la gorra de desfile con la que había honrado al Juez minutos antes. El último diminutivo lo había ofendido terriblemente: negrito de mierda. Sorprendido, el preso se quedó mirándolo con la boca abierta. Pericles prosiguió: “¿Así que vivo en la casa que me presta tu primo, el Intendente? ¡Sí! ¿Y qué? ¡Es una casita de mierda, una pocilga que ustedes no usarían ni para que duerma el perro! ¿La quiere de vuelta, tu primo? ¡No hay problema, que con la comisión que me permite la ley sobre el contrabando incautado me voy a poder comprar algo cien veces mejor que éso! ¡Ah, cierto, las cortinas, podés llevártelas para arreglar un poco la celda que te espera y lo mismo con la radio, muchas gracias, pero te será más útil a vos en los próximos diez, o quince años a la sombra!”.

- Todavía queda la bicicleta - Murmuró Aristóteles, introduciendo un cigarrillo en su boquilla de oro peruano. Había vuelto a sonreir.

- A la bicicleta te la podés meter en el culo - Liquidó el Comisario, saliendo al patio para que no le notaran las lágrimas de rabia. Ahí estaba todavía cuando reapareció Laida, junto a uno de los abogados de la familia. Era un hombre gordo y bajito, enfundado con esfuerzo en un traje celeste. Miró al Comisario con un desprecio burlón y mal disimulado, antes de mostrarle un papel recién suscripto por el Juez, dictando una orden sustitutiva de prisión. Ella lo miraba impasible, haciéndole ver que el desprecio fuera mucho para esa sanguijuela rastrera y policial. Tragándose el orgullo, Pericles abrió la celda y el contrabandista salió con desdén, como si hubiera preferido quedarse un par de horas más. Rodeó con un brazo indiferente el talle de su esposa, guiñó un ojo pícaro al letrado y luego subieron todos juntos al Land-Rover de...la Municipalidad.

 

VII

 

El Doctor Epaminondas sonrió con amabilidad no exenta de coquetería, sintiendo un vago cosquilleo de interés por la muchacha triste que tenía al frente. Muy pálida y ojerosa, pero con los reflejos de una belleza que debió ser altiva, ella escondía su fragilidad en un chal desteñido, como hecho a propósito para ocultarla de los ojos del mundo. ¿Qué desgracia la habría traído al pueblo?, se preguntaba, pero su curiosidad aumentó cuando, al decirle que estaba encinta, los ojos de la muchacha se humedecieron. No era la emoción tantas veces vista en mujeres de todas las edades. Era algo más. Las lágrimas caían cargadas de desconsuelo, como si el anuncio confirmara el duelo de una sentencia injusta. Compasivo, hizo una seña a la enfermera para que trajera un vaso de agua y le alcanzó a Isabel un pañuelo blanco con bordes celestes.

- Espero, señora, que pueda usted confiar en mí como en un amigo, aparte de la confianza que me dispensa como médico - Dijo, ceremoniosamente - de modo que si hay algo que yo pueda hacer, con que me lo diga y lo haré gustoso. ¿Vive aquí? ¿Cual es su domicilio en Nueva Atenas?

- Vivo en la sacristía del padre Rigoberto, allí hago la limpieza y lavo la ropa. Ese es mi trabajo y mi domicilio.

- Bien, como sabrá, señora, ahora que está en estado deberá dejar de lado esas tareas, ¿ya lo sabe su marido? Digo, de su encargue.

- Mi marido está muerto - Dijo Isabel, mirando por la ventana del consultorio hacia las personas que cruzaban la plaza.

- Conozco la sacristía; es pequeña y poco ventilada - Comentó el Doctor, calculando sin querer qué posibilidades tendría con esa viuda hermosa y herida - pero si usted me lo permite, hablaré con mi amigo el Intendente para que le ceda una casa que acaba de dejar libre el Comisario. No es muy grande, pero servirá para empezar.

Isabel susurró un «gracias» y desapareció por la puerta que daba a la calle. El médico se quedó un rato pensativo, mediando sin darse cuenta entre sus ganas de aprovechar la situación y el deseo, también sincero, de ayudar a la desdichada. Era demasiado bella para no causar suspicacias entre la gente y ni qué decir en su esposa, a quien no la conmovería ni el inoportuno embarazo. Con un poco de suerte, pensó, podría mantener una relación de protección y amistad sin que nadie lo viera, visitándola a escondidas en la casa donde hasta el mes pasado vivía Pericles, llevándole víveres, ropitas para el niño, en fin, ganándose su confianza hasta que la maternidad liberara su cuerpo y la devolviera a las naturales inclinaciones de una mujer joven y sana. Una amante, suspiró, un amor clandestino y fogoso, fruto de la gratitud y la viudez. ¿No era lo que había soñado durante años, bajo el insoportable aburrimiento del matrimonio? Espeucipo Caballero lo recibió esa misma noche en la galería de su casa, sentado ante una mesita de mimbre en la que su esposa Helena había depositado una jarra con jugo de ananá y un par de vasos. El Intendente fumaba un habano y echaba el humo, azul y lujurioso, para espantar los mosquitos. A su lado, Aristóteles miraba con curiosidad al médico y sonreía como si no le creyera. “¿Es linda, la gallega ésa?”, preguntó, bajando la voz porque su esposa andaba por ahí cerca, con la recién nacida Niké. “Es bastante feúcha”, mintió el Doctor, alzándose de hombros. El Intendente soltó una carcajada y Laida levantó la vista, curiosa. Caballero decidió que le bastaba con que la recién llegada supiera leer y escribir para darle trabajo en la Municipalidad, total el sueldo no saldría de su bolsillo.

- No sé cómo podré pagarte el favor, la verdad - Dijo Epaminondas, imaginando el calor ansioso y hambreado de la viuda. Quizás no fuera necesario aguardar hasta el final del embarazo, quién sabe si antes, dependería de la habilidad con que él supiera iniciarla en las artes del olvido.

- Ah, ya me vas a devolver el favor, tarde o temprano - Sonrió el Intendente, arrojando el muñón humeante del cigarro entre las plantas del patio.

- Mi querido Epaminondas, la verdad es que no te creo un carajo - Terció el contrabandista -pero podés contar con unos muebles que tengo por ahí, una radio casi nueva y una bicicleta, por no nombrar unas hermosas cortinas que hizo mi esposa y que están a tu entera disposición.

- ¡Muchachos! - Exclamó el médico- ¡La pobrecita viuda lo agradecerá!

- Sí, ya nos imaginamos cómo y a quién - Bromeó Espeucipo y cambiaron de tema, pues las mujeres se acercaban conversando por el senderito de los jazmines, tirando entre las dos el coche que cargaba a la pequeña Niké. La niña dormía, plácida, sin saber que el trato que acababan de anudar los hombres tendría terribles consecuencias en su vida.

 

VIII

 

Cinoscéfalos Vázquez era un abogado joven e idealista cuando integró la terna para Juez de Nueva Atenas, cargo fundamental en la impavidez política que caracterizaba a la ciudad. Un poco estirado en opinión de la mayoría, llegó al despacho frente a la Municipalidad con la aprehensión de quien sabe que está pisando huevos y sobre todo, huevos ajenos. Se sentía más predispuesto a mantenerse distante - para no tener que deberle nada a nadie - que a confraternizar, pero no pudo. El primer día se vio obligado a recibir la tradicional caja de habanos que estilaba regalar el Intendente, los botellones de whisky enviados por Aristóteles y un juego completo de artículos de escritorio de importación - es decir, de contrabando-, gentileza de un tal Julián Daud, Secretario General del Sindicato de Obreros Portuarios de Atenas. No hubo forma de negarse sin ofender a sus nuevos compueblanos, quienes además se mostraron discretos, como para dejarle claro que no pretendían sacar partido de la bienvenida. Luego llegó la bonita réplica de un sable de la Independencia, remitido a marcha forzada por el Mayor Verón, jefe del Regimiento. Al tercer día, una tal Aspasia apareció cargando un indecoroso jamón serrano enviado por Arístipo, su padre, dueño de un tugurio llamado El Areópago. Sin embargo, la prenda más estremecedora apareció a la séptima noche en su cama, de manos de una morocha insaciable que le aplacó la angustia y se marchó al alba sin decirle el nombre propio ni el del remitente.

Consciente de que empezaba a deber favores a diestra y a siniestra, perdió de a poco la vehemente seguridad con la que había llegado y en apenas dos meses, ya era otro. Aturdido, se atragantaba con el humo de los puros y le daba un ligero ataque de culpa al primer sorbo de whisky, aterrado de que la amante apareciera de nuevo, aumentando la deuda con su ignoto benefactor. Todo ello lo ponía incómodo, fuera de lugar, pero a la vez le gustaba. Lo hacía sentirse poderoso. Luego, tras la seguidilla de obsequios llegaron las invitaciones a cenar, a almorzar, a compartir la Navidad y el Año Nuevo, a pescar en los recodos del río y por fin - verdadera iniciación en la hermandad varonil - la visita al mejor prostíbulo de Foz, donde la única virgen de las niñas estaba siempre reservada al Doctor, sin que le permitieran jamás pagar ni un centavo. Los muchachos eran - para qué negarlo - unos tipos verdaderamente amables, que hasta juntaron dinero y le dieron la sorpresa de cambiar - sin que él supiera ni sospechara nada - su rasposo Chevrolet del 52 por un lustroso Ford cero kilómetro y -¡oh, detalle!- de color azul noche, digna locomoción de un Juez de su nivel. Sintiéndose mimado hasta la saciedad y con los prejuicios y resquemores relajados a un punto sin retorno, se preguntaba qué pasaría si uno de sus amigos se viera envuelto, alguna vez, en un asunto judicial.

Tuvo su prueba de fuego el día en que le tocó intervenir en la extraña muerte de Sófocles Martínez, tragedia que enredaba a su compañero de juergas favorito, el risueño Fedípides Daud, hermano del Turco Julián y dueño de la joyería principal. Parecía ser que Sófocles le había prestado una gran cantidad de dinero a Fedípides, fortuna con la que éste abrió una joyería para atraer a los turistas que pasaban a las cataratas. Al principio - siempre según el chismorreo popular - el deudor saldó las cuotas, digamos las dos primeras, quedando las demás destinadas a la mora eterna. Tras ignorar durante meses los reclamos, los hermanos invitaron una mañana al prestamista a salir de pesca, actividad que terminó con el usurero ahogado, acaso porque había bebido bastante y se cayó por la borda, cosas que a veces les sucede a los novatos. Ulises Martínez - hijo de la víctima y ex compañero de escuela de los Daud - encabezó una campaña para probar que había sido un crimen a efectos de no devolver el préstamo, hipótesis apoyada en los hematomas que presentaba el muerto y en las marcas de estrangulamiento alrededor del cuello. Puesto entre encarcelar a uno de los suyos o ratificar el accidente, Cinoscéfalos entendió que el muerto pudo golpearse la cara al caer por la borda y que el acogotamiento tal vez fuera obra de la casualidad, con tanto camalote suelto.

Fue un escándalo ruidoso, pero pasajero, más que nada porque nunca aparecieron los pagarés impagos, algo que hubiera dado al Juez un móvil para el asesinato. Ulises acusó del robo de los papeles a una secretaria que había tenido su padre, una tal señorita Segovia a la que el Juez tuvo que llamar a declarar y resultó ser, nada menos, la morocha que lo había visitado en su primera semana. Usía se quedó sin habla, viéndola aparecer más sensual a plena luz, ofreciéndole la punta de la lengua entre los dientes perfectos. Más incómodo que nunca, el Juez le hizo tres preguntas de rigor y la declaró inocente, cerrando el asunto ipso facto y tomándose un mes de vacaciones en Río, gracias a un pasaje a su nombre que apareció sobre su escritorio. Cuando regresó, bien tostado y un poco más gordo, era menos joven e idealista que en su primera llegada. Se renovaron los ritos de bienvenida: los puros del Intendente, los whiskyes de Aristóteles, el jamón de Arístipo, los adornos del Mayor y el ardor de la morocha, más dedicada que nunca, enviada por los Daud. En el colmo de la confianza, al mes siguiente lo nombraron Miembro Honorario del Partido Republicano.

En aquellos tiempos y salvo por uno que otro odioso asunto, todo marchaba viento en popa en Nueva Atenas. La Municipalidad asfaltó las calles principales, extendió el cableado eléctrico a la periferia y habilitó una cabina de teléfono público, verdadero lujo de la modernidad. ¿Qué más se podía pedir? Sin embargo, otra desgracia de proporciones encabritó en poco tiempo los ánimos del vecindario, agregando un nuevo eslabón a la amistad entre el Juez y los griegos más poderosos. Aclepios Pane, dueño del único supermercado de la región, fue muerto a tiros en su propia oficina y los rumores apuntaban esta vez al Intendente, su amigo del alma. Arístipo, el mismo que mandaba jamones con su pequeña hija, fue quien reunió a los vecinos, furiosos por lo que consideraban un cruce de la línea de Espeucipo, un «esta vez se le fue la mano» que no estaban dispuestos a tolerar. “Tiene que hacer algo, Señoría”, le decía Arístipo, hablándole a través del humo de los habanos que el Juez fumaba uno tras otro. “Todo el mundo sabe que el finado Pane construyó el supermercado lavando dinero del Intendente, nadie ignora que los matadores fueron contratados en Foz; son, incluso, gente que ha estado en Nueva Atenas varias veces, se los ha visto entrando y saliendo de la casa de Caballero. ¿Qué hará?”.

- Uno no puede andar diciendo todas esas cosas sin pruebas - Respondió el Juez, nervioso, pues desconocía los negocios prestamistas del Intendente y tampoco quería saberlos.

Durante tres semanas intensas se sucedieron las reuniones, amontonándose sobre el escritorio de la Justicia los testimonios de gente que decía - pero no firmaba, por temor a represalias - que el Supermercado se había levantado con las ganancias que el Intendente y su primo obtenían del tráfico de armas - que el atribulado Cinoscéfalos ignoraba -, negocio en el que sólo oficiaban de capitalistas, pues el cerebro era el Mayor Verón. “No puede ser, le digo que no puede ser”, negaba, ya casi sin ganas, Usía, pero le daban datos precisos, como que los matadores habían cobrado por el encargo diez mil pesos, puestos en Foz por Agripino Malatesta, guardaespaldas del Intendente. Y el Juez dudaba, sin saber qué hacer. Por fin, una noche, mientras retomaba el aire sobre el vientre sudado de Nuria Segovia, la contrató para caerle a Jenofonte García, el cajero del Banco, a quien debía sonsacar el estado de cuentas del Intendente. Aunque la táctica pudo fallar por varios motivos - que ella lo traicionara, que Jenofonte se negara a hablar, que Caballero tuviera cuentas en diversos bancos, etc.- acabó por enterarse que al día siguiente del crimen, Espeucipo había librado un cheque por diez mil pesos exactos. Coincidencia, que se dice. Mandó a llamar a Arístipo y le informó que daba por cerrado el caso, pues las pruebas demostraban que se había tratado de un simple «asalto seguido de muerte», como rezaban los partes policiales. A las pocas noches, cuando el Juez estaba por acostarse, apareció Nuria. Sonreía a cara llena, jugueteando con un sobre entre las manos. Lo ofrecía y escondía, estirándose como una gata por la cama. Por fin, él se lo quitó. No tenía señas del remitente, pero guardaba el fajo más grande que el Juez hubiera visto en su vida. Aturdido al principio, jineteó con la mensajera hasta que las fuerzas le fallaron y se quedó sin aire, embriagado por la locura de un mundo que empezaba a gustarle de verdad.

 

IX

 

El Comisario vio pasar a Isabel pedaleando la bicicleta y se quedó pasmado, sin poder creer lo que veían sus ojos. Venía desde el lado donde él tenía su casa, así que ¿se la habrían dado también a la desconocida? ¿Quién era ella? No pudo pensar en otra cosa por el resto de la mañana, acodado con amargura sobre la ventana de su oficina sin cortinas. Todo había salido mal. Sus irrefutables pruebas, reunidas a lo largo de cinco años de insomnios y dificultades, desaparecieron quién sabe cómo del despacho de Su Señoría. La irreprochable bitácora de las andanzas del rufián, los cuadernitos de los agentes, las fotos desenfocadas, todo, pero todo de verdad, se había perdido en el fondo de un enigma parecido al fraude. Toneladas de electrodomésticos recién inventados, gaseosas brasileñas sin marca, juguetes chinos pintados de urgencia, preservativos tailandeses de tres medidas y múltiples artificios más, acurrucados en los mismas cajas en que cruzaban el río, se hicieron humo sin que nadie pudiera dar cuenta del sortilegio, aunque se las creía a buen resguardo en un galpón municipal. Y lo peor de todo, lo más grave: diez docenas de paquetes conteniendo un polvo apisonado, el auténtico caracú del negocio y único argumento capaz de hacer bajar del norte a uno de los jefes máximos de Seguridad, se evaporaron sin dejar rastros, con lo que los diez, veinte y hasta treinta años de cárcel prometidos a Aristóteles dejaron de existir.

- ¡No puede ser! ¡Alguien tuvo que haber visto algo! - Gritaba Pericles, tirándose de los pelos en medio del galpón vacío. Los empleados de la Municipalidad - a cuyo cargo estaba la vigilancia - encogían los hombros y juraban no haber visto ni oído nada, pues se marchaban a sus casas a las seis de la tarde y regresaban al día siguiente. ¿Qué culpa tenían de lo que sucediera en las noches? El agente comisionado para quedarse después de hora balbuceaba incoherencias que en vez de aclarar, oscurecían. Alguien deslizó la teoría de que al pobre agente lo habían drogado y desde entonces quedó firme la inocencia del último sospechoso. Desesperado, Pericles acudió al Juez y le imploró que hiciera algo, cualquier cosa, pero que impidiera la descarada impunidad de Aristóteles. Cinoscéfalos respondía con voz monocorde que no tenía ninguna prueba que permitiera inculpar al empresario de algo ilegal.

- ¡Pero lo atrapé en la barcaza cargada de contrabando! - Gemía el Comisario, empezando a creer que tal vez el Juez no fuera tan honesto como le había parecido antes, cuando recién llegó -¡Están los agentes como testigos, además de los tripulantes!

- El señor Manfredini declaró a este Juzgado - Explicó, pacientemente, Usía - e informó que había salido de pesca esa tarde, cayendo por accidente al agua y siendo rescatado generosamente por la tripulación de la barcaza que, según usted, llevaba contrabando, pero yo no lo vi, así que no puedo confirmar esa hipótesis...

- ¡Hipótesis! ¡La puta que la parió a la hipótesis! - Se descontroló Pericles, pegando un puñetazo sobre el escritorio del Juez - ¿Y los tripulantes? ¿Y mis agentes? ¿Y los empleados de la Municipalidad que cargaron el contrabando?

- Los tripulantes, Comisario - Siguió el Juez, impertérrito - eran ciudadanos brasileños y fueron deportados de inmediato, pero supongo que nada le impedirá a usted viajar al país hermano a buscarlos. Sus agentes, por otra parte, sólo declararon haber visto cajas y cajones, sin especificar qué había adentro. ¿No pudieron estar vacíos? Y en cuanto a los empleados de la Municipalidad, que sí abrieron las cajas, reconocieron haber visto una gran cantidad de mercadería aparentemente importada, lo que no significa que fuera contrabandeada y mucho menos, implica que fuera de propiedad del empresario, además del hecho de que la mercadería desapareció, lo que deja sin efecto la posible comisión de un delito relacionado a su origen. Como puede ver, sus acusaciones contra el señor Manfredini carecen del sustento que me exige la ley para iniciar un proceso.

- Pe-pe-pero ¡Había droga! - Tartamudeó el Comisario, al borde del colapso.

- Bueno, eso dice usted. Yo no la vi y por cierto, tampoco los policías de la capital que usted llamó sin consultarme y que se hicieron un tremendo viaje al pedo, con perdón de la vulgaridad, por lo que hube de explicarles que había sido una falsa alarma, producto seguramente del exceso de celo profesional de un buen policía como nuestro Comisario. Mire, no crea que no lo comprendo, usted lleva años trabajando casi sin descanso, soportando incomodidades y un bajo sueldo, haciendo sacrificios que tal vez nadie reconoce.¿Por qué no se toma un descanso? Yo podría conseguirle un viaje, gratis, por supuesto. ¿A Brasil? ¿Le gustaría, eh?

Pericles miró al Doctor con desconfianza. Estaba queriendo comprarlo, coimearlo, vencerlo, sacárselo de encima con un dulce, como si fuera un chico o un infelíz de ésos que se bajan los pantalones ante el amo de turno. Una rabia colorada y rebelde le subía desde las tripas, prendiéndole fuego en las orejas. El Juez continuó:

- El señor Manfredini, en una muestra de nobleza que realmente me sorprende y como un modo de demostrarle a usted que no le guarda rencor por el equívoco, ofreció un pasaje de ida y vuelta a Río de Janeiro, con todos los gastos pagos por un mes. En fin, ya ve que la gente no es tan mala si le envía un mensaje así.

- Tiene razón. Y yo le mando otro a él: que se meta el pasaje en el culo.

Dicho ésto, Pericles se levantó dignamente de la silla y caminó - conteniendo las lágrimas - hacia el bochorno desolado de la calle. Levantó los ojos al cielo y sólo encontró el azul intenso y vacío del firmamento, el verano cayendo en forma de desesperanza sobre las veredas grises. ¿Qué podía hacer? ¿Renunciar? ¿Y luego, qué? ¿Empezar de cero? ¿Con qué dinero? No tenía adónde ir. No conocía otro oficio y además ¿quién le daría trabajo en el pueblo si todas las empresas más o menos importantes eran de las cuatro o cinco familias emparentadas con los Caballero? Sólo podía regresar a su despacho y esperar, hora tras hora, la venganza de los poderosos, agonizando en silencio mientras ellos lo iban despedazando lentamente, privándolo de los pequeños beneficios que se había ganado en seis años de comisariato. Eso sí, se tomaron su tiempo, quizás porque así le provocaban un dolor más largo y humillante. Dos semanas más tarde apareció Agripino Malatesta con una orden para retirarle la bicicleta, justo cuando acababa de lustrarla. El alcahuete sonrió de costado, mirándolo con la sorna de los que se saben impunes, mientras acariciaba un espejito que Pericles le había agregado al manubrio.

- Creo que ésto no pertenece a la bicicleta, ¿verdad? - Dijo, quitándolo de un tirón y depositándolo con ceremonia sobre la murallita. Luego trepó al velocípedo y se fue silbando una polca parrandera.

Los agentes lo miraban de reojo, comprendiendo que el jefe había caído en desgracia. Bien merecido se lo tenía, claro, por obtuso, ¿Cómo se le pudo ocurrir la peregrina idea de tomarse en serio la lucha al contrabando? ¿Desde cuándo el viejo juego del gato y el ratón, tradicional coitus interruptus del sistema fronterizo, acababa en la detención de un pez gordo? Una cosa era la propaganda que siempre se hacía desde el gobierno, instando a la gente a denunciar el delito, a exigir boleta legal y cursilerías por el estilo. Pero otra cosa, muy distinta, era la realidad. Flor de idiota, el Comisario. Si no pensaba en su propia carrera, allá él, pero ¿por qué privar a sus hombres de la multitud de pequeños beneficios que les reportaba el ejercicio de la vista gorda? Triste Navidad sería la próxima sin la generosidad del señor Aristóteles repartiendo panes dulces, sidras y chucherías asiáticas - el año anterior los había maravillado con los condones musicales -, por no recordar - ¡ay, qué pena! - los billetitos metidos en los bolsillos como sin querer, de puro cuate, en agradecimiento por la barcaza que pasó sin novedad, de punta a punta, mientras los agentes escuchaban el partido en las radios que Manfredini les había enviado en prueba de imperecedera amistad. ¿Y ahora? ¿Qué harían ahora a cargo de ese idealista sin rumbo? Miren, si no, empezaron por quitarle la bicicleta como si hubieran sido galones, degradación pública que servía para remojarle la barba y anunciarle que las desgracias comenzaban. A los diez días, cuando Pericles había hallado al fin un modo de olvidar el humillante secuestro de la bicicleta, se apersonó en su despacho el hermanito menor de Nuria Segovia, llevando en la mano un papel que lo autorizaba a retirar en el acto la radio Tonomac Platinum que el Comisario usufructuaba en su soledad, atento por las noches a “La Voz de las Américas”. Sin responder ni una palabra, el condenado envolvió el aparato en unos diarios viejos y se lo entregó al recadero con el estoicismo de lo inevitable.

- Para lo que hay que escuchar en estas radios de mierda - Murmuró, sintiendo en la garganta el nudo del infortunio. Después, anticipándose a los tiempos que seguirían, se puso a revisar la oficina y a reunir todos los objetos - por más pequeños e intrascendentes que fueran - que hubieran sido obsequiados por el vengativo Aristóteles. Se sorprendió de que fuesen tantos: dos lapiceras a cartucho, una agenda de tapas de hule negro, una imagen de la Virgencita de Itatí, dos docenas de diarios dominicales, seis revistitas «El Ejército de Hoy», la consabida caja de cigarros, tres botellas de jerez español, un reloj despertador y una pequeña pintura sobre la fundación del pueblo, en la que Pisístrato oteaba el firmamento florete en mano. Dádivas sin importancia, pequeñas muestras del estilo comprador de conciencias que caracterizaba al modo de ser regional.  Con el despecho de una novia que devuelve las cartas de un amante infiel, fue metiendo el inventario en la caja en la que antes guardaba las pruebas irrefutables, cerró la encomienda con varias vueltas de cordón y luego comisionó al cabo Cárdenas a que fuera con el paquete y lo entregara - de ser posible, en manos propias - al mismísimo Aristóteles. El cabo salió a la orden, pero a mitad de camino se deshizo en un zanjón de los diarios, las revistas y la agenda de hule negro, llevándose el resto a su propia casa, a modo de indemnización por el fin de los buenos tiempos. Convencido de que su actitud de devolver los regalos acabaría con las humillaciones, el Comisario se sorprendió cuando a los pocos días se presentó Nuria Segovia a reclamar las cortinas, pues el Intendente las precisaba para decorar la ventanita del lavadero. No fue todo. Esa misma noche, una comisión integrada por Malatesta, el Turco y el hermanito de Nuria, se apersonaron en su casa con la orden de desalojo.

- Díganle que se meta la casa en el culo - Fue la lacónica respuesta de Pericles, antes de manotear sus pocos trapos y salir con un portazo definitivo. Desde entonces vivió en una de las celdas, compartiendo las noches con los vómitos y pedos de los borrachos que el cabo Ortega atrapaba. Sólo llevaba dos días en su nueva situación cuando vio pasar a Isabel maniobrando la bicicleta.

 

***

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 3

 

(De las tácticas galantes del Doctor Epaminondas, dado a conquistar

tarde o temprano, pero en lo posible cuanto antes, a Lucía Insaurralde,

la viuda de la que todo el mundo hablaba)

 

X

 

E

ntrecerrando los ojos en absoluta concentración, el Doctor Epaminondas perseguía y liquidaba de raíz los últimos pelitos escapados en la primera afeitada, finteando con la navaja frente al espejo del baño. Le había dicho a la esposa que Aristóteles le había pedido - en realidad, rogado, exigido - que lo acompañara en un par de copas con un amigo extranjero, gente distinguida que gustaba de conocer los intelectos del interior. Tenía, es decir, un par de horas libres por delante, suficientes para una estratégica primera visita a la casa en que se había instalado Isabel. Levantó la cara y se pasó la palma de una mano por la piel del cuello, explorando los poros abiertos por el paso de la cuchilla. Abrió una botella de Old Spacy, vertió un buen chorro de loción en el hueco de la otra mano y se refrescó la zona suavemente, con masajitos que contribuían a evitarle la papada - siempre amenazante - y tonificaban la frágil piel del cuello. Luego, girando la cabeza a un lado y al otro, controló los cachetes, el largo de las patillas y cualquier eventual imperfección en el corte de pelo. Buscó el frasco de brillantina, sacó con tres dedos una porción azulada, la esparció entre las manos y procedió a mezclarla en la cabellera negra y lacia, moteada aquí y allá por algunas canas. Le gustaba verse así, bien afeitado, con la piel todavía rojiza por la navaja, fuerte y varonil, oliendo a loción y brillantina. Aspiró hondo. Ella caería rendida a sus pies. ¿Qué más podría pedir? ¿No ganaba la lotería recibiendo ayuda y visita del buen Epaminondas, médico con consultorio y clientela, casado pero discreto, de buena posición, culto y dueño de una virilidad que la esposa alababa entre risitas? Nada más verlo llegar, se aflojarían las piernas de su protegida.

Acomodó el lazo de la corbata azul, revisó ceremoniosamente los pliegues del traje blanco y después apagó las luces del consultorio y salió a la vereda. Estaba oscureciendo. Abrió la puerta del auto - un Ford negro apenas tres años más viejo que el del Juez - y se ubicó junto a la caja de mercaderías que había comprado por la mañana. Leche, pan, fideos, arroz, cosas que cualquier ser humano que recién se instala puede necesitar. Tuvo, incluso, la notable delicadeza de agregar jabones perfumados, talco y un potecito de crema para las manos. Isabel Insaurralde, pobrecita, podría dormir con la seguridad de tener de su lado a un devoto servidor que tarde o temprano se merecería suceder al finado en el amor de su viuda. Aunque delgada y paliducha, la mujer era bella y lo sería más cuando recobrara peso y un poco de su paz perdida. Ay, al Doctor se le estremecía el alma recordando la consulta. La cabellera suelta sobre la bata blanca. Los pies descalzos colgando de la camilla. El pecho palpitante contra la oreja sabihonda del galeno, cuyos dedos hipocráticos palpaban ligeramente los senos firmes, el vientre liso y cálido, la garganta nívea por donde un día –quizás - se deslizarían sus besos. Puso en marcha el vehículo y enfiló despacio por la calle principal, luego pasó acelerando por la mansión que – decían - acababa de comprar el Juez, giró a la izquierda para evitar las casonas de los Caballero - casi una al lado de la otra durante cuatro cuadras - y bajó en segunda por una cortada que lo acercaba a los fondos de la casa de Isabel, donde pensaba dejar el auto. Sentía un ligero temblor en las rodillas y un frío raro en el estómago, acaso para compensar la calentura que le inflamaba las turmas. Isabel lo vio plantarse en la puerta de entrada y del susto casi pegó un grito, pues en un primer momento no había reconocido al Doctor en ese galán de película mejicana, oliendo a perfume y a intenciones ambiguas. Se quedó mirándolo, con un trapo en una mano y un balde en la otra.

- Me va a disculpar el atrevimiento, señora, pero no quise dejar pasar el día sin saber en qué condiciones estaba usted - Se atragantó, inclinándose en un saludo un tanto exagerado. Había avanzado hasta la mitad del porche y allí se quedó, quizás porque notó que ella estaba lavando el piso.

- Doctor, qué susto - Sonrió Isabel, dejando los utensilios a un costado - pues ya ve, estoy muy bien aquí, es mucho más de lo que esperaba la noche en que llegué a este pueblo. Lo agradezco de corazón.

El visitante suspiró aliviado - exagerando otra vez un poco - y giró la cabeza como si buscara un lugar dónde sentarse. La palabra «corazón» le había provocado un ramalazo de ilusiones y al verla otra vez descalza, con los pies mojados, una ola cálida le acrecentó el deseo.

- ¿Le...le han traído los muebles? - Preguntó, dejando la caja con mercaderías sobre una murallita.

- Oh, sí. Una cama, una mesa, dos sillas, un ropero de dos puertas ¡Vaya! - Exclamó ella, abriendo los brazos - ¡que no hay más qué pedir!

Epaminondas la escuchaba hablar y se enamoraba más a cada instante, aunque ella no se mostraba tan indefensa como había supuesto. Sólida en su pequeñez, intacta en su desdicha, los vientos de la desgracia no habían logrado derribar a esa mujer nacida para patrona y convertida -quién sabe por qué - en fregona, bocado al paso para los hombres que comenzarían a rondarla apenas supieran de su existencia. ¿Podría el embarazo defenderla del asedio carnal, los próximos siete meses, al menos? ¿O iría ella misma en busca de un hombre que apaciguara el recuerdo? El médico se mostraba amistoso y desinteresado, dejándole la insinuación de que ella debería llamarlo a cualquier hora, por cualquier asunto, que él estaría dispuesto a correr en su ayuda. Parados el uno frente al otro - a Isabel no se le ocurrió entrar en busca de las dos sillas que le habían enviado - durante más de una hora, doctor y paciente conversaron hasta que el ataque de los mosquitos se volvió insoportable. Hacía calor y la noche se había poblado de grillos cantores. Una luna roja y gorda se estiraba sobre las aguas del río, varias cuadras abajo. El sudor agregaba reflejos en el rostro anguloso de la muchacha, pegoteándole por momentos el ropaje a los muslos. Las manos del médico temblaban con humedades frías y la garganta se le había empezado a secar, preparando el momento en que la invitaría a subir al auto para ir a beber una copa en el barcito del puerto.

- Doctor, ya es tarde y me aflige que pueda estar perdiendo su tiempo conmigo - Dijo ella cuando él ya casi abría la boca para arrojar el anzuelo. Quiso apresurarse a decirle que no, que nadie lo esperaba en ninguna parte del mundo, pero algo en la mirada de Isabel lo desistió de seguir. Se limitó a rogarle que aceptara la caja de mercaderías, que no debía negarse porque era parte de las tradiciones del pueblo aportar al hogar de los recién llegados, que al fin y al cabo, si el destino había querido que se conocieran sólo podía ser porque una amistad pura y bla, bla, bla, cuestión que Isabel terminó aceptando la caja a cambio de la promesa de no repetir la dosis, pues ella se había propuesto pagar hasta el último alfiler con que cosiera su nueva vida. El Doctor no se atrevió a besarle la mano; ni siquiera a estrechársela. Hizo dos o tres reverencias y después salió caminando marcha atrás por el caminito de grava, viéndola quedarse sola en el porche mal iluminado, rodeada de una nube de mosquitos y de una soledad parecida al espanto. Cuando llegó a la esquina, la pequeña casa había desaparecido tras los árboles de un terreno baldío.

Abrió la portezuela del auto en medio de la oscuridad, se ubicó en su asiento y allí se quedó durante varios minutos, acaso media hora, pensando. Bajó el vidrio de la ventanilla y el olor de las guayabas y los mangos le recordó de inmediato el aire que rodeaba la casa de Isabel. Observó con indiferencia el vuelo de los mosquitos, invadiéndolo su insistencia zumbona. Suspiró hondo y volvió a sentir la presencia de ella, tal como la acababa de ver. El pelo recogido con un pañuelo, los pies descalzos, la boca roja sobre la cara pálida y hermosa. Se dijo que aún era temprano, que si era capaz de imaginar alguna buena excusa podría regresar  y pasarse otro rato, hablándole de una cosa y otra para que ella se fuera acostumbrando a su voz y a la idea de que él estaba allí y podría estar siempre, sólo con que lo quisiera. Pero no se animó a volver, tuvo miedo de romper el encanto de la primera visita, la pequeña confianza que Isabel le había brindado al contarle que su marido había sido muerto a tiros, no sabía por quién. Puso en marcha el Ford, encendió la radio, las luces y abandonó el escondite en cámara lenta, tratando de ser objetivo en el análisis de los resultados. «Siempre que termino una actividad, cualquiera fuera - solía decir - le realizo la autopsia. Sólo así me quedo tranquilo, sabiendo que hice todo lo que podía hacer y del mejor modo posible. Naturalmente, ser un científico me ayuda a ser objetivo en la disección de cada elemento, pero es una práctica que recomiendo calurosamente a toda la gente». Sonrió, ya rumbo a su casa. El aire de la noche lo ayudaba a sentirse vivo, dueño de una libertad masculina y excitante. La autopsia de esa noche arrojaba resultados excelentes, mirada desde la subjetiva razón de su calentura.

 

XI

 

Camilo Insaurralde nació una medianoche en la que se había cortado la luz, arrasado el pueblo por una tormenta que apareció de golpe, después de una jornada sin una nube en el cielo. Su madre lo parió entre alaridos de rabia, tan aterrada por los rayos como por el dolor que le abría el vientre sin misericordia. Llorando de soledad y tristeza, apretó el cuerpito contra su pecho y se fue tanteando hasta la cocina, buscando un cuchillo para cortar el cordón. «¡Pobre hijo mío!» sollozaba, haciéndole el nudito del ombligo  «¿Qué significado tendrá el que nacieras así, entre el llanto de tu madre y el del cielo? ¿Será que tu padre te siente allá, acostado en su tumba al otro lado del mundo? ¿Será que toda la rabia de esta tempestad se quedará en tu corazoncito?» Y el niño gritaba con fuerza premonitoria. Isabel lo cubrió con su chal de siempre y por no saber qué otra cosa hacer, fue a sentarse con el niño en una silla, a mirar la lluvia.

Allí mismo estaban a la mañana siguiente, cuando el Doctor Epaminondas llegó tranqueando, llamado por un sueño de muerte. Hubiera querido levantarse de madrugada y correr a verla, pues estaba seguro de que ella necesitaba su ayuda, pero Filoxena, la esposa, dormía con un ojo abierto desde que sospechaba que el médico andaba en cosas raras. Observaba que se cambiaba las camisas tres veces al día, exagerando la pulcritud de su apariencia. Nunca más, como en los años anteriores, hubo otro pelito suelto en la barba o un mechón desordenado en la coronilla, aplastada con el brillo azul de la Lord Cheseline. Llegaba tarde día de por medio, el lunes porque bebía una copa con Aristóteles, el miércoles porque cenaba con el Intendente y el viernes porque discutía de política con el Juez, pero ella sabía que era mentira. Lo percibía claramente los sábados y domingos, viéndolo andar como tigre enjaulado y añorar el lunes como si le fuera la vida. Lo sentía, llorando de rabia cada vez que él se demoraba y aparecía con los pensamientos en otro lado, como si el volver a su casa supusiera un sacrificio. Hasta gastaba más de la cuenta, pues el dinero familiar, en vez de crecer, decrecía. “¿Será porque no hemos tenido nunca un hijo?”, se amargaba, masticando celos en la almohada conyugal.

Epaminondas no era el mismo esposo de antes, ardiente y juguetón, el amante divertido que se colgaba un toallón mojado del ariete viril, para alardear de su hombría. Estaba melancólico y distraído. Los martes y los jueves, por ejemplo, se quedaba leyendo en el living hasta muy tarde, estudiando, decía, pero ella estaba segura de que era para escaparle al requerimiento conyugal. Filoxena no podía evitarlo, así que se armaba de paciencia y jugaba todas sus cartas a la noche del sábado, cuando él ya no podía interponer ninguna excusa. Comenzaba su táctica cazadora a la media tarde, una vez que la mucama se retiraba. Llenaba la bañera con agua tibia, agregaba sales aromáticas y velas orientales con esencias para facilitar el acople. Con una amorosidad que cada vez le resultaba menos natural, tomaba de una mano al marido, lo iba desvistiendo por el pasillo y terminaba zambulléndolo en los vapores, enjabonándole las partes con dedos ágiles y alegres. Después, le encendía un cigarro y lo dejaba allí, fumando y leyendo alguno de sus libros favoritos mientras ella corría a la cocina a preparar la cena, más exótica y rebuscada a medida que pasaba el tiempo y la estrategia seguía sin rendirle el triunfo. Epaminondas, a quien la creciente atracción por Isabel le había desdibujado los apetitos por la esposa, se dejaba llevar porque el sentido del deber era muy fuerte y porque la culpa le provocaba pena, una lástima agria por ella y por él, por lo que ya no serían más. Simulaba impulsos y jadeos que ya no sentía, jineteando con los ojos cerrados para poder pensar mejor en el olor a guayabas, en la sombra del mango y en la pequeña casita al otro lado del pueblo.

Mientras tanto, Isabel veía crecer su vientre sin imaginar el descalabro que las visitas del Doctor causaban en Filoxena, cuya existencia ignoraba. Así como él se cuidó durante meses de revelar su estado marital, ella tampoco se lo preguntó, ¿para qué? ¿por qué lo haría? Su interés en el médico se limitaba al papel de amigo generoso que él cumplía a la perfección, llegando día de por medio con una bolsita de manzanas, una revista que ya había leído, unos dulces para el antojo o un kilo de helado, atenciones que ella recibía con naturalidad porque no suponía que tuvieran otra intención que la de aliviarle en algo el embarazo. Sacaba las sillas al porche y se sentaba a esperarlo con dos vasos y una jarra de limonada apoyada en la murallita. El médico aparecía siempre a la misma hora, oliendo a perfumes caros, peinado a la brillantina y enfundado en trajes fuera de lugar. Simulaba sorprenderse por la limonada fresca, se sentaba en su silla y le hablaba de muchas cosas -¡coño, cómo hablaba ese hombre! - antes de cumplir con el plazo que, suponía, él mismo se había impuesto. Dos horas. Ni un minuto más, ni un minuto menos. Miraba el reloj, decía algo así como «¡Oh, qué charla le he dado, señora, bueno, mañana habla usted. Ya me tengo que ir!». Pero después alargaba la partida con el apretón de manos o con la excusa de tomarle el pulso, auscultarle la retención de líquidos y otras minucias médicas por el estilo. Gracias a él, Isabel conoció con detalles la historia de los falsos griegos, desde el accidentado Don Diego en adelante, confiándole a cambio cómo había llegado al pueblo por un error casual, creyendo que se dirigía a la otra Atenas, la del Mar Egeo.

- ¡Ah, casualidad, raíz de todos los asuntos! - Exclamó Epaminondas y le habló de Pisístrato y de la estrafalaria serie de equívocos que desembocaron en la saga de los Caballero, en el primo Aristóteles y en su gran amigo, el Juez. Frutos todos de un error de la fortuna, el propio médico fue engendrado por el casual encuentro entre un viajante y una cocinera de la posada, preñada de apuro y sin querer - Hasta mi nombre, verá usted, fue un error, pues mi madre creyó que el Epaminondas griego había sido un sabio, cuando en realidad fue un general del ejército cuya principal virtud fue su homosexualidad, algo bastante común entre aquellos griegos. Soltaba una carcajada el Doctor, para después ponerse serio y narrarle las peripecias de su infancia de chiquillo bastardo, soñando con marcharse a estudiar y regresar un día convertido en médico, o en abogado, ingeniero, cualquier cosa, siempre que el título incluyera un diploma que pudiera restregar en las narices del vecindario. Pero los años fueron aplacándole el resentimiento. Se recibió, emprendió el regreso, montó su consultorio, armó su clientela y se olvidó sin reservas del niño que había sido, sobre todo desde el día en que... bueno, ya hablé demasiado de mí mismo, señora, qué poca elegancia, cuénteme usted, por favor, permítale al doctor que la conozca un poco más...Sin una verdadera curiosidad por lo que él había estado a punto de decirle - su casamiento con Filomena - ella le pintó el paisaje español con palabras cargadas de nostalgia. Por primera vez, habló de los recuerdos que aún guardaba de su casa, de su madre agobiada de miedos y de la plaza poblada de naranjos, de las playas blancas, bañadas por las aguas heladas del canal. Frente a su amigo, Isabel recordó en voz alta su trágico amor por el artista sin habla, describiéndole - con ojos inundados de pena - el retrato mágico que habían colgado en la posada y la furia de su padre, enloquecido contra ese bohemio mudo y muerto de hambre, llegado de quién sabe dónde a desencadenar la muerte.

- No fueron desconocidos, como le dije una vez. Fue mi padre el que lo mató.

- ¡Dios mío! ¡Cuánto lo siento, querida señora!

Entre una confidencia y otra, la amistad del médico con su paciente pudo sobrevivir a los largos y pesados meses de la gestación y permanecer a salvo de la maledicencia del pueblo, en parte por su estado de viuda desamparada y en parte porque el Doctor se cuidaba de no dejarse ver. Jamás hablaba de ella, ni siquiera con la enfermera que lo secundaba en el consultorio, nunca la visitaba fuera del horario impuesto por la discreción y cuando ella asistía a la consulta mensual, él la trataba con la misma indiferente delicadeza con que atendía a las demás mujeres. Apático y profesional por fuera, temblando de emoción por dentro, contaba los latidos del niño asentando el rostro sobre el vientre cálido, sintiendo el olor a mujer que subía por sus manos y se le quedaba adentro hasta el próximo mes. Pocas veces, muy pocas, cedió a la tentación de hacerle regalos más personales, pero pronto desistió para evitar los rechazos - a veces crueles - con que Isabel volvía a poner las cosas en su sitio. Un viernes le llevó un vestido azul, amplio y bonito, que ella devolvió de inmediato porque el azul le recordaba los ojos de su amante muerto. Tartamudeando, el Doctor ofreció cambiarlo por uno de otro color, pero ella le respondió que sólo podría ponerle un vestido el mismo hombre que se lo sacara, algo que probablemente no sucedería jamás. Avergonzado por la propia imprudencia, él anduvo varios días con el vestido en el baúl del auto, sin  saber qué hacer con él. Finalmente lo donó al hospital y una monja lo descosió y lo transformó en ropitas para los huérfanos.

Otra vez probó con una pulsera de oro, una belleza que trajo personalmente desde Foz y que a Isabel le pareció espantosa. Miró la joya con un asco mal disimulado y comentó que era idéntica a una que llevaba una madama que viajaba en el barco. No tuvo mejor suerte con un perfume francés - olía a indecencia, según ella - y hasta fracasó con un ramo de rosas, un gasto ridículo - a decir de la mujer - considerando el yuyaral desaprensivo que crecía alrededor de su casa y se extendía en todas direcciones. Finalmente comprendió que ella no estaba dispuesta a ir más allá en las cortesías, así que guardó la joya y el perfume en un cajón del escritorio, dejó las flores en un altar de la iglesia y continuó engalanando las visitas con obsequios sin compromiso, como frutillas y chocolates que ella comía en su presencia. Lástima que se le ocurrió tan tarde cual sería el único regalo que ella aceptaría con gusto, emocionada y feliz. Apenas una semana antes del parto, el Doctor le llevó una media docena de batitas para el bebé, un chupete, un biberón y una pila de pañales. Lágrimas de gratitud llenaron los ojos de Isabel, que durante un largo rato se quedó en silencio, acariciando con los dedos la tela que en pocos días más vestiría a su hijo.

- Camilo nacerá en estos días - Dijo de pronto- Y usted, mi amigo, será el padrino.

Cuando los halló en la cocina, abrazados frente a la lluvia como náufragos sin esperanzas, supo que estaba condenado a amarlos más allá de cualquier prudencia y sin importarle el precio que hubiera que pagar. Isabel estaba inclinada sobre el recién nacido, cubriéndolo con la sombra de su pelo negro y abrigándolo con el chal manchado de sangre. Epaminondas sintió un puntazo de dolor al verlos y la escena se le quedó grabada para siempre ¿Cómo imaginar que el cuadro se repetiría veinte años más tarde y que entonces Camilo ya estaría muerto, envuelto en los mismos brazos y en el mismo sudario que tuvo al nacer?

- Estamos muy cansados - Dijo ella, levantando la cara. Parecía regresar de una travesía larga y penosa.

- Tranquila, Isabel, ya estoy aquí - Murmuró él, conteniendo a duras penas la necesidad de abrazarla. Emocionado como nunca antes por el milagro de la vida, alzó al niño, se lo acomodó en un brazo y con el otro ayudó a la madre a trasladarse hasta la cama. Buscó en la cocina, halló cuatro velas y las encendió, distribuyendo su tenue luz por el dormitorio. Algún día, muchos años más tarde, Isabel le haría recordar el número y el extraño simbolismo que encerraba. Cuatro velas que oscilaban con los bandazos del viento y desparramaban sombras confusas por las paredes. El Doctor higienizó a los dos, cambió el vestido de ella por una bata de hospital que guardaba en el auto, vistió al niño y le dio la primera mamadera, mientras afuera continuaba lloviendo, cada vez con más fuerza.

- Qué pena que Jeremías no le haya conocido, doctor - Susurró Isabel, viéndolo ir y venir con tanta diligencia - él le hubiera querido mucho a usted.

- Yo siempre estaré cerca de ustedes dos, Isabel. Se lo juro - Respondió el médico, con un estrangulamiento de angustia. Sintió que se le caía una lágrima y desvió el rostro para que ella no la viera. Le dio vergüenza sentirse bueno, acaso porque su motivación inicial no había sido más que el deseo de engatusarla con lociones caras y trajes elegantes, cazarla con su telaraña de regalitos y frases empalagosas, cobrarse con su carne las horas de visita. Pero todo aquel día y por nuevas razones, no se separó un minuto de la casa de Isabel. Sentado en una silla junto a la cama, espantaba los mosquitos mientras ella y el niño dormían, preparaba mamaderas cada cuatro horas y cambiaba pañales en la misma proporción, llegando incluso al inédito extremo de hervir fideos - un paquete completo, que rebasó el borde de la olla - y preparar un almuerzo que si no fue rico, al menos sirvió por abundante.

- Debiera marcharse usted - Decía Isabel de tanto en tanto, deseando a escondidas que no le hiciera caso - Vea, pues, hasta me ha cocinao. ¡Esta consulta me ha de costar un ojo de la cara!

- Deje, en serio, no es problema - Reía el Doctor, tomándole una mano caliente y asustada -Además, hoy es mi día libre.

- Ha de ser también el del niño, vea usted, mírelo como duerme de tranquilo.

- Usted también debiera dormir un rato.

- Ande, que yo estoy bien.

Hacia el atardecer, Isabel tuvo una crisis de llanto que el médico interpretó como un desajuste emocional posparto, mezclado y potenciado sin duda por la distancia, el dolor de los recuerdos y la angustia por un futuro del que nada podía saberse. El le conversaba de cualquier asunto y ella le respondía con medias palabras, pero sin dejar de derramar lágrimas que bajaban por sus mejillas y llegaban hasta la almohada. Debiera quedarse allí, con ella, durante toda la noche, pensaba. ¿Cómo dejarla sola en tales condiciones? ¿Y si sufría una hemorragia o una descompensación? Había estado afuera todo el día y sin decir nada a nadie, su enfermera lo andaría buscando y Filoxena estaría loca, sospechando algo raro. Pero él era médico, su deber le imponía olvidarse de todo el mundo si la salud de un paciente así se lo exigía, eventualidad más que justificada en el caso de Isabel y su niño. Deseaba quedarse, lo deseaba con toda el alma, tenerlos a los dos como si le pertenecieran, cuidarlos en la soledad de esa segunda noche y quitarles el miedo que habrán sentido durante el alumbramiento, entre los gritos del parto y los rayos del cielo. Podría permanecer en la casa dos o tres días, incluso, sin embargo, no faltaría quien comentara que su interés sobrepasaba lo profesional. Siempre habría quien echara a rodar la versión de que el recién nacido era suyo, algo que no le molestaba porque fuera especialmente condenable - casi todo el mundo tenía algún hijo bastardo por alguna parte - sino porque no era cierto. Filoxena se enteraría del chismerío, Isabel también, tendría problemas con ambas por algo que ni siquiera era verdad.

- ¡Ya sé lo que haremos! - Dijo de pronto, sorprendido de que no se le hubiera ocurrido antes - ¡Les buscaré ahora mismo un cuarto en el hospital! ¿Para qué, si no, soy el director?

Regresó a su casa bien entrada la medianoche, después de advertir a la enfermera de guardia que la señora Insaurralde y su hijo tenían absoluta prioridad, así que debían avisarle de inmediato cualquier circunstancia. Filoxena lo vio llegar agotado, con la piel aceitosa por el sudor y una sombra de barba en vez de la pulcra papada doctoral. No le dio mayores explicaciones - se quedó dormido sin terminar de desvestirse - y ella tampoco se atrevió a pedírselas, temerosa de que él le confesara que había estado con otra. ¿Para qué saber más, si de todos modos ya lo había perdido?

 

***

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 4

 

(En el que acompañamos a León Valdéz en su largo viaje

a lo largo de todo el continente, o casi, para llegar a un punto

al que más le convendría no haber llegado jamás)

 

XII

 

L

eón Valdéz los vio llegar a su casa justo cuando empezaba la siesta. Ya se había quitado los zapatos, corrido las cortinas de la sala para crear ambiente y empezaba a concentrarse en la elección de un libro, cuando escuchó el rumor de las pisadas sobre la hojarasca del patio. Esa hora del día, era su favorita. Solía quedarse varios minutos, una mano en un bolsillo y la otra en el mentón, observando la prolija formación de los lomos y rememorando a vuelo de pájaro las historias contenidas en los volúmenes. Los había de los más extraños. Desde novelas de caballería hasta ensayos políticos, pasando por estudios de antropología, diccionarios, manuales etimológicos, biografías de los más variados personajes, poemarios y hasta directorios telefónicos de países donde nunca había estado. De izquierda a derecha, guiándose con la punta de un dedo sabio, recorría las hileras torciendo el cuello para reconocer títulos y autores. Primero hacía una pasada formal hasta el final de un estante antes de bajar al próximo, pero después se ponía ansioso y entraba a dar saltos con la vista, como si se dispusiera a leerlos todos a la vez. Finalmente, sacaba la mano que guardaba en el bolsillo y se lanzaba sobre un libro que no había tenido en cuenta en todo el proceso anterior. Lo atrapaba con firmeza entre los dedos mientras sonreía triunfante y lo iba extrayendo poco a poco, como quien halla un tesoro largamente buscado. Luego se retiraba un poco y contemplaba al resto de los libros como lo haría un general con sus soldados, controlando que todos siguieran en sus puestos, leales y sumisos hasta que les llegara el turno. Ponía al elegido bajo un brazo, encendía un cigarrillo negro con un fósforo de madera - era formal enemigo de los encendedores de benzina - y se acomodaba, repartiendo con precisión piernas y codos sobre los almohadones, a lo largo de un sillón cubierto por una manta oscura. Entonces sí, abría en la primera página y ninguna fuerza de este mundo - salvo una - era capaz de interrumpir su ensoñación.

Sólo a Clara, porque le tenía una confianza extrema, llegó a contarle la emoción del primer libro abierto. Era un ejemplar amarillento y apolillado, carcomidas las tapas por hongos literarios, que halló una tarde de lluvia en un mueble de la sacristía. El cura Rigoberto, su tío, se lo prestó como al descuido para mantenerlo quieto a la hora de la misa y después tuvo que obligarlo a dejarlo un rato, para que pudiera cenar. Fue, para León, como si le hubieran dado la llave del mundo de los sueños. Acababa de cumplir siete años, pero en realidad, había nacido otra vez. La novela se llamaba Sandokán y los tigres de la Malasia y la leyó tantas veces en los años siguientes, que podía recitar páginas enteras de memoria, sintiéndose más dueño de ella que Emilio Salgari. Tres años más tarde - por la época en que llegó Isabel a la sacristía - se había especializado en conocer los lugares exactos en que se ubicaba cada libro en los estantes, leídos además en orden de alineación, sin importar la temática. Desde Cartas de Madame Pompadour hasta Los Evangelios según San Marcos, pasando por Voltaire, Camus, Jack London y Agatha Christie, León se devoró todo con el mismo eclecticismo con que después armaría su vida. Leía a una increíble velocidad: en el mismo tiempo que le llevó a Isabel terminar El Quijote de la Mancha, él dio cuenta de La Isla del Tesoro, El Espíritu de las Leyes, Cartas Filosóficas y El Manual de Cocina de Doña Petrona, que luego su tío regaló a Isabel cuando ella se marchó a vivir a la casa del Comisario.

Huérfano de madre desde los dos años, León se encariñó enseguida con esa mujer delgadita y triste que apareció una noche. El había llegado igual, ocho años antes, cuando el padre recordó que tenía un hermano al que podría encargarle el hijo mientras recorría el mar con la flota mercante. León tenía las piernitas flacas y un espanto sin disimulo a los santos que poblaban la capilla, pues le recordaban la rigidez de cera con que había visto a su madre la última vez. Le aterraba pensar que esos muñecos de yeso pudieran hablarle y - peor aún - bajar de sus altares de madera lustrosa y regañarlo por la costumbre de chuparse los dedos - el anular y el mayor de la mano derecha -, único modo que conocía entonces de vencer la angustia de la soledad. Sólo dejó de hacerlo el día en que su tío cura le prestó la primera novela.

Si bien Isabel sólo estuvo un par de meses viviendo con ellos, León sintió su partida como una nueva pérdida y durante varias semanas le insistió a Rigoberto que le permitiera irse con ella, pero no hubo caso. Después, con la excusa de llevarle un libro prestado, comenzó a visitarla y a quedarse poco a poco en su casa, primero unos minutos y luego, cuando ya había nacido Camilo, todos los fines de semana hasta el sábado en que Arístipo inauguró el primer televisor del pueblo en el Areópago. Fue el acontecimiento más importante de aquel año. Todos, incluso los ricachones como Aristóteles y su primo el Intendente, pasaron a ver la señal de ajuste - torcida, defectuosa e inconstante - resplandeciendo en la pantalla. A las siete de la tarde, cuando empezaba el programa, la vereda del bar estaba repleta de curiosos discutiendo en contra y a favor del portento; los unos aseguraban que se multiplicarían las cegueras, pues los ojos humanos no estaban preparados para fijarse en esas imágenes modernistas, mientras los otros vaticinaban que algún día habría un televisor en cada pueblo del mundo. Sentados en primera fila, el Intendente, su primo Aristóteles, el Juez y el entonces Capitán Verón se pusieron de pie para aplaudir los títulos de Eran tres de Caballería, la primera serie de televisión que se vio en Nueva Atenas y que sirvió para que los chicos del pueblo abandonaran sus juegos de siempre para convertirse en soldados de la Unión. Después siguieron Lassie, El Show de Dick Van Dicke y Yo quiero a Lucy, culminando la gloriosa velada con la pelea entre el argentino Acavallo y un japonés de nombre impronunciable. Con un entusiasmo que sólo se repetiría veinte años más tarde, los vecinos aplaudían cuando moría uno de los malos, ovacionaban las picardías de Lassie y reían a carcajadas con los chistes - algunos incomprensibles - de ídolos desconocidos, acalorándose sin raciocinio en los quince rounds de la pelea de fondo. Aspasia repartía botellitas de Bidu-Cola a precios de ring- side y Arístipo se regodeaba, orgulloso, chupando un puro que había comprado para la ocasión. A la medianoche, cuando el millón de hormiguitas invadió la pantalla para anunciar el fin de la transmisión, la multitud fue dispersándose poco a poco, como si saliera con dificultad de un sueño raro.

León, que había logrado entrar con el cura y ubicarse en la segunda fila, comprendió por primera vez la ausencia de su padre: ¿a qué regresar cuando había tanto para ver en el mundo? Al día siguiente se levantó bien temprano, preparó las hostias con harina y agua, barrió el atrio, dio las campanadas de la misa de siete y se vistió de monaguillo sin dejar de pensar en un modo de asegurarse un puesto frente al televisor del bar. ¿Y si el lunes hablaba con Aspasia, que iba a la misma escuela, pero un grado más abajo? ¿Y si le sugería al tío que utilizara las limosnas para comprar un aparato? Con el inciensario pendulando de izquierda a derecha durante la misa, tuvo de pronto un segundo de iluminación: el único modo de estar todos los días en El Areópago era trabajar allí. ¿Acaso no lo hacía Aspasia, sirviendo a los clientes y haciendo mandados mientras la madre cocinaba y el padre atendía el mostrador? El gran problema sería convencer a su tío, que a duras penas le daba permiso para ir hasta la casa de Isabel y bajo la estricta condición de no volver nunca más allá de las siete ¡a la hora en que empezaba la imagen!

Por aquellos años, Aspasia ya era tan feúcha y sin gracia como lo sería siempre. Para  colmo de sus males, fue la primera de las niñas de la promoción en llenarse de granos, lo que contribuyó a cimentar su fama de patito feo. Cada parte de su cuerpo estaba un poco de más o un poco de menos y así como le faltaba carne, le sobraban dientes, orejas y algunos milímetros de nariz. Sus largas piernas rodilludas parecían estorbar todo el tiempo, lo mismo que sus codos, condenados a chocar con cada mueble o persona que le quedara cerca. Por los días en que a León se le dio por trabajar en el Areópago, la broma de moda en la escuela era burlarse de algún chico diciendo que estaba de novio con Aspasia, por lo que nadie se atrevía a acercársele. No fue el caso de León. Haciendo gala de una actitud que más tarde le sería característica, esperó el lunes la hora de la salida y delante de todos se ofreció a acompañarla y a llevarle el portafolios. Ella se negó, quizás porque esperaba otra de las crueles bromas de sus compañeros. León insistió el martes, el miércoles y el jueves, hasta que ella cedió el viernes y salieron caminando juntos rumbo al bar.

Sintiéndose aceptada al fin, ella estaba tan contenta que hasta parecía más linda. León la buscaba a la mañana y regresaban juntos los mediodías, pese a las rechiflas y a las burlas que los chicos escribían en los pizarrones. Arístipo le convidaba un vaso de granadina y la niña lo invitaba a tomar un café con leche a las seis y media, con lo que se aseguraba todos los capítulos de Eran tres de Caballería. Sin embargo, el verdadero premio a su esmero fue otro. León descubrió que Aspasia no sólo era muy inteligente, brillante incluso, sino que amaba tanto como él la literatura. Había leído Percy Finn, Ana Karenina y Los 20 poemas de amor y una canción desesperada, un libro que aún no se había hecho famoso en Nueva Atenas. Hablaba con la misma autoridad de Viaje al fondo de la Tierra como de Tartufo, obras que su padre le hacía traer - sin tener la menor idea de lo que contenían - en los barcos que bajaban de Buenos Aires.

- Ya que no tiene amigas, que lea - Era su simple receta, sin sospechar el destino trágico a que la llevarían esas lecturas, unidas a su amistad con Valdéz.

Crecieron juntos, de algún modo, igualmente solitarios y dados a escaparse del mundo entre las páginas de un libro. Aspasia se convirtió en una adolescente inamistosa y tímida, mientras León ganaba prestigio como intelectual atrevido y rebelde, gestor o partícipe de los pequeños escándalos que conmovieron a la sociedad de aquellos años. Fue él, quién más, el que organizó una pequeña marcha de protesta por la muerte del Che, lo que le granjeó la simpatía de algunos progresistas y la furia clerical de su tío, que ni siquiera fue a verlo cuando el Comisario lo metió preso para curarle las ínfulas izquierdistas. Fue él, a falta de otro, quien festejó el Mayo Francés con un mítin popular al que asistieron seis o siete vecinos, los que desaparecieron de prisa cuando apareció Pericles, rabioso porque León había pintado una pared de la Municipalidad con la frase «Mueran los cerdos imperialistas». El rebelde se prestó gustoso a ser detenido y sólo pidió que le permitieran llevarse un par de libros, los que luego pasó a Isabel y Aspasia, cuando fueron a visitarlo. Fueron tres días de mates y cigarrillos, leyendo a la sombra del naranjo del fondo y sin pisar la celda más que para dormir, pues aún no había llegado la época en que asesinaban a la gente en el Regimiento. Estaba tan contento con su situación de preso político, que pidió que le consiguieran un periodista para hacer declaraciones. “El mundo tiene que conocer mi lucha”, decía desde atrás de la reja sin llave, ante el rubor admirado de Aspasia. Pendiente de la posteridad, inició en un cuaderno su diario de prisión, el que de todos modos no avanzó mucho porque el cura se ofreció a pagar de su bolsillo la limpieza de la pared municipal y el revolucionario salió libre un 17 de octubre, fecha que siempre recordaría porque fue el día en que vio por primera vez a Clarita Nunes, la hija nunca reconocida de Mariazinha y Aristóteles. Se encontraron de casualidad, frente a frente, mientras León y su tío discutían a grito pelado de regreso a la capilla y la niña con su madre salían, igualmente furiosas, de una frustrada entrevista con el progenitor. Casi chocaron, los unos con los otros, justo frente a la puerta de la Municipalidad.

- ¡Nunca volveremos a este pueblo de mierda! - Exclamaba la mulata, tironeando del brazo a la muchachita de ojos asustados, que se llevó por delante a León. Fue apenas un instante, un intercambio de disculpas y después cada cual siguió con lo suyo. Pero a la noche, ya en casa, la niña dijo a su madre:

- Algún día voy a casarme con el señor de esta tarde.

Clarita tenía ocho años y aún estaba lejos de la muchacha exuberante en que se convertiría más tarde, por la época en que danzaba semidesnuda en un bodegón de Foz y buscaba el amor acostándose con los que se lo prometían. Cuando él volvió a verla - una década después de aquel día - la reconoció de inmediato, pese a que el vestidito blanco de organza había desaparecido sin dejar rastros. Las trencitas negras, engalanadas con cinta roja, se habían ido también para siempre. En su lugar flameaba una larga cabellera azabache, cayendo en catarata sobre la piel morena. León se quedó mudo, paralizado tanto por la belleza de la mujer como por el hecho - algo tenía que significar - de que recordara de inmediato cuándo la había visto antes, dónde y en qué situación. Por aquellos días, venía de regreso de su larga aventura por el continente, un viaje que le consumió no sólo diez años de vida, sino también la casi totalidad de sus sueños. Se había marchado al final de la primavera del año en que lo metieron preso por primera vez. Fue al Areópago a despedirse de Aspasia y a legarle dos de sus cuatro libros propios, con los que había iniciado una biblioteca personal:  Relatos, de Henry James y Elogio de la locura, de Erasmo. Con la introspección impávida de siempre, ella lo despidió sin aspavientos y luego se fue a llorar al baño, preguntándose si tendría otro amigo alguna vez. Cuando abrazó a Isabel, a él se le ocurrió decirle que iba en busca del destino. “Ahórrate el viaje, entonces”, dijo ella, riendo, “El destino está en todas partes”. León le regaló los otros dos libros que tenía: Textos Fundamentales, de Sigmund Freud y un poemario de Rubén Darío titulado Páginas Escogidas. El pequeño Camilo jugaba bajo los árboles del fondo con el Doctor Epaminondas, que estaba de visita.

Una vez que se hubo desprendido de sus únicos objetos personales, León se sintió más libre para irse y no regresar jamás, como le había escuchado decir unos meses antes a la mulata que tironeaba a su hija frente a la Municipalidad. Pensaba en la curiosidad de que las dos personas que significaban algo para él fueran mujeres, cuando sintió en un hombro la mano pesada del cura. Se habían despedido fríamente, una hora antes. Al tío le parecía que el viaje era una irresponsabilidad, una audacia desproporcionada y sin sentido. ¿Quién iría a sacarlo de la cárcel en los otros países, cuando se metiera en un lío? ¿Cómo sabría él si el sobrino necesitaba algo? ¿Cómo sabría si el tío se moría? ¿O si su padre regresaba al pueblo, cargado de recuerdos de mares lejanos? Pero León estaba en esa edad en la que no importa nada de nadie y salió dando un portazo, aguantando el nudo en la garganta por ese hombre cascarrabias y bueno que lo había cuidado quince años. Y ahí estaba, cuando faltaban dos o tres minutos para que el ómnibus saliera, dándole consejos, anotándole números telefónicos de conocidos y obligándole a guardar en la mochila una bolsa de sándwiches y naranjas, más ese tesoro inigualable que se llamaba Sandokán y los tigres de la Malasia y que León guardó y protegió durante los diez años siguientes. Lo que no le había dicho a nadie - sólo se lo confiaría a Clara, muchos años más tarde - fue que el verdadero motivo de su viaje era dar con el paradero - imprevisible y perdido - de su padre, del que nada más sabía que se llamaba Alcibíades y que oficiaba de contramaestre del buque Bahía de Asunción, el día en que desapareció.

 

 

 

XIII

 

Comparada con Nueva Atenas, la ciudad de Foz le pareció una maravilla, sobre todo por la novedad de escuchar a la gente hablar en otro idioma. Bebió un jugo de naranja helado en el mismo bodegón en el que una década después encontraría a Clara, cruzó la frontera y se internó en el país del tirano Stroessner, donde la guardia fronteriza quiso quitarle el libro, por las dudas contuviera ideas marxistas. León se salvó de perderlo porque, entre las direcciones que le había dado su tío, estaba la del arzobispado de Asunción, a donde dijo que se dirigía a tomar los hábitos. Esta fue la primera de una larguísima serie de mentiras, que sumadas a un complejo proceso de idas y venidas, frenadas y retorcimientos, hicieron del joven León un hombre cínico, descreído de que lo bueno y lo conveniente pudieran alguna vez marchar juntos.

Estuvo cuatro meses en la ciudad de Puerto Stroessner, ocupado de la mañana a la noche en descargar mercadería de contrabando en los camiones del general Centurión, un hombre tan gordo que viajaba a todas partes acompañado de su propio inodoro. Bajito, cejijunto y con la cara picada de viruela, el militar se paseaba siempre de civil - camisa de algodón por fuera del pantalón y chancletas - pero con una pistola en el sobaco izquierdo. Sus amanuenses eran cuatro tenientes de artillería uniformados en vaqueros y remeras del mismo color y que no se le separaban más que cuando el general se detenía a cagar. En ese caso, bajaban ellos primero, armaban el engendro portátil fuera de la vista del público y se distribuían estratégicamente a vigilar, mientras el jefe vaciaba sus intestinos con la pistola en el suelo, siempre a mano. A León le tocó una vez ser testigo de la escatológica escena. Habían viajado a una estancia a esperar la llegada de un avión, cuando de repente los guardaespaldas se dieron a la instalación del aparato, un ingenio importado de Alemania y que transportaban desarmado en partes, dentro de una caja azul. Ahí nomás, el empresario se bajó los pantalones y apuntó su inmenso trasero al hueco de acero inoxidable que le habían dispuesto. Su cara, generalmente pálida, se puso roja por el esfuerzo antes de despachar la descarga de fusilería de su estómago, seguida del tableteo ametrallador de las tripas en desbandada. Luego de una larga y victoriosa batalla contra el estreñimiento, apretó un botón amarillo que estaba en un borde del aparato y un chorro de agua se encargó de la higiene del empresarial culo, pues el verdadero problema de Centurión era que al ser tan gordo, sus cortos bracitos no le alcanzaban para cumplir una tarea tan común e imprescindible. Pese a situaciones como ésta, León no tuvo quejas de su jefe, más bien hubo de agradecerle que al marcharse le diera una recomendación para el general Albino Albacate, director de la Aduana de Asunción.

- Sos un buen mitaí, chamigo - Le dijo el gordo, mirándolo con sus ojitos de cerdo - así que no te va a faltar trabajo si seguís como hasta ahora. La ley de oro en este país es no escuchar, no ver, no hablar. Cuanto menos sepa uno, más tiempo vive. Pensar acorta la vida. Leer, la complica. Saber, la arruina.

León aceptó el consejo y siguió viaje, llegando a la capital del país después de diez horas en ómnibus. Era una ciudad aplastada por un calor oprobioso, de construcciones chatas y veredas sombreadas de mangos y guayabos, mugre amontonada en las esquinas y un olor dulzón que parecía ocupar cada resquicio. Por las calles, todo el mundo parecía estar vendiendo algo, menos los guardias de la Policía Nacional, apoyados malamente en sus fusiles de las Guerra del Chaco. León caminó hasta las cercanías del puerto y se alojó en un hotelito de paredes desconchadas, donde le dieron un cuartito de dos por tres, con una cama y una silla como mobiliario. Era la primera vez que estaba en un hotel y la experiencia le resultaba fascinante, por lo que se dio a la tarea de recorrerlo a la hora de la siesta, mientras la ciudad se aletargaba en silencio. Los cuatro pisos tenían una idéntica disposición, conformada por un hall con claraboya, un jueguito de living de cuerina, cuadros con tejidos de ñanduty y una mesita ratona con jarrón y flores de plástico. Los pasillos eran estrechos y oscuros, pero al menos aliviaban del oprobioso calor de la calle, aunque el olor a comida rancia lo invadiera todo. Sin embargo, León estaba fascinado, sobre todo porque la gente dejaba las puertas de las habitaciones siempre abiertas, convirtiendo al hotel en un muestrario al paso de la diversidad humana. Sólo se encerraban, lo supo muy pronto, los viajantes que fornicaban con alguna de las hetairas que subían risa y risa por las escaleras.

Quizás por eso, desde el principio le costó tanto conciliar el sueño. Se revolvía nervioso, bañado en sudor, oyendo el gimoteo exagerado de la jineteada y el resoplido del final, mezclados con las voces que subían desde la calle y prestaban el telón de fondo. En los días que siguieron, supo que las prostitutas vivían a lo largo de la Avenida del Puerto - la calle que después del golpe militar pasaría a llamarse Benjamín Constant - en una serie de casillas pegadas una junto a la otra y pintadas de colores chillones. Las veía desde la media mañana sentadas en el umbral de la vereda, bebiendo mosto frío mientras se les adormecían los párpados por el peso de muchas noches en vela. Casi todas eran mujeres gordas y maduras, matronas de miradas oblicuas y boca sin dientes, dueñas de la calle desde hacía décadas. León pasaba entre ellas apurando el paso, sin atreverse a mirarlas de frente y rogando que no le dijeran nada, pues algo en ellas le provocaba temor. “Siempre las ví como a los disfrazados del carnaval” - le confesaría mucho después a Clara - “…con esa mezcla de sudor y agua de flores, mitad deseo y mitad asco”. Después, en su cuarto, se tapaba los oídos para no escuchar los aullidos lánguidos, acompañados siempre del traqueteo de la cama contra la pared y el sofocón desesperado, como de naufragio, en el que se hundían al acabar. Con la imaginación desatada, juntaba coraje para regresar al día siguiente en busca de una de ellas – ya le habían dicho que se pagaba por un polvo el equivalente a una Bidu-Cola - , pero a la luz del sol se evaporaba su ánimo. Pasaba tan cerca que podía olerlas, pero seguía de largo. Temía que se burlaran de él o que le obligaran a hacer algo espantoso, mientras lo tenían a su merced. Ya se veía corriendo por la calle empedrada, perseguido por sus carcajadas sin dientes.

Para entonces - llevaba cuatro días en Asunción - había hecho amistad con un administrativo de aduanas llamado Pánfilo Abente, a quien indagó por el posible paradero de su padre. A la hora del almuerzo y mientras el resto de los empleados se acomodaba sobre el piso fresco a tomar tereré, Pánfilo revisó uno por uno los viejos libros náuticos y dio con el archivo del Bahía de Asunción, un buque que llevaba años pudriéndose en un recodo del río, abandonado a su muerte. Emocionado, León vio por primera vez en su vida la firma de su progenitor, rubricada al pie de una entrega en puerto, pero nada decía sobre el destino de los marineros cuando el barco fue dado de baja. Del único que algo se sabía era del ex-capitán, un tal Gauto, a quien habían puesto a cargo de un barco de pasajeros que recorría el río hasta el Pantanal.

- Vuelve en una semana al puerto - Explicó Pánfilo - Si querés, puedo ver de conseguirte un puestito de ordenanza en el edificio, así no gastás tus ahorros.

Aceptó enseguida y se quedó medio año más en Asunción, anclado por las vicisitudes del marino. Resultó que el hombre había tenido ciertos enredos con la hija de un hacendado brasileño, lo que lo obligó a dejar el barco en manos de su segundo, regresando por tierra rompiendo selva, en un azaroso viaje en el que casi perdió la vida más de una vez. Con la piel curtida por los soles de distintos destinos, Gauto apareció cuando León había cobrado ya su quinto sueldo en la Aduana y estaba a punto de darse por vencido. Rubicundo, de estatura mediana y unos ojos claros llenos de malicia, le contó que el Loco Valdéz - así lo llamó - se había jubilado poco después de la defunción de su barco, yendo a radicarse en un pueblito llamado Mariscal Estigarribia, camino a Bolivia.

- ¿Cómo se llega hasta ahí? - Preguntó León y Gauto sonrió, haciendo un breve comentario sobre los muchos años que son quince años y la posibilidad de que Alcibíades ya no estuviera allí, o que nunca hubiera llegado. “Ni vale la pena ir”, sentenció y se ofreció a mostrarle el sábado al Bahía de Asunción, anclado a pocas cuadras.

Invadido por una nostalgia triste, León lo acompañó en silencio por la parte vieja del puerto, la costa que los asuncenos llaman Sajonia. Enclavado en un charcón de aguas mugrientas, el Bahía de Asunción dormía su naufragio eterno, como un ataúd de herrumbre. Treparon por un puente roto y deambularon entre los mamparos desvencijados y poblado de ratas portuarias, hasta dar con el camarote que alguna vez ocupara Alcibíades. Era un cubículo al que sólo le quedaban los restos de un catre y una cómoda de metal, pero sin sus cajones. «Aquí vivió tu padre», dijo Gauto y fue como si lo dijera todo. Lo que había dejado de su paso era ese hueco impersonal, tan vacío de huellas como pudiera estarlo el río. ¿Qué mejor dato sobre la personalidad del ausente? León pasó una mano trémula sobre el metal cascado, revisando cada recoveco. No hallaría – pensaba - nada en absoluto, pero aquello era lo más cerca que había estado de su padre en tres lustros, así que bien valía la pena buscar. Pero ya no quedaban mensajes por leer en la desmemoria del cadáver fluvial.

- ¿Cómo era mi padre? - Preguntó, tratando de imaginarse al desconocido mirando hacia afuera por el ojo de buey y pensando en la esposa muerta y en el hijo dejado para siempre. Quizás los había recordado, por las noches, mecido por el bamboleo del barco sobre el agua. Gauto pensó la respuesta durante un largo par de minutos y finalmente dijo:

- Era alguien que siempre estaba listo para partir. Y que nunca volvía sobre sus pasos.

Al rato, cuando bajaban por la escalerilla hasta el muelle, León pensó que él también se sentía listo para partir desde hacía mucho tiempo y que tampoco volvería sobre sus pasos. Hubiera seguido hablando con Gauto, pero el capitán no parecía tener nada que agregar sobre el viejo compañero. Se despidió haciendo un guiño torcido de ojos y desapareció en la esquina siguiente, caminando con una cadencia rara, que León interpretó como un efecto de tanto vivir sobre el agua.

 

XIV

 

Parado en la vereda y con todo el resto del sábado y todo el domingo por delante, no supo qué hacer. Metió las manos en los bolsillos y fue a sentarse en el muelle vacío, angustiado por una soledad que le redoblaba las dudas del futuro. Una muchacha que vendía chipas le ofreció una y León le compró dos, pues la vio tan flaca y sola que por un momento le recordó a Aspasia. Pagó con un billete de cinco guaraníes y la joven sonrió apenas, negando con la cabeza. No tenía cambio. León se quedó mirándola, dubitativo. Ya había mordido un buen trozo de la primera chipa y la vendedora seguía sonriendo sin sonreir. Tenía puesto un vestido viejo y suelto, quizás de color blanco, pero eso nunca pudo recordarlo con seguridad. Estaba descalza y llevaba el pelo negro recogido con una cintita verde. Las piernas flacas estaban sucias a la altura de las rodillas y los pequeños pechos levantaban apenas la tela de la ropa. Parecía que ni siquiera respiraba, para no cansarse, con el canasto con chipas encasquetado aún sobre su cabeza. Inmóvil, aguardaba la decisión del comprador. De pronto, a León le entraron unas ganas enormes de abrazarla, de olerla, de encontrar en su esmirriado cuerpo el calor del afecto humano. Con un cinismo esencial, le dio por pensar que ella era tan fea que no se negaría a pasar un rato con todo un extranjero, un turista, un hombre llegado de lejos. Miró en derredor. No se veía a nadie, ni en la calle ni en las veredas. Toda la ciudad parecía haberse escondido del pesado sopor de la siesta. Estaban completamente solos, al desamparo huérfano del sol.

- Vivo en el hotel de ahí, el de la esquina - Dijo entonces León - ¿Por qué no vas conmigo y te pago con monedas?

- Bueno - Dijo ella.

De este modo inesperado, se vio subiendo las escaleras con la muchacha, rumbo al cuarto. Desde el balcón del entrepiso, echó un último vistazo a la calle, que seguía desierta. Por el corredor sombrío, las piernas le temblaban y se le torcían en pasos desacompasados. Abrió la puerta de la habitación, hizo pasar a la chiperita y volvió a cerrar, echando doble llave. Ella no pareció alertarse.

- ¿Cómo te llamás? - Preguntó León, sentándose en la cama.

- Braulia - Dijo la joven, sin mirarlo ni quitarse la canasta de la cabeza. En uno de los cuartos del fondo sonaba estridente un chamamé y en la habitación de al lado, una pareja reñía en guaraní. La vendedora miraba por la ventana y León la miraba a ella, intentando imaginar cómo se vería sin ropas. El deseo se le despertó tan violentamente, que casi cede al impulso de besarla. ¿Y si la tocaba un poco? No sabía por dónde debía comenzar ¿Y si ella gritaba y venía la Policía? Tal vez lo mejor fuera dejar que se marchara y se llevara lejos su miseria, pero el hecho era que estaba a su lado y que parecía dispuesta, pues sino no hubiera subido hasta allí.

- ¿No querés ser mi novia? - Preguntó, con la voz estrangulada por los nervios. Le ardían las orejas y se le había nublado un poco la vista, sabiendo que había cruzado el punto sin retorno. Era entonces o nunca, así que repitió la oferta: - Dale, ¿no querés ser mi novia?

- No sé - Respondió ella, sin dejar de mirar hacia la calle vacía.

No parecía muy entusiasmada y León dudó si era porque no le creía o porque su único interés consistía en cobrarle las chipas. Tal vez, agregó humillado, los hombres le proponían lo mismo todo el tiempo y el muchachito le parecía poca cosa. Se puso más ansioso. Tragó saliva como si tragara piedras, pensando de qué modo continuar. ¿Qué más podía decirle? En el claroscuro del dormitorio ella parecía más joven ¿Y si fuera virgen? ¿Y si sangraba? ¿Y si pegaba sus alaridos de gata, como los que oía de noche? En ese momento, las tripas se le retorcieron con un frío extraño y agorero, llenándolo de pavor ¡Tenía que hacer algo y pronto, antes de que los intestinos se le aflojaran o que ella saliera corriendo por la escalera! La pareja vecina, entonces, dejó de pelear y empezó a copular con un ritmo parejo, martillando la pared con el respaldar de la cama. En silencio absoluto, León y la chiperita escuchaban, sin mirarse entre sí. A León le ardían las mejillas. Repentinamente, en un alarde de determinación, se levantó para ayudarla a dejar la canasta sobre la silla. Luego tomó a la muchacha de las manos y la atrajo hacia sí mismo, volviendo a sentarse.

- Qué linda sos - Mintió, forzando una sonrisa agobiada por el desajuste estomacal. El hecho de que ella dejara las chipas y le permitiera tomarle las manos le parecía una excelente señal - ¿Verdad que vamos a ser novios, vos y yo?

- Bueno - Dijo ella, mirándolo de reojo.

León le acarició los bracitos flacos y luego entrelazó sus dedos con los de ella, sintiendo que las palmas de sus manos estaban húmedas. Conteniendo la respiración y rogando que Braulia no dejara de mirar hacia afuera, le soltó las manos y comenzó a desprender los botones del batoncito, desde arriba hacia abajo. Ella seguía en silencio, impávida, como esas vírgenes de la sacristía de su tío. Sólo cuando se soltó el último botón, dejó escapar un pequeño escalofrío que sobresaltó a los dos. Temiendo espantarla, con mucho cuidado fue abriendo el vestido y se sorprendió de que la piel recién descubierta fuera mucho más clara que la del resto del cuerpo, acostumbrado al sol. La joven había comenzado a agitarse y se le marcaban con nitidez las líneas de las costillas. Sus pequeños senos subían y bajaban, erectando sus pezones oscuros y coronados por largos vellitos negros. Sin poder creer que realmente lo estaba logrando, pasó una mano trémula por el busto escuálido de la chiperita, que temblaba a cada roce como si fuera a quebrarse. Llegó hasta el ombligo, salido como un pezón puesto fuera de lugar, bajó por el vientre cubierto de más pelitos negros y se detuvo, de pura impresión, donde se elevaba la última frontera. León sintió que ella olía al sudor de la siesta, pero también a algo más, un aroma marino y salvaje que le erizaba el instinto. Apoyó la boca contra el vientre de la muchacha y aspiró profundo, llenándose de catinga los sentidos. Recién entonces, sintió que ella se aflojaba un poco y dejaba de mirar a la calle. Cuando por fin le quitó el resto de la ropa, quiso curiosearle las partes, investigar cómo eran, pero no pudo. Apenas había logrado a abrir con dos dedos los labios prohibidos, cuando ella se le fue encima, empujándolo contra el colchón. Con un estremecimiento, la sintió sacar lo que hacía falta y ubicárselo donde debía con desesperada habilidad, cerrando los ojos y abriendo la boca como si fuera a morirse. Las piernas de la muchacha lo atenazaron con una fuerza inesperada, pero aquel abrazo espasmódico sólo duró unos breves segundos, los necesarios para que ella soltara un gemido ahogado, una mezcla animal de miedo y placer. Aturdido, León se derramó en silencio y enseguida cayó en el desencanto. Se incorporó sin mirarla y se agachó a levantar la ropa del piso, vistiéndose a toda prisa. Ella se quedó sobre el colchón con su desnudez sin gracia, abiertas las piernas como una ranita triste, recordándole en voz baja que ya eran novios.

 

XV

 

Pensaba en ella cuando, dos días más tarde, el ómnibus que lo llevaba se abría paso entre nubes de polvo rumbo a Mariscal Estigarribia. Era un pueblito de mala muerte, un caserío cubierto de un halo rojizo y borrascoso, como si la polvareda nunca terminara de asentarse al paso de los camiones. Al menos, no fue difícil encontrar datos sobre Alcibíades. Su padre había estado allí, dedicándose a la explotación maderera en los últimos años de la década del cincuenta, pero se había marchado.  Aún recordaban algunos viejos amigos al Capitán Valdéz, así lo llamaron, un tipo alegre pero temible cuando bebía, tanto que le metió un tiro al famoso sargento Cachalote, un militar famoso por su crueldad con los conscriptos que llegaban a cumplir con la Patria. En aquellos días era común que los oficiales utilizaran a los soldaditos para sus prácticas sodomitas, total, ¿a quién iban a quejarse los campesinos de catorce o quince años, arreados a la fuerza para el cuartel? El que se rebelaba aparecía muerto por accidente, o suicidado sin que a nadie le importara saber qué pasó.

- Cachalote era el peor - Le dijo, cerveza de por medio, Pajarito Velarde, poeta sin fama ni honores que había compartido una pieza con el padre de León - un sicópata capaz de violarse a seis en una sola tarde y que sólo venía por el pueblo los sábados a la noche, pues el resto del tiempo se estaba en el cuartel. Una vez, yo jugaba a las cartas con el Capitán y entró la bestia ésa, rabiosa porque le habían contado que uno de los conscriptos se había fugado del Regimiento y merodeaba por el pueblo, buscando plata para volver a su casa en el Guairá. Era cierto. El mitaí le tenía un terror tan grande al Sargento, que corrió como alma que se lleva el diablo y se metió en el bar, pero Cachalote vino por atrás y lo atrapó, así de fácil, lo levantó en el aire y lo arrojó contra una puerta, como para avisarle que empezaba la salsa. Todos sabíamos que el chico estaba muerto, o que lo estaría al día siguiente, pero ¿qué podíamos hacer? Los militares mandan y hacen lo que quieren, siempre ha sido así en este país y aunque salváramos a uno, ¿para qué? Siempre matarían a otro y a otro, mes a mes, año tras año.

León sintió un escalofrío, calculando que al año siguiente tendría que hacer la milicia en Nueva Atenas. Salvo, claro, que no regresara. Pajarito se quedó mirándolo, esperando alguna pregunta, algún comentario. Era un hombre viejo y desdentado, con un mechón de cabellos mustios rodeándole la coronilla pelada. La pequeña mata pilosa, enredada y triste, le recordó enseguida el pubis de la chiperita.

- Pero tu padre, el Capitán Valdéz, no pensó lo mismo - Continuó el poeta, haciendo una seña al mozo para que llenara los vasos - se levantó de la silla muy tranquilo, parándose entre el Sargento y su víctima. Le dijo muy claro, así como si nada: «vea, don Cachalote, me lo deja tranquilo al muchacho y se me va nomás al cuartel, que yo me comprometo a llevárselo mañana y hablar con el jefe del regimiento». Pero el Sargento sacó su puñal de destripar cerdos y se fue sobre el soldadito, dispuesto a degollarlo ahí mismo y llevárselo, así que tu papá sacó la pistola que tenía bajo la camisa y le metió un tiro a Cachalote, un balazo certero que le entró por un pómulo y le salió por la nuca, regando con los sesos la pared.

León se quedó en silencio, mientras el tiro y los sesos flotaban aún en el sopor de la siesta, rodeados de moscas. Sobre una mesa del fondo, dos hombres dormían apoyados sobre sus brazos.

- Luego no pasó nada. Nada. - Siguió Pajarito, encogiéndose de hombros - El Capitán dio las cartas conmigo, pues estaba bebido y no se dio cuenta de que había matado al otro. Al día siguiente, los que estábamos y los que no estaban declaramos que el sargento había atacado al Capitán porque éste no le había permitido matar al conscripto, pero para entonces mi amigo Valdéz se había hecho humo. Parece que subió a un camión de los contrabandistas y pasó a Bolivia, donde supimos que trabajaba en los pozos petrolíferos de Camiri. Al menos hasta el año 61 o el 62 anduvo por ahí.

León no quiso quedarse mucho más, pese a que Velarde le insistía que no valía la pena cruzar a Bolivia, siguiendo a ciegas los pasos de Alcibíades. No le hizo caso, pues ¿qué más podía hacer que continuar? En un trayecto que duró varios meses, rastrilló el oriente boliviano en busca de las huellas del Capitán, porque de Camiri - donde había estado, pero ya no estaba - lo enviaron a Sucre y luego a Cochabamba, donde vivía un amigo con el que había dejado los pozos en el 61. De allí había pasado a Santa Cruz, trabajó el verano del 62 en las oficinas de YPB y luego se marchó a la reina de sur, Tarija, donde León llegó entre mil dificultades a principios del 69. Para entonces tenía el pelo largo y una barba de poeta cubriéndole la mitad de la cara, remarcándoles los rasgos con sombras trashumantes. Allí, en la alegre Tarija, conoció a Cipriano Pereyra, un tallador de lápidas del que le habían hablado en Santa Cruz como socio de Alcibíades en un negocio inmobiliario. Pero su padre, como ya suponía, tampoco estaba allí.

- No, muchacho, nuestro querido Doctor Valdéz - así lo llamó - tuvo que abandonar la ciudad en noviembre de ese mismo año, pues la policía lo buscaba por involucrarse con la gente de Lechín, el sindicalista, quien parece que lo puso en contacto con un grupo que pasó por aquí para ir a hacer guerrilla en la Argentina, por la zona de OránraO. Como fuera, el doctor salió más rápido que ligero cuando le avisaron desde La Paz que estaban a por él y cruzó a Salta, pero cuando fracasó aquello volvió aquí, estuvo tres días escondido en mi casa y de ahí se fue al Perú.

- ¿Y qué fue del negocio inmobiliario?

- No, pues, si nunca existió. Era una tapadera para hacerle oposición al gobierno sin que sospechara nadie.

- ¿Y en qué era doctor mi padre?

- En geología, pues.

Y fue de nuevo León, de regreso al camino, persiguiendo al marinero del Bahía de Asunción. “Salí a buscarlo con quince años de atraso, pero ahora sólo me lleva siete de ventaja”, calculaba. Durante meses y siguiendo los datos más inverosímiles, intentó hilar las pistas menos probables y encontrar testigos donde no los había, recorriendo Bolivia primero y Perú después, subiendo de sur a norte mientras el pelo y la barba le seguían creciendo y en la mochila se avejentaba un poco más el libro de Sandokán, releído cien veces por los pueblitos sin nombre, a la vera de caminos que no llevaban a ninguna parte. Trabajando de marinero en el Titicaca, de guía turístico por el Machu Pichu, de monaguillo senior en la catedral de La Paz y de secretario mormón en la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Ultimos Días en Lima, fue acumulando más oficios o al menos tantos como los había tenido su padre, al que nunca sabía si nombrar Capitán, Loco o Doctor. Sin darse cuenta, aprendió a olvidar con la misma velocidad con que vivía, pero a veces se le nublaba el alma de tristeza, recordando su casa en Nueva Atenas y pensando con melancolía en la ausencia de un buen amor. Después de su cópula fugaz con Braulia – solía soñarla embarazada, con una panza desmedida en su cuerpo de ranita triste - tuvo infinidad de pequeñas aventuras con muchachas siempre iguales, morenas, retaconas y calladitas, enamoradas perdidas del extranjero que aparecía una tarde, las desbarataba durante dos o tres días en un descampado y se marchaba sin despedirse. Por fuerza de la necesidad, se había vuelto un experto en acceder de parado, acuclillándose para acoplar en esos cuerpos bajitos y rollizos, envueltos en polleras que antes debía amontonar a la cintura. En las ciudades más o menos grandes, su coto de caza estaba en los parques, donde las domésticas iban a conseguir novio los sábados a la tarde y los domingos todo el día. León solía comprometerse con dos o tres, por las dudas alguna fallara a último momento. Las citaba a la caída de las primeras sombras, para después llevarlas detrás de los árboles, al baño público o a algún matorral espeso, donde obtenía la preciada prueba de amor. Ellas se entregaban sin retaceos en el urgente enamoramiento de la hora, jurándole que no eran de ésas que lo hacen con cualquiera y obligándolo a prometer que regresaría el próximo sábado y que las llevaría a bailar. A todas, sin faltar una, León se los prometía y a todas les mentía, pues al sábado siguiente ya iba rumbo a otro pueblo, pues muy pocas veces - sólo dos en diez años - encontró quien lo anclara por algún tiempo

Cada año menos inocente, se dijo a sí mismo que él también era alguien que nunca volvía sobre sus pasos, por eso cambiaba hasta su nombre cada vez. Si en un pueblo era Julián, en el próximo era Sánscrito y luego Joaquín, hasta que llegó un momento en que había utilizado todos los nombres que conocía y comenzó a inventarlos: Manvel, Copotiel, Narcímino y otros por el estilo. De aventura en aventura, a fines del 72 llegó a Iquitos, un pequeño poblado fronterizo entre Perú y Brasil, lugar apartado de la mano de Dios y al que sólo llegaban los condenados y los muy locos, pues todo lo que había era en aquel brazo del Amazonas era un leprosario. Sobre una loma estaba el hospital, paredes de adobe y techo de calamina, rodeado de una arboleda incandescente, a cuya sombra se amontonaban las chozas de los enfermos. Apenas el barco carbonero que lo llevaba lo dejó en la orilla, distinguió sobre la loma el guardapolvo blanco del director del hospital y tuvo una especie de premonición, pero no la supo identificar. ¿Cómo sospechar, en todo caso, la tragedia que les aguardaba?

- Así es, pues - Le confirmó el Doctor Manuel Fagúndes, pues así se llamaba el jefe de aquel infierno selvático - aquí estuvo tu padre, el Ingeniero Valdéz - así le llamó - diseñando la carretera transamazónica. Déjeme ver. Llegó en Agosto del 64 y se fue en Enero del 65, después de armar, o mejor dicho, de intentar armar una flota de barcos para facilitar el tránsito fluvial. Siguió al norte, por ese río de ahí, igual que antes los doctores alergistas, ésos que se hicieron tan famosos.

Acostumbrado a ver miserias e injusticias todo el tiempo y a comportarse de igual modo más de una vez, León aprendió allí no sólo la existencia de un mundo más sórdido del que imaginaba, sino también más noble. En Iquitos conoció a la mujer que sería su primer amor, ese dolor inicial que los hombres intentan borrar luego con dolores más profundos. Se llamaba Yolanda y era una de las internas condenadas a perpetuidad. Andaría por los cuarenta años y aún era bella, tal vez tanto como cuando enamoró al hombre que al marcharse se haría célebre en el mundo entero. Morena, de líneas firmes y dueña de una sonrisa devastadora, solía pasearse por el patio con aires de reina, sin mezclarse con los demás. Viéndola así, con los muslos desnudos por la falda entreabierta, altiva y enigmática, nadie diría que estaba enferma. Tampoco León, que apenas la vio se enamoró hasta los huesos y ya no pensó más que en quedarse, aplazando su partida tras el sueño de conquistarla. Si su plan inicial consistía en abandonar el lugar de inmediato, apenas después de hablar con Fagundes, todo cambió por Yolanda. Cuando pasó el próximo barco, dijo que se sentía mal. Inventó una fiebre tropical cuando atracó el tercero y se ofreció como enfermero, cuando el cuarto buque hizo sonar su sirena nostálgica. Habló con el director y le confió que su auténtica vocación estaba allí, curando al prójimo. Fagundes hizo la vista gorda y le pasó un guardapolvo fuera de uso, un cuadernito y un lápiz, contratándolo para la función de controlar la administración medicinal.

León estaba exultante, pero ella lo ignoraba, burlándose de sus asedios. Cuando caía el sol, él la seguía hasta el río para verla andar con el agua hasta la cintura, gimiendo unas canciones tristes y lánguidas. Después, cuando la noche subía, más que ver la adivinaba, brillante de río y estrellas, más bella que nunca, con la oscuridad a la espalda. Desafiante, ella salía completamente desnuda del río y él bajaba los ojos, atormentado por no ser suyo.

- ¿Por qué está ella aquí?...- Le preguntó una mañana al director, a quien había comenzado a ver como al guardián de una prisión - …Es claro que está sana.

- No siempre las cosas son como parecen - Le advirtió Fagúndes - y aún los expertos pueden equivocarse, más cuando se dejan llevar por un entusiasmo hormonal. Quiero, al respecto, contarte una pequeña historia, para que la tengas en cuenta cuando tomes tus decisiones.

Acababan de desayunar y se habían sentado al amparo de una tela mosquitera. Fagúndes encendió un cigarro y uno de los internos les acercó una jarra de jugo de zapallo. Hacía un calor insoportable, pero lo que incomodaba a León era la evidencia que el médico conociera sus motivos para seguir allí y aún así, lo hubiera aceptado.

- Hace veinte años - Dijo el director - pasaron por aquí dos argentinos; Alberto, médico alergista y Ernesto, que estaba a punto de recibirse. Estuvieron un par de meses y dejaron un sinfín de recuerdos, pues estos muchachos tuvieron la audacia de mezclarse con los leprosos en una época en la que se creía que la lepra era contagiosa. Debo decirte que se hicieron querer, sobre todo ese Ernesto, un idealista capaz de creer la cosa más imposible y de descreer hasta de su propia ciencia. En esos días, Yolanda tenía dieciocho años y era aún más hermosa de lo que es hoy. Ernesto se enamoró perdidamente, mordió el anzuelo y se tragó el cuento con el que ella quería convencernos a todos, que no tenía lepra, sino una psoriasis mal curada. Convencido de que era así, Ernesto intentó influir sobre su amigo para que firmara la orden de alta, pero el otro, bastante práctico, clavó delante suyo una aguja en la espalda de la chica para demostrarle que ella no sentía nada y que sí era lepra. Ernesto se enojó muchísimo, le parecía un abuso lo que hizo Alberto y ni aún así se quiso dejar convencer. Debió ser la única vez que tuvieron un desacuerdo tan serio, pero el hecho es que ellos se fueron y veinte años más tarde ella sigue aquí. ¿Qué te ha dicho?

- Nada, casi no habla conmigo, pero se nota a simple vista que no tiene lepra…

- Bueno, dile que te muestre la espalda y lo verás con tus propios ojos.

León guardó silencio, pero decidió que él no se marcharía. Se quedaría hasta demostrar que la lepra de Yolanda no era lepra, sino desamor, indiferencia de los hombres que nunca se quedaban lo suficiente para hacer el milagro. A los veintidós años, él también se sentía con derecho a idealizar y enamorarse hasta la perdición de esos ojos marrones y pícaros, así que siguió, pues, cortejándola, siguiéndola por todas partes hasta la tarde en que ella le sonrió desde la puerta de su cabaña y lo invitó a pasar. El lugar, oscuro y mal aireado, olía a flor de coco, a soledad y a hechicería de hembra, pero él no temió. En la penumbra, divisó a modo de cama, un gran jergón de paja sobre pilotes de río, cubierto por mantas de hospital. Junto al lecho, asentado sobre un cajón de la United Fruits, había un candil con la llama baja. Yolanda se quitó la ropa sin decir nada y se acostó boca arriba, atrapándolo en su red de brazos y piernas y guiándolo con una voracidad tan parecida al amor, que León no pudo dudar que lo fuera, ni entonces ni ninguna de las veces que se sucedieron a esa tarde. Día tras día, noche tras noche, ella amortiguaba la luz y se quitaba el vestido, echándose de espaldas para atraerlo a su magia. Riendo, le ofrecía la boca y se la negaba, se daba y se quitaba hasta volverlo loco, haciéndolo salirse para volver más tarde y reteniéndolo aún cuando no parecía que fuera posible. Como si intuyera que su tiempo se agotaba, ella no se fijaba ni aceptaba límites y fue quien enseñó a León los artificios del sexo bien hecho, los trucos del amor para siempre. Ella y el sortilegio de su único lado bueno, pues aunque él le jurara mil veces que no la dejaría, nunca le dejó ver los estragos de su espalda, esos que ningún amor podría curar.

- No necesitas mirarme ahí para comprobar si es lepra o no, porque no es – Decía desde su altivez de reina - Lo importante es que estoy sana y que nos iremos apenas puedas firmar la tutoría sobre mi persona, que es lo que me exigen los médicos. ¿Crees que me arriesgaría a quedar embarazada si no estuviera sana? ¿No has visto que no me cuido?

Y León se ilusionaba con sacarla de allí con una panza enorme, igual a la que le había visto a Isabel, allá en Atenas. Creyó León, con toda su alma, hasta que el Doctor Fagúndes le contó que ella abortaba todos los meses mediante un brebaje que se preparaba ella misma.

- Ya, es mejor que lo sepas todo, muchacho – Le dijo - Es lo mismo con cada extranjero que llega, no eres el primero, ni serás el último. Podría nombrarte docenas de hombres que la amaron y le creyeron antes que tú, pero su mal avanza, no te engañes más. ¿Qué vas a hacer con ella en tu ciudad? ¿Esconderla para que nadie vea los espantos de su carne? ¿Apagar la luz hasta que un día la verás sin querer y te vomitarás encima? Aquí está desde hace veinticinco años y aquí morirá, tarde o temprano. Vete nomás, eres muy joven aún. Ya vendrá otro.

- ¡Pero ella me ama!

- Seguro. Y dentro de diez años estará vieja y olerá a podrido y te va a importar un carajo que te ame.

- ¡No! - Exclamó León, al borde de las lágrimas - ¡Claro que no! ¡Yo no soy así!

- A tu edad, muchacho, uno todavía no sabe cómo se es - Decretó el médico, mirándolo por sobre el marco de los anteojos.

Y así fue que una mañana nublada, triste y desapacible, León trepó a una barcaza que llevaba gallinas y cerdos y abandonó para siempre el leprosario de Iquitos. Cargaba su alma rota por el descubrimiento de la propia cobardía ante el dolor y por marcharse así, sin un adiós, sin atreverse a mirarla por última vez. Yolanda lo contempló desde lo alto de una loma hasta que la canoa se perdió entre la bruma de la selva. No lloraba. ¿Para qué?

 

XVI

 

Con los datos aportados por Fagúndes, León pasó por Ecuador y a fines del 73 encontró las huellas de su padre en el poblado de Portoviejo, donde había estado entre Julio del 65 y Marzo del 66 trabajando como camionero para La Tropicana, una plantación de café. Sandalio Cienfuegos, jefe de personal de la firma, lo recordaba así:

- Imposible olvidarme del Licenciado Valdéz - así lo llamó - un hombre tan culto y que por esas cosas de la vida se viera obligado a trabajar en la zafra del café como camionero. Le aseguro que su padre fue el único Licenciado de Filosofía y Letras que ví en toda mi vida. Buen hombre, lástima que la patronal lo echó cuando supo que andaba sindicalizando a los peones y se nos fue a Colombia, a Mosquera, al ladito mismo del mar. Allí lo esperaban unos amigos, me dijo.

Cansado de andar, León pasó cinco meses en Ecuador y trabajó en la misma plantación que su padre, sudando los mismos sudores y enfureciéndose por las mismas injusticias, como si la historia quisiera repetirse. Malherido por el recuerdo de Yolanda, regresó a los amores clandestinos, enamorando a cuanta sirvienta le cayera cerca para desnudarle la espalda y comprobar que estaba sana. Gordas, petisas, combadas, negras de pezones azulados y mulatas de gruesas caderas, poco a poco se acostumbró a no mirarles el rostro. No las quería de frente, las prefería de atrás, puestas boca abajo para creer que todas y cada una era Yolanda, hasta que corrió el chisme que el extranjero tenía gustos extraños y que nunca lo hacía como Dios manda. Tuvo que emigrar. En Abril del 74, seis años después de haber salido de Nueva Atenas, llegó a la costa colombiana y encontró la casa donde su padre y sus amigos habían vivido de la pesca y del comercio de licores hasta Setiembre del 70. Ya estaba cerca, lo sabía, muy cerca.

- Se fueron de aquí cuando el gobierno empezó a mandarnos al ejército por el asunto de las guerrillas - Le explicó Ramón Orejuela , dueño de la cabaña - su padre, el Comandante Valdéz - así lo llamó - reunió a su gente y salió para Venezuela, pues ya se sabe que el gobierno no le perdona a quien estuvo del lado de los pobres alguna vez. Tenía negocios con la Santander, en Caracas.

Con el Licenciado convertido en Comandante, a León no le quedó más remedio que alzar otra vez su mochila y buscar el modo de seguir subiendo en el mapa, pero al pasar por Bogotá lo creyeron un miembro de las FARC y lo arrastraron de los pelos hasta una delegación militar, donde dos cabos y un sargento lo molieron a palos durante un fin de semana. Tuvo que firmar un papel aceptando ser simpatizante comunista, razón por la cual el gobierno colombiano lo expulsaba del país. Menos mal que, aunque le robaron el dinero y los recuerdos de seis años de viajes y aventuras, le devolvieron el libro de Sandokán, quién sabe por qué. Más pobre y desesperanzado que nunca, pensó en regresar a Nueva Atenas, pero había andado tanto y estaba ya tan cerca de su padre, que tras dudarlo un par de días decidió continuar con lo que tenía, es decir nada, pero hacia adelante. Después de pasar toda clase de pequeñas tragedias durante otro año de peripecias, llegó a Caracas a fines de Mayo del 75. Estaba flaco, demacrado y enfermo de una pulmonía mal curada. Quizás hasta se hubiera muerto si no fuera por los cuidados incomparables de Margarita Reyes, enfermera del Hospital de la Buena Voluntad y segundo amor de su vida.

Agotado por tantos años de trashumancia, León durmió una semana completa y al abrir los ojos, ella estaba allí, mirándolo. Era de una belleza distinta a la de Yolanda, con una apariencia dulce y desprotegida. Fue Margarita quien le curó los dolores del cuerpo y el ardor del alma, quien le ayudó a ponerse de pie la primera vez y después lo acompañó en las largas tardes del fin de semana, cuando el hospital se poblaba de parientes ajenos. Mucho tiempo después, mientras Clara dormía a su lado, León pensó que en aquellos días estaba tan solo y alejado del mundo, que quizás se hubiera enamorado de cualquier otra, aunque no fuera una bonita rubia, pequeña y delicada como esas muñecas que había visto en los escaparates de La Paz. Ella se quedaba a su lado después de terminado el turno, cuidándolo como si fuera su único paciente y él le narraba los siete años pasados tras las huellas del padre perdido. Durante cuatro semanas alimentaron un amor lánguido y virginal, tomados de las manos cuando nadie los veía y dándose, muy de tanto en tanto, algún beso fugaz a la mitad de la noche. Eso sí, el día en que León dejó el hospital, fueron hasta el departamento donde ella vivía y se entregaron con una fuerza que borró de cuajo los recuerdos anteriores.

Era distinta. La primera vez, ella se tendió boca abajo y él no se atrevía a tomarla igual que a las anteriores, pero ella lo quería así, aferrada por las caderas y sintiéndolo contra las nalgas. Para sorpresa de León, ella lo inició en las delicias de la entrada trasera, sueño acariciado en los tiempos de Yolanda y jamás concretado. Era una amante de pasión extraordinaria y le daba un amor tan expresivo, que él no pudo creer cuando le confesó que estaba casada. El marido se llamaba Osmar y era marinero, como el Alcibíades de otros tiempos. Trabajaba - ¡vaya casualidad! - para la compañía Santander de Caracas, que lo enviaba al otro lado del mundo en viajes que solían durar de dos a tres meses. Cuando León entró a su casa por primera vez, Osmar llevaba recién medio viaje, de modo que tuvieron casi seis semanas de libertad, noches maravillosas en las que jineteaban hasta quedar rendidos y se dormían entrelazando manos y piernas, jurándose un amor eterno. Honesta como ninguna, ella insistió en contarle su pasado y así supo que le tocaba ser el cuarto, después de un novio inicial, el marido y una tercera persona que no identificó.

- Pero nunca me sentí así, como contigo, te lo juro - Susurraba Margarita – Esta es la primera vez que me siento una mujer.

En la paz del desahogo, ella le confió que se casó por despecho, rabiosa porque el primer novio la había dejado. Hablando y hablando, contó que al principio había sido lindo, pero que luego él cambió y comenzó a maltratarla, llevándola poco a poco a una vida de miserable esclavitud.

- Ahora me descuida como mujer, jamás me saca a ninguna parte, me ignora y aún así, nunca le había sido infiel. Es capaz de matarme si se entera de lo nuestro.

León la escuchaba hablar y pensaba en su curioso destino. Margarita estaba prisionera, igual que Yolanda, allá en Iquitos. Las dos mujeres que había amado, por extraña coincidencia, vivían en la oscuridad hasta que él apareció, igual que en las novelas, dispuesto a liberarlas. Algo de Quijote y caballero volvió a despertar en su interior, sólo que esta vez – juró- no la dejaría librada a su suerte. Enamorado, se acostumbró tanto a sentirla suya, que creyó morir el día en que el marido anunció el regreso y tuvo que abandonar la cama ajena y pasar a una pensión. Se despidieron llorando como chicos - él tenía 26 y ella 30 - y dejaron de verse durante dos semanas atormentadoras, en las cuales ella le hablaba por teléfono cada vez que podía y él se mordía los celos, por más que le jurara que Osmar no la había tocado desde su regreso, tal vez porque también tenía otro amor, allende el mar. “No sabes lo mal que me trata”, gemía con voz de niña en el auricular y León apretaba los puños. ¿Cómo podía alguien torturar a un ser tan dulce e indefenso? De día lo amargaba la injusticia de la situación y de noche lo estremecían las dudas, imaginando al desgraciado rozando con sus manos la suave piel de las nalgas, las coronas rosas de los pechos, la entrada voluptuosa de abajo, las dos, a decir verdad, las dos.

Somnoliento de día y penitente insomne por las noches, de tanto caminar se hizo amigo de un vendedor de tienda, a quien conoció la plaza del Libertador. Se llamaba Aristóbulo y era a todas luces afeminado, aunque con alma de madre. Acogió a León con afecto sincero, comprendió sus penas y en un par de días le consiguió trabajo como repositor de un almacén. Fue un alivio, pues al menos tenía con qué llenar las horas, ganando de paso unos bolívares mientras rumiaba la solución a su universo roto. Un viernes por la mañana, por fin, Margarita le llamó para anunciarle que el perverso había levado anclas y el mundo se reacomodó. De día trabajaba cantando y saludaba con una mano a Aristóbulo, quien lo espiaba desde el otro lado de la calle. Más enamorada que nunca, ella se refugió en sus brazos como una náufraga, ebria de dicha hasta los días previos a Navidad, cuando Osmar cablegrafió el retorno.

-¡No puedo soportar que nos separaremos otra vez! - Se quebró ella, llorando - ¡Pero no sé cómo librarme! ¡Mil veces me dijo que me matará si le pido el divorcio! ¿Qué puedo hacer? ¿Sabes cuantas veces espero la noticia de que un huracán le hundió el barco y que ya no va a volver nunca más? ¿Por qué no ocurre algo que me libere?

Nada podía hacerse. Durante otra espantosa quincena de soledad, León sopesó toda clase de ideas para librarse del inoportuno. “¿No es injusto el mundo?”, comentaba Aristóbulo, entornando los ojos, “Todo un marinero, con un vergón de alta mar y sobrando, el pobre, con lo bien que me vendría a mi”. Podrían fugarse juntos, pensaba León, ignorando las pullas del amigo, pero no tenía dinero suficiente y de seguro, ella tampoco. “¿Tú sabías, chico, que los marinos siempre la meten por atrás?”, se baboseaba Aristóbulo y León se imaginaba a Margarita recién casada y a Osmar con la pinga en ristre. Y le daba vueltas, una y otra vez al asunto, sin que se le ocurriera nada. No había más remedio que seguir como estaban, enloqueciendo de celos. “¡Marinero! Creo que si no te apuras, chico, tu novia no se va a poder sentar cuando el marido se marche”, punzaba, zahería Aristóbulo, chanceando para librarse de sus propios celos. Pero León no lo tomaba a mal y a veces reía con él de sus lisuras. La tercera opción, calculaba entre risa y risa, era tan terrible que no se atrevía a planteársela de un modo claro, pero pensaba en ella a menudo. Podría asesinar al marido y quedarse con la esposa. “Ni en broma, chico, no por un culo en todo caso, ¿o crees que serás el último que se lo va a hacer?”, se afligía Aristóbulo, pero León lo tranquilizaba, jurando que era sólo un decir y prohibiéndole que le hablara así de ella.

Y el amor, como toda tragedia, se abría paso entre vientos adversos, cocinando al mismo fuego la felicidad y la angustia. Para fortuna de ellos, Osmar fue enviado a cruzar la Polinesia y de ese modo pudieron pasar juntos los meses del verano, felices como recién casados. León aportaba su sueldo y limpiaba la casa martes y jueves, cuando ella cumplía guardia en el Hospital. Esos días almorzaba solo y se entretenía arreglando pequeños desperfectos, haciendo de esposo y soñando que lo era. Los fines de semana, en cambio, la pequeña casa se convertía en la isla más aislada del mundo y hacían el amor como náufragos, huyendo de la adversidad. León la jineteaba sobre sus ancas desnudas, embistiéndola con una ferocidad que servía, al menos por un rato, para espantar los augurios. Hacia fines de Febrero, sin embargo, la dicha se les fue enturbiando y el día en que llegó la carta anunciando el regreso, Margarita se echó a llorar sin consuelo. Poco después, con un abrazo de velorio, volvieron a separarse. “Oye, menos mal que les avisa, más que rival es un amigo”, bromeó Aristóbulo, cuando León fue a instalarse en la pensión, con el alma descalabrada. Ella le llamó recién a la semana siguiente y para decirle que llevaba dos días sin comer, pues estaba sin dinero y Osmar le negaba el suyo: “¡Quisiera matarme!”, gemía, atragantándose con las lágrimas. León pidió un adelanto y corrió a comprarle alimentos, pero después no supo cómo enviárselos sin despertar sospechas. Alucinado, andaba como un poseso por las noches, yendo y viniendo con su locura a cuestas, juntando coraje para matar al hombre que le arruinaba la vida. “Ya, chico, no te lo tomes a la tremenda, es sólo un culito, nada más, gózalo mientras puedas y compártelo cuando no puedas”, filosofaba Aristóbulo y León se enojaba con él, aunque no por eso dejaba de contarle todo. O casi. No le dijo, por ejemplo, que su decisión ya estaba tomada.

A principios de Abril volvieron a vivir juntos y bastó que ella se echara boca abajo para que él jurara que la libraría de Osmar. “Voy a matarlo, ya está, lo voy a hacer”, gimió, enancándola con desesperación. Ella se limitó a gozar en silencio, sonriendo a la vez que lloraba. Para León comenzó entonces la cuenta regresiva. ¿Cómo lo haría? No tenía idea de la envergadura física de su enemigo, pero supuso que un marino debía ser un hombre fuerte, al que no podría acabar con una pelea de puños. Era probable que el otro fuera hábil con el cuchillo, así que se imponía una pistola y aunque León jamás había disparado una, había visto suficientes capítulos de Eran tres de Caballería como para tener una idea. ¡Ya se encargarían la rabia y la justicia de guiar al plomo vengador! Compraría un arma, pues, ¿pero se atrevería a usarla? Su padre, el Capitán, había liquidado de un implacable tiro a Cachalote, ¿podría él? Tenía que poder. Una mujer indefensa merecía que diera el paso definitivo, más aún cuando se trataba de su propia mujer indefensa. De noche, después de meditar en todos sus detalles el acto de apretar el gatillo, intentaba focalizar su desvarío en la imagen del muerto ¿Moriría de inmediato o se quedaría mirándolo con ojos desmesuradamente abiertos, en un último reproche? A medio dormir, se veía a sí mismo de pie frente al cadáver, con el arma en la diestra y los zapatos manchados con la sangre de Osmar. ¿Qué sentiría al matarlo? ¿Cómo sería verlo caer, boqueando por el terror? Cuando ya se creía dormido, volvía a restregarse los ojos y se quedaba en vela hasta el amanecer, tomando y abandonando la idea y lamentando tener tan lejos la fría objetividad de Aspasia, el consejo del cura Rigoberto, la simple seguridad del hogar. Al fin, en vísperas del último regreso de Osmar, entró a una armería que tenía en vista y compró una pistola pequeña, niquelada, de aspecto inocente, con su carga de balas. Volvió a la pensión, cargó la pistola y fue a mirarse en el espejo del baño. Ese era él, después de todo. Hizo una mueca, al estilo de los bandidos y apuntó a la pared, para comprobar que no le temblaba el pulso. Se sentía extrañamente fuerte, poderoso. ¡Lástima que ella no estuviera allí, sopesando en sus manos la llave de su libertad!

Miró el reloj: las doce y media. Como era martes, calculó que Margarita recién saldría de su guardia a las nueve de la noche, así que se le ocurrió darle una sorpresa y visitarla. ¿Por qué no? El hospital era el mágico lugar en el que se habían conocido y verla allí otra vez tendría algo especial, dadas las circunstancias. Caminó hasta la esquina, tomó una liebre y diez minutos más tarde llegaba al nosocomio, poco concurrido a esa hora. Sobre la calle lateral, una hilera de puestos de comida reunía en cambio a un buen grupo de gente, entre médicos, enfermeras y parientes de los internados. Se detuvo a mirar los rostros por si la encontraba, pero no la halló, así que se dirigió a la oficina de Informes. “No, ella sale a las doce, ahora vuelve a las cuatro”, le explicó el vigilante, mirándolo por debajo de unas gafas sin montura. “No, hoy es martes y hace horario corrido, ¿la puede llamar por favor?”, replicó León, a lo que el otro contestó: “Oye pana, ya sé que es martes, pero hasta donde yo sé, la Margarita Reyes jamás en su vida hizo horario corrido y era ella misma la que yo ví salir a las doce, así que si la quiere ver, vuelva a las cuatro”.

El inconveniente podía significar muchas cosas, como que Margarita se hubiera olvidado que a partir de ese día él se instalaba en la pensión y decidió caerle de sorpresa, que hubiese alguien con el mismo nombre, que el vigilante se equivocara sobre el horario corrido o que la hubiera visto salir un momento, tal vez a comprarse el almuerzo, sin percatarse de su reingreso al hospital. Claro que también podía suceder que ella le hubiese estado mintiendo, pero ¿por qué? ¿con qué razón? No tenía sentido. Por las dudas, tomó un taxi y fue tan rápido como pudo hasta el departamento, pero ella no estaba allí. Con una desagradable opresión en el pecho, León dudó entre confrontarla o no, pero al fin desechó la idea, optando por no arruinar las últimas horas que quedaban con un mal entendido, aunque fue de todos modos una noche agridulce, herida por la cercanía del final. Salió de la tienda a las ocho, entró al departamento media hora más tarde y a las nueve en punto llegó ella, tan dulce y ligera como siempre. Abrazó a León y lo besó por toda la cara, apretándose contra su cuerpo con el calor de siempre. “¿Realmente vas a hacerlo?”, le preguntó de pronto, mirándolo con una intensidad perturbadora. “Claro que sí. Hoy compré la pistola”, dijo él, sintiéndose mejor. “Bueno, no hablemos de eso ahora, que me pongo mal”, confesó Margarita, con los ojos llenos de lágrimas. Osmar llegaría el viernes, así que sólo les quedaba el miércoles y la mitad del jueves para planear su muerte, aunque esa sería la última noche que dormirían juntos. Cenaron casi en silencio, mirándose de rato en rato como si quisieran asegurarse que de verdad podían contar con el otro. Al rato, después de lavar los platos, fueron al fondo a levantar la ropa de la soga y algo les sucedió a los dos, descontrolados tal vez por la proximidad del crimen. De pronto, como al hechizo de una orden secreta, se fundieron en un abrazo sin control y él la tomó de espaldas, le bajó la ropa y la obligó a mirar la pared mientras la poseía furiosamente por la entrada de atrás. Fue un acto violento, pasional, más animal que humano, que arrancó de ella jadeos descontrolados y una risa maligna. “Dios mío, no podés ser tan puta, te amo con locura”, le dijo León, besándole la nuca. “Si de verdad me amás tanto y de verdad vas a hacerlo…”, respondió ella, “…tiene que ser ahora, ya no aguanto más, tiene que ser ahora”. Medio desvestidos y abrazados contra la pared, ocultos de todo por la penumbra del patio, sellaron entre sudores el pacto que daría fin al matrimonio de Margarita y a la vida de Osmar. “El suele dejar abierta la ventana del cuarto, cuando me voy a trabajar”, explicó ella, en un susurro. “Es el momento de hacerlo, cuando esté dormido en la cama y yo no esté”. León tragaba saliva, en silencio, viéndose a sí mismo apuntando por la ventana entreabierta. “¿Y cómo voy a saber que se trata de él? ¿Cómo es?”, preguntó, sin dejar de pensar que ellos dormirían juntos hasta el momento final. Margarita soltó una risita muy rara y dijo: “¿Qué cómo es? No habrá nadie más en la cama”. Antes de acostarse, calcularon las distancias entre la ventana y la cama, practicando en detalle cómo se acercaría León a la casa y cómo escaparía después. El que fuera un departamento en planta baja facilitaba mucho el asunto, pero también aumentaba las chances de un inoportuno testigo. “A la mañana no hay nadie”, aseguró ella, “La gente se va a trabajar”. Luego se durmieron abrazados y llenos de presagios.

El miércoles almorzaron juntos y por primera vez en meses, no se fueron a la cama en la hora que les quedaba libre, pues estaban demasiado tensos. Hablaron, eso sí, muy en voz baja, de lo que ocurriría el viernes. A las tres y media se despidieron con un abrazo fuerte y sentido, ella le juró un amor para siempre y él respondió con voz amarga: “Lo haré el mismo viernes, yo tampoco aguanto más”. Ella replicó: “Ahora sólo volveremos a hacerlo si somos libres. Mañana jueves no nos veremos, pues él puede aparecer en cualquier momento y tampoco me llames al hospital, para evitar riesgos. Es posible que la policía nos investigue un poco”. Después salieron con rumbos distintos. Al llegar a la esquina, él se dio vuelta para mirarla de nuevo. Margarita caminaba a paso lento, como si paseara.

Durante el resto del miércoles, su ausencia le dolió a León por todo el cuerpo, con un ardor definitivo. Necesitaba verla de nuevo, hablarle, sentirla suya, tranquilizar el pavor del espíritu con su olor a hembra, pero sabía que cualquier mal paso sería la ruina inevitable de los dos. Se sentía mal, físicamente enfermo, así que antes de terminar la jornada pidió permiso en la tienda y se retiró a pensar. ¿Y si no lo hacía? ¿Y si desistía de apretar el gatillo? Sería perderla para siempre, no verla más, hundirse en la certeza de un fracaso sin nombre. Pero tenía miedo. Un pánico absoluto de que no le diera el coraje. Cerraba los ojos e imaginaba las sábanas, las mismas que le había ayudado a tender en la mañana del miércoles, inundadas con la sangre del marido. El olor de la pólvora. El hedor de la muerte. Sentado en el asiento de una liebre, pasó a media cuadra del hospital y el deseo por ella le estremeció el alma. Aún sin verla, la veía. Aún de lejos, la escuchaba, gimiendo de parada contra la pared, gozando, riendo, disfrutando y llorando la magia de un amor perdido, sin perdón de ninguna especie. Miró el reloj. Ocho y cuarenta y tres. En sólo dos minutos, Margarita acabaría su turno y él podría verla un instante, incluso sin que ella lo viera, sólo para alimentar con su imagen las menguantes fuerzas del destino. Bajó de la liebre casi tres cuadras después y se volvió corriendo, cruzando el parque. Entonces la vió.

Ella cruzó la calle del hospital, caminó hasta la esquina del Parque y subió a un camión azul, un Mercedes de esos grandes, sin acoplado, que la aguardaba. Tomado de sorpresa, León tardó en apurar el paso, de modo que no alcanzó a ver quién conducía. Sólo distinguió, sobre un costado de la caja, la palabra “Cía. Santander”. Se quedó parado en la esquina, obsesionado en distinguir las luces traseras alejándose por la avenida Bolívar. Quería pensar, pero no sabía qué. Por no saber tampoco qué hacer, se quedó casi una hora en el mismo sitio, intentando interpretar el sentido del rompecabezas. ¿Qué hacía Margarita subiendo a un camión de la Compañía Santander, la empresa para la que trabajaba el marido? ¿Le traían alguna noticia inesperada? ¿Había regresado Osmar antes de tiempo? ¿Sería una casualidad? “Tal vez es alguien de su familia, un primo, un hermano, un cuñado, alguien que casualmente trabaja en el mismo sitio y decidió pasar a buscarla para llevarla a casa”, se dijo, pero las tripas se le retorcían como si lo negaran. “Pueden haber cien explicaciones”, murmuró, aunque el instinto le decía que había gato encerrado.

Caminó dos cuadras hasta la parada de la liebre y apenas pasadas las diez ya estaba frente al departamento de Margarita, donde todo indicaba que ella seguía ausente. Los postigos cerrados, las luces sin encender, silencio absoluto. “Si vino para acá, no pude haber llegado yo antes que ella, debe estar adentro”, pensó y golpeó con los nudillos la puerta de entrada. Pero nadie atendió. “Se habrán detenido en el camino a comprar la cena”, supuso y se sentó sobre una verja de la vereda de enfrente, dispuesto a esperar. Hizo cuentas. ¿Cuánto puede tardar una persona en comprar un medio pollo con papas? No más de diez minutos, ya debe estar por llegar. Pero ella no aparecía. A eso de las once, León pensó que la habían invitado a comer. “Sí, seguro que es un pariente, tal vez un hermano de Osmar, uno que sabe que el tipo regresa mañana”. Si la habían invitado a cenar, era lógico que tardara un poco, pero no mucho, pues al día siguiente había que levantarse temprano. Era una hipótesis bastante razonable, pero comenzó a dolerle el estómago. Caminó hasta la esquina siguiente, regresó, volvió a ir y de paso compró un paquete de cigarrillos negros en un kiosco a punto de cerrar. A las doce de la noche, Margarita no había regresado, León se había fumado medio paquete y estaba descompuesto. “Ya tiene que llegar”, se repetía una y otra vez, ilusionándose cuando escuchaba un motor a la distancia. A la una, el barrio se quedó en el más completo silencio y a las dos de la mañana, empezó a refrescar. En el departamento, las luces continuaban apagadas.

Herido hasta la médula por la humillación de la espera, tuvo León tuvo aquella noche tiempo para sentirse el más infeliz de los hombres, el más idiota, el más crédulo. ¿Dónde estaba ella a esa hora? ¿Con quién? ¿Haciendo qué? ¿Qué podía estar ocurriendo para motivar su tardanza? ¿Acaso esa noticia inesperada, liberadora, capaz de torcer el destino con la fuerza de un huracán? ¿Y si por fin había ocurrido aquello que ella tanto había esperado? La posibilidad de un accidente fatal, la imagen de Osmar ahogándose en el Mar de los Sargazos, le alivió el corazón por un par de horas, o tal vez un poco más, pero las más amargas reflexiones lo atormentaban cuando ya estaban por dar las seis, la hora en que por fin el camión azul se detuvo frente a la casa de Margarita y ella se bajó, dulce y ligera como siempre. Se veía hermosa, con el pelo rubio recogido por una cinta roja.

León no se atrevió a hablarle. ¿Qué le iba a decir? ¿Cómo explicar lo que estaba haciendo ahí a esa hora? La vio abrir sin apuro la puerta y desaparecer en el interior del departamento, mientras el camión giraba a la derecha en la esquina del kiosco. Atormentado, regresó a pie a la pensión y se desplomó en la cama, sintiendo que el estómago se le retorcía de un modo insoportable. Permaneció inmóvil hasta que el sol estuvo alto, cuando los ruidos de la calle lo espabilaron de nuevo y hacia la media mañana, los celos eran como llamas que lo quemaban por dentro, quitándole el aire. Entre las brumas de su ahogo, salió de la cama, metió la cabeza bajo el agua fría y después salió a buscar un teléfono y la llamó al hospital. La voz de Margarita era la de siempre. “¡Hola, amor! ¡Qué gusto escucharte! ¿Pero no habíamos quedado en que no me llamaras acá?” León tragó saliva y replicó: “¿Llegó tu marido ayer? ¿Supiste algo?”. “No, nada, llega hoy, como te dije”, respondió ella. “¿Y qué vas a hacer hoy?”, avanzó él, “¿Querés que almorcemos juntos?”. Entonces, del otro lado del auricular, algo cambió. Margarita no dijo nada por unos segundos y cuando habló, su voz ya no era la misma. La bajó hasta transformarla en un murmullo oscuro, casi áspero “¿Qué pasa, León? ¿Acaso no vas a hacerlo? ¿No quedamos en que sería mañana viernes?”. El amor, la rabia, todo se mezcló en él, incluso el miedo atroz a perderla. “¡Claro que lo voy a hacer!”, respondió por fin, con los ojos cerrados. “¡Ay, gordito, yo sé que debe ser muy duro lo que estás pasando, no sé si tengo derecho a esperar tanto de ti!”, dijo ella y su voz volvió a ser dulce y ligera. “Hoy es jueves, ya sabes que hago horario corrido, sino te vería, pero es necesario estar separados sólo un poquito más, mañana, ya sabes, todo habrá terminado”.

 León colgó el auricular y se quedó aún más angustiado. ¿Y si todo era una confusión, un detalle fácilmente explicable? Buscó bajo el colchón la pistola y se quedó un largo rato mirándola, como si le preguntara qué debía hacer. Al mediodía pasó por la tienda y justificó su ausencia, cargándole el faltazo al dolor de muelas. Ojeroso y mal dormido, nadie dudó que decía la verdad, ni siquiera Robustiano, a quien pasó a saludar un segundo. A las doce y media, tomó un taxi y fue a emboscarse en las cercanías del hospital, aguardando la posible salida de Margarita. “Usted nada más espere, que si hace falta vamos a seguir a alguien”, dijo al conductor, que en el acto encendió un cigarrillo. “Es una mujer, ¿verdad, pana? Estas cosas pasan todos los días”, dijo el hombre, pero León no le respondió, ocupado en observar al mismo camión, detenido sobre una calle lateral del hospital. Casi al instante, por la puerta principal vio salir a Margarita. Iba muy apurada, con el guardapolvo de enfermera bajo un brazo. “Prepárese”, dijo León, mientras ella subía a toda prisa a la cabina azul. “¿Esos son? ¿Los sigo?”, preguntó el taxista, arrojando la colilla a la calle. Y allí fueron, siguiéndolos por diez minutos hasta un complejo de departamentos, donde el Mercedes se detuvo. Estacionados a una media cuadra, vieron a la mujer descender de la cabina y al instante hizo lo propio el conductor, quien la rodeó con un brazo para perderse juntos en el primer edificio. “¿Quiere que espere o nos vamos?”, preguntó el taxista, nervioso. “No, veamos un poco más”. “Oiga, pana, no se vaya a meter en líos”. Al rato, León vio a Margarita abrir una ventana en el primer piso. Sonreía.

Cerró los ojos y la imaginó ubicándose boca abajo y apoyando la cara contra la almohada. Casi, casi, podía verla, soltando el aire al ritmo de las embestidas y gimiendo un poco sin querer. León sintió que el espíritu se le escapaba a través de la piel, yendo a mezclarse con el sopor de la siesta. Lloró sin ruidos y con las manos tapándose la cara, para que no lo viera el taxista. No lo sabía aún, pero nunca habría un dolor igual ni una amargura más honda que aquel descubrimiento. La humillación y la  vergüenza, atroces, lo hacían sentirse violado, arrasado en su virilidad, como si la pinga del otro lo estuviera atravesando a él también. “Oiga, ahí salen”, dijo el taxista, cuando el tiempo había dejado de tener sentido para León. Miró el reloj otra vez: tres y cuarenta. “¿Los sigo, pana?”. “No, déjelos que se vayan”. “Ah, qué bien, caballero, ya me temía que iba a empezar a los tiros”. León soltó una risa filosófica, o al menos eso le pareció. Aún le temblaban las manos, pero estaba tranquilo, como si la mujer que subía al camión no tuviera ya nada que ver con su vida. “¿Le apetece un cigarrito, pana? ¡Vamos, échese uno de estos cubanos negros, que son buenos! ¿O se me va a creer que es el único hombre al que han hecho venao? ¡Ande, compa, míreme la frente, yo sí que tengo cuernos, con diez años de novio a la espalda!”. León aspiró el aroma fuerte y de pronto, echó a reir. Fue una carcajada absurda, forzada al principio, pero liberadora al final, a la que se unió el taxista, marcando el ritmo a bocinazos. Con la cara llena de humo, lágrimas y risas, miró a Caracas desde la ventanilla y comenzó a decirle adiós.

Fue una pena que el taxista no pudiera acompañarlo a almorzar, si ya casi eran amigos. Se despidieron con un abrazo a la entrada de la pensión y León entró a su cuarto con el espíritu de los que ya se están yendo. ¿Acaso no era un experto en marcharse sin decir adiós? Bastaría con ir a una gasolinera y elegir al primer camión que lo llevara lejos de su última desgracia. Abrió el cajón de la cómoda, contó el dinero que le quedaba y comprobó que no era gran cosa, pues lo ganado en esos meses se lo había dado a Margarita y el resto lo gastó en comprar la pistola. ¿Qué habría detrás del juego de la enfermera? ¿Una pensión y la libertad para vivir con su amante de siempre? Ya nunca lo sabría. Guardó el arma y las balas en un bolsillo de la chaqueta, abrió el ropero para empezar a juntar sus cosas y encontró el libro de Sandokán. Sorprendido, como si no lo hubiera visto en años, se quedó mirando la portada hasta que los recuerdos más antiguos volvieron desde una distancia de siglos. ¿Qué hacía allí, después de todo, con el corazón roto y un arma en el bolsillo? Ni siquiera se acordaba del motivo de su viaje. Su padre, las mil preguntas, la niñez abandonada, todo lo que había sido y lo que esperaba ser, yacía en la tumba en la que acababa de enterrar al amor de su vida. O no, tal vez no fuera del todo tarde. ¿Tenía sentido dejar la ciudad sin un último intento? ¿Y si su padre había estado todos esos meses ahí nomás, trabajando por la más perra de las casualidades en la misma compañía a la que pertenecían Osmar y el hombre del camión azul? “No servirá de nada, lo más probable es que me digan que el capitán estuvo allí, pero se fue a Tasmania hace un año”.

Y sin embargo, fue. Metió todas sus cosas en un bolso, pagó la pensión, pasó por la tienda a renunciar y a cobrar los días trabajados, le preguntó a Robustiano – que no entendía nada – donde estaba la Santander y allá se dirigió León, con la ansiedad inicial recuperada. Por aquellos años, la famosa Compañía Santander era una de las empresas más grandes de Venezuela, con intereses en varios y distantes países de todo el mundo. La central de Caracas ocupaba varias manzanas e incluía talleres para la flota de camiones, depósitos para la carga y las oficinas administrativas, que es a donde se dirigió a preguntar por el Capitán Valdéz. Al entrar, lo primero que llamó su atención fue un gran mural de pared a pared, desde el que sonreían – en perfecta formación – los marinos de la empresa. Miró las caras una por una, pero no halló ningún rasgo que descubriera a su padre. “Debí venir hace un año, cuando salí del hospital”, pensó, recordando sin querer a Margarita. “Pero ya estoy aquí”. Preguntando de un escritorio a otro llegó hasta el Jefe de Personal, a quien por fin pudo hablarle del Capitán Valdéz.

- ¡Ah, el Contramaestre Valdéz! - exclamó el otro - ¡Claro que lo conocí! ¿Quién es usted y por qué quiere saber de alguien que ya no está más aquí?

- Debía dar con él - Respondió León, desalentado.

- ¡Ah, chico, pero ése no está más! – Repitió el funcionario, meneando la cabeza.

León alzó el bolso que había dejado en el suelo e hizo una seña vaga, como si las fuerzas ya no fueran las mismas. Llevaba ocho años fuera de Nueva Atenas y por primera vez aceptó que aquel viaje carecía de sentido. Isabel tenía razón, el destino, finalmente, estaba en todas partes. Como por decir algo, preguntó:

- ¿Usted lo trató hasta que se fue?

- Claro, trabajó en los barcos nuestros hasta hace dos meses, cuando murió de una pulmonía mal curada.

León sintió un vahído que le duró varios segundos. Se le aflojaron las piernas y le dieron ganas de gritar. ¡Dos meses! ¡Si él no hubiera conocido a Margarita lo hubiera encontrado! Con la garganta seca y los pulmones desinflados, aguantó la desazón hasta que el empleado le averiguó los datos del cementerio. Como en trance, salió otra vez a la calle, tomó otro taxi y realizó el único viaje que nunca había pensado hacer. Encontró la tumba en el sector de los extranjeros sin familia, a la vera de un caminito de pinos y anunciada por una lápida de madera que decía «Alcibíades Valdéz, Marino Errante - 1.925 - 1.976». De pie frente a la frase, León se sintió más solo que nunca.

- Hola, viejo - Dijo y se le cayeron unas lágrimas que guardaba desde que tenía tres años. Lloró con fuerza, con rabia, con un dolor que parecía un pozo sin fondo. Después, ya más calmado, limpió de flores secas la tumba y dijo: - Bueno, sólo quiero que supieras que te encontré.

Y cómo no se le ocurrió qué más decir, apretó contra el pecho el paquete donde llevaba el libro de Sandokán y salió otra vez a la calle. Comenzaba a anochecer. Un vientito suave y húmedo barría las veredas, mientras la gente volvía a casa después del trabajo. Un grupo de colegialas pasó a su lado, riendo con todas las ganas con que se ríe cuando se es joven. Arrojó la pistola y las balas en una acequia de aguas servidas y caminó sin prisa hasta la ruta, para hacer dedo. Los coches, las liebres, las motocicletas, zumbaban por la avenida, iluminándolo por segundos con sus luces. Todos tenían prisa por llegar a donde iban, León no. Ya de noche, mientras abandonaba Caracas a bordo de un camión petrolero, divisó por la ventanilla el barrio donde vivía Margarita y una nostalgia dolorosa le arrancó otras lágrimas. ¿Qué sería de ella y de su extraña historia? Aguardaría en vano, día tras día, con la ventana de su cuarto abierta, pero nadie iría a librarla del marido. Cerró los ojos y trató de dormir. “Es sólo un culito”, añadió la voz de Aristóbulo, entre las brumas del sueño, y entonces comprendió que todos ellos habían comenzado ya a ser un recuerdo.

Tardó más de veinte meses en recorrer Sudamérica en sentido contrario y desembarcó en Foz a poco de cumplir los veintiocho años, es decir, una década después de haber partido. Regresaba cansado y sin ilusiones, sin saber que entraba a la última parte de su vida.

 

 

***

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 5

 

(Del momento preciso en que un grupito de vecinos decide lanzarse

a la política, sin saber que hay cosas más importantes en la vida. Lo

mismo que Filoxena, que desafía a Dios a que le mande la muerte)

 

XVII

 

L

o primero que hizo León al volver fue buscar a su tío y devolverle el libro con una frase que decía: «me ayudó a recordar siempre de dónde había partido». Luego fue a ver a Aspasia y la halló tan delgada, feúcha y soltera como la había dejado al partir. Encontró, asimismo, que Isabel seguía siendo hermosa, aunque acababa de pasar los cuarenta. Camilo ya no vivía con ella, pero el Doctor Epaminondas seguía allí de visita, como si no se hubiera movido en una década. Todo parecía igual, pero a la vez diferente, con cada cosa en su sitio y al mismo tiempo cambiada, como si fuera el mismo escenario, pero dado vuelta. No comprendía que era él mismo quien faltaba, pero sí lo entendió el cura, cuando su sobrino se negó a quedarse a vivir con él y alquiló un chalet conocido como «el solar de los Ortega», en honor a unos españoles soñadores que habían pasado por ahí seis décadas antes, intentando hacer triunfar un cinematógrafo cuando aún no era entendido ni siquiera en Europa. El proyecto fracasó, pero el solar sobrevivió a la derrota y la Municipalidad lo olvidó durante décadas, hasta que una inesperada red de gestiones lo dejó a manos de León. Cuando le dieron las llaves, su tío contrató la camioneta del corralón para que le llevara la totalidad de su biblioteca personal - ampliada y enriquecida en los últimos tiempos - y con tantos libros pareció que el sobrino ya no necesitaba más cosas, pero a los pocos días apareció Clara – de quien aún no es tiempo de hablar - y el Doctor se apuró a conseguir para León un cargo de archivista municipal. Al fin, todo parecía estar donde debía estar, de modo que la siesta en que Aquiles Farjat y Ulises Martínez llegaron a su casa, ya no soñaba con una vida de marino errante. Con el seño fruncido - nada le molestaba más que le arruinaran el momento de la lectura - volvió a ponerse los zapatos y abrió la puerta. Los saludó con un gesto inamistoso y después se quedó mirándolos con los ojos entrecerrados. No había olvidado a Ulises. Delgado, de mediana estatura, algo pálido y con canas en las sienes y en las patillas. Aquiles era un poco más alto que Ulises. Moreno, con algunos kilos de más alrededor de la cintura y un aire amable y campechano. Era – lo recordaba bien - el dueño del corralón que durante años colaborara con la obra del cura Terámenes, sobre todo por la época en que Camilo ingresó a la escuela. León los hizo pasar a la penumbra de la sala y se sentaron en los sillones de mimbre. Después de un breve intercambio de recuerdos comunes, Ulises pasó a explicar el motivo de la visita:

- Como habrás oído decir, Caballero dejará la intendencia para poder tratarse el cáncer que lo está matando, pero su hijo Miguel no quiere saber nada de sucederlo en el cargo. Por primera vez en la historia de Nueva Atenas habrá elecciones, porque sino van a mandar a alguien de la capital y eso a los Caballero no les conviene, porque les pueden destapar los chanchullos de los últimos cien años. Creemos que ha llegado el momento de actuar.

León permaneció en silencio, pues no tenía la menor idea del asunto. Las elecciones, por otra parte, le desinteresaban por completo. Frunció la boca como diciendo “¿Y a mi?” y Aquiles agregó que la oportunidad de ganar era tan buena, que él mismo se presentaría como candidato, para lo cual necesitaban del asesoramiento de la única persona capaz de llevarlo al triunfo: León Valdéz.

- ¿Y yo qué sé de política? - Rió León - ¿En qué podría asesorarlos yo? ¡No entiendo nada del asunto!

Aquiles sonrió con embarazo y dijo:

- Yo tampoco, ya ves, y soy el candidato.

León soltó una carcajada y el clima se distendió. A modo de explicación, Aquiles fue a pararse frente a la biblioteca, mirando los lomos de los libros con el cuello torcido. En esa pose y como si hablara consigo mismo, dijo que a él tampoco le había interesado jamás la política y que todo lo que había hecho en su vida era trabajar duro, pero que se trataba de una obligación moral. Un deber. “Sin embargo, me doy cuenta de que me faltan estudios. Yo no he leído nunca. No sé todas las cosas que vos sabés por haberlas leído y por haber viajado. Necesitamos que nos ayudés a elaborar un programa de gobierno, a hacer los discursos, a pensar”. Pasó un dedo respetuoso por una hilera de libros y añadió: “Y aquí está todo el pensamiento”. Volvieron a quedarse en silencio. León miraba a Aquiles y pensaba: ¿qué hubiera respondido Alcibíades, el marino? ¡Ah, su padre habría dicho que sí enseguida y reclamado el título de Diputado Valdéz, uno de los pocos que no tuvo en su aventurera existencia! ¿Qué diría Clara, de quien aún no nos está permitido hablar?

Aquiles volvió a sentarse, cruzó las piernas y le resumió la vida de Miguel Caballero, más conocido como Miguelito, a secas, el menor de los hijos de Espeucipo y único varón, después de cinco niñas. Nacido fuera de tiempo, cuando el patriarca se había quedado ya sin la esperanza de la sucesión masculina, el niño se encontró con que también estaba fuera de lugar, demasiado sensible para el mundo de trampas y traiciones que tejía el fuero familiar. Solitario y escurridizo, tomó la costumbre de esconderse en los lugares más inverosímiles para escribir poemas, los que después recitaba con aire ausente por la ribera del río. Cuando su padre lo supo, confiscó los cuadernos e inscribió al artista en los Boys Scouts, de donde regresó más huraño y asustadizo que antes. Sin rendirse, Espeucipo insistió durante años con clubes de rugby, asociaciones de tiro, grupos de lucha y defensa personal y hasta lo exilió semanas enteras en el monte chaqueño, acompañando a los contrabandistas en el papel de aprendiz. Pero nada funcionó. El heredero aceptó de mala gana los símbolos que le fueron impuestos, pero cuando cumplió los dieciocho festejó disfrazado de María Antonieta, desparpajo que desde entonces repitió en cada carnaval. Caballero ya no supo qué hacer con él. En un último intento, lo confinó a la Academia militar y el cadete regresó a las cuatro semanas, después de un escandalete injurioso que nunca se aclaró del todo. Perdido por perdido, pusieron al benjamín al frente de la estancia sojera – la joya de la corona familiar - y Miguelito la cambió por una cadena de peluquerías en Paraguay. “El es así – suspiró Aquiles, haciendo un gesto con las manos abiertas - lo que importa, en todo caso, es que encontró que la mejor manera de llevarle la contra al padre es negarse a ser intendente”.

- Bien, ¿Y ustedes tienen un grupo político, un Partido?

- Oh, sí. Contamos con Arístipo y con su hija Aspasia, que nos dijo de ir a hablarle a tu tío, el que a su vez nos mandó para acá. Además, tenemos al Doctor Epaminondas, al Comisario, un tío mío que se llama Parquímides y un periodista llamado Casimiro Reyes, del Diario Regional. El resto de la gente se irá sumando.

- ¿Y a quién pondrán de candidato los Caballero, si no va Miguelito?

- A Aristóteles Manfredini.

- Ah, el contrabandista.

- Ese mismo. Puede comprar los votos de cada ateniense y aún así le sobraría tanto dinero que ni sabría cuánto es, por eso hay que crear algo con lo que la gente se identifique. No nos van a votar a nosotros, sino a nuestras promesas, esa es la verdad. Tenemos que lograr que la gente se rebele contra estos bandidos.

León, que seguía pensando que nada de aquello era asunto suyo, se puso de pie con desgano y fue a buscar un libro en la biblioteca. Eligió “La rebelión de las masas” y se lo entregó a Aquiles con solemnidad. El candidato posó la palma de su mano derecha sobre la portada y cerró los ojos suspirando, como si sintiera que el conocimiento comenzaba a invadirlo. Ulises sonreía radiante. “No cuenten demasiado conmigo”, advirtió León, “Yo acabo de llegar y todavía estoy como sapo de otro pozo”. Sellaron un mínimo pacto, sujeto a una decisión final que León tomaría recién cuando lo creyera oportuno; por en cuanto, se limitaría a recomendarle al aprendiz los libros apropiados.  Se fueron satisfechos. León volvió a quitarse los zapatos y se sentó en un sillón a meditar sobre la insólita propuesta. Se sentía intranquilo, pero también ansioso, igual que en la tarde en que concibió la idea de partir en busca de su padre.

 

 

 

 

XVIII

 

Cuando Filoxena vió pasar a Isabel llevando de la mano a su pequeño hijo, sintió un dolor tan grande que supo que acaba de empezar a morirse. Su rival en el corazón del marido no sólo era hermosa y muy joven, sino que además le había dado ese hijo que ella siempre quiso, mil veces intentó y nunca pudo, por más que después de cada cópula se quedaba el resto de la noche sin dormir, apretando las piernas para evitar que se le escapara la fertilidad. Sabía, claro, que él tenía a otra. Lo supo desde que empezó con el asunto de los lunes Espeucipo, los miércoles Aristóteles y los viernes el Juez, pamplinas, que enseguida se enteró que estacionaba el auto detrás de la casa donde vivía el Comisario y donde se instaló esa bandida, perra extranjera sin escrúpulos que se habrá traído quién sabía de dónde - decían que de España, pero ella no creía. ¿Cuándo fue a España el Doctor? - y que se metió en sus vidas como una espina bajo la uña, prestando su horrible chucha foránea para que el marido le sembrara de doctorcitos la panza. ¿Qué podía hacer? Durante los primeros meses intentó vencerla en su mismo campo, por más que Helena - la esposa de Espeucipo - ya le había advertido que la zorra era joven y que en esa frescura de la carne radicaban sus mejores armas. Filoxena se tragó el sapo de los celos y durante ese primer año hizo méritos para alcanzar al menos un empate, cocinando auténticos manjares mientras él fumaba en la bañera, comprándose perfumes importados y llenándole la casa con sahumerios milagrosos, palitos aromáticos preparados por los indios fronterizos y que la Negra Agustina - ama de llaves de los Caballero – le llevaba a escondidas del Intendente. Pero pronto advirtió que perdía la batalla, pues Epaminondas continuaba marchándose día de por medio, haciendo un esfuerzo cada vez más grande cuando ella lo empujaba a la cama. Sin saber a quién recurrir, a través de un complejo itinerario de equívocos y personas interpósitas, llegó al extremo de entrevistarse en el mayor de los secretos con Nuria Segovia, de quien decían las señoras que era la mujer que cualquier hombre querría de mantenida. Aprovechó un miércoles en que el Doctor viajó a Foz a participar de un congreso para darle franco al personal doméstico y quedarse sola, impresionada de su propia audacia. La cumbre se realizó a media luz, sentadas las mujeres frente a una bandeja con café y scones recién horneados. La mulata, haciendo gala de una diplomacia muy digna de su astucia, comenzó diciéndole que como ella no era una mujer de la sociedad, ni mucho menos una dama, regía su vida por códigos que podían no tener valor alguno para los demás, pero que para ella eran inviolables:

- La confidencia de alguien que confía en mí, por ejemplo - Dijo, remarcando las sílabas con su voz ronquilla y sensual - Mantener un secreto, dentro de mi mundo, puede ser la diferencia entre morir o vivir, por eso puede estar usted muy tranquila respecto a lo que hable conmigo.

Filoxena se bebió tres tacitas de café y acabó con los scones antes de atreverse a confesar que su problema eran los cuernos, clavados en su cabeza con la ayuda de una española de piel blanca y pelo de gitana, amancebada por su marido desde hacía varios meses y embarazada incluso, según le habían dicho. Necesitaba deshacerse de aquella mujer.

- Debe usted saber que cuesta mucho dinero, señora - Dijo Nuria, muy discretamente - pero si usted está dispuesta a seguir adelante y - sobre todo - a conseguir el dinero, yo haré lo posible para encontrar un par de tipos decididos para que se hagan cargo de ella, pero habrá que esperar el parto.

- ¿Por qué?

- Porque nadie es capaz de liquidar a una mujer encinta.

- ¡Oh, no, Dios mío, no! - Exclamó la esposa del Doctor, tapándose la cara con las manos -¡Disculpe usted, me ha entendido mal! ¿Cómo puede creer que yo mandaría a matar a alguien? ¡Oh, no! - Y de pronto soltó una carcajada nerviosa e inacabable, que terminó por contagiar a la mulata. Se rieron tanto que hasta lloraron de la risa y Filoxena se convenció de que había sido un error y que la buena de Nuria jamás hubiera participado de algo tan atroz - Ja, ja, sí que quiero deshacerme de ella, pero derrotándola en su propio terreno, es decir, ahí donde usted ya sabe...

- Quiere decir en la cama, ah - Nuria sonrió, comprensiva. Las confidencias de la esposa de un médico podrían granjearle beneficios durante años, pensó - Si lo que usted desea es un par de consejos de mujer a mujer, yo se los daré, pero sólo usted sabrá si es capaz de llevarlos a la práctica.

- ¿Pero son efectivos?

- A mí jamás me fallaron. Con ningún hombre.

Una hora más tarde, cuando Nuria ya se había marchado con unos billetes de gratitud en el bolso, Filoxena se reía sola frente al espejo del baño, fascinada con la variedad de pecados recién aprendidos, dibujados con mala mano por Nuria sobre un papel recetario. Las poses, que para ella siempre había sido una sola, resultaron ser dieciséis, cada cual con su pareja de muñequitos casi infantiles, con bigotito el varón y tetitas la mujer, para que no se confunda. ¿Sería con tan perversos trucos que las amantes arrebataban los maridos ajenos? ¿Cómo podían hacerlo sin sentirse un poco insultadas, humilladas, reducidas a la esclavitud? ¿O peor aún, cómo podrían gustar a una señora tales inmundicias? ¡Y había que comprar ciertos artilugios que quién sabe dónde los venderían! La vaselina, vaya y pase, pero, ¿de dónde hacerse con arneses, anillos peneanos y consoladores? Sin embargo, pronto dejó de lado sus remilgos iniciales y si no logró recuperar el amor de su marido, al menos exploró un territorio que muy pocas mujeres del pueblo visitaron. Epaminondas, preocupado por lo que al principio creyó una perversión de la menopausia, se divirtió bastante por algunas semanas y terminó por hartarse de la mantequilla untada en los huevos, las poses del perrito sobre la mesa del living, el pasillo reverso disponible por primera vez y un sinfín de entrelazamientos extraños, en los que nunca sabían a quién correspondía el pie que sobraba, porque inevitablemente siempre les sobraba uno. “Pará, pará, eso corresponde a la pose catorce y estamos en la cinco”, decía una voz y en el entrevero el miembro se escapaba, se aflojaba, se ponía chiquito y ella tenía que empezar de nuevo, déle que déle al masaje y a la introducción digital. Tanto exceso de comida acabó por arruinarle los almuerzos, sobre todo cuando se decidió a comentarle el caso a un colega -sin decirle de quién se trataba, claro - y el otro lo atribuyó a dos posibles motivos: o la mujer tenía un amante que la ponía al día sobre las novedades de alcoba o bien se trataba de un extraño caso de ninfomanía retroactiva, es decir, de alguien que fue normal hasta que se destapó de pronto. Ambas situaciones, sugirió, requerían tratamiento inmediato.

Pero los fuegos artificiales fueron decayendo y el odio se abrió paso aún en los momentos más intensos, con lágrimas que escapaban en la oscuridad y pellizcos cargados de furia, manos crispadas que araban la piel del pecho como si quisieran llegar hasta el corazón y arrancarlo. Los besos que tanto necesitaba le ardían como brasas traicioneras, los abrazos la ahogaban porque no eran sinceros y el amor que se daban, más que amor era un juego en el que los dos perdían. Luego, Filoxena se ovillaba en las sábanas para esconder su pena y al otro día le echaba la culpa al placer por las ojeras profundas, talladas a pesadillas. Epaminondas se duchaba en silencio, creyendo que cada vez que lo arrastraba la carne perdía puntos en el concurso de merecimientos de Isabel. Sentía que la traicionaba cuando el ariete enfilaba al nido conyugal, que se alejaba de ella por la injuriosa debilidad de sus instintos básicos. Así volvieron a enfriarse y con el tiempo marcaron sin decir nada los límites del reparto de culpas y sospechas. Lunes, miércoles y viernes, días que ella sospechaba que él visitaba a Isabel, la esposa se acostaba temprano y fingía estar dormida cuando él llegaba y se acostaba, silencioso y culpable. El resto de la semana, Filomena lo aguardaba de punta en blanco, con carne de ternera santafesina asada en el horno y dos botellas del mejor vino en la mesa. Tres días de resignación agriada, maldiciendo en soledad los minutos de su ausencia y otros tres de creer que se lo estaba ganando, sacándoselo a la zorra de la boca. Después estaban los domingos, días amorfos en los que ella no tenía ganas de aplicar los consejos de Nuria porque al día siguiente era lunes y la otra lo tendría de nuevo. Eran los días más amargos, quizás porque los comparaba con los de los años anteriores, cuando él la llevaba del brazo a la misa de once y la gente le envidiaba el marido alto y fuerte, sabihondo, amoroso y fiel como ninguno.

Sin embargo, nada fue peor que ver pasar a Isabel de la mano de su hijo, caminando los dos con ese alegre bienestar con que cruzaban la plaza y se perdían entre la gente del mercado. Antes de ese día trágico, sólo una vez había visto a la extranjera. Helena se la había mostrado una mañana, saliendo de la Municipalidad en bicicleta. Delgada y demacrada, no le pareció gran cosa, pero por entonces nadie sabía que la bandida estaba embarazada de un niño del Doctor. Tres años más tarde, las cosas se veían peor. La descarada era hermosa y andaba a su aire sin fijarse en nadie, indiferente a las miradas que los hombres le echaban al paso. Ese día se sintió un estropajo, conciente de haber dejado para siempre atrás sus mejores formas, mientras que Isabel comenzaba recién a abrirse en plenitud. La veía andar y agacharse de tanto en tanto a decirle algo a su hijo, riéndose los dos y salpicando la calle con carcajadas que azuzaban como dagas su corazón engañado. ¿Cómo no sentirse perdida sin remedio? Ese día llegó a su casa con un dolor lacerante en el centro del vientre, un fuego que la tuvo doblada en dos durante la tarde y que ella le atribuyó al alcance de la traición.

- Ay, Dios, ojalá me muera - Murmuró, sin saber que Dios la estaba escuchando.

La tarde en que su esposa comenzó a morirse, el Doctor Epaminondas tenía cuarenta y tres años y la más completa ignorancia respecto a las traiciones que se le atribuían. Aunque la pasión se le escurría desde que Isabel apareció en su consultorio, nada grave había hecho él, como para que Filoxena decidiera morirse. Es cierto que procuró asegurarse que a Isabel y al niño no les faltara nada, que se llegaba a verlos día de por medio y se sentaba bajo el alerito a conversar de las cosas del mundo mientras caía la noche y llegaba la hora de volver a casa. Habrá por ahí testigos de los dulces que les llevaba, frutas de estación en verano y chocolates en invierno. Juguetes para el día de reyes, flores para el día de las madres, cariño paternal y amistoso siempre. Pero seguía tratando de usted a la viuda y salvo en ocasión del parto, nunca traspasó la puerta de su casa, ni siquiera cuando el frío bajaba de las sierras y espantaban a los gorriones que vivían en la guayaba del patio. A decir verdad, su rectitud de otro siglo descartaba de plano la posibilidad de un divorcio y aunque veía caer su matrimonio y derrumbarse el hogar, lo atribuía a que a su esposa se le estaba acabando el amor, igual que a él mismo. La encontraba llorando por los rincones y hacía como que no se daba cuenta. La sentía ponerse rígida de rabia cuando él llegaba y le llevaba un beso. La veía hundirse en un mutismo de hiel los domingos, ardiendo por dentro con sus ignotos fantasmas. Sólo se animaba - y él no entendía por qué – los martes, jueves y sábados, con un desenfreno que jamás le había dado mujer alguna y que tenía más de fiebre uterina que de voto conyugal. Durante meses se atragantó con los manjares sacados a media luz del arte afrodisíaco, se relajó en la bañera fumando los puros que ella le acercaba y se durmió preguntándose en qué podía terminar tanta locura.

Así, pues, llegó a la conclusión de que ella también estaba enamorada de otra persona, igual que él mismo. Lo aceptó en silencio, sin preguntarle nada, resignado a los cuernos como al resfrío en los inviernos y al sopor en los veranos, rogando sólo que tuviera el tino de mantenerse discreta y no arruinarle la carrera con un romance público, desliz que se vería en la obligación de vengar. Sin decir jamás ni una palabra, llegó al tácito de acuerdo de dividirse la semana para que nadie fuera invadido por la vida oculta del otro. El no la molestaría los lunes, miércoles y viernes, que eran los días en los que solía visitar a sus amigos - Espeucito, Aristóteles y Cinoscéfalos - y le daría atención los martes, jueves y sábados, que eran los días en que cerraba temprano el consultorio para ir a la casa de Isabel. Estos tres días eran los más felices de la semana, disfrutando a corazón lleno de su papel de amigo para ella y de padre postizo para el niño que crecía y lo adoraba. ¿Cómo no regresar contento a su casa, inflamado por una dicha que le permitía soportar sin quejas el desafuero carnal de su esposa? Ninguno de los dos supo nunca que las mentiras y verdades se habían cruzado de un modo absurdo, invalidando las sospechas y creando una tragedia familiar allí donde no la había habido jamás.

 

XIX

 

A Isabel le había dado por pensar que el Doctor era alguien que Jeremías le enviaba desde el cielo, de puro bueno, para que la acompañara en su viudez. Nunca, pero ni siquiera una sola vez, vio a su amigo con otros ojos que no fueran los de la gratitud o el afecto que se le tiene a un buen pariente. Su presencia en la casa, aunque limitada a las visitas sociales de tres veces a la semana, le servía no sólo de distracción - Epaminondas era un conversador ameno y culto - sino también como figura masculina para el niño y para los gavilanes que habían empezado a rondarla, de los cuales el Turco Julián fue, por lejos, el más peligroso. La descubrió en la Municipalidad, un día en que fue a solicitar el usufructo de un terreno baldío para vender autos usados, aunque ya había escuchado hablar de ella en varias ocasiones. El Turco sabía que el Intendente le había cedido una casa a pedido del médico, pero el hecho no le había despertado el menor interés, hasta que la conoció. Era un bocado de los mejores, carne especial, manjar de importación, se dijo, babeándose sin disimulo. A la joven viuda, las apariciones del Turco le provocaban escalofríos, por más que el otro escondía sus miradas siniestras tras de unos lentes - grandes, espejados - que le daban una apariencia aún peor. Iba casi todos los días, fumando de costado un cigarrillo king-size y sonriendo sin que nadie le hablara. Una pesada cadena de oro le colgaba del cuello y se entreveraba entre los pelos del pecho, siempre expuestos por la camisa abierta. Solía usar un gran reloj, haciendo juego con los anillos y pulseras que completaban su artillería de ordinariez. Sin ser muy alto, la mala fama que le precedía - y los tacones de sus botas - hacían que la gente lo viera siempre desde abajo, enfundado en un saco marinero para ocultar la pistola que siempre - en todo tiempo y lugar - llevaba bajo el cinto. Sólo le faltaba el sombrero alón para ser el típico mafioso de folletín. Incómoda, sin saber cómo esconderse de esas miradas que la seguían de lejos, ella buscaba el modo de mantenerlo a distancia. Comenzó a hacerse acompañar a su casa por Filipo González, uno de los contadores que trabajaba en el mismo piso. Bajito, pero sólido y apuesto, era uno de los enamorados de la extranjera, desde que el parto la había liberado de la panza y los meses le devolvían, poco a poco, las formas que había tenido antes de la gestación. Encantado con lo que consideraba un avance en sus propios planes, Filipo la buscaba en las mañanas y después regresaba con ella en los mediodías, caminando por el medio de la calle para que los vieran todos. Fue un error. Un mes más tarde, al doblar una calle se encontró con el Turco en persona y ni alcanzó a ver el puñetazo cargado de anillos con que lo saludaron, sintió que le estallaba el pecho por el golpe y cayó sentado en la vereda, como a dos metros.

- ¡Uy, se cayó el muchacho! - Dicen que dijo Julián, simulando ayudar, pero al agacharse sobre Filipo, le clavó un rodillazo en el hígado y una advertencia mortal - ¡Te veo otra vez con la gallega, hijo de puta, y te meto un tiro en los huevos!

Pero Filipo era valiente y aunque estaba muerto de miedo, al día siguiente acompañó a Isabel como si nada, aunque con la precaución de regresar por una ruta distinta, por si acaso. No tuvo problemas, así que el truco pareció funcionar, al menos durante algún tiempo. A veces, incluso, el capanga los veía pasar y sonreía, inclinando la cabeza para saludar a la dama y actuando como si hubiera olvidado la amenaza. Filipo dudaba, pero ¿qué podía hacer? No estaba en consideración dejar sola a la viuda, eso jamás, menos aún cuando ya la imaginaba tan cerca, a un pasito del beso inicial. En rigor de verdad, lo más difícil era encontrar cada día una excusa para su andar azaroso, de explorador paranoico. “¿Nos escondemos de alguien?”, preguntaba a veces Isabel, sin saber que acertaba. “Claro que no”, mentía él, “Sólo me ocupo de que todos sepan que la señora tiene quien la cuide”. Inventando trayectos ingeniosos, se convirtió en un experto de la huída, volviendo sobre sus pasos de modo enigmático, yendo y viniendo por atajos imposibles, sin que el Turco pudiera darle caza. Lo que no previó - imperdonable equívoco - fue que no sólo debía cuidarse cuando iba o regresaba de la casa de Isabel, sino también todo el tiempo. Una noche cualquiera salió a comprar cigarrillos y la sombra del matón lo esperaba en un baldío, dispuesta a cobrarle el coraje. El balazo no le voló los huevos, pero le atravesó la pierna con tan mala leche que el fémur se partió, los tejidos colapsaron con daño irremediable y al Doctor Epaminondas no le quedó más que amputar. Fue una tragedia que conmovió al pueblo, un crimen sin testigos ni acusados, aunque el rumor lo adjudicó de inmediato a un asunto de faldas. Con el espíritu descalabrado para siempre, Filipo se encerró en su casa y se negó a recibir a Isabel cuando fue a visitarlo. No quiso verla más, herido por el espanto de ya no ser lo suficiente hombre para ella.

- No quiero que usted vuelva a visitarme - Pidió entonces la viuda al Doctor Epaminondas, segura de quien había sido el autor del disparo - Jamás me perdonaré lo que le hicieron a Filipo y menos si le pasara algo a usted también.

- ¡Oh, no se preocupe! - Disimuló él, cambiando el miedo por el orgullo.

Las cosas, naturalmente, no terminaron allí. Los que habían sido testigos del primer ataque unieron los sucesos y en pocas semanas no quedaba nadie que no hubiera acertado. A Isabel se lo contaron en la Municipalidad, donde los hombres habían comenzado a esquivarla por temor a las consecuencias. «Será mía a como dé lugar», dicen que dijo el Turco, pero Isabel, que había dado cara al capitán Vergoechea, no iba a doblegarse así nomás a la prepotencia del capanga. Un lunes a media mañana - ya había pasado un mes desde la noche del disparo - el Turco se presentó en la Intendencia dispuesto a reiniciar el cerco, pero agregando a su indumentaria una desvergonzada rosa roja en la solapa del saco. Parece que alguien le había dicho que a las mujeres les gustan las flores y él creyó que les gustaban de ese modo. Isabel lo vio entrar y sintió que una cólera visceral le nublaba los ojos. Se levantó de su silla, alzó el rostro pálido con esa arrogancia que algunos detestaban y fue a plantarse frente al Turco, cerrándole el paso con determinación. Julián se quedó pasmado. Los ojos negros de Isabel echaban fuego, pero nadie esperaba el terrible puñetazo que ella le pegó al hombre en medio de la cara, partiéndole los lentes y haciéndole sangrar la nariz. Sonó igual que el estampido que le robara la pierna a Filipo González. El Turco Julián estaba mudo, sin poderlo creer.

- Yo sé que fuiste tú quien le disparó - Dijo ella, con la voz temblándole de la rabia - pero puedes ir sabiendo que te mataré, óyelo bien, te mataré un día.

La pequeña multitud de vecinos y empleados estaba inmóvil, sin respiración. El Turco seguía boquiabierto, sin entender por qué sabía que era cierto que ella lo mandaría a la tumba. Balbuceó algo que nadie escuchó y después abandonó a toda prisa el recinto. Isabel bajó los ojos apenas sintió asomarse las primeras lágrimas. Un vecino comenzó a aplaudir y al rato le siguió otro y otro, hasta que todo el salón de la Municipalidad se llenó de una ovación que sería recordada en el pueblo por muchísimo tiempo.

 

 

***

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo VI

 

(Donde, con cierto retraso, se presenta al fin al protagonista principal

de la historia y se explica por qué fue como fue, siguiendo la veta psicoanalítica

de culpar a la madre)

 

XX

 

L

os primeros recuerdos de Camilo estuvieron relacionados siempre con la época en que su madre enfrentó al capanga, pues nunca hubo más visitas en su casa que por aquellos tiempos de efímera gloria. Ya no era sólo el Doctor con su paquete de masas, sino también gente que nunca había visto antes y que llegaba a solidarizarse con la única persona capaz de golpear al poder invencible. Empleados de la Municipalidad, familias del vecindario y hasta el mismo Aristóteles pasaron por el porche de la casita. El célebre contrabandista estuvo sólo un par de minutos con la excusa de ofrecer protección, aunque en realidad no quería más que ver de cerca a la mujer de la que todo el mundo hablaba. Isabel lo recibió de pie y le agradeció la oferta, pero más agradeció que se fuera pronto y en lo posible que no volviera nunca, pues no ignoraba que era el jefe de Julián. Para Camilo - entrañablemente unido a su madre por el mismo solitario naufragio - el incidente fue un hito que lo marcó para siempre, incluso a ojos de los demás. Al paso de los años, cada vez que alguien recordara su legendario coraje, no faltaría alguien que meneara la cabeza y dijera:

- Digno hijo de la madre que tuvo.

El periodista Casimiro Reyes - el primero en cronicar la Guerra de los Descalzos - elucubró una compleja teoría que planteaba que para comprender a los héroes había que conocer a sus madres, disquisición que gozó por algún tiempo de gran estima en ciertos círculos literarios y filosóficos. Pero eso sería mucho después y Camilo nunca llegaría a saberlo. Por el momento - tenía tres años - sirvió para justificar sus travesuras, pues había comenzado a mostrar un genio obcecado, rebelde e inclinado a los riesgos. Ante cualquier contrariedad se trepaba a la parte más alta de la guayaba y era capaz de pasarse ahí hasta la hora en que llegaba su madre, que lo hacía bajar con un guiño de complicidad. Era, también, un niño en extremo imaginativo, que escuchaba embelesado las historias que Aspasia - que por entonces tenía doce años - le leía los fines de semana. Si ella llevaba el libro de La isla del Tesoro, él se pasaba la semana siguiente abriendo pozos en el patio con un pequeño cuchillo y después mostraba, triunfante, las piedras - de oro, según él - encontradas bajo la superficie. Si le leía Robinson Crusoe, la pobre Nidia tenía que dejar de ser El Capitán Garfio y llamarse Viernes, además de acompañarlo toda la mañana a vivir entre las plantas del patio.  Quizás fuera en esas horas de fantasía cuando comenzó a construir, sin saberlo, el escenario de sus futuras tragedias. La niñera fue el primer soldado que obedeció sus órdenes, como Aspasia la primera fuente de su ideología. Sus juegos, vividos con la intensidad de quien los sabe vitales, fueron evolucionando con los años y tomando el cariz de un evidente destino. Lo único inmutable fue el amor, incondicional y cómplice, de su madre, que lo impulsaba a soñar siempre un poco más, a no temer, a llegar siempre al fondo de las circunstancias, allí donde es posible encontrar al verdadero motor de todas las acciones.

En una de esas diabluras de los primeros años acabó conociendo al Comisario, convocado de urgencia para descubrir dónde se había metido el niño. Fue un acontecimiento, pues en un primer momento creyeron que se trataba de una venganza del Turco Julián, tomándose un desquite tardío por el puñetazo. Isabel estaba desesperada, el Doctor dejó el hospital para acudir al rescate y medio pueblo se volcó a las calles para colaborar. Pero fue Pericles quien lo encontró a las pocas horas, acampando tranquilo en la ribera del río. «No estoy perdido, estoy jugando a Jim de la Selva», explicó el travieso y su madre se tragó el enojo y el miedo, abrazándolo con la mirada y diciéndole, así como al paso, que la próxima vez debía avisarle dónde instalaba el campamento. Suspirando, dijo al salvador: “Venga, vamos a tomarnos un café a mi casa”. El Comisario, que durante años la había odiado, culpándola por el desalojo, comprendió que esa mujer no había tenido nada que ver con su desgracia, lo que venía sospechando desde la célebre trompada a Julián. «Seguramente - se dijo - nunca supo que echaron a la calle a otra persona para darle la casa a ella, pobre mujer, después de todo, viuda y con un hijo». Aliviado de quitarse de golpe el resentimiento, trepó al niño sobre sus anchos hombros y la siguió, pensando que con el temperamento que tenía el chico, lo iba a ver muy seguido en adelante. Desde entonces, se hacía todos los días un rodeo para poder pasar por la casa y saludarlos desde la vereda. Más aún, como conocía la fascinación de Camilo por las lecturas, le llevaba revistas y libritos para pintar que compraba en la terminal de ómnibus. De este modo, Isabel se acostumbró a contar con él también, campechano y sonriente, haciendo el papel de tío. A veces, sus visitas coincidían con las de Epaminondas y ambos se quedaban hablando -igual que parientes - sobre los más diversos asuntos, como por ejemplo, a qué escuela convendría enviar a un chico tan inquieto y despierto. Isabel los escuchaba complacida, pues ya se le había pasado el tiempo en que quería alejarse del mundo y le hacía bien sentirse acompañada por esos dos hombres buenos, capaces de protegerla con una amistad sin interés. En cuanto a su opinión sobre el estudio, la decisión estaba tomada desde antes que Camilo saliera de su vientre, así que preguntó:

- ¿Dónde puede estudiar artes plásticas?

El policía y el médico se miraron sorprendidos. ¿Artes plásticas? Hasta donde ellos sabían, el único lugar donde se podían tomar unas elementales clases de dibujo era en lo del cura Terámenes, un misionero medio loco que los sábados enseñaba el catecismo en las plantaciones y matizaba la religiosidad con el arte. «Pero yo no lo enviaría allí», dijo el Doctor, frunciendo el seño. «¿Por qué no? ¿Acaso no es un cura?», fue la pregunta de Isabel y los hombres se miraron entre sí, calculando qué responder. «Es un cura, sí, - dijo el Comisario, alargando la frase - pero no uno  recomendable, de ésos a los que se envían los niños de las familias bien». Isabel se levantó a calentar agua para el mate y Epaminondas se quedó pensando en Terámenes y su mala fama, enseñando poemas de García Lorca y trazos de Dalí a los chicos campesinos. Nadie en Nueva Atenas enviaba a su hijo a la escuelita rural, cuya sola existencia ya resultaba un asunto inexplicable.

- Sigo sin entender qué tiene de malo esa escuela - Dijo Isabel, desde la cocina - Creía que los curas estaban bien vistos por aquí. ¿No hacen todos los años la procesión de San Crispinito?

- Sólo éste cura no es bien visto - Respondió el médico, sonriendo.

- El padre Terámenes vivía en España durante la Guerra Civil - Aclaró Pericles e Isabel sintió que una ráfaga helada le atravesaba el pecho.

- ¿En España? ¿En qué parte de España? - Preguntó con ansiedad, soñando con el milagro de que hubiera conocido a Jeremías - ¿Y por eso no es recomendable? ¿Porque estuvo en España durante la guerra? ¡Yo también estuve allí!

- No, no - Dijo Pericles - El problema es que el padre Terámenes es un cura rojo.

- ¿Y eso qué significa? - Respondió Isabel, muy seria. Acababa de recordar la estrellita que llevaba el artista - El rojo es sólo un color más, Comisario. También era roja la sangre que perdí al parir a mi hijo.

- Quiso decir que es comunista, pero además la escuela rural queda por demás lejos, son como 10 kilómetros y no hay en qué ir desde aquí - Amplió el Doctor, que no entendía para qué uno podría querer que los hijos dibujaran.

- Pues ahí lo mandaré. Está decidido - Dijo Isabel, regresando a la cocina. Ya no veía la hora de conocer al cura y preguntarle por dónde había andado. ¿No era una casualidad maravillosa que el destino la guiara hacia él? Los hombres se quedaron en silencio hasta que ella volvió con la yerba y el agua caliente. Se sentían incómodos, sobre todo el Doctor, a quien le hería la dureza con que le habían rechazado el consejo. Sin embargo, tuvo el buen tino de tragarse el orgullo y decir:

- Si realmente usted quiere enviarlo a la escuelita rural, yo me ofrezco formalmente a llevarlo y a traerlo todos los sábados.

- Entonces será sábado de por medio - Anunció Pericles, levantando una mano gorda y velluda  - porque yo también me ofrezco, claro que no en auto, sino en la bicicleta de la comisaría. ¡Ya van a ver cómo bajo esta panza!

Así quedó sellada, mate de por medio, la suerte de Camilo Insaurralde. Allí, en la escuela rural, se haría hombre y conocería al iniciador de sus más radicales sentimientos. Durante los años siguientes, no sólo se aficionaría al autor de los Poemas del Cante Jondo, sino que descubriría el sentido que le daría a su vida, eligiendo a sus únicos amigos - los futuros soldados de su disparatado ejército - entre los hijos de los campesinos más pobres.

Eso sí, nunca aprendería a dibujar.

 

XXI

 

Epaminondas percibió enseguida que Isabel buscaba crear puentes con el pasado, al inscribir a Camilo en la escuelita rural. Lo comprendía y no le parecía mal. Lo que lo sacaba de quicio es que enviara al chico a educarse con Terámenes, ese pajarraco excéntrico con voz de capitán de barco y cerebro de anarquista, un cura que ya no oficiaba misa por prohibición del Obispo, pero al que aún permitían enseñar el catecismo y preparar chicos para la Comunión. Para el médico, los recuerdos de la llegada del fraile estaban tan frescos como el día en que desembarcó, quince años atrás, en la terminal de Nueva Atenas. Traía un baúl repleto de libros polvorientos y una mala fama que nunca se le fue del todo. Decía la gente que había estado en la guerra. Que había luchado del lado ateo y que había matado personas. Que tenía ideas raras. Al principio, las beatas se dividieron entre las que lo rechazaron a rajatabla y las que le echaron el ojo a su corpachón de Goliat, pero él demostró de entrada un desinterés absoluto. Para colmo, en la única misa que ofició – pura generosidad del padre Rigoberto, quien además lo había tomado de inquilino – le negó la comunión al Intendente, a quien acusó desde el púlpito de enriquecerse a costa de la comunidad. Fue un escándalo, pero lo cierto es que su sola presencia ya escandalizaba. Tan grande, tan barbudo y dispuesto a llevarse por delante a cualquiera, comenzó a ser mal visto en todas partes, hasta que ocurrió el asunto de Valeriano Sosa. Fue durante la inundación del 56, cuando el Oldsmovile en el que viajaba Sosa con toda su familia, desapareció bajo el caudal de la crecida. Fue una tragedia con olor a justicia, pues se le achacaban a Valeriano muchos crímenes sin resolver, pero el hombre enloqueció cuando sacaron del fango a sus seis hijos y a la mujer, a la que - decían - adoraba hasta la idolatría. Fue la intervención decidida de Terámenes – que había estado ayudando en el rescate - la que impidió que se matara allí mismo, clavándose en el cuello la misma daga con que había despenado a más de un cristiano. Después, en la semanas siguientes, se dijo que fue el cura quien convenció a Valeriano de confesar sus crímenes y vivir para pagar sus culpas, lo que tal vez haya sido cierto, pues no sólo se entregó al Comisario, sino que donó sus tierras – ganadas a sangre y fuego – para la obra de Dios. De esta manera extraña, quienes no querían a Terámenes en el pueblo, no pudieron evitar que se instalara al fondo del valle, en una finca destinada a un sangriento final. «¿Y vamos a enviar a Camilo ahí? - decía, hablando en voz baja con Pericles - ¡Es una locura!» Pero Isabel se puso firme y el Doctor no quiso perder terreno, así que organizó él mismo la primera visita a la escuela rural.

Encontraron a Terámenes sentado sobre el tronco echado de un árbol, ensimismado en la lectura de un libro cuyo título quedaba oculto por sus enormes manos. Era un hombretón inmenso, de espaldas cuadradas y sólidas. Su rostro estaba surcado por una añeja red de arrugas de distintos grosores, cubiertas en gran parte por una pelambre cenicienta y rizada que le llegaba hasta la mitad del pecho. La sotana - quizás alguna vez había sido negra - tenía una mugre que sólo era superada por la que le teñía los pies, tan grandes que sobresalían de las sandalias. Tal era el hombre que en adelante se encargaría de formar a Camilo, llegado hasta allí junto a sus amigos de entonces, el Doctor - al volante –, el Comisario, Aspasia y de León Valdéz. Bajaron del auto y esperaron a que el fraile terminara la página antes de hacerse notar. Terámenes separó los ojos del último párrafo, se los restregó un par de veces con la manga roñosa y después los enfocó en sus visitantes. El Doctor se adelantó a explicar el motivo del viaje y recién entonces el cura se puso de pie y los invitó a seguirlo hasta su oficina, una cabaña que ostentaba a la entrada un letrero que decía: «La riqueza es enemiga de la justicia». El Comisario, siempre deseoso de aprender cosas nuevas, tuvo la poca delicadeza de preguntar a media voz que tenía que ver una cosa con la otra, a lo que el pajarraco respondió, sin volverse:

- Para que exista riqueza, debe haber inequidad y la inequidad sólo puede ser fruto de la injusticia, ergo, la riqueza es filosófica, conceptual, dialéctica y prácticamente enemiga de la justicia o por lo menos, si lo prefiere así, se opone a ella.

Isabel sonrió. Frases como las que acababa de escuchar hubieran puesto loco a su padre, además de cortarle la digestión al sinuoso cura Juan Antonio. Sólo por eso, ya estaba justificada la idea de inscribir a su hijo en la escuela sabatina. A grandes rasgos, el director la puso al tanto sobre sus métodos de enseñanza, informándole que también se impartía la educación primaria, de lunes a viernes. «No, no, sólo la clase de arte nos interesa», se apresuró a decir el Doctor, un poco apurado. Después, mientras recorrían las precarias instalaciones, Isabel se retiró unos metros junto al padre y habló con él durante varios minutos. Nadie pudo escuchar lo que decían, pero fue evidente que trataban cosas tristes, pues ella tenía los ojos húmedos cuando regresó junto al grupo.

- Tu padre habrá sido un chaval cuando fue la guerra - Dijo Terámenes, pasando una mano callosa sobre la cabeza de Camilo - y aunque no lo he conocido, seguro se parecía a cualquiera de los que traté en aquel tiempo. Un niño, pues, siempre es igual a los otros niños. En todas partes.

Una hora más tarde, ya en casa, Isabel sentía que había dado el paso más importante desde que pusiera un pie en Nueva Atenas. Pese a las previsiones de sus amigos, el sacerdote le había caído muy bien y en ningún momento le pareció que tuviera un sólo pelo de loco. «Sólo es un idealista», se decía a sí misma, ignorando aún en todo lo que se parecen esos dos adjetivos.

 

XXII

 

Si se hubiesen guiado por el resultado de los primeros años, nada habría hecho cambiar su impresión, pese a que el niño continuó dando muestras de un espíritu temerario, que tanto deleitaba a los otros chicos - lo consideraban un héroe - como desesperaba a los maestros. Todos esperaban de un momento a otro que ocurriera algo serio, mientras las anécdotas se sucedían alimentando la murmuración popular - «de tal palo tal astilla» - que los acompañaba por donde pasaban. A los seis años, Camilo trepó a la parte más alta de un puente construido por Aristófanes - cien años antes – para hacer equilibrio sobre una cornisa de hierro. Abajo, los compañeros del grado aplaudían y la señorita Lilia se tiraba de los pelos, pidiendo auxilio a los gritos hasta que llegó Isabel a decirle al hijo que bajara nomás, porque era la hora del café con leche. “¿Cómo es que no tiene miedo por su hijo?”, le preguntó el Doctor Epaminondas, la mañana en que Camilo se metió al corral a desafiar a un toro bravo. Fue una suerte que el padre Rigoberto lo viera y evitara la desgracia, pues el animal fue el mismo que dos días más tarde despenó a Plutarco Gómez Insfrán, un comerciante que había estado en España y juraba haber traído de allí el arte de la lidia. Inmune al miedo, Camilo saltó la cerca y se acercó a los cuernos caminando de espaldas, animado por la ovación chillona de los chicos del barrio. El párroco lo advirtió desde la vereda de enfrente y pegó un grito, pero no logró ganarle la carrera a Isabel, que en un santiamén estuvo interponiéndose entre el niño y la bestia.

- El miedo no sirve para nada - Respondió ella ese día, ante el escándalo de las otras madres -Si yo hubiera hecho caso al miedo, este chaval nunca hubiera nacido.

- La falta de miedo no puede librarlo de un accidente - Insistió, sabiamente, el médico.

- Ni el miedo lo librará de su destino - Contestó Isabel, cerrando el tema.

Cuando Camilo cumplió ocho años, Aspasia le contó la historia del Turco Julián y del balazo a Filipo González. Fue un comentario fugaz, en medio de otros innumerables asuntos, así que creyó que el niño lo había pasado por alto. Sin embargo, a los pocos días Camilo averiguó el domicilio de Filipo y fue a conocerlo. “Era digno de ver”, contaría mucho después González, cuando el ejército se aprestaba a destruir la escuela, “se plantó frente a mi y me dijoUsted está así por defender a mi madre, nunca lo olvidaré”, me dio la mano como un hombrecito y se marchó”. El pretendiente no supo qué decir, después de tanto tiempo odiando a Isabel por su amargura. “Yo era un resentido, pero dejé de serlo ese día, me di cuenta de que ellos no tenían la culpa de mi desgracia y no dejé pasar mucho para hacérselos saber”. Una semana más tarde, montó su muleta de palo y fue a visitar unos minutos a la antigua pretendida, a quien no había vuelto a ver en todos esos años. “Pero la segunda consecuencia fue mucho más seria”, diría Aspasia, con Camilo lanzado a su desventura. Ocurrió cuando Isabel y su hijo salían de la Municipalidad en el mismo momento en que entraban el Turco Julián y dos de sus amigos, el Chapa Barrios y el Botija Salcedo, capangas de la zona rural. Quiso la casualidad o la mala suerte, que uno de los tres - quién sabe cual - golpeara sin intención a la mujer al abrirse paso, lo que provocó su inmediata reacción.

- Cuidado, no se metan con la marimacho - Murmuró el Turco, sin volverse.

- Marimacho será la puta que te parió - Exclamó Camilo y Julián se volvió, quitándose los lentes oscuros.

- ¿Qué has dicho? – Preguntó, amenazante.

- Dije que marimacho será la puta que te parió, no, la gran puta que te parió - Repitió el muchacho, impávido. Se hizo un notorio silencio. Los que estaban haciendo la cola para pagar sus impuestos, se acercaron a mirar.

- ¡Se nota que no hay un macho en tu casa, guachito de mierda! - Murmuró el Turco. Camilo, que nunca hasta entonces había dado muestras de agresividad, se lanzó furioso sobre el hombre, pero pasó de largo y dio de cabeza contra un mostrador. Isabel corrió a socorrerlo, pero el Chapa y el Botija le cruzaron el paso, lo que aprovechó Daud para levantar de los pelos al pequeño rival.

- ¡Alto ahí! - Gritó Pericles de pronto, apareciendo por detrás de Isabel y empujando al Chapa y al Botija antes de enfrentar a Julián - ¡Pero qué te pasa, carajo! ¡Fuera de mi vista, los tres!

Julián sonrió con malicia, soltó a Camilo y respondió:

- Usted siempre metiéndose en lo que no hace falta. ¿No vio que el chico se cayó y yo lo ayudaba a levantarse? Vamos, muchachos, que no hay nada peor que la gente ingrata - Al llegar a la puerta, giró un poco sobre sí, miró a Isabel y agregó: - Han elegido malos enemigos, ustedes dos.

Aquella fue la primera vez que el Turco y Camilo se enfrentaron, pero no sería la última. Pasados los años y cuando el destino se hubiera cumplido, muchos recordarían la mañana en que el niño se abalanzó sobre el ofensor de su madre, con puños demasiado pequeños para tanta rabia.

 

***

 

Capítulo 7

 

(Sobre la compleja y triste historia de la familia Farjat, inmigrantes llegados al pueblo

con una mano atrás y otra adelante, lo que no sería grave si no hubieran terminado

del mismo modo, muchos años después)

 

XXIII

 

A

quiles tenía cinco años cuando su tío Parquímedes II le regaló un perrito blanco y moteado de manchas negras. «¡Una vaquita, qué linda!», exclamó el niño, apretando al animalito contra el pecho. «No es una vaca, es un perro», dijo su padre, mientras ordeñaba una vaca enorme y huesuda llamada Rosy. «No, es una vaca, ¿no ves que es blanca y con manchas negras, igual que Rosy?». El padre sonrió y no dijo nada, pero su tío le explicó que el perro era de verdad un perro y no una vaquita recién nacida, como parecía. «Pero entonces...- se desilusionó el niño -¿no es que las vacas comienzan siendo perritos y después crecen y se vuelven vacas?» Por las dudas y hasta que murió, diez años más tarde, el perro de Aquiles se llamó Rosy y aunque ladraba y hacía todas las cosas que normalmente hacen los perros, su dueño creyó siempre que el animal tenía algo vacuno, como si la Naturaleza hubiera decidido sólo a último minuto hacerlo ladrar en vez de dar leche y comerse el pasto del jardín. Por aquella época aún no vivían en Nueva Atenas, sino en una de las compañías más alejadas, a la que llamaban Helesponto para mantener la consonancia helénica con el centro comunal. La casa de los Farjat, descendientes en línea directa del legendario Ibrahim, un libanés que llegó a América en el siglo diecinueve e hizo fortuna con el tráfico de maderas finas, era una construcción de listones de los más variados tipos de árboles, lo que le daba una apariencia desordenada. Para desgracia de sus herederos, el viejo había empezado a enloquecer allá por 1.901, cuando un pariente anarquista - Yamil Menem - fue con el cuento de la revolución social y lo convenció de repartir malamente sus bienes y asociarse con él para sabotear al gobierno. Sin pedir opinión a nadie, Ibrahim dividió su hacienda entre amigos y conocidos y luego se recluyó con el primo para iniciarse en las conspiraciones políticas. Habían decidido cambiar el mundo y comenzaron por deformar un riel con una barreta y descarrilar el tren zafrero, uno de cuyos vagones se deslizó por la ladera y fue a parar al fondo de un barranco, donde permaneció olvidado hasta que Camilo lo usó para esconderse de los hombres de Verón. Quizás se hubieran conformado con el estropicio de aquella primera locura, pero tuvieron la desdicha de que nadie conociera su parte en el desastre, lo que a su mal juicio anulaba los efectos de la acción. «¿Cómo van a seguirnos si no saben que fuimos nosotros?», repetía una y otra vez el primo, acertando. «Habrá sido culpa de Calístipo Machuca, el maquinista», decía la gente y desechaba burlona las indiscreciones de los complotados, que a toda costa querían hacer saber su inquietud terrorista. Cuando se convencieron de que no les creería nadie, planearon otro golpe:

- Pongamos una bomba - Sugirió Yamil, de quien después se supo que andaba fugado de un hospicio de Argentina. Consiguieron una caja de dinamita, comprada a precio de oro a Aristófanes Caballero, hermano de Protágoras y dueño de una constructora dedicada a partir la selva en pedazos que después vendían a empresas norteamericanas y holandesas. Encerrados durante toda una noche, los anarquistas fabricaron un artefacto que no tenía aspecto muy amenazante, aunque contenía explosivos como para volar media manzana. Les pareció que el ingenio daría resultado, siempre que encontraran el blanco apropiado ¿Cual podría ser? ¿Un puente, tal vez, o mejor un banco? Después de mucho especular,  decidieron volar la comisaría, un botín que pareció razonable en ese momento, aunque tenía el inconveniente de estar bajo la custodia del cabo Rumínides y su escopeta de caza. Lo grave es que seguía sin resolverse el problema inicial:

- ¿Y cómo hacemos para que sepan que fuimos nosotros? – Se angustió Yamil, mientras esperaban que anocheciera. A Ibrahim se le ocurrió la idea de escribir una nota en la pared, brillante solución que los obligó a retardar un día el ataque, pues hubo que aguardar a la mañana siguiente para comprar pintura en el almacén de Yayá, futuro testigo del juicio que vendría. Un domingo a la noche, el mismo Ibrahim garrapateó sobre una pared lateral de la garita un letrero que decía: «¡Unase a Yamil y a Ibrahim en la lucha contra los esplotadores!¡Muera el govierno!» y ahí nomás el loco encendió la mecha. No se les había ocurrido pensar que si volaba la comisaría, el cabo volaría con ella. Y así sucedió. Fue un desastre, pero incluso en esa segunda oportunidad se podrían haber salvado, pues al derrumbarse la pared en la que dejaron su firma, nadie hubiera llegado a conocer sus deseos de matar al govierno. Los atraparon porque el primo Yamil estaba de verdad chiflado y después de encender la mecha se asomó a la ventana a mirar hacia adentro, para no perderse los detalles del fogonazo. Ibrahim, que ya había empezado a correr, tuvo que volver al rescate y la onda expansiva los alcanzó a los dos, desparramándolos entre los escombros. Partenón Zapiola, el Comisario de la época, los declaró sospechosos primero, los molió a palos después y finalmente los entregó al jefe del Regimiento, quien organizó un juicio multitudinario en el salón parroquial. Los anarquistas estaban felices, pese a la sopapeada. Sacaban pecho, sonrientes frente al gentío, estirando el cuello para reconocer aquí y allá a los que habían ido a verlos. Estaban todos. Desde un auténtico Juez de la Nación hasta la viuda del cabo Rumínides, pasando por importantes Jefes militares, periodistas de otros países, curiosos de las comarcas más distantes y hasta los atribulados doce hijos de Ibrahim, que seguían sin comprender qué bicho le había picado al padre. Los testigos declararon lo suyo y la sentencia cayó lapidaria a la mañana siguiente, cuando el Juez les decretó el fusilamiento. Recién entonces Ibrahim comprendió que la cosa era grave y se quedó pasmado. Los vecinos, que se divertían a lo grande con las morisquetas del loco, dejaron de reirse y se pusieron serios. Se oyeron en el patio los aprestos apurados del pelotón y al rato cuatro guardias entraron sombríos a la sala, desenrollando unas cuerdas blancas.

- ¡Esperen! - Alcanzó a gemir Ibrahim, mientras les ataban las manos a la espalda - ¡Ustedes no entienden! ¡Yamil! ¡Yamil! ¡Decíles algo!

- ¡Viva la industria automotriz! - Exclamó el demente, quizás porque había cambiado su ideología o tal vez porque se había olvidado qué estaban haciendo allí. A empujones, los sacaron entre la multitud y los dejaron contra una pared de adobe. Ibrahim miró las bocas de los fusiles -contó cinco- y pensó que les estaban haciendo una broma, que en realidad no les iba a pasar nada. Pero entonces descubrió al cura tapándose los ojos y supo que estaban perdidos.

- ¡Al fin y al cabo, nadie muere por las razones que quisiera! - Alcanzó a exclamar, antes que los cinco plomazos le partieran el pecho.

Dos minutos más tarde le tocó el turno al loco, mientras los doce hijos de Ibrahim miraban la escena trepados a un mango. El menor de ellos, Heráclito, tenía tres años y empezó a chuparse un dedo en el mismo instante en que mataban a su padre. La imagen lo persiguió durante toda la vida y el día en que lo alcanzó la muerte, su nieto Aquiles lo vio meterse un dedo en la boca antes del último suspiro. El niño, que para entonces tenía seis años y vivía preocupado por la cuestión de que los perritos se convirtieran en vacas, se sorprendió mucho más cuando vio que los ancianitos se volvían niños al morir. Entre Heráclito y Aquiles estuvo Sócrates, que se pasó la vida bebiendo la cicuta de la miseria y amargándose por el despilfarro de la fortuna familiar, riqueza que nunca había visto y que igual consideraba suya. Olvidados durante años por la comunidad, los otros huérfanos del anarquista se esparcieron por los alrededores para sobrevivir, construyendo precarias cabañas a las que con el tiempo se sumaron las de los propios hijos, los primos y nuevos parientes llegados del Líbano, de Siria y hasta de Turquía, como para justificar el apelativo de turcos que los distinguió. Casi todos, a su vez, levantaron otras casas, trazaron caminos vecinales y terminaron por fundar una comunidad rural que se desparramó por los montes, creando sin pretenderlo las compañías que décadas más tarde rodearían a Nueva Atenas. Pero el proceso duró un tiempo demasiado largo y costó un esfuerzo demasiado grande, de modo que los frutos no serían vistos jamás por los niños del árbol, cuyo destino siempre estaría marcado por aquella tragedia inicial. Sin embargo, tal vez fueron los descendientes de Heráclito quienes heredaron la sombra más pesada del drama, arropados por una tristeza que sólo se extinguiría con la vida del último Farjat.

 

 

 

XXIV

 

Heráclito, al igual que sus hermanos, tuvo que batallar toda la juventud contra la invasión del monte, que crecía desaforado por cada resquicio y engendraba alacranes bajo las camas, víboras en los corredores y arañas industriosas por todos lados, mientras el jardín primorosamente arreglado ayer amanecía hoy ahogado por la maleza y la pequeña casa se estrechaba y oscurecía, vencida por el peso de la vegetación. Luego, cuando más o menos habían logrado engañar a la selva y retirarla unos metros, sus huertas incipientes sufrieron la prepotencia de los capangas, enviados por los terratenientes a elegir las mejores zonas para incorporarlas al patrimonio familiar. Cuatro de los doce hermanos fueron asesinados en los años siguientes, baleados por la espalda mientras araban de sol a sol las hectáreas arrancadas al monte. Dos de las hermanas murieron de parto, desangradas a la luz de un farol de angustia. De los que alcanzaron la sufrida madurez de los treinta, uno fue tragado por la crecida del Paraná y a otro se lo llevaron las fiebres palúdicas, en tanto que Saúl, el mayor, un día salió a enfrentar a tiros de Winchester a los mbaretés del gringo Morrison y desapareció después de matar a uno, herir gravemente a tres y jurarle al gringo que lo dejaba vivo sólo porque se había quedado sin balas. Morrison, un truhán de Filadelfia con cierto éxito como asaltante de bancos y oficinas postales, había escapado a Sudamérica huyendo de los Rangers y recalado primero en el Guairá, donde trabó amistad con un general que contrabandeaba licores y era muy amigo de los Caballero, a quienes ofreció sus servicios de bandido importado. Por aquellos años era Intendente el padre de Espeucipo, quien cedió unas hectáreas al gringo a cambio de que le ayudara a deshacerse de esos turcos de mierda que seguían trayendo a sus parientes pobres del otro lado del mundo. Con el apoyo de cuatro matarifes paraguayos, Morrison puso manos a la obra y lo hizo bastante bien hasta que se le ocurrió pisar la chacrita de los Farjat. Humillado y rabioso, después del tiroteo puso precio a la cabeza de Saúl y lo persiguió en vano durante diez años, hasta el día en que cayó degollado por uno de sus propios mbaretés, en venganza porque le había trampeado la mujer. Saúl, de todos modos, nunca regresó al pueblo y nada más se supo de él.

Cuando nació Aquiles, sólo le quedaban tres miembros a la familia del fecundo Ibrahim sus hijos Heráclito, Platón y Parquímides, pues la esposa había muerto en algún momento impreciso entre tantas desgracias. Igual, los sobrevivientes no duraron mucho más. Agotados por una larga vida de penurias, los viejitos se fueron muriendo sin que pareciera mal que al fin descansaran un poco. Platón fue el primero, atragantado con un carozo de aceituna mientras festejaba el nacimiento de Aquiles. Prematuramente envejecido, a los sesenta y cinco años tenía la piel apergaminada y se pasaba los días calladito y quieto, así que notaron su muerte recién cuando empezó a oler mal, tres días más tarde. Luego le tocó el turno a Parquímides, que dejó el mundo sin aportar descendencia. Estaba sentado en su poltrona, un domingo a la tarde, cuando de repente se incorporó un poco y dijo «¡eh, miren quién viene!», tras lo cual inclinó la cabeza y se quedó muerto. Nunca supieron a quién se refería. Heráclito, quien como se sabe era el menor de la docena, había tenido sólo dos hijos - Sócrates y Parquímedes II - pues perdió a la esposa en el nacimiento del segundo. De Sócrates nació Aquiles y de Parquímedes II nadie en absoluto, de modo que la brava estirpe se extinguió a plomo y fuego cuando cayó Aquiles, al final de la Guerra de los Descalzos. Aquel día, mientras el humo de la pólvora le picaban en la garganta, él recordó la historia del bisabuelo, enfrentando al pelotón con la pena de no morir por las razones que quería. Justamente, de aquel famoso episodio discurría Heráclito la noche en que se le cortó el habla y empezaron a enfriársele los ojos. En un último gesto, como si temiera enfrentar a la muerte sin ayuda, se llevó un pulgar a la boca y lo chupeteó unos segundos, antes de quedarse para siempre quieto. Sócrates hizo como que no se había dado cuenta y retomó la narración allí donde el muerto acababa de dejarla, mientras dos lágrimas caían por su rostro curtido. Al día siguiente, enterró a su padre en los fondos de la plantación.

De la inmensa familia que habían sido en los viejos tiempos, sólo quedaban Sócrates, su esposa Asunción y el pequeño hijo de ambos, Aquiles, más el tío solterón, Parquímides II. Entre los cuatro cultivaban un yerbatal que todos los años amenazaba ser tragado por la selva y con el que apenas subsistían, pese a que también criaban unas cuantas vacas - la huesuda Rosy, entre ellas -, cerdos, gallinas, patos y un par de caballos para ayudar en las tareas campestres. No tenían luz eléctrica ni agua corriente, la mayoría de las veces no había dinero más que para lo imprescindible y soportaban la constante hostilidad de la United Herb, una compañía de aspecto norteamericano - con bandera y todo - pero que en realidad pertenecía a Manfredini. Según la estrategia habitual, bandas de matones presionaban sin descanso a los pocos minifundistas que quedaban, los que tarde o temprano se daban por vencidos, vendían sus pequeñas propiedades y abandonaban la región.

Eran tiempos difíciles y aún así, Aquiles guardaría buenos recuerdos de aquella precariedad. «Eramos pobres, pero muy felices», solía comentar, ya adulto, sin detenerse a pensar si era cierto. Bien temprano en las mañanas, su madre lo levantaba y le servía un tazón de leche recién ordeñada, mientras él se lavaba en el aljibe del patio. Después, ensillaban al caballo más chico y salían al paso rumbo a la escuela, distante a varios kilómetros. Una infinita variedad de pájaros bailoteaba entre el follaje, desparramando trinos y colores. De tanto en tanto, una gacela cruzaba a los saltos y en más de una ocasión oyeron, no muy lejos, el rugido de un yaguareté. Fue tan honda la impresión de aquellos años, que aún en los últimos días de su vida sólo necesitaba cerrar los ojos para ver otra vez el sol colorado y grandioso, emergiendo de la selva y elevándose entre brumas sobre el cielo del amanecer. Cabalgando despacio, serpenteaban por un caminito de tierra roja hasta el recodo donde los esperaba su amigo Ulises, hijo menor del único vecino cercano, Sófocles Martínez, inmigrante español que se había hecho rico prestando dinero a interés.

Ulises tenía un caballo grande y enérgico, tan negro, que llamaba la atención. Era – casi - un caballo azul, llamado Sansón en honor a sus largas crines. Apenas llegaban al punto de encuentro, Aquiles se desprendía de su jamelgo añoso - tan pobre que ni siquiera tenía color -, besaba a su madre y saltaba a la grupa del equino heroico, en el cual seguían viaje los amigos. Blanqueando sus guardapolvos sobre el lomo del animal, regresaban al mediodía levantando un polvo bermellón que flotaba en el aire, de tan espeso y húmedo. Su madre lo aguardaba en el mismo lugar en que lo había dejado a la mañana, sosteniendo las riendas del solípedo mientras dormitaba un rato. Alguna vez - mucho más adelante - a Aquiles le dio por pensar que aquellos momentos eran tal vez el único descanso de aquella mujer en todo el día, pero de niño no veía esas cosas. Será por eso que, sin sentirlo, los años de la infancia se fueron desgranando poco a poco, dejando al paso el agridulce sabor que cede el tiempo, hecho de penas y felicidades perdidas para siempre.

 

XXV

 

A cinco kilómetros de la casa de Ulises vivían los Daud, inmigrantes recientes que habían traído dinero como para comprarse un pequeño barco, con el que recorrían el Paraná llevando carga para las empresas de Manfredini. Los chicos eran dos, Julián, el mayor y Fedípides, el menor. Al mayor lo apodaron El Turco apenas entró a la escuela, pues tenía la costumbre de llevar un turbante verde que había sido - según él - del mismísimo Lawrence, el de Arabia. Cuando el hermano entró a clases lo llamaron El Turquito, apodo que luego se fue perdiendo en beneficio del nombre original. Durante todo lo que les duró la primaria, los cuatro muchachos fueron inseparables, pero las diferencias afloraron a medida que llegaba la adolescencia, época en la que acabaron apartándose los unos de los otros, casi sin darse cuenta. Para el tiempo en que los hermanos asesinaron al padre de Ulises, prácticamente habían dejado de verse.

- Esa gente no tiene buena entraña - Murmuraba, meneando la cabeza con desagrado, el viejo Sócrates. No tardarían en descubrir que tenía razón. Emir Daud - padre de los muchachos - apareció en inesperada visita un día, pocas semanas antes de la navidad. Su llegada - inimaginable, a decir verdad - estuvo precedida por la trágica muerte del perro Rosy, aplastado el día antes por el tractor de Parquímides II. Lo enterraron con honras de amigo fiel, bajo la mirada afligida de los otros perros de la casa. «Esto es un mal augurio», había dicho la madre de Aquiles y en lo mismo pensó el padre cuando vio caer a Emir, dicharachero y sonriente como pariente rico. Para entonces, sus negocios habían progresado tanto que se daba el lujo de conducir un Ford inmenso y negro, al estilo de los popes de Nueva Atenas. Estacionó a la entrada de la chacra, esperó a que se disipara el polvo y luego bajó cargado de regalos, ante la sorpresa general. Elegante como un recién casado y sonriendo de oreja a oreja, se presentó como «vuestro combatriota y amigo»y enseguida pasó a entregar lo que había llevado. «Esto es bara lo amigo de mis hijos, esto es bara la batrona, esto bara don Sócrates y esto último bara don Barquímides», decía, mientras repartía paquetes entre sus azorados vecinos. Nunca lo habían visto antes de esa estrafalaria aparición, ni volverían a verlo, pero el incidente les quedaría grabado para siempre, sobre todo por lo que pasaría después.

- ¿Y cómo andan las cosas, baisano? - Preguntó después de los regalos, degustando una limonada de urgencia. Sócrates le confió que las cosas no iban tan bien como hubiera deseado, pero que no perdía las esperanzas de que mejoraran. Hablaron de las chacras, de las buenas y malas cosechas, de los estropicios que cometía el Gobierno y de todas esas cosas inocuas que se dicen los desconocidos, hasta que se les terminaron los temas y Daud decidió que era hora de marcharse. Tan obsequioso como al llegar, se despidió con grandes alharacas y luego se hizo acompañar hasta el auto por el dueño de casa. Cuando estaban dándose las manos, deslizó una frase que seguramente encerraba todo el motivo de la visita. Dijo «Usted ha trabajado mucho y bor nada, baisano, yo lo combro todo su chacrito y a buen dinero, dos mil bara mi baisano».

- Gracias, pero jamás vendería esta tierra que le ha costado sangre a los míos - Respondió Sócrates y a Daud se le diluyó la sonrisa. Acomodó el nudo de la corbata, subió al auto y se marchó sin decir más nada.

Al mes siguiente sucedió algo llamativo. Los dos caballos amanecieron muertos, echando una espuma verdosa por los belfos. ¿Qué habría pasado? Parecían envenenados, pero, ¿cómo? Fue un golpe muy duro para la familia, que en adelante tendría que caminar kilómetros para cualquier cosa que significara salir de la chacra. Aquiles tenía la suerte de que Ulises pasaba a buscarlo en su nuevo caballo - el potro negro se había mancado y debieron sacrificarlo - pero sus padres y el tío quedaban anclados. “Cuando tu tío atropelló al perro, le abrió la puerta a las desgracias”, dijo la madre de Aquiles, sintiendo en los huesos el escalofrío de la mala estrella. Para darle la razón, poco después les llegó su hora a los chanchos, que desaparecieron de noche sin que nadie oyera nada y sin que ladraran los perros, pues habían sido cuidadosamente envenenados con vidrio molido. Ante la evidencia de que alguien les había declarado la guerra, los hombres de la casa arrearon cinco de las seis vacas que tenían y fueron a venderlas al matadero. «Es la única manera de salvarlas», dijo Sócrates, filosofando sin querer sobre la vida y la muerte. Sólo dejaron una lechera que tuvieron escondieron en la cocina para que nadie la despenara antes que ellos. “Esto ha pasado siempre”, decía Sócrates, “pero nunca creí que nos llegaría el turno ¿Cómo nos van a cuatrerear a nosotros, que somos pobres? ¿Quién será el desgraciado que nos quiere echar de aquí?”.

- Ha de ser ese Daud de mierda - Murmuraba Parquímides II, masticando un trozo de tabaco como si quisiera quebrarse los dientes - Pero la chacra vale más de los dos mil que ofreció.

- No se la vendería ni por el triple - Advirtió el hermano mayor, escupiendo en el suelo.

 Aquiles, que los estaba escuchando, salió muy temprano a la mañana siguiente y caminó los catorce kilómetros que separaban su chacra de la de los Daud. Julián lo escuchó azorado, con los ojos ardiendo por las lágrimas, pero sin interrumpirlo mientras el amigo reclamaba furioso un alto el fuego. El menor se tapaba la boca con una mano y abría los ojos tan grandes que provocaba miedo.

- ¿Acaso no somos como hermanos, vos y nosotros? - Dijo de pronto Julián, dejando caer una lágrima sobre su primera sombra de barba - ¿Acaso no nos hemos criado juntos, prácticamente? ¿Cómo podés creer que nuestro padre le haría algo, cualquier daño, a tu familia? ¡Para que vayas sabiendo, hermano, a nosotros también nos mataron los perros hace dos semana y nos robaron casi veinte vacas y nunca se nos hubiera ocurrido pensar que fuera tu padre!

Y Aquiles terminó abrazado con sus amigos del alma, pero a las dos noches, alguien que no vieron le prendió fuego al galpón donde Sócrates guardaba los utensilios de labor, lo que fue aún más grave que la matanza de los animales. En sólo tres días más, cuatro escopetazos atravesaron la puerta de calle y a la semana siguiente, mientras la vaca bebía agua de un balde se cayó de rodillas y rodó muerta entre escupitajos azules, con lo que descubrieron que el agua del pozo estaba envenenada sin apelación.

- Fueron ellos, carajo - Repetía Parquímides II, enjugándose las lágrimas mientras enterraban a la vaca - Tenemos que hablar con Daud y acabar con ésto.

Tragándose el orgullo, Sócrates envió a su hijo a buscar a Emir, con el mensaje de que quería hablarle. El otro le respondió que estaba muy ocupado, pero que fuera de todos modos al otro mes y que lo recibiría con gusto. «Quiere humillarme para asegurarse la victoria» murmuró Sócrates y cargó el revólver de seis tiros debajo de un pulóver rasposo y fue a negociar lo que restaba de su chacra. “Papá, déje el revólver, por favor”, le rogó Aquiles, queriendo cerrarle el paso junto a la tranquera. Sin responder nada, su padre lo hizo a un lado con firmeza y salió al camino. La esposa, que presentía que el marido no volvería más, apenas lo vio partir le pidió al cuñado que fuera a la ciudad a buscar una pieza de alquiler, para que la familia pudiera trasladarse cuanto antes.

Sócrates fue a parar a la cárcel del Regimiento ese mismo día, pese a que no acertó ninguno de los seis plomazos que le tiró a Daud. Los erró todos, quién sabe cómo, gatillando sin parar mientras su enemigo corría alrededor del Ford. Dos capataces lo redujeron cuando ya se había quedado sin balas y lo llevaron atado de pies y manos a la comisaría, de donde pasó al calabozo en el que envejecería los próximos dos años. A los pocos días, un emisario de los Daud fue a ver a Parquímides y pagó novecientos pesos por la chacra, plata con la que los Farjat desembarcaron en Nueva Atenas, una semana después. Allí comenzaron los tiempos verdaderamente difíciles. Se instalaron en los fondos de un bodegón oscuro, en cuatro piezas con paredes sin reboque y pisos de tierra que en nada mejoraban la precaria vida en el campo. Los techos de tacuara trenzada tenían una infinita cantidad de agujeros, el baño era una letrina que hubiera asqueado a la vaca Rosy y la cocina no pasaba de ser un fogón ceniciento, pero tenían un hogar. Claro que faltaban los árboles que albergaban colibríes y pitoués, no había un minuto en el que no extrañaran el olor de la yerba mate y se andaban chocando en la estrechez de los cuartos, aunque lo peor de todo era la ausencia de Sócrates, confinado a pan y agua quién sabía hasta cuando. Fueron los días en los que Aquiles aprendió a fumar, sentado en la vereda junto a Ulises. Se quedaban hasta muy tarde conversando sobre cómo organizarían la vida, si pudieran, hablando hasta que el amanecer despertaba los ruidos del mercado, media cuadra más abajo y luego se iban a desayunar unos mates con los changarines. A media mañana terminaban durmiendo sobre las bolsas de papas, hartos del mundo.

 

XXVI

 

Les tocó la milicia justo cuando habían inaugurado un puesto de venta de frutas, conseguidas un poco de la chacra de los Martínez - el viejo Sófocles se las vendió a precio reducido, pero no les regaló ni un limón - y otro poco de los puesteros más viejos, que se las pasaron en consignación hasta que les mejorara el viento. Allí estaban, gritando a voz en cuello las ofertas del día, cuando irrumpieron por la cuadra un Cabo y tres conscriptos, pidiendo documentos y separando a los que aparentaban tener entre dieciséis y veinte años. El jefe era un individuo retacón y cejijunto, fruncida la pequeña frente sobre un par de ojitos porcinos. Una pelusa lacia y rala le oscurecía la zona donde debió estar un bigote, pero en compensación lucía una pelambre dura y motosa, contenida a duras penas por la gorra militar. Llevaba un sable antiguo en la diestra y un Colt cuarenta y cuatro bajo el cinto, pero lo intimidante era más bien su actitud, esa forma de agachar el lomo sin dejar de mirar fijo, como si se propusiera atacar al primer motivo. Sus secretarios iban desarmados y descalzos, pero sin escatimar codazos y puntapiés a los que pretendieran eludir el llamado patrio. “¡A ver! ¡Documentos!”, ladró, plantándose frente a Aquiles mientras a sus espaldas se producía el desbande general. Se los llevaron ahí mismo, a él, a Ulises y a un changarín llamado Narciso, famoso entre los puesteros por su calidad de cantor y por el éxito que tenía entre las domésticas del barrio. Alegre y fanfarrón, Narciso se vanagloriaba de no haber dejado escapar ni una sola y tiraba apuestas sobre cuándo caerían las nuevas, las recién llegadas que recorrían la plaza por primera vez y escuchaban hablar, azoradas, del crédito del pueblo, dueño de una virilidad que les dejaba los ojitos en blanco. Era tal su atractivo, que durante los meses posteriores a la partida, las muchachas anduvieron desoladas por la ausencia del héroe y no faltaron las que propusieron viajar a verlo al Regimiento, aunque fuera de lejos. Sin embargo, con el tiempo lo fueron olvidando y sólo volvieron a hablar de él cuando ocurrió la comentada desgracia de Carocito Núñez. El pobre Narciso, que se marchó del pueblo tirando besos desde el camión militar, nunca regresó y al paso de los años ya no lo recordaba nadie, como si no hubiese existido. Si alguna vez, por ventura, alguien preguntaba por él, la madre respondía: «Se fue al Regimiento, allí está todavía». Pero claro, ya no era cierto.

- Quizás volvió y no lo reconocimos - Bromeaban los changarines - Dicen que nadie es el mismo, después de pasarse un año allá.

El Regimiento de Frontera «Teniente Rolando Serrano», estaba enclavado al fondo de un valle tapizado de los más espesos yerbatales que el mundo viera jamás. Debía su nombre al único muerto de la legendaria Guerra del Mate, riña fronteriza que involucró a capangas, mafiosos y colonos de los tres países y que se dio por terminada la noche en que murió - nunca se supo cómo - el susodicho oficial. Recuperada la paz y a fin de evitar un rebrote de la violencia, el coronel Leónidas Caballero - padre de los fundadores del Partido Republicano - se organizó con los vecinos y levantó una garita, la que con los años creció hasta ser un Regimiento auténtico, compuesto de arsenal, intendencia, panadería, escuela y un barracón que albergaba a un centenar de conscriptos, cazados a como diera lugar por la región. Hacia los fondos, sobre la ladera de una sierrita boscosa, tres cabañas cubiertas de maleza ocultaban a los presos que no cabían en las comisarías o que, por su peligrosidad, era menester mantener a distancia. Allí fue a parar el viejo Sócrates, tan cerca de los tres muchachos y sin que lo supieran, ocupados en aprender asuntos que no les servirían y despojándose de los últimos recuerdos dulces que les quedaban.

- Las tres primeras cosas que deben aprender aquí - Empezó diciéndoles el Cabo que los había atrapado, del que luego supieron se llamaba Gallinar - son las siguientes: primero, que no saben nada; segundo, que no tienen nada y mucho menos razón; tercero, que no son hombres. Ustedes son cosas y yo soy el dueño de todas las cosas que hay en el Regimiento. ¿Escucharon, manga de infelices?

Fue un buen comienzo, pese a todo, porque después conocieron al Teniente Verón, un oficial delgado y de piel pálida, bigotito rubio y unos ojos helados que parecían muertos. Era la máxima autoridad, pese a lo cual casi nunca hablaba. Vivía en una cabaña en extremo austera, justo detrás del arsenal, donde había instalado una pequeña biblioteca, un catre de campaña, un crucifijo y un tocadiscos en el que escuchaba unos valses  tristes y lánguidos. Era un hombre inabordable, capaz de crear un abismo entre él y el resto de los que sobrevivían el destierro de la conscripción. «Un fanático», diagnosticó Aquiles. «Un hijo de puta como los demás», aclaró uno de los soldados más viejos, «Un desgraciado que roba a dos manos mientras le reza a la Virgen y se cree aristócrata».

Aquiles recordaría aquellos seis primeros meses en el Regimiento como los más terribles de toda su vida. Tocaban diana a las cinco, se bañaban con un jarrito de agua turbia y luego de vestirse de fajina - sin probar bocado - salían a trotar alrededor de la cerca que rodeaba al Regimiento, hasta que los menos fuertes caían desmayados. A las ocho les daban un tazón de mate y un pedazo de galleta cuartelera, tras lo cual cargaban las mochilas y emprendían interminables marchas a través del monte, llenándose de espinas y garrapatas hasta que el vozarrón del Cabo les autorizaba cinco minutos para almorzar. Después había que regresar al cuartel, bañarse con cuatro gotas, colaborar en alguna tarea inútil y cenar - por fin - un mejunje de porotos y carne de cerdo, mezclada con legumbres que nadie había visto nunca y pequeños insectos de incontables patas. Finalmente, se acostaban a dormir, más muertos que vivos. Los sábados recibían la autorización de utilizar la laguna para bañarse, lo que constituía la única diversión semanal.

Eran un total de ochenta y dos reclutas, de los cuales la mitad ya había cumplido el servicio pero permanecía acuartelado en castigo por alguna falta, como quedarse dormido en la guardia, hablar durante la formación o desmayarse en las descuereadas. Eran los veteranos, los que habían aprendido todas las mañas y acumulado todos los resentimientos. Habilísimos en la simulación, delatores consumados y ladrones eximios, su ocupación principal era el maltrato a los conscriptos más débiles, un grupito de cuatro soldados a los que llamaban «Pandulce» y a los que obligaban a servirles en cualquier ocurrencia, práctica que a veces se volvía feroz y que el Cabo alentaba, haciendo la vista gorda. Los mártires lavaban y planchaban la ropa de sus verdugos, les lustraban las botas y les enjabonaban el cuerpo en la laguna, haciendo de novias por las noches, entre risas apagadas, gemidos y traqueteos de catres contra la pared. Al principio, Aquiles, Ulises y Narciso trataron de mantenerse siempre cerca el uno del otro, por si fuera necesario defenderse de alguna contrariedad. Los robos eran moneda corriente, tan comunes como el hambre que mordía a toda hora, sobre todo en aquella primera parte del año. Los veteranos, en cambio, no tenían problema, pues habían montado un sistema complejo y eficaz para saquear la despensa, a cargo del más antiguo de los Pandulces, un mancebo incorregible que ya llevaba seis años allí, sin mostrar apuro en renunciar. Se llamaba Gualberto Núñez, pero le decían Carocito en honor a su pequeño escroto, rosado y frágil. Lejos de los rigores del entrenamiento, se conservaba pálido y bien comido, feliz con su papel de dueño de las máximas apetencias de la soldadesca: comida y el sexo, tesoros que administraba a la perfección, vendiéndolos, prestándolos o canjeándolos según la necesidad o la cara del cliente, lo que le permitía ahorrar dinero y convertirse, de hecho, en la tercera autoridad del Regimiento. A decir verdad, los nuevos no se acordaban del sexo por aquellos meses, molidos hasta la exageración por el entrenamiento. Pero a partir del segundo semestre todo cambiaba, pues se daba por terminada la parte física y los reclutas del nuevo grupo se unían a los veteranos para las prácticas de tiro y de defensa personal, ocupando el resto del tiempo en aprender a marchar y a sobrevivir al insoportable tedio de las horas muertas. La vida se volvía menos dura, pero aumentaba el peligro, pues la ley permitía que sólo la mitad de la promoción fuera licenciada a fin de año, de modo que los veteranos procuraban lograr que los nuevos fueran castigados y ocuparan sus sitios, el cupo de los que permanecerían una temporada más. Como era habitual, aquel año también se multiplicaron los robos, las trampas, las peleas y rivalidades de toda clase, sobre todo cuando los veteranos decidieron incorporar a su servicio a los novatos Calixto Gauna y Epímides Guzmán. Aunque las peleas eran frecuentes, tanto porque uno le había robado algo a otro como por ganar los favores de alguno de los Pandulces, los tres amigos se habían mantenido a salvo de toda discordia o castigo, cumpliendo el tradicional mandato de pasar desapercibido y no diferenciarse del resto ni por mejores, ni por peores. Sin embargo, no pudieron evitar que empezaran los problemas el día en que Carocito Núñez vio por primera vez a Narciso, desnudo en la laguna y haciendo bailotear la pinga. El enamoramiento del mancebo fue arrasador, definitivo, pese a que por la época servía a la intimidad de dos de los peores rasos del batallón: Anunciado Battilana, un mocetón que hacía el papel de novio formal y Agamenón García, un rufián turbulento que le oficiaba de amante.

No lo habían notado al principio, pero apenas comenzaron a tener tiempo libre, descubrieron que la principal fuente de conflictos era el enredo propiciado por las relaciones privadas, a veces ocultas y a veces no tanto, que unían y separaban a los hombres en la oscuridad del cuartel. Los fines de semana, apenas Verón se retiraba a visitar el pueblo, se declaraba abierta la temporada de caza y el Cabo comandaba la búsqueda de nuevos talentos entre los más débiles, acosándolos hasta que alguno terminaba convertido en otro Pandulce. Era fácil notar quién era el nuevo cofrade, pues en los primeros días se alejaba del resto de sus compañeros, avergonzado, sin hablar con nadie hasta acostumbrarse a su nueva situación; algunos se volvían amargados y taciturnos hasta el final de la leva, pero otros le tomaban el gusto y se tornaban consentidos y volátiles, jugando a la prima donna de lo peor del cuartel. Sin embargo, había veces en que Gallinar hallaba resistencias formidables en novatos que parecían fáciles, muchachos de apariencia débil pero de un orgullo a toda prueba, jovencitos que a la hora de la verdad lo enfrentaban y terminaban muertos de un tiro, ahogados en la laguna, desnucados en accidentes confusos o suicidados sin gloria con el fusil con que montaban guardia. Eran sucesos tristes que nunca se aclaraban, porque sólo cumplían con la Patria los más pobres e indefensos, aquellos que nadie se molestaría en defender. Los parientes llegaban hasta el portón de entrada y recibían al muerto, pálido y frío, dormido para siempre en un cajón de madera barata. La entrega - triste y burocrática - se realizaba siempre a la hora de la siesta, a fin de que el solazo apurara el trámite y espantara a los deudos. Abrazados al ataúd, la madre y los hermanitos lloraban sin entender, apretando contra los rostros morenos la bandera nacional. Pero eso era todo. A los pocos minutos, el pequeño cortejo se había marchado por el sendero de tierra colorada y la vida cuartelera continuaba su inutilidad rutinaria.

Quizás fuera que a Narciso le afectaron estas historias, relatadas en voz baja en las horas de guardia y recordadas cada vez que alguno de los Pandulces cruzaba la barraca a medianoche, yendo a meterse en el catre del que lo había apalabrado en la tarde. Tal vez fuera porque añoraba el olor montuno de las sirvientas del barrio, o quiso divertirse un poco y probar algo nuevo, diferente. Por lo uno o por lo otro, o por todo junto, empezó a sostener las miradas a Carocito Núñez, a sonreir cuando le sonreía y a quedarse demasiado tiempo desnudo en la laguna, viéndolo al otro comerlo con los ojos. Excitado con la novedad, mantuvo el coqueteo durante semanas y sin darse cuenta, empezó él también a desear que algo sucediera. Y sucedió nomás, una noche en que percibió que alguien - él sabía quién – se había metido bajo la manta y le mordisqueaba los dedos de los pies. Embargado por una ansiedad irrenunciable, mantuvo la respiración mientras su visitante subía por los tobillos, las rodillas, los muslos, hasta quedarse allí donde los dos querían. Aquiles y Ulises lo notaron cambiado, pero sólo supieron el motivo cuando Agamenón García lo dijo a los cuatro vientos a mitad de un almuerzo. Rojo de vergüenza, Narciso no dijo nada, pero entonces Carocito cometió el error de servirle una ración que superaba por el doble a las de los demás, provocando la reacción airada de la soldadesca y el odio feroz de Anunciado Battilana, que le juró venganza.

- ¡No me pregunten nada, muchachos! ¡No me juzguen! - Decía Narciso, llevado fuera del comedor por sus amigos para evitarle una desgracia. Anunciado y Agamenón se pasaban un dedo índice por la garganta, prometiendo muerte. Al día siguiente, los despechados emboscaron al galán en las letrinas y le plantearon el ultimátum: o dejaba de ver a Carocito o lo destripaban. Narciso no se dejó intimidar, un poco porque tenía ese coraje callejero de los changarines y otro poco porque se había aficionado de verdad al botín en disputa. No sólo se dejaba visitar en las noches, sino que él mismo organizaba encuentros en la cocina, en el taller donde guardaban el camión o en la romántica laguna. Justo él, que siempre había alardeado de su masculinidad sin tacha, Rey de los Gavilanes y el Terror de las Palomas, terminó descubriendo en el cuartel que no había nada más apetitoso que el trasero de un palomo, vicioso y disponible.

- ¡Hermano, por favor, dejá a ese puto o te van a amasijar! - Aconsejaban los amigos, pero él no escuchaba razones. Un día, por fin, se trenzó a las trompadas con Anunciado. Terminaron con los ojos hinchados y las narices sangrantes, pero en empate. A la semana siguiente se repitió la pelea, pero con Agamenón, que era físicamente más chico que Anunciado, aunque más mañoso. Fue otro sufrido empate. Dispuesto a inclinar de una buena vez la balanza, Gallinar persiguió a Narciso con todos los medios a su alcance. Le redoblaba las guardias. Lo metía preso por delitos inexistentes. Lo torturaba a toda hora. Lo dejaba sin comer y sin dormir durante días seguidos, pero no había caso, Narciso y Carocito seguían juntos.

La historia tomaba las características de un amor imposible, pero imperecedero, de esos que se fortifican con las pruebas del destino y se hacen más grandes en la adversidad. Para complicar el panorama, la pasión se había degenerado tanto que los amantes se encontraban cada vez que podían, causando risa al principio y una general repulsa después, porque se les fue la mano. Una noche, cuando sólo quedaban dos meses de servicio, una sombra furtiva intentó acuchillar a Carocito en el baño, pero el muchacho se defendió con bravura, pegando alaridos y puntapiés hasta salir con bien. Aterrados, pero dispuestos a demostrarle al mundo que nunca cederían, Narciso y Carocito pusieron sus catres el uno al lado del otro, en abierto desafío al honor militar. Fue el acabóse. Gallinar los metió presos en celdas distintas y a la mañana siguiente dio parte del descalabro al Teniente Verón, quien ordenó que Narciso fuera subido a un camión y trasladado a un fortín en medio del Chaco, a donde partió sin despedirse de nadie. A los cuatro días, desolado, Carocito Núñez colgó una soga de una viga del techo y se ahorcó, poniéndole punto final al drama. Nunca supieron si Narciso llegó a conocer la trágica determinación, pues no regresó jamás a Nueva Atenas, donde las fámulas ya lo habían empezado a olvidar.

 

XXVII

 

Aquiles comprendió que nada de lo aprendido en aquel año tenía la menor importancia. Lo supo apenas llegó a su casa y la encontró más desvencijada de lo que la había dejado al partir. Su madre parecía una sombra, delgada y silenciosa. Caminaba apoyándose en las paredes, como si el menor soplo de viento la fuera a desarticular. Estaba tan ida, que ni siquiera demostró darse por enterada del retorno del hijo. Parquímides II tampoco se veía muy bien, aunque al menos hablaba un poco. Se había dado maña para mantener el puesto de frutas, gracias a lo cual lograron sobrevivir no sólo a la miseria, sino también al doloroso naufragio de la ausencia. “Y yo perdiendo el tiempo en ese cuartel de mierda”, murmuraba Aquiles a cada rato, viendo que sus antiguos competidores habían progresado, hundiendo su carrito al último rincón de la calle. Se asoció con Ulises, quien convenció al padre de comprar a crédito la mitad de lo que produjera la huerta, demasiado grande para una familia de sólo tres miembros. Hasta el Turco Julián le tendió una mano, deseoso de hacerle ver que no habían tenido nada que ver con el hundimiento familiar. Tragándose el orgullo, Aquiles aceptó el sulky y el caballo que le ofrecía y que sirvieron para el traslado de la mercadería durante el primer tiempo. Mucho después, cuando alguien le preguntó a qué debía su éxito, Aquiles respondió sin vacilar: “A la desesperación”. Como no tenía que pagarlas de inmediato, vendía frutas y verduras más barato que sus competidores y depositaba el ingreso diario en el Banco de Fomento, lo que le permitía ganarse - con los intereses - unos pesos extras cada mes. Por lo demás, todos sus días eran iguales. Se levantaba a las tres, recorría treinta kilómetros hasta la finca de los Martínez y recogía con Ulises lo suficiente para una jornada. Volvía a Nueva Atenas, abría el puesto a las seis y trabajaba de corrido hasta las siete de la tarde, cuando volvía a su casa, cenaba y se echaba a dormir, sin pensar más que en salir de la miseria a la que habían sido empujados por Daud. “Algún día me la pagarán”, masticaba con rabia, pese a que mantuvo carro y caballo prestados durante un año. Los devolvió recién cuando pudo comprarse una camioneta, destartalada y asmática, que además de acortarle los viajes le avisaba que estaba en el buen camino. El resto, ya llegaría.

Sócrates regresó una mañana, sin previo aviso. Apergaminado y torcido, Aquiles no lo reconoció cuando se marchó el último cliente y lo vio ahí, paradito en la calle, mirando con ojos acuosos el cajón de los tomates. Se dieron un abrazo callado y después el viejo se sentó en la vereda y aguardó, mudo y quieto, a que llegara la hora de cerrar el puesto. Nunca contó nada sobre la prisión, jamás soltó una queja ni volvió a mencionar a los Daud, como si la soledad del destierro le hubiera ahuyentado para siempre la rabia. No hablaba con nadie, ni siquiera con la esposa. Se levantaba al alba, acompañaba al hijo durante el día y después se dejaba caer sobre un catre arcaico que le habían dado en la cárcel. A veces se sentaba con el hermano a fumar cigarros de chala y parecía que iba a decir algo. Abría la boca desdentada, tomaba aire y se quedaba un instante como suspendido en la duda, pestañeando por la ansiedad. Luego se desinflaba, escondiéndose en la mudez de siempre. Sus confesiones, si es que las tenía, nunca pasaron de ser falsas alarmas. Una noche - para el tiempo en que el puesto se había transformado en un mercadito con paredes de ladrillos y techo de chapas duras - Aquiles descubrió que su padre escupía sangre y salió a buscar al Doctor Epaminondas. “Tiene tuberculosis y de las más avanzadas”, dijo el médico, garabateando una lista de medicamentos que no servirían de nada: los años de sufrimiento y miseria, finalmente, le estaban cobrando el precio. Sócrates se atragantó con la muerte un Viernes Santo, mientras se chupaba el pulgar de la mano derecha.  ¿Habrá estado soñando con su padre, trepado al árbol para ver cómo fusilaban al abuelo anarquista? Cuando lo levantaron del catre para meterlo al cajón, hallaron bajo las cobijas un revólver con seis proyectiles, comprados quién sabe cuándo ni cómo y listos para una venganza que ya no podría cumplir. “Otra deuda más de los Daud”, murmuró Aquiles, mirando al cielo.

Todos estos asuntos eran antiguos cuando Terámenes apareció con su estrafalaria oferta. El mercadito - convertido con el esfuerzo de su dueño en un almacén de ramos generales y corralón - se había mudado a un local propio y la vetusta camioneta dormía la siesta en un baldío vecino, reemplazada al fin por un camión de reparto. Llegando a la treintena, Aquiles era un hombre sólido y a salvo de los avatares económicos, pero también un solitario. Con su madre y su tío transformados en sombras silenciosas, su vida transcurría entre las paredes del negocio. Seguía soltero, no tenía gustos ni gastos, vivía para trabajar y casi para ninguna otra cosa, pues su única distracción era juntarse una vez por semana con Ulises a jugar a los naipes. Para entonces, el viejo Sófocles estaba muerto y enterrado y el amigo era el único dueño de la finca, reducida porque el padre la había ido vendiendo de a poco, para prestar en usura el dinero que obtenía. Durante algunos meses de infructuosa lucha, acompañó a Ulises una y otra vez a ver al Juez, pero no pudo probarse nada contra los Daud y para colmo, tampoco hallaron el libro donde se anotaba la nómina de sus deudores, así que no hubo a quién ir a cobrarle un peso. “Fue esa puta de Nuria Segovia”, lloró de rabia el amigo, derrotado. Fue la primera vez que Aquiles oía hablar de Nuria, la morocha a sueldo de los Manfredini, los Caballero, los Daud y quién sabe de cuántos apellidos más. Mujer desalmada y pérfida, calentona y bella, destinada a enseñar las mieles del amor verdadero al último de los Farjat.

- Don Aquiles, ahí afuera hay un cura que lo busca - Dijo el empleado. Era sábado y Aquiles estaba ocupadísimo con la suma de los remitos. Levantó la mirada y lo vio, aguardando a la entrada junto a un niño. «Decíle que pase», ordenó.

Alto como una puerta, sólido como una montaña y envuelto en su sotana, el padre Terámenes no pasaba desapercibido cuando bajaba al pueblo. Arrastrando sus sandalias polvorientas, entró a la salita donde Aquiles atendía sus asuntos y esperó, tan paciente como un león atrapado, a que el otro cerrara sus libros y lo atendiera. Dos o tres moscas ateas le revoloteaban alrededor de la cabeza, arriesgándose a quedar atrapadas por la pelambre salvaje. Aquiles despejó el escritorio y lo invitó a acercarse. El cura se presentó a sí mismo como el encargado de la Misión de los Nuevos Jesuitas y al niño como su sobrino Camilo. Sin quitarle un segundo los penetrantes ojos de encima, explicó que deseaba crear una granja modelo en los terrenos de la Misión - en realidad, dijo «un laboratorio agrario» - para que los hijos de los campesinos aprendieran allí, gratis, lo que no podrían aprender en una Universidad, porque era probable que jamás fueran.

- En España he sido director de la Escuela Agrícola de Navarra durante diez años, así que sé cómo enseñar el asunto, pero necesito de todos modos una ayuda - Aclaró, señalándolo con un dedo grueso y calloso. A continuación, metió una mano entre los trapos de la sotana y extrajo un papel escrito con una letra de trazos desparramados. Pidió bolsas de semillas, abono, cuatro marcas de químicos, herramientas y materiales para la construcción, ofreciendo a cambio la salvación eterna, garantizada con la firma del cura. Aquiles sonrió:

- Padre, no creo que yo pueda tanto, pero cuente con dos bolsas de semillas. Eso es todo lo que puedo hacer.

Terámenes se puso de pie poco a poco y dijo:

- Qué pena que no pueda, pero gracias por las semillas. Empezaremos con éso.

Aquiles llamó a uno de los dependientes, ordenó que le dieran dos bolsas de cincuenta kilos de semillas a elección y después volvió a encerrase en sus números y soledades. Todos los días alguien llegaba a pedir algo y él siempre accedía, pero aquella vez se quedó con una sensación incómoda, acaso fuera por la graciosa compensación que ofrecía el padre - ¡miren que garantizarle a uno la salvación! - o tal vez fuese por el modo en que lo miró el niño, como si lo acusara. Una hora más tarde, cerró la oficina y subió al camión para irse un rato hasta la finca de Ulises, pues había quedado en llevarle unos rollos de alambre que el otro necesitaba. Salió del pueblo, enfiló por el sendero de tierra colorada y de pronto descubrió la figura del cura, caminando medio doblado por los cien kilos que llevaba a la espalda. El sobrino lo seguía a pocos metros, apurando el paso entre nubecitas de polvo. Frenó el vehículo al lado de Terámenes y por no saber cómo disculparse, tomó uno de los bultos y lo cargó a la caja del camión. Luego, el otro. El rostro del sacerdote brillaba de sudor por el esfuerzo, pero el del niño estaba lleno de rabia. Aquiles siempre lo recordaría. «Padre, lo lamento - dijo, invitándolos a subir - no sabía que estaban a pie».

- Bah, no es nada. Usted ya había hecho todo lo que podía hacer - Respondió el cura, con un reflejo irónico que a Aquiles le pasó por alto. Manejó en silencio durante media hora, calculando todo el tiempo el sacrificio que le hubiera significado al sacerdote hacer todo ese trayecto cargando las semillas. «Cien kilos a la espalda, mierda, no cualquiera puede» Y ni siquiera lo hacía para su propio beneficio. «Bien, aquí puede dejarnos», dijo Terámenes, cuando llegaron a la entrada de la Misión, en cuyos fondos se alzaban los barracones de la escuelita rural. Aquiles bajó para ayudarle con las bolsas, pero el fraile se le adelantó y no hubo forma de quitárselas de la espalda:

- No se preocupe - Dijo, sonriendo con picardía - Es peor cargar remordimientos.

- Permítame ayudarle, por favor.

- Déjese de joder y en todo caso venga a ver para qué le pedí lo que le pedí - Respondió Terámenes y arrancó con pasos vigorosos. «Es todo un Sansón, el viejo», pensó Aquiles, tratando de darle alcance. Pasaron frente a una galería sombreada, donde una treintena de chicos almorzaba mazamorra alrededor de una mesa larga, mientras esperaban al cura para la clase de dibujo. Una mujer joven y muy bella - después supo que se trataba de la famosa Isabel - los vigilaba desde un sillón de mimbre. Terámenes no los presentó, pero se tomó todo el tiempo que quiso en mostrarle los terrenos que pensaba convertir en escuela agrícola, obligando a Aquiles a meterse entre el follaje y a sudar la gota gorda, subiendo y bajando por las lomas mientras soñaba sin parar:

- Todos los chicos que lo necesiten podrán venir aquí a educarse, a comer y a aprender a trabajar mejor la tierra que alguna vez irá a pertenecerles - Resumió, subido a una roca que le hacía las veces de pedestal. Parecía un profeta gigante, llenando el valle con su vozarrón de justiciero social. Aquiles pensó que así debió ser Moisés.

- Padre - Le dijo al rato, mientras caminaban de regreso a la escuelita, con la ropa empapada de sudor – Usted no es de aquí, del pueblo, ¿de dónde vino?

- Ah, muchacho. Lo que importa es adónde voy - Respondió el cura, riéndose. Aquiles le dio la mano y saludó a los chicos con un gesto vago. Al subir al camión, oyó la voz de Camilo diciendo:«Qué raro; un tipo tan miserable y al final nos trajo hasta acá».

No tardó más que un par de días en llenar el camión con todas las cosas que el cura le había pedido - más otras que se le ocurrieron a él - y enviarlas con Ulises, pues le daba vergüenza que se le notara la culpa. El martes apareció Camilo por el almacén y le entregó un sobre. En su interior había un papel que decía lo siguiente: «Certifico que el señor Aquiles Farjat le ha donado algunos bienes a la obra de Dios, por lo que se ha hecho acreedor a un pedazo de Cielo, el cual le es garantizado por la presente. Firmado: padre Terámenes Molina». Lo curioso es que conservó el papel hasta el final de su vida, como si hubiera querido recordárselo a Dios cuando llegara la hora. El día en que lo mataron, alguien se lo quitó de un bolsillo y lo rompió en mil pedacitos que se llevó el viento.

 

***

 

Capítulo 8

 

(Donde queda demostrado una vez más que los personajes secundarios

son los que en realidad sostienen la historia, mientras se ofrecen fortunas

por la virginidad de una bailarina amateur)

 

XXVIII

 

L

eón Valdéz cruzó el puente internacional como si se rindiera, nueve años después del día en que partiera en busca de su padre. Cargaba una bolsa marinera con algo de ropa y un libro ajado y leído mil veces, salvado por milagro de los ríos amazónicos, los guardias fronterizos y el sin fin de aventuras corridas por el camino de vuelta, marcado de desesperanza. Sentía que se había esforzado en vano, pues al fin y al cabo no halló más que pisadas antiguas, huellas que acabaron en una tumba perdida. Al principio le torturó la idea de que hubiera dado con su padre si no daba antes con la cama de Margarita y que entonces todo habría sido distinto. Quizás, por qué no, su padre aún estaría vivo. Hubiesen podido hablar, contarse cosas, explicarlo todo. Aprender y enseñar, darle un sentido a tanto sueño malgastado. Pero no pudo ser, así que emprendió la derrota del regreso con el alma desencajada por el espanto de haber fallado. Trabajando en mil oficios distintos, comiendo un día y ayunando dos, fue bajando por el mapa con la angustia del que no tiene horizontes. Ya no habría oportunidad de conocer los por qué de tanta ausencia, ni aprender nada del otro viajero. En plena retirada, divisó de lejos la cabaña de Ramón Orejuela, pero no tuvo ánimos para llegar de visita. El mar - que antes le luciera tan bello - se veía sucio y gris, como si fuera un mar distinto al que había visto en la ida. Cruzó el Ecuador, descansó un par de días en el cafetal de Sandalio Cienfuegos y deambuló sin sentido durante meses, hasta que fue a parar al Hospital de Iquitos, donde el Doctor Fagundes le contó que Yolanda había muerto el año anterior, mordida por una culebra. León se quedó un día completo sentado junto a su tumba, preguntándose cuáles eran las reglas de la vida, del amor y de la muerte. ¿Cómo saber qué decidir, qué es lo bueno y qué será lo malo si hay una sola vida y ningún modo de comparar qué hubiera pasado si elegía lo contrario? Lloró, por primera vez en la vida, sin contenerse. Por Yolanda y su belleza putrefacta. Por su padre, huyendo quién sabe de qué. Por su madre, muerta de tantas ausencias y abandonos. Y por sí mismo, por su rabia y por sentirse tan distinto al que había sido, al punto que ya no podía encontrarse ni cerrando los ojos. Fagundes no le hizo ninguna pregunta, le prestó una cabaña para que viviera y lo dejó a solas con sus recuerdos. A veces, muy de vez en cuando, León salía de su exilio selvático y visitaba al amigo en su despacho. Allí aprendió a jugar al ajedrez y a beber singani hasta que el último fantasma moría ahogado, retorciéndose entre las tripas por el fuego del alcohol.

- Voy a marcharme en uno de estos días - Dijo una noche, espantándose los mosquitos con una revista vieja. Fagundes contuvo un eructo y dijo:

- ¿Para qué? Adonde vayas vas a llevarte todo lo que crees haber enterrado aquí. Nadie huye tan rápido como para dejar atrás lo que teme. Por éso sigo en este sitio.

- Bueno, me voy igual, digamos que en busca del amor verdadero – Soltó una carcajada que sonó tan falsa como era - Tengo que saber qué más hay.

- Sólo más de lo mismo, muchacho. Traiciones, equívocos, cobardías, cosas que nunca son como uno las imagina. Por eso siempre terminamos llegando tarde. Yolanda lo sabía claramente: la selva está afuera, León. Allá, en la ciudad, ella era una apestada que provocaba asco. Aquí, entre nosotros, era una reina. A veces, cuando no es posible elegir el camino de ida, hay que contentarse con el de vuelta. Llega un momento en la vida en que uno comprende que ya no lo logrará, acepta la derrota y emprende el regreso, eligiendo un lugar para quedarse. ¿El amor? Bah, dura tanto como tardas en decepcionarte, pues uno sólo se enamora de la proyección de los propios sueños y tarde o temprano descubres que ella está llena de defectos insoportables; allí es cuando comienza tu camino de regreso.

- Estoy empezando a creer que es así: la mitad de la vida para ir y la otra mitad para volver. Si mi padre hubiera aceptado su derrota, si se hubiese vuelto, nos habríamos hallado el uno al otro. Pero él no cumplió su parte.

- Bueno, quizás sí. Estos nueve años de viaje son la educación que él te ha dejado.

León no dijo nada, pero se quedó un tiempo más. Sólo un poco. Al finalizar el tercer mes, subió a la barcaza y abandonó Iquitos para siempre. El Doctor lo despidió desde el muelle y un grupito de enfermos lo acompañó varios metros, corriendo por la costa con sus caras tristes, como si quisieran irse con él. Tardó todo el verano de ese año en cruzar Perú y casi medio otoño en llegar a Tarija, donde almorzó fricasé de pollo con Cipriano Pereyra - el tallador de lápidas -, quien le consiguió un pase para la destilería de Camirí. Allí, en la capital del oriente petrolero, pasó la otra mitad del otoño, todo el invierno y un cuarto de la primavera siguiente, embadurnado en una mezcla hedionda de lodo y petróleo. La ciudad era pequeña, pero bulliciosa y hasta cierto punto, moderna, pues el juicio al francés Debray le había dejado un aire de importancia que aún permanecía. León se hospedaba en un hotel que le recordaba al de Asunción, pero también al de Caracas. ¿Qué habría sido de Margarita, ligera y dulce, la muchacha del amor eterno? Pensar en ella aún le provocaba un sentimiento de humillación que lo desbarataba, así que se esforzó por iniciar el olvido, cubriendo su nombre con otros nuevos, menos dulces pero igual de ligeros. De todos modos, no quiso quedarse más de lo necesario en Camirí, pese a que el trabajo no era malo y le pagaban bien. En Octubre pisó de nuevo tierra guaraní, visitó a Pajarito Velarde en Mariscal Estigarribia y al fin llegó a Asunción una tarde bochornosa. Llevaba mucho dinero, pues había ahorrado cinco meses de sueldos, pero su aspecto era más harapiento que nunca. Por pura nostalgia, recorrió el puerto sin hallar a ninguno de los que había conocido una década atrás. Ni Pánfilo Abente, ni el capitán Gauto, ni la chiperita. “Lo mismo será en Nueva Atenas, mi regreso no le significa nada a nadie”, se dijo una noche, mirando el río desde los muelles vacíos. “¿A qué vuelvo?”. Y sin embargo, siguió rumbo al sur. Pasó por Puerto Stroessner con la idea de visitar al general del inodoro portátil, aunque a último momento cambió de opinión y cruzó a Foz. Comenzaba a atardecer y las primeras luces aumentaban el peso de una nostalgia nueva, como si la proximidad del final le provocara una tristeza mayor a la alegría del reencuentro. Entró al bodegón en el que había estado en el viaje de ida, se acomodó en una silla alejada del escenario vacío y pidió un café con leche. Escuchó una risita y luego una voz que dijo:

- Aquí nadie pide un café con leche, señor. Esto es un nigth club.

Levantó los ojos y se encontró con la misma muchacha que había visto una vez, saliendo de la casa de los Manfredini. El iba con su tío, que había ido a sacarlo de la comisaría. Ella, una niña con vestido de organzas, iba con una mujer mayor y decían algo así como que nunca volverían a ese apestoso pueblo. Casi chocaron, los cuatro. Y ahí estaba ahora, convertida en una mujer hermosa de ¿veinte años, veintiuno tal vez? León aspiró el olor a hembra - una mezcla suave de flores y sudor femenino - y sintió un escalofrío en el vientre. Un enamoramiento sanguíneo y seminal.

- Que sea algo de comer, entonces - Dijo, mirándola con intensidad. De pronto, todo el peso del viaje y el temor al futuro desaparecieron. Se quedó hasta tarde, esa noche, mirándola de reojo cómo iba y venía atendiendo las mesas, sonriendo a los parroquianos y devolviéndole - ¡a él! - las miradas de tanto en tanto. Cuando por fin tuvo coraje para dejar su silla, preguntó a la muchacha por qué nombre la llamaban.

- Clara - Respondió ella, sonriendo con picardía.

Después de recorrer miles de kilómetros durante tantos años, León se detuvo a sólo tres horas del retorno definitivo. Pasó la noche en una pensión barata y a la mañana temprano depositó su dinero en un Banco y salió a buscar trabajo.

 

XXIX

 

Mariazinha de Moraes creyó que tocaba el cielo con las manos cuando Pericles la contrató para seducir a Aristóteles Manfredini, pues siempre había querido acercársele cuando el millonario se sentaba a ver el show, cada viernes a la medianoche. Ella ondulaba el vientre y echaba unos ombligazos magníficos, anticipándole con las caderas lo que podría decirle con la boca si le diera oportunidad. Flameaba su negra cabellera entre las luces del escenario, le brillaba el sudor entre los pechos y le bullía la sangre, pero Manfredini nunca fue más allá de ponerse de pie para aplaudir o de dejarle unos billetes en el bretel, pues siempre andaba acompañado. Marguetta Sampaio, por ejemplo. O Dionisia Magallaes, rubias las dos. Despampanantes como actrices porteñas. Pero vino el Comisario a allanarle el camino, tejiendo sus redes policiales y logrando que la invitaran a una fiesta privada de fin de año. Fue una noche perfecta, pese a que todo terminó saliendo mal. La barcaza - la misma que usaban para el contrabando - estaba decorada como para una boda, cruzada de luces colgantes, flores y guirnaldas. Sobre el puente se había instalado una mesa cubierta de manjares y de la proa a la popa se codeaban los personajes más ilustres de la comunidad, militares, jueces y abogados enriquecidos con las prebendas fronterizas, amantes engordadas a caviar y amanuenses armados embriagándose discretamente desde el mediodía. Mariazinha llegó temprano, lo que le permitió jugar sus cartas antes de que aparecieran sus competidoras. Entró al camarote donde Manfredini se probaba el smoking y empezó, ahí mismo, una danza sin más público ni fondo musical que la respiración acezante del anfitrión, maravillado de la ropa que se deslizaba por los hombros morenos y caía sobre los pies descalzos de la muchacha. Cuando salieron del camarote, casi tres horas más tarde, ella había desplazado de un plumazo a las rubias que llegaron después. No se despegó de Manfredini ni un minuto y durmió con él esa noche y todas las noches que, con cualquier excusa, el contrabandista se escapaba de su esposa Laida.

La mulata no se acordó nunca del arreglo que la llevó al romance, se lo olvidó para siempre mientras retozaba en el barco, en el auto último modelo, en los hoteles caros o en cualquier sitio en que Aristóteles la reclamaba, de modo que el Comisario se quedó sin su espía sin obtener la menor información. Ella, que a los veinte años había tenido una larga lista de amores, cometió el error de tomar en serio su nueva pasión y en el descuido entreveró las fechas, confundió los días y se quedó embarazada. Mantuvo el secreto todo el tiempo que pudo, casi cuatro meses, hasta que se le volvió inocultable. Tuvo que decírselo. Aristóteles sonrió sin responder y de un día al otro desapareció de su vida. Fue el Turco Julián quien le dio la mala noticia, entregándole un primer cheque mensual y las llaves de un departamentito que usaban en Foz para encuentros furtivos, beneficios que duraron hasta un mes después del nacimiento. Convertida en una madre soltera más y sin nadie que le echara una mano, Mariazinha se recluyó en una piecita de la Favela Saravá, donde sobrevivió con su hija atendiendo camioneros a cinco pesos el normal y diez la francesa, pidiendo quince por un completo cuando el hambre acuciaba. Aguantó como pudo hasta que el cuerpo retomó sus formas y regresó al escenario, de donde no bajó hasta que Clarita cumplió catorce años y la reemplazó. Para entonces, madre e hija vivían en casa propia y si bien no les sobraba nada, tampoco les faltaba. Aunque seguía haciendo la vida para mejorar los ingresos familiares, Mariazinha se ocupó de que su hija tuviera la educación de una muchacha de buena familia, llegando incluso al extremo - así fue el comentario - de amenazar a la monja del colegio con un cuchillo, para que la inscribiera.

Manfredini  no volvió a aparecer y la única vez en que fueron a verlo a Nueva Atenas se negó a recibirlas, amenazándolas con la cárcel para la madre y el horfanato para la hija, si se atrevían a regresar. Ese fue el día en que se encontraron con el cura Rigoberto y su sobrino, suceso trivial que Clara recordó cuando vio a León en el bar. Para entonces, ya se había graduado en el colegio Santa Teresita y debutado con gran éxito en el escenario del bodegón y en la cama de Lucrecio Pezoa, el atrevido que casi pierde la vida por ofrecer cien pesos a cambio del virgo de la doncella. Se había enamorado de ella hasta la perdición, lo cual era un error perdonable. Lo imperdonable fue que la creyera en la misma función que las chicas del lupanar y ofreciera cien pesos por ella, con la ilusión de halagarla. Mariazinha alzó el cuchillo de matar chanchos y lo hubiera despenado en serio si el otro no salía a todo dar, balbuceando excusas. “Esa garota será más bella de lo que fue la madre”, comentó el Ruso Sojomavich, entre copa y copa, “Yo pagaría hasta cinco mil por ser el primero”. Alguien le fue con el cuento a Mariazinha, pero una cosa era espantar al idiota de Lucrecio - triste empleado de Banco - y otra a Sojomavich, decano de los joyeros locales. Al fin y al cabo, la oferta era un halago y no una ofensa. ¡Cinco mil! ¡Casi cien salarios básicos! “Ese himen vale diez mil”, discrepó con imprevista honestidad el Coronel Paulo Contreras, rico hacendado del Estado de Paraná, “Y yo los pago”. Mientras tanto, Clarita seguía contoneando el pubis hasta dejar frenética a la concurrencia, exacerbando el morbo popular a límites insospechados. Como para ella sólo se trataba de un juego, reía sin disimulo con las bocas babeantes de la primera fila, las frentes sudadas, los ojos enfebrecidos, las braguetas creciendo en su honor noche tras noche. Mariazinha, que al principio agradecía que le dieran a la hija la oportunidad de mostrarse, se sorprendió con el inesperado éxito. Nunca, ni en los mejores tiempos, la gente había hecho cola desde temprano para entrar. «Creo que debieras pagarle algo a la niña», sugirió y Maurizio le puso el mismo sueldo que a las demás chicas, todas expertas en el arte de la calentura bailable. Para recuperar la inversión, le subió el precio a todos los tragos y aún así vio redoblarse sin parar las ganancias, pues nadie estaba dispuesto a perderse la media hora en que la niña salía a hipnotizarlos.

- Si es cierto que esa fruta está todavía intacta - Murmuró una noche el General Centurión, famoso por la fortuna que había hecho contrabandeando y porque andaba de un lado a otro con su inodoro a cuestas - díganle a quien corresponda que yo pago cincuenta mil por darle el primer mordisco.

Lucrecio Pezoa, que había llegado a su límite con los cien pesos ofrecidos, rompió en llanto al conocer la oferta militar. Para su desgracia, tras ser corrido por Mariazinha le habían prohibido ingresar al bar, así que seguía los pormenores de la historia desde el exilio de la pensión. Soñaba con Clarita, vivía sólo para pensar en ella y consumía las horas de su desesperación en escribir unos poemas horribles, pero plenos de enloquecida pasión. Poco a poco y sin que la suegra supiera, los desangrados sonetos comenzaron a filtrar su vigilancia y a despertar la curiosidad de la niña, que los leía diez veces antes de guardarlos en el cuaderno de séptimo grado. Alejandrinos interminables, acrósticos insomnes y declaraciones encendidas se fueron sucediendo hasta que Clarita no supo qué hacer con tanto acoso epistolar. Para la muchacha, que había visto a las mujeres del bodegón irse con uno y otro por veinte pesos, que ofrecieran dinero por ella resultaba una diversión novedosa, pero muy distinto era que alguien la amara. No se hablaba de esas cosas en su ambiente.

- ¿Qué pensás hacer con este asunto? - Preguntó Scarpa una mañana a la madre de la estrella -El gordo ése, el militar paraguayo, me insiste con la oferta de cincuenta mil y me parece que no podemos seguir diciéndole que no. Es demasiado dinero, más del que vas a ganar por el resto de tu vida. El general...

- Que el general se vaya con su oferta a la puta que lo parió - Fue la respuesta de Mariazinha - Mi hija no está a la venta. Sólo danza.

- ¿Pero qué tiene de malo? Tarde o temprano le va a dar la chuchita a alguno y encima gratis, imagináte en cambio todo lo que podés hacer con esa plata. Clarita...

Mariazinha se puso de pie y apoyó las dos manos sobre el escritorio de su patrón, dejándolo con la frase cortada por la mitad. La mujer tragó saliva con esfuerzo, como si estuviera tragando rabia. Luego dijo:

- Mire, si me vuelve a tocar el tema sacaré a mi hija de aquí y su negocio se va a la mierda, así que...Mi hija va al colegio de las monjas. Ella será distinta.

En otros tiempos, Scarpa la hubiera echado sin miramientos, pues una mulata era fácilmente reemplazada por otra, pero Clarita ¿De dónde sacaría otra muchacha de catorce años que bailara tan bien, fuera tan bella, tan extraordinariamente sensual y además virgen, capaz de despertar pasiones que se cotizaban en cincuenta billetes grandes? ¡Ah, no podía arriesgarse a perderla! ¿Y si la madre se la llevaba a uno de sus competidores o cruzaba la frontera y la instalaba en el lado paraguayo? Sonrió, pensando en todos los años que tenía la joven por delante, bailando en el bar y atendiendo a sus mejores clientes en el amoblado del fondo. ¿Y no era, después de todo, mucho más rentable que siguiera con la virtud intacta, atrayendo a centenares de clientes cada semana y multiplicando las ventas y el trabajo de las demás chicas? Clarita despertaba los instintos y lo seguiría haciendo mientras todos se esperanzaran con ser el primero, pero en tanto eran sus compañeras de elenco las que aumentaban las ganancias del bodegón, aliviando las tensiones de la concurrencia con rápidas escapadas a la piecita de atrás. ¿Para qué apurarse, finalmente? ¡Ya terminaría Clarita por hacer lo mismo, tarde o temprano!

 

 

XXX

 

Las cosas continuaron más o menos igual por nueve semanas exactas. Clarita bailaba, los hombres se amontonaban a su alrededor y los ricos del pueblo redoblaban sus ofertas, compitiendo con sus billeteras por un virgo que pasaría a la historia. «Nunca - decían, filosofando con sorna - se volverá a pagar tanto por un pedacito de nada». Pero entonces sucedió lo que todos, secretamente, temían. Consciente de que su oferta había sido no sólo una estupidez - ¡cien pesos! - sino también una ofensa, Lucrecio multiplicó hasta lo impensable el desquicio poético con que agobiaba a la niña, matizándolo con cajitas de bombones que le enviaba a la suegra y exageradas inclinaciones de respeto al paso de Scarpa, quien no lo podía ni ver. «Ahí está el súcubo», se burlaba, cada vez que el otro aparecía envuelto en su traje negro y su pasión absurda. Mariazinha se comía los bombones pero no cedía ni un ápice el ostracismo que le había impuesto. «No sólo es un infelíz – decía - sino que además tiene cara de pervertido, con ese pelo aplastado a la gomina y la palidez de cadáver». Ni siquiera le caía bien a las otras chicas del salón - «Es un pajero», reían - cuando se deslizaba a dejar sus poemas para que alguna se lo hiciera llegar a la niña. Marginado y escarnecido, Lucrecio perseveró sin importarle las burlas y hasta se atrevió a aparecer por el bodegón el día de Navidad, metiéndose en el festejo con su habitual aire de mala muerte.

- ¿Quién invitó a Drácula? - Preguntó Scarpa, por lo bajo. Todos soltaron una carcajada y durante un rato no hicieron más que inventar nuevos apodos y bromas sobre el galán en desgracia.

- Jamás he visto a alguien menos atractivo - Dijo, muy seria, Mariazinha, que no lo echó por mantener el espíritu navideño - Es flaco como un tísico, pelado como un buitre, encorvado, pálido y encima de todo se viste de negro. ¿La verdad? Es un asco.

A Clarita, en cambio, le encantó. Su aspecto de pajarraco triste le pareció la encarnación misma del romanticismo. Allí donde otros veían flacura tuberculosa, ella vio un cuerpo consumido por el amor. Allí donde otros encontraban una calva grasienta, ella descubrió la amplia frente de un filósofo. ¿Encorvado? Sí, un poco, pero de tanto inclinarse a escribir bellos poemas. ¿Pálido? Sí, cierto, por la fragilidad a que lo exponían sentimientos tan fuertes y auténticos. ¡Y su traje negro, tan lindo! Desde esa noche reveladora, bailaba imaginando que el bar estaba vacío y que nadie más que él la observaba, único destinatario del contoneo fogoso de sus caderas, de los pequeños senos bajo la blusa. Por primera vez, los espasmos embrujados del vientre le despertaron un cosquilleo extraño, una tensión de urgencias que le erizaba el vello de la espalda, sofocándole el alma. ¿Sería así el deseo? Pero no fue enseguida a verlo. Primero sudó cuanto pudo sus calores raros, muriendo en secreto y despertándose a la madrugada con la ropa mojada y el corazón revuelto, sin entender qué ocurría. «Es la calentura de la edad - le explicó Marieta Zelaya, porque no se atrevió a contárselo a la madre - ha de ser que te prendió por andar leyendo las cartas del pajarraco». Y a Clarita se le cortaba el aire, comprendiendo que el alboroto de la sangre sólo podía apagarse en la cama, el mismo sitio al que le ofrecían fortunas para ir y que hasta entonces sólo le había dado risa y una leve, muy leve curiosidad. Pero todo cambió, después de conocer al súcubo. Terminado el baile, se escabullía con disimulo e iba a esconderse junto al cuartito trasero, a escuchar los gemidos de las muchachas, mezclados con el traqueteo del elástico y el resoplido final de los clientes. Cerraba los ojos para imaginarse que eran ella y Lucrecio, entregados por fin el uno al otro, dueños de un futuro en el que sólo habría poesía y amor.

Cuando estuvo decidida, aprovechó un domingo en que su madre no estaba para dar el gran paso. Era uno de esos días terriblemente húmedos y calientes, que embolsan un aire irrespirable y acaban a última hora en tormenta. A las chicas del bodegón se les ocurrió ir a bañarse al río y Mariazinha se fue con ellas, dejando a Clarita sola. «Yo mejor me quedo - había sido la excusa - el sol me hace doler la cabeza». Pero apenas se fueron, corrió a ponerse un vestido azul con florcitas blancas, ató su cabellera con un moño rojo y tomó prestado unos zapatos de tacos altos. Se miró en el espejo, sintiendo con nostalgia anticipada que la próxima vez que se viera ya no sería la misma. Pintó sus párpados, enrojeció los labios y luego, cargando todo el coraje que pudo, salió rumbo al departamento donde vivía Lucrecio. A esa misma hora, el poeta sudaba sobre la mesa del comedor, buscando una rima que fuera bien con la palabra éxtasis. Nervioso, fumaba un cigarrillo tras otro mientras se encorvaba a perseguir las musas sobre el papel, cuando oyó dos golpecitos en la puerta. Pensó en no responder, pero luego se levantó de mala gana, molesto de que alguien interrumpiera el arduo proceso de la creación. Ahí, paradita en su calentura inocente, estaba la dueña de sus desvelos. Se miraron el uno al otro, sin creer que fuera cierto, la bella ninfa y su pretendiente desquiciado, temblando por la emoción y el no saber qué hacer. A Clarita se le ocurrió pensar que nunca se habían hablado, por lo que ninguno sabía cómo era la voz del otro. Entonces, hizo lo mismo que había hecho su madre en el barco de Aristóteles, tantos años atrás. Cruzó el umbral, cerró la puerta y se quitó los zapatos. Luego comenzó a danzar, así nomás, sin música, ondulando el vientre y las caderas, contoneándose en el centro de un silencio absoluto. Lucrecio la miraba con el rostro descompuesto, viéndola ir y venir sobre las puntas de los pies, mostrando los muslos morenos y escondiéndolos, sacando la rosada lengua por entre los dientes blanquísimos. “Oh, Dios mío, Dios mío”, tartamudeaba, desconcertado. Clarita nunca pudo recordar cuánto duró el revoloteo, pues a medida que giraba le crecían en espiral las ganas de seguir, elevando la magia a límites que nunca había tocado. Pero, en algún momento, se rozaron los cuerpos y un fogonazo invisible estalló entre los dos. El se la llevó - ¿o fue ella a él? - hacia el dormitorio, girando con torpeza hasta caer sobre la cama revuelta. Ella olía a jazmines silvestres y él a sudor rancio, pero se abrieron la boca con la boca y entrelazaron las piernas, buscándose como predestinados. Clarita sintió que le arremangaba el vestido y la montaba con una urgencia de náufrago, separando con una mano sus muslos y sosteniendo, con la otra, un vergazo capaz de estremecer a la más audaz de las hetairas. Lucrecio abrió la boca para juntar aire y luego se introdujo de un envión, mezclando su olor de pajarraco bancario con la estrechez temblorosa de la niña. Ella soltó un grito y casi al mismo tiempo, él también, celebrando en el apuro el final de su abstinencia.

Se separaron al anochecer y ella corrió a su casa, esquivando las primeras gotas de lluvia. Llevaba los zapatos de taco colgando de una mano y el corazón liviano como un pájaro. Reía feliz, escondiendo bajo un bretel los cien pesos que él había insistido en darle y soñando con volver. Pero bastó llegar para que se rompiera el encanto. Mariazinha la atrapó al vuelo, le olió la piel y ahí nomás le soltó el primer cachetazo y enseguida el segundo, diciéndole «pendeja puta» mientras la empujaba al dormitorio y la encerraba con llave. Fueron inútiles los llantos, los pedidos de perdón y las amenazas de suicidio, acompañados de convenientes soponcios y desmayos. En vano fueron a interceder las chicas del bar, sugiriendo un poco de comprensión por algo que todas, hasta la madre castigadora, habían hecho. De nada sirvió que Scarpa se pusiera firme y le exigiera volver a Clarita al escenario, pues para eso le pagaba un sueldo. Perdieron su tiempo los parroquianos, que noche tras noche zapateaban y silbaban, reclamando a su estrella. Mariazinha no cedió. Revisó palmo a palmo su casa, quemó hasta la última carta de Lucrecio, le hizo tragar a la hija un bebedizo que evitaba un posible embarazo y luego de dos meses la dejó salir otra vez, pero sólo para llevarla de un brazo y dejarla pupila en el Santa Teresita.

 

XXXI

 

No volvieron a verla en los próximos cinco años y en realidad, no la vieron nunca más, pues cuando regresó - con el título de Bachiller bajo el brazo - ya no era la misma. Clarita se había convertido en Clara y aunque seguía siendo bella, había perdido esa alegría que la caracterizaba y abandonado para siempre la danza, las dos cosas que la habían hecho célebre cuando aún cursaba la primaria. Los años le habían permitido entender las razones de su madre, pero aunque olvidó para siempre la cara de Lucrecio, no dejaba de soñar con el muñón nervudo y fuera de toda proporción que el poeta escondía entre sus versos. Desaparecido el amor, apagada la pasión y lejos de la cursilería epistolar del poeta, quedaba el gusto de escandalizar a las otras internas con el morbo de su experiencia, describiendo al monstruo que multiplicaba su talla a medida que se despertaba. Cuando volvió al pueblo, muchos de sus viejos admiradores regresaron al bodegón con la esperanza de verla bailar, pero ella simuló no reconocer a ninguno. Indiferente, se ubicó del otro lado de la barra a ayudar a su madre y no le dedicó ni una sola mirada a nadie, mucho menos al súcubo que se encorvaba en un rincón todas las noches y escribía poemas que acababan en el basurero. Un buen día, él dejó de aparecer y fue como si nunca lo hubieran visto, pues nadie lo volvió a nombrar.

- Dios nos ha puesto la chucha tan separada del corazón para que sepamos diferenciar al amor de la calentura - Le decía su madre, que nunca había olvidado el desprecio de Aristóteles - pero a los hombres, en cambio, les ha puesto la pinga bien cerquita de la billetera, para que no puedan usarlas por separado. Significa que, así como ellos usan nuestro corazón para obtener la chuchita, nosotras debemos usar su pinga para alcanzar su dinero. Yo lo aprendí un poco tarde, pero vos aún estás a tiempo de ser alguien en la vida.

Para entonces, la Municipalidad les había clausurado la piecita en que atendían a los clientes, de modo que la mayoría de las coperas se habían marchado a otros sitios. Quedaban Mariazinha, que a los cuarenta y dos años seguía danzando, y la negra Simona, una virtuosa de la francesa que para entonces se ocupaba de la cocina. Scarpa estaba preso en Curitiba, así que el negocio había pasado a manos de las mujeres, quienes transformaron al célebre lupanar de otros tiempos en bar de paso, respetado en las Tres Fronteras por la pulcra calidad de su guiso de mondongo. Fue el tiempo en que a Clara le dio por preguntar sobre su padre, ese falso griego millonario que jamás se había ocupado de ellas. «Bien pensado, es mejor que no le debamos nada a ese infeliz», decía la madre, sangrando por la herida. «Y nunca te le acerques – remataba - porque si te hace daño no dudaría en ir a meterle un tiro». Sin saber que llegaría ese día, Clara solía pensar a menudo en la posibilidad de viajar a Nueva Atenas a conocer a Aristóteles, pero si no surgía una cosa surgía otra y terminaba postergando el viaje para mejor ocasión. Además, estaba el asunto de sus pretendientes, que se multiplicaban como hongos a medida que pasaban las semanas y ella no daba señales de aceptar a ninguno. No lograba interesarse en ellos, mucho menos sentir mariposas en las tripas o el cosquilleo del vientre, nada, como si una parte de su naturaleza se le hubiera apagado con los años de interna. Un día, por hacer algo, pensó en Lucrecio y no pudo hallar las razones de aquel amor juvenil. «Era romántico», pensaba, pero la palabra no tenía ya significado. «Me amaba con locura», creía, pero después razonaba que cualquiera puede amar con locura a alguien a quien no ha tratado nunca. «Era un poeta», agregaba, pero sin lograr acordarse de uno sólo de sus versos. “Si fuera cierto que me enamoré de él por esas razones”, se dijo un día, mirándose al espejo, “seguiría enamorada, pues seguro él sigue siendo un romántico poeta que me ama con locura ¿y? A mi ni me va ni me viene”.

Comprendió que, si había razones, no podrían haber sido esas, pues ni el más bello de los poemas haría que viera en Lucrecio algo más que el súcubo que realmente era. «Será que me había dado la calentura de la edad - pensó después - pero la calentura me sigue y de ningún modo iría otra vez a sentirle el olor a chivo viejo». Decidió que el amor sólo podía existir en la forma casual de un milagro, al que había que aferrarse incluso al costo de la vida, pero aún faltaba poco más de dos años para que se cumpliera el destino. Antes debía conocer a Maximiliano Saldívar, ingeniero agrónomo a cargo de la explotación forestal de una estancia de los Manfredini – justamente - y que apareció por el bar tan de pronto como llegaría León, más adelante. El ingeniero no tenía un pelo de romántico, jamás había escrito un verso y a los cuarenta años tampoco esperaba amar a nadie con locura, pero a cambio de esos defectos tenía una manera alegre y cínica de ver la vida, una risa fácil y un método infalible para ganarse la atención de las mujeres: era especialista en manifestar interés por cualquier cosa que le decían. Sabía componer un gesto de concentración absoluta, como si la composición del menú - carne asada, sopa, cerveza y pan - fuera la declamación filosófica más grande que hubiese escuchado en la vida. De estatura mediana, moreno y algo fornido, lucía un bigote recortado a la perfección y una dentadura impecable, pero lo que llamó la atención de Clara fue que no le dio ninguna muestra de interés. Al contrario de los otros hombres que llegaban al bodegón, el ingeniero - hay que recordar que era un experto simulador - ni la miró o por lo menos no lo hizo hasta que ella comenzó a hablarle, primero con cualquier excusa y después enganchando una excusa tras otra hasta crear una conversación fluida. Le habló de su niñez de niña sin padre, de su primera adolescencia como estrella de la danza y de los años en el internado, hasta que poco a poco pasó a conversar de cosas en las que ni siquiera había pensado antes. Sorprendida, una tarde descubrió que solamente ella hablaba, pues él se limitaba a escucharla con una mirada intensa, absorto en atenderla. Quizás fuera que él también se dio cuenta de lo que ella había percibido, pues esa misma noche la invitó a su cama y ella aceptó, sin amor ni ilusiones, feliz de haber encontrado quién se interesara en sus asuntos. La relación duró tres meses, de los cuales ella guardó cuatro conclusiones esenciales: primera, que aunque conociera buenos esgrimistas, ninguno tendría una espada como Lucrecio; segunda, que Aristóteles era aún peor de lo que le había dicho su madre; tercera, que el interés que Maximiliano le demostraba no era más que un truco para pasarla bien y cuarta, que el día que le llegara el amor lo reconocería como auténtico porque no se parecería en nada a los anteriores; ni Lucrecio ni Maximiliano habían pasado la prueba. Mientras tanto y durante varias semanas, acompañó al ingeniero a recorrer los infinitos cañaverales - nunca supuso que su padre tuviera tanto - y a copular a toda hora en hoteles de paso, en la camioneta, en el pasto, junto al río, en las oficinas del ingenio o en la tienda de campaña, cualquier lugar era bueno para lo que ella suponía una justa retribución por los años de internado. Pero eso fue sólo el principio, lo que duró la observación morfológica que la llevaría a la primera impresión. Al mes se le empezaron a agriar las ganas, cuando vio la miseria inaudita en que vivía la gente de los campos, familias escuálidas hacinadas en ranchitos pulguientos, sin otra esperanza que una muerte temprana para escapar del suplicio. «¿Acaso no trabajarían mejor y le rendirían más dinero al dueño si estuvieran bien comidos?», preguntaba ella, mirando por la ventanilla de la camioneta después de entregarse por enésima vez. «Si Manfredini pensara como vos, nunca hubiera hecho la fortuna que hizo - se reía el ingeniero, subiéndose el pantalón - pero no es así como se llega a ser alguien. Al contrario, si esta gente estuviera sana y bien comida no trabajaría más que lo que lo hace ahora, pues andaría pensando en estudiar, en sindicalizarse o en volverse propietarios como el patrón». Clara no dejaba de mirar un ranchito miserable, alrededor del cual jugaban unos chiquillos mugrientos. E insistía “¿Pero qué le costará a ese hijo de puta darles una vida mejor?”. Maximiliano se daba cuenta de que el tema la afectaba y la besaba dulce y se la llevaba a otro sitio, explicándole por el camino que de ninguna manera él pensaba lo mismo que su patrón, pero que ya que no podía hacer nada para cambiar las cosas, se limitaba a dejarlas así y cobrar su sueldo por mantener a los cañaverales en su sitio y a los campesinos en sus chozas, pues así había sido siempre y así lo sería, desde que el mundo era mundo y mientras lo siguiera siendo.

- Que a Manfredini no le importe, vaya y pase, que buen hijo de puta es - Se enardecía ella -¿Pero cómo no vas a hacer algo vos, como administrador?

- ¿Algo como qué?

- ¡Y qué se yo! ¡Por lo menos dales un sitio para que se hagan una huerta y no falte comida!

El se quedaba en silencio, sonriendo de costado sin que se pudiera saber qué pensaba.

- Vas a decirme que gracias a tipos como mi patrón hay tanta miseria en estas regiones y por ahí hasta tendrás razón - Le dijo una vez, poniéndose serio - pero es así como funciona el mundo. Si no fuera por esos piojosos campesinos, Manfredini no sería rico y yo no tendría quien me pague el sueldo y vos no tendrías quien te lleve a coger a lugares lindos.

Clara asintió en silencio, decidiendo que ya no le acompañaría a lugares a los que hubiera que pagar para entrar. Por un segundo, llegó a sentir que la pobreza que veía desde la camioneta era en parte culpa suya, como si el dinero que gastaba en ella el ingeniero le perteneciera a esa gente desconocida. Comenzó a separarse de él, sin darse cuenta. Otro día descubrió que a su novio le importaban bien poco las cosas que ella pudiera decirle, pues nunca las recordaba. Le decía algo el lunes y le hablaba de lo mismo el martes, pero para él era como si lo escuchara por primera vez. No la había tomado en cuenta, lo que significó para ella la tercera conclusión y el inicio de la cuenta regresiva. Dejaron de verse sin dramas de por medio. Simplemente, un día él fue a buscarla y ella no salió. Eso fue todo.

 

XXXII

 

León tampoco era un romántico, ni le atraían los bellos versos que hablaban de sentimientos que él sabía demasiado perecederos. Había amado, sí, intensamente, pero volvía a su casa vacío de toda emoción cuando conoció a Clara. Ella vio en él a un hombre envejecido antes de tiempo, alguien que nunca reía y que miraba a la vida como a una lucha inconclusa. Delgado, con el pelo castaño hasta los hombros y una barba de varios días, demostró enseguida que le importaba un rábano el menú o cualquier otra intrascendencia que ella pudiera decirle, pero se la comía con los ojos nada más verla. “Este es el hombre”, se dijo Clara y creyó que acertaba. A Mariazinha le cayó bien el nuevo yerno, aunque advirtió que había en él algo de súcubo, una sombra trágica que le hacía recordar a alguien que había visto una vez. «Tiene aspecto de marinero – dijo - es de los que siempre está pronto a marcharse». La Negra Simona, que también era medio bruja, aportó lo suyo, advirtiendo: «es de esos pájaros que terminan mal, vas a ver que más pronto o más tarde se va a ir». Pero no sería tan pronto.

Habituado a sobrevivir en cualquier sitio, a León no le costó mucho conseguir un trabajo - acomodaba y repartía la correspondencia del Correo - y mudarse al mes siguiente a un pequeño departamento amueblado, al que llevó a Clara a la primera oportunidad. Fue un primer encuentro fugaz, pero intenso. Ni el amor afiebrado del primero, ni el deseo inagotable del segundo. León no le rendía la admiración incondicional de Lucrecio, ni se comportaba con la alegre irresponsabilidad del ingeniero, pero actuaba con ella como si estuviera dispuesto a darle el resto de su vida. A Clara y sólo a ella, abrió su corazón y le confió sus miedos, sus desilusiones, el mundo imperfecto que había visto en diez años de viajes y el sueño loco de cambiar las cosas, quién sabía cómo, quién sabía cuándo. A cambio, ella le contó no sólo que lo había reconocido en el acto - «Dije que me iba a casar contigo cuando tenía cinco años» - sino que se atrevió a confesar su parentesco con el célebre Aristóteles, algo que sólo ella y su madre sabían hasta entonces.

- Es curioso - Dijo él - pero yo también me acordé de tu cara en cuanto te vi. Es más, todavía recuerdo que nos encontramos por primera vez un 17 de Octubre, que fue el día en que me soltó el comisario Pericles.

- ¡El día de mi cumpleaños! ¿Quién me ha dicho que la vida es una disparatada sucesión de casualidades?

A lo largo del año que vivieron juntos antes del regreso a Nueva Atenas, no quedó nada que no atravesara el tamiz de las confidencias, desde la chiperita del puerto a Margarita, pasando por el general Centurión y su inodoro portátil, el leprosario de Iquitos, la tumba en Caracas y mil historias de diversa consideración. Clara lo escuchaba encantada, pues nunca había sabido que el hombre que ofreciera una fortuna por su virginidad fuera así, tan gordo como para andar por el mundo con un inodoro a cuestas. A grandes rasgos, lo puso al tanto del malogrado romance con Lucrecio - pobre espadachín de portentosa espada - y de los tres meses pasados con el ingeniero, cuyo virtuosismo compensaba la pequeñez del arma. A León, que no encajaba en ninguna de estas definiciones, todo el asunto le causaba gracia y le daba pie para bromear con ella en la intimidad. No se imaginaba que muy pronto se vería mortalmente enfrentado a aquellos dos hombres, sus predecesores en la vida de su tercer amor.

 

 

***

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 9

 

(Capítulo en el que, casualmente, se encuentran Camilo y Niké, dando origen

a una nueva serie de casualidades que culminarán en la Guerra de los Descalzos,

mientras León Valdez decide regresar del todo, sin saber para qué)

 

XXXIII

 

A

ristóteles ya era poderoso en la época en que conoció a la madre de Clara, pero veinte años más tarde lo era mucho más. Sin saber que estaba próximo al final de sus tres décadas de impune reinado, soltó una risita divertida cuando el ingeniero le llamó para avisarle que el personal de la estancia se reunía en asamblea. El tiempo y la buena vida lo habían convertido en un hombre robusto, sólido, con la piel un tanto abotagada. Pero no lo habían ablandado. «Dejáte de joder, Saldívar, solucionámelo vos y no me llamés más por pavadas», fue su respuesta y se olvidó del asunto, entretenido en confeccionar los requisitos para una nueva licitación. Las venía ganando a todas, desde el día en que se le ocurrió decirle a su primo Intendente que ése era el mejor camino para lavar los ingresos del contrabando. Emulando al legendario Aristófanes, elucubraron toda clase de construcciones y cuando ya no les quedó nada por construir se asociaron con los intendentes vecinos y diseñaron licitaciones tan perfectas que hasta las ganaban sin hacer trampas. Trazaron caminos que unían las estancias de amigos y socios comerciales, asfaltaron aeropuertos en sitios a los que no iba nadie y levantaron barrios en cada baldío más o menos grande, multiplicando los ingresos de sus propias empresas a costa del erario público, sobrefacturando con una facilidad que se les hizo costumbre. ¿Cómo podía ser tan fácil? Y lo era, al punto que comenzó a dejar de lado el contrabando, verdadera fuente de su posición social, pero menos rentable cada año. «Una vez que uno tiene su capital, es mucho más sencillo hacerse rico en negocios legales», pontificaba con aire doctoral entubando la boca para meterse un habano puro. «Si robás una gallina, sos un ladrón y vas preso, pero si robás un gallinero completo al Estado, sos un empresario exitoso y te invitan a todos los almuerzos, cenas y vernissages». Y empezaba a carcajearse, poniendo una mano gorda sobre el abdomen que corcoveaba de risa.

Pero al día siguiente volvió a llamarlo el ingeniero, nervioso porque los cañeros le habían puesto fuego a la garita del guardia. Aristóteles - que a esa hora estaba almorzando - sonrió con a su hija Niké, le hizo un guiño de ojos a su esposa Laida y respondió sin alterarse: «Sólo eran cuatro maderas y un techito de zinc, ingeniero, ¿por qué te ponés tan nervioso? Tranquilo, nomás, que yo mismo iré mañana a arreglar el asunto»

- ¡Voy contigo! - Exclamó Niké, saltando en la silla. «De ningún modo», dijo el padre, pero se dejó convencer. A los diecinueve años, reunía lo mejor de sus progenitores. Despreocupada y amistosa como el jefe de la familia, de quien había heredado también los ojos claros y el pelo rubio, pero la figura delgada y el rostro bellísimo eran de la madre, igual que el idéntico sentido de casta. «¿Es grave el asunto?», preguntó Laida, «Porque si no lo es, tal vez fuera buena idea llevarla y que conozca un poco del mundo real». Aristóteles hizo como que lo pensaba un poco y respondió que era cosa de nada, sólo dos cañeros que se habían emborrachado y quemado una casucha. Partieron, pues, padre e hija, felices como si fueran de camping. Ella llevaba un vestido floreado, una capelina blanca y zapatos de taco bajo. «Una indumentaria apropiada para que te vea el campesinado», le había dicho la madre, atenta a las cuestiones sociales. Aristóteles, como siempre que salía a recorrer sus campos, vestía un traje claro de medio uso y un sombrero alón con el que - según él - lograba identificarse con la gente. Por las dudas, debajo del cinto metió su infalible Smith & Wesson de seis tiros. La mitad de las tierras que cruzaron - tanto a la derecha como a la izquierda - durante casi cien kilómetros eran suyas. Grandes extensiones de cañaverales que se perdían más allá del alcance visual, ganadas para la familia desde los tiempos en que el anarquista fue fusilado por explotar la comisaría. Con paciencia o con violencia, según soplaran los vientos de la política, expulsaron a los colonos árabes hasta que no quedó ninguno, comprando cuando se podía y rapiñando cuando el caso obligaba. Aristóteles aceleraba la camioneta por los caminos impecables - asfaltados dos veces al año por una de sus empresas - pensando que era una pena que a su hija no hubiera seguido un hijo varón, un Manfredini que tomara las riendas del patrimonio y continuara su multiplicación eterna. Sufría ante la posibilidad de un yerno sinvergüenza, un cazafortunas, un juerguista, un embaucador, un canalla capaz de la más ruin astucia para ganarse el corazón de la hermosa Niké y el inmenso capital del suegro. “Sólo alguien como yo la merecería, pero nada sería peor que se la llevara alguien igual a mí”, filosofaba, hablando en confianza con sus amigos más íntimos, aunque nunca se le ocurrió que tal vez había algo peor a eso.  Celoso de que un día le quitaran a la hija y por detrás de ella todo lo demás, había mandado al Turco Julián a confeccionar un dossier con los datos de cada uno de los posibles pretendientes. Cualquier hombre bien nacido de entre veinte y cuarenta años figuraba desde entonces en su secretísimo archivo, incluyendo una foto tipo identikit, edad, talla, profesión, familia, actividades conocidas y desconocidas, gustos privados, relaciones anteriores y un sinfín de otros datos de menor y de mayor importancia. Del total - ochenta y tres candidatos - puso bajo discreta vigilancia a los ocho que ella hubiera aceptado, pero al resto lo hizo vigilar día y noche por un batallón de informantes, para asegurarse de que no tuvieran la menor oportunidad de acercarse a la heredera. La táctica le costó una fortuna y estuvo a punto de darle buen resultado, pero dejó fuera de la red al más peligroso de todos, justo al que su hija conocería en el viaje. «Vamos a ver qué es ese asunto que aflige tanto al ingeniero», dijo, franqueando la tranquera sin bajar la velocidad. Cuando llegaron al casco de la estancia, el ingeniero lo aguardaba con cara de circunstancias.

- A ver si me aclarás un poco el asunto - Ordenó, taconeando con fuerza sobre el piso de madera. Saldívar le tendió una mano nerviosa y Niké se fue a mirar por una ventana el ondulante mar de las plantaciones. Como puntitos blancos que flotaran sobre las olas, una hilera de gente caminaba a lo lejos.

- Hace unos meses comenzaron los problemas - Explicó Maximiliano - Quejas por la falta de alimentos, porque el sueldo no les alcanza, por...

- Pavadas - Interrumpió Manfredini - Para empezar que el sueldo no le alcanza a nadie, trabaje en lo que sea. Además, estos desgraciados se han quejado siempre, pese a que les construí un almacén de ramos generales en la plantación, lo que les ahorra caminar veinte kilómetros para ir a comprar en el pueblo. ¡Ingratos de mierda!

- Patrón, con todo respeto - Dijo el encargado, lamentando no callarse la boca a tiempo - Los precios del almacén son exageradamente altos y la gente se ha ido endeudando a un punto que ya no tiene crédito, así que me tomé la libertad de hacer algo para mejorar su vida, en fin...

- ¿Qué me estás diciendo, Saldívar? - Aristóteles estaba rojo de la rabia, pero se contuvo y le hizo al empleado una seña para continuar.

- Le quería decir que les habilité unas hectáreas para que tuvieran una huerta, pensando que así evitaríamos que la gente siguiera endeudándose y...

- Mirá Saldívar - Dijo el jefe, apuntándolo con un puro que acababa de sacar de su tubito - A la única gente que vos tenés que beneficiar es a mí. Ahora, ¿por qué entonces tenemos problemas si les hiciste una granja a esos sinvergüenzas?

- Precisamente, patrón - El ingeniero estaba pálido - Para que todo saliera bien hice traer a un especialista que los iba a asesorar, porque la gente que vive en las plantaciones sólo entiende de caña de azúcar y nada más, así que el tipo vino y resultó que no sólo les hizo la huerta, no una granja como usted dice, porque fue una huerta, pero además les empezó a hablar de justicia social y el hambre y la ignorancia y todas esas ideas bolcheviques que no se de dónde sacó, pero que...

- ¿Cómo? ¿Qué? ¿De qué carajo me estás hablando? - Aristóteles se puso tan furioso que le temblaba la papada. Su hija Niké dejó de mirar las dunas verdes y se volvió hacia él, sonriendo -¿De dónde fuiste a sacar a ese crápula alborotador?

- De la iglesia del padre Terámenes.

Aristóteles suspiró profundamente, meneando la cabeza con el gesto torcido.

- ¡Y tan justo tenías que ir a pedirle ayuda a ese cura comunista y pervertido! - Murmuró después de unos segundos - ¿Cómo se llama el tipo que mandó ese vejete verde?

- Camilo Insaurralde.

Manfredini se quedó con la boca abierta. ¿No podía haber elegido a alguien peor, el estúpido del ingeniero? Cerró los ojos y se mordió un nudillo, calculando que no habían pasado más de tres meses del fallido intento por acabar con esa sabandija. El Turco Julián envió al Chapa y al Botija con el encargo, pero el plan falló porque un perro de la escuela defendió al condenado, poniendo en fuga a sus inútiles verdugos. ¡Ellos lo mandan a matar y Saldívar lo contrata para que le solucione un problema! ¿Podía creerse un despropósito más grande? Sonrió, finalmente, porque en el fondo algo de gracia tenía el asunto. Y no era tan grave, ya que el Coronel no tardaría en meter a Camilo en el cuartel, ahora que estaba en edad de cumplir con la Patria. Era cuestión de días, sino de horas. «Bueno, ya pasó», dijo, recobrando la calma. Su hija volvió a enfocar los ojos en el paisaje y el ingeniero regresó al resto de la historia. Terámenes - según se comentaba - había organizado unas huertas comunales en las afueras del pueblo, algo así como un experimento agrícola que le había dado gran resultado y que le servía para su prédica sacerdotal. Según decían, en las barracas que oficiaban de escuela vivían unos trescientos chicos, hijos de campesinos que aprovechaban para estudiar, comer dos veces al día y hacer la primera comunión a fin de año. Maximiliano juraba que no tenía ni la menor idea de las veleidades políticas del cura, ya que sólo se interesó por el éxito del programa, con los mejores alumnos reclamados como asesores por los chacareros de las comarcas vecinas. Naturalmente, en ningún momento le dijo cómo le surgió la idea. «¡Por lo menos dales un sitio para que hagan una huerta!», le había gritado Clara aquella vez, mientras se vestían en la camioneta. Una frase entre las muchas sin sentido que había dicho ella, pero a la que dio atención cuando dejaron de verse. «¿Por qué no?», pensó, en mala hora. Le comentó la idea a un colega y éste le recomendó la escuela del cura Terámenes, el que a su vez le sugirió - con toda malicia, según se vio - que se llevara a Camilo, líder de la primera promoción y sin duda el más indicado para dejar en alto los valores de la escuela.

- El muchacho trabajó muy bien, se lo digo - Justificó el ingeniero, como dejando en claro que no todo había salido tan mal - y en dos meses había una huerta modelo francamente estupenda, pero ahí mismo comenzaron los problemas.

Niké dio la espalda a la ventana y fue a sentarse junto a su padre, pues había comenzado a interesarle el asunto que los había llevado allí. Aristóteles fumaba en silencio y Saldívar continuaba su relato, creyendo que si alababa a Camilo mejoraba su propia posición:

- Yo no digo que nuestra gente esté peor que la de las otras plantaciones, no digo eso, pero parece que este Camilo leyó muchas cosas y es un tipo muy preparado, muy bueno en lo suyo, pero se creyó un poco el salvador de los campesinos, alguien que llegó para librarlos de la miseria en la que han vivido siempre y ya le digo, patrón, que no es que yo piense lo mismo, pero se ve que este muchacho les fue metiendo ideas raras en la cabeza, como que habían conseguido una huerta que en realidad les pertenecía, así les dijo, que la huerta era de ellos y no del patrón, porque ellos la habían sacado de la tierra con sus propias manos.

- ¡Qué pendejo de mierda! - Interrumpió Aristóteles y su hija frunció el seño.

- Eso dije yo, patrón, pero ya era tarde. Enseguida me exigieron que construyéramos una escuela y mientras yo les decía que estudiábamos el asunto, formaron una comisión que tenía como asesor al mismo Camilo, que les influyó a que me presentaran un petitorio con aumentos salariales, seguros de vida, ropas de trabajo, luz eléctrica y hasta una rebaja en los alquileres de las barracas que les damos para que vivan como personas.

- ¡Qué gente de porquería!

- Y eso no es nada, patrón. Me advirtieron que si no accedía a sus pedidos harían una huelga general y ahí nomás aumentaron sus exigencias: querían que los precios del almacén fueran iguales a los del pueblo. Ahí fue que yo le llamé a usted, pero al otro día se me envalentonaron los de la comisión y prendieron fuego a la garita donde montaba guardia el cabo Cañete, que salió corriendo porque no tenía un arma para defenderse.

- ¿Cuántos son en la comisión ésa? - Preguntó Aristóteles, sacando lentamente el revólver y depositándolo sobre el escritorio. Niké volvió a sonreir, pues sabía que su padre era un buenazo incapaz de una violencia en serio.

- Son siete tipos, más el asesor que nos mandó el cura.

- Que nos mandó, no, que trajiste vos - Aclaró Manfredini, poniéndose de pie- Bien, yo te voy a enseñar cómo se arregla esto. Mañana a primera hora vas a prometer un aumento de sueldo a los que no formaron parte de la comisión, no importa cuánto, sólo decís eso. Ahí mismo despedís a los siete sindicalistas y los echás de mi propiedad con toda su familia, así que te recomiendo hacerte acompañar por el Comisario de Foz, que es un buen amigo mío. Anotá: Turcio Moraes. ¿Anotaste? Bien. En cuanto a Insaurralde, no te preocupés más por él, que ya se encargarán en el Regimiento. ¡A palo limpio le sacarán sus ideas!

- ¿Y a los que tengo que despedir? ¿Les pago, antes?

- Hacéle un cheque a cada uno, pero le das orden al banco de que no los pague.

- ¿Y qué hago con el asunto de la escuela?

- ¿Qué escuela?

- La que quieren los campesinos. Yo les dije que…

- Siete familias menos son justo una barraca, ahí tenés el local para tu escuela.

Al día siguiente, todo se cumplió según lo ordenado y sin mediar inconveniente, pues el ingeniero agregó promesas de su propio cuño - total, ya había decidido renunciar - y la gente se quedó con la idea de haber ganado la guerra. Con lágrimas en los ojos, los sindicalistas reunieron a sus familias, alzaron sus bultos y se marcharon en silencio, custodiados de cerca por un batallón prestado por el coronel Verón. 

 

 

 

 

XXXIV

 

Cuando Camilo se enteró del desastre y corrió a hablar con los campesinos, ninguno quiso escucharlo. “Por tu culpa han echado a siete familias”, le endilgaron, acusadores, “así que es mejor que te vayas de aquí y no vuelvas nunca más”. Golpeado por la inesperada derrota, no supo qué contestar y por no saber tampoco qué hacer regresó a Foz, masticando rabia. ¿Qué había fallado? ¿Por qué le daban la espalda, después de lo que él había hecho por ellos? Humillado, caminó los doce kilómetros que lo separaban del pueblo sin decidir qué actitud tomar. ¿Ver al ingeniero y obligarlo - quién sabía cómo - a reponer en sus puestos a los expulsados? ¿Insistir con ellos y ganar su reivindicación? ¿Olvidarse de todo y regresar a la escuela? Entre una cavilación y otra llegó al pueblo y tuvo la suerte que no creía tener a esas alturas: a través de la ventana de un bar, distinguió el perfil del ingeniero. Lo que fuera que haría, debía hacerlo allí mismo. León lo vio entrar al bar como una tromba y supo que el muchacho traería problemas, aunque no previó que se dirigiría a la mesa donde almorzaban el ricachón, una jovencita que parecía ser su hija y un segundo individuo de bigotes que ya había visto otras veces, pero a quien no conocía. Clara, que le había contado casi todo, nunca le había dicho que ése era el famoso Maximiliano Saldívar.

- ¡A usted lo quería encontrar! - Exclamó Camilo, plantándose frente a la mesa igual que once años antes se había enfrentado al Turco Julián. Tenía el pelo largo y revuelto, la camisa sudada por la caminata y el rostro descompuesto. Maximiliano enmudeció, sorprendido, pero Aristóteles reconoció al atrevido. El resto de los parroquianos permaneció a la expectativa, tenedor en mano.

- Yo que vos, me calmo un poco - Dijo el ingeniero, recuperando la sangre fría. Aristóteles, que había oído hablar cien veces de Camilo pero que no lo había visto nunca, llevó una mano al revólver y Niké se quedó sin aire, mirando fijo a quien le robaría el corazón. León, que en diez años de correrías había presenciado muchas situaciones parecidas, miró de reojo a Clara, que observaba desde un rincón.

- ¿Por qué despidió a esa gente? ¿A dónde van a ir ahora? - Rugió Camilo, temblando de ira - ¡Sólo pedían lo que era justo! ¿Qué clase de basura es usted?

- Muchacho, te voy a dar un consejo - Dijo Aristóteles, sacando su Smith & Wesson - No te metás nunca más en esa plantación y en lo posible, desaparecé para siempre de mi vista.

- ¿Y usted quién carajo es? - Preguntó Camilo, girando el cuerpo para mirar al que le había hablado. Estaba tan furioso que ni siquiera notó a la muchacha.

- Yo soy Aristóteles Manfredini, el dueño de todo lo que vos pisás - Respondió el patrón, hinchando el vigoroso pecho.

- Ah, ya veo, usted es el cerdo que habla - Siseó Camilo, pero cometió el error de acercarse lo necesario para que Aristóteles le acertara un culatazo. Fue un movimiento veloz, rapidísimo para alguien tan fornido. Camilo cayó de rodillas, manando sangre por la herida en la sien, igual que su padre, dos décadas atrás.

- ¡Alto! - Gritó León, saltando de su silla en cuanto vio que segundo hombre se avalanzaba a golpear al caído. En un instante de absoluta confusión, pegó un puñetazo en la cara del ingeniero y empujó con el mismo impulso a Aristóteles, que tropezó con la pata de la mesa y cayó sobre Camilo y el ingeniero, disparando sin querer el revólver y destrozando una ventana con el tiro accidental. Unos marineros en día franco organizaron el entrevero separando a los contendientes y golpeando, de paso, a uno y a otro. Maximiliano estaba enfurecido, tapándose con una mano el labio que le había partido León, quien trataba de esquivar el cañón del Smith & Wesson.

- ¡Tranquilos, tranquilos todos! - Gritaron varias voces a la vez. Alguien sacó a Saldívar a la calle y otro desconocido llevó a León a un costado. Cuando el grupo terminó de dispersarse, Camilo seguía en el suelo y Niké se había inclinado sobre él para cubrirle la herida con un pañuelo bordado. Echando fuego por los ojos, Manfredini se incorporaba sin dejar de blandir su arma.

- ¡Que nadie me toque porque lo mato! - Rugió, retrocediendo hacia la puerta - ¡Niké! ¡Dejá a ese infelíz y salí conmigo!

La muchacha clavó sus ojos en el sorprendido Camilo - que no sabía de dónde había salido ella - y luego corrió hasta donde estaba el padre. Maximiliano ya ponía en marcha la camioneta y a los pocos segundos sólo quedaba de ellos la polvareda. Poco a poco, cada uno regresó a su mesa y a su conversación, mientras Clara levantaba los vidrios de la ventana rota.

- ¿Estás bien? - Preguntó León, sin reconocer aún a Camilo, a quien no veía desde hacía más de diez años.

- Claro - Dijo él, observando el pañuelito manchado de sangre - ¿quién era ella?

León sonrió, pensativo, pero no respondió. Acababa de descubrir que había peleado nada menos que con el padre y con el ex amante de su novia.

 

XXXV

 

Del mismo modo, Maximiliano no tardó mucho en enterarse que el hombre que lo había golpeado era el nuevo novio de la chica del bodegón. Al principio no le dio importancia al asunto, pero cuando los vio juntos, abrazados y sonrientes, la garra helada de los celos le atenazó las tripas y el ardor del labio partido le revolvió el orgullo, pero no se sintió tan fuerte como para buscar otra pelea. Prefirió pensar. Quizás, sospechaba, ella lo engañaba con ese rasposo desde antes de que dejaran de verse. Probablemente fue una idea de Valdéz - un aventurero trashumante, le habían dicho - el estropicio que ese Camilo había armado en la plantación. Tal vez sí se conocían, después de todo. Conspiraron para causarle problemas y conseguir que Manfredini lo despidiera. ¿Quién ocuparía su lugar? ¡El desgraciado de Valdéz, claro! Con este estrafalario pensamiento en la cabeza, más absurdo aún en un cínico despreocupado como él, decidió que era una cuestión de honor hallar un medio de vengarse. Se le ocurrió que podría contratar un par de rufianes para que le dieran una paliza al rival. Incluso, se regodeó, podrían castrarlo, rebanarle los huevos para que ella perdiera su interés en él. ¿No era aquella una magnífica venganza? ¿Qué les pasaría a los tipos castrados? ¿No les empinaría más el instrumento? Se dio, pues, a contratar al par de vengadores. Robustiano Van Gogh, un capanga que pese al apellido no tenía un pelo de artista, le presentó un par de patibularios bajados de San Pablo, gente de la peor ralea. Justo lo que andaba buscando. Más excitado que nervioso, el ingeniero los llamó a su oficina y les planteó el negocio, que se cerró en doscientos pesos. Ahí nomás les hizo un cheque y los tipos se fueron sonriendo de costado, diciendo «délo por hecho».  Los miró marcharse, caminando con ese bamboleo típico de los guapos, las manos en los bolsillos y un desprecio absoluto por el asunto. Juzgó prudente desaparecer de Foz por unos días, no fuera que alguien atara cabos y terminaran endilgándole a él la castradura o – peor - la muerte de Valdéz. Sin pérdida de tiempo - ambos querían cobrar el cheque y largarse - los matones fueron esa misma tarde a hacer guardia al bodegón de Mariazinha, pues parte del cargo era darle la pateadura frente a la novia. Fumando un cigarrillo tras otro, aguardaron que él apareciera y ahí se dieron cuenta de que el ingeniero no les había dicho nada sobre cómo reconocer a la víctima. ¿Qué podían hacer? ¿Volver a la plantación a preguntarle? Comenzaba a anochecer, así que calcularon que no llegarían a tiempo. La oficina habría cerrado. Deambularon un rato más, esperando que el bar se llenara para vigilar sin hacerse notar. Luego cruzaron la calle y se mezclaron entre los parroquianos que caían para la cena. ¿Cual de todos sería Valdéz?

Como cualquier hombre acostumbrado a ser extranjero, León tenía el hábito de cuidarse la espalda donde fuera que estuviera. Incluso sin darse cuenta, siempre se sentaba mirando hacia la puerta, patrullando con los ojos sin pensar que lo hacía, escrutando en derredor. Una semana atrás, había sido el primero en ver entrar a Camilo, hecho una furia. La noche en que los paulistas llegaron al bar, también fue él quien los tomó en cuenta antes que nadie. Le pareció raro que anduvieran con la cabeza media gacha, sin hablar entre sí. Llevaban las manos escondidas en los bolsillos, señal de que estaban armados. León, que en ese momento estaba detrás de la barra - pasaba los platos que Clara iba distribuyendo por las mesas - hizo una seña a su suegra: «Ojo con ésos». Mariazinha, tan acostumbrada como su yerno a tratar gente rara, le señaló la escopeta apoyada en la pared y sonrió, despreocupada.

- Meu bem - Decía en ese instante uno de los bandoleros, tomando la hoja del menú que le pasaba Clara - a xeinte tem um amigo cá, en Foz, mais infelizmente nao dimos con ele. Pode que voce conheci. Seu nome é León Valdéz.

-Ahí está, detrás del mostrador - Respondió ella y siguió con otra mesa. ¿En qué parte habría conocido León a esos dos? En ningún momento pensó que pudieran tener alguna relación con la pelea del otro día.

- ¿Qué te hablaba el de la mesa aquella? - Le preguntó León, cuando ella fue a buscar más platos para repartir. Ella se lo dijo. - Pues no los conozco. No te les acerqués.

Los extraños - luego sabrían que se llamaban Raúl Mendonça y Elvio Antúnes - comieron en silencio y se quedaron en sus sitios hasta que el bar estuvo casi vacío, dudando entre cumplir el encargo o marcharse sin hacerlo. Se habían dado cuenta de que los tenían bajo vigilancia. Fumaban, sombríos, mirando los platos sucios y calculando una y otra vez sus chances, perdido para siempre el factor sorpresa. Como buenos matones, guardaban pistola y navaja en los bolsillos, pero no se ponían de acuerdo - mirada va, mirada viene - sobre cual usar, cómo y en qué momento, pues, al estar descubiertos, no podían pasar de esa noche. León seguía observándolos de reojo, cada vez más cerca de la escopeta, preguntándose quién los habría enviado. «Manfredini o el otro, al que golpeé», razonaba, sintiendo el frío del peligro en el estómago. Pasada la medianoche, el bar se quedó sin testigos y los paulistas seguían sin moverse, empuñando las pistolas bajo la mesa. León tragó saliva con dificultad y envió a Clara a la cocina. «Traéme un cucharón grande», le dijo. «¿Y para qué querés éso?», preguntó ella, tratando de mantener la calma. «Hacé lo que te digo». León abandonó el mostrador y caminó hasta donde lo esperaban los desconocidos. Como toda arma, llevaba un nudo en la garganta.

- ¿Ustedes me buscan a mi? - Dijo, levantando la voz para que no se le notara la angustia -¡Yo soy León Valdéz!

Durante algunos segundos, no sucedió nada. Los hombres continuaban sentados y mirando para otro lado, lo que hizo dudar a León. ¿Sería un error? De pronto, uno de los dos - nunca quedó claro si fue Antúnes o Mendonça - se levantó apuntándolo con una pistolita plateada. Se oyó un estampido grandioso y la mesa explotó, despedazándose junto a los platos y vasos que tenía encima. Una astilla se le clavó en el cuello a León y le hizo creer que era un balazo.

- ¡Atrás los dos! - Gritó Mariazinha, invisible tras el humo del disparo. Tenía la escopeta firmemente apoyada en un hombro y nada de miedo - ¡Fuera de aquí!

Los paulistas salieron corriendo, llevándose por delante cuanta silla encontraron en el camino y sin detenerse hasta estar seguros de que no los seguían. Con el arma bajo el brazo, Mariazinha los veía correr calle abajo, mientras la Negra Simona buscaba la escoba para barrer el destrozo y León calmaba a Clara, que temblaba con un cucharón en las manos. “Con el cagazo que se pegaron, ya no vas a volver a verlos”, dijo la suegra, que poca o ninguna importancia daba a los peligros del mundo. León, en cambio, no se sentía tan tranquilo. En un lugar como Foz, nadie podía ocultarse demasiado y tarde o temprano volvería a cruzarse con ellos, lo que sucedió a la mañana siguiente, cuando salió a trabajar. Llevaba unas cartas para el Banco Federal, dos de ellas dirigidas al gerente, el poeta Lucrecio Pezoa. Sorprendido por lo que consideró un raro capricho del destino - conoció a los dos amores de Clara con apenas una semana de diferencia - se propuso entregar los sobres él mismo, en vez de dejarlos en el mostrador de la entrada, como era habitual. «El licenciado está en su despacho - le dijo una cajera adormilada - suba nomás ». La oficina del gerente quedaba en el primer piso, al final de un largo pasillo de madera lustrada. León llamó a la puerta golpeando con los nudillos. Sentía una gran curiosidad. «Adelante», escuchó decir y empujó la ancha puerta de cedro. El gerente era un hombrecillo delgado y calvo, escondido detrás de unos gruesos anteojos de carey. Parecía un cuervo viejo, encasquetado en un traje Príncipe de Gales. A su lado, con cara de estar muy agitados, aguardaban los dos individuos de la noche anterior. León se quedó helado, pero Antúnes y Mendonça reaccionaron en el acto, saliendo a todo dar de la oficina. Uno de ellos, quien sabe cual, manoteó el cheque y el otro tiró abajo un armario, empujando contra la pared al cartero.

- ¡Pero entonces fuiste vos! - Gritó León, sintiendo que la rabia le subía a la cabeza.

- ¿Qué? ¿Yo qué? - Tartamudeó el gerente.

Sin pensarlo dos veces, tomó de las solapas a Lucrecio Pezoa y lo arrojó contra un bargueño con puertas de vidrio. Fue un desastre aún mayor que el del bodegón, porque el mueble se hizo pedazos y el gerente cayó al suelo, sangrando por las cortaduras que le provocaron los vidrios. «¡¡Socorro!! ¡¡Socorro!!, vociferaba, gateando entre los escombros de su bargueño. León hubiera seguido golpeándolo si no entraban en ese mismo momento los guardias y lo detenían.

- ¡Me quiso matar! - Gemía el poeta, tan pálido como si ya estuviera muerto.

- ¡Mentira! - Retrucaba León, mientras se lo llevaban a la rastra - ¡El me quiso matar a mí!

Así fue que lo metieron preso por segunda vez., en una celda mugrienta, pero con vista al río. A los cuatro días, cuando ya había comenzado a preocuparse por su suerte, apareció su tío, el cura Rigoberto. Entró a la celda con la única autoridad de su sotana, lo estrechó en un abrazo cargado de emociones y le profetizó: “Quizás a la tercera vez ya no esté tu viejo tío para sacarte”. Llevaban más de diez años sin verse, pero bastó que Clara le llamara por teléfono para que el viejo párroco corriera en ayuda del sobrino. A instancias del sacerdote, la policía citó a Lucrecio y entre todos aclararon la confusión causada por la primera pelea, los sucesos del bodegón y la casualidad de que los atacantes se encontraran con su víctima frente al gerente del banco, lo que hizo creer a León que el los había contratado. «Yo nunca había visto a esos tipos - explicó Lucrecio - vinieron a cobrar un cheque que me pareció sospechoso y los hice subir. Ya se los había autorizado, porque me dijeron que estaban construyendo una iglesia en la plantación, cuando entró este energúmeno y me atacó». Sin el cheque como prueba del delito y sin los paulistas para oficiar de testigos, el Comisario mandó a buscar al ingeniero para zanjar el asunto, pero Saldívar había salido de viaje y recién volvería en dos meses. “Bueno, acepto que fue un equívoco”, dijo el jefe policial, “pero sólo puedo dejar libre a Valdéz si el licenciado Pezoa levanta su denuncia por las lesiones”. Lucrecio, que odiaba a León más por ser el novio de Clara que por las heridas que le había causado, se negó de plano. «Es el mismo súcubo de mierda que fue siempre», dijo Mariazinha cuando se enteró que su yerno seguía preso. Con la determinación que la caracterizó siempre, fue a ver al gerente y le advirtió que si no levantaba de inmediato su denuncia, ella se encargaría de convencer a cada uno de los hombres de Foz de que mudaran sus depósitos a otro banco. “El gerente del Nacional, por ejemplo, me tiene de confidente desde hace quince años ¿no cree que me daría una buena comisión por llevarle todas las cuentas de este banquito pulguiento que vos dirigís?”. Lucrecio cedió, babeando una sonrisa falsa, y León quedó libre esa tarde.

- ¿No ves en todo esto una señal del destino? - Le planteó el cura Rigoberto, de pensionista en el bodegón de las putas - Acaso ya es hora de volver a casa. ¿Qué vas a hacer aquí, entre enemigos que van a buscar vengarse?

- ¿Y qué voy a hacer allá, donde no tengo nada?

- Esa puede ser tu ventaja, León, pero de todos modos me tenés a mí, que siempre voy a poder darte una mano.

Volver a casa, pensó León esa noche, oyendo respirar a Clara, que se había dormido. Recordó a su amiga Aspasia y al bar de Arístipo, tardes de café con leche mientras miraban televisión. Jugó con la memoria y ensayó los nombres de los viejos amigos. Los vecinos del barrio. Las caras que había visto desde la primera vez que salió a la calle. Ulises, por ejemplo, que una vez por semana les llevaba un cajón de verduras. Bien pensado, no era cierto que no tuviera nada. Allá estaba la biblioteca de su tío, adonde podría devolver con toda la gloria el ejemplar de Sandokán y los tigres de la Malasia. ¿Qué habría sido de Isabel, la española que llegó a compartir con ellos la sacristía? Se sorprendió en grande cuando su tío le dijo que el muchacho al que había defendido era el hijo de aquella inquilina. Era natural que no lo hubiera reconocido, una década más tarde, por más que el gurrumín se hubiese convertido en el que amenazaba ser cuando era niño. «Uno sólo regresa cuando comprende que no lo logrará», le había dicho una vez el Doctor Fagundes, en el leprosario de Iquitos. Abrazó la espalda de Clara y se pegó a sus nalgas para empezar a conciliar el sueño.

- ¿Lograr qué? - Se preguntó, antes de quedarse dormido él también.

 

 

***

Capítulo 10

 

(De los años escolares de Camilo Insaurralde y del estilo didáctico del cura Terámenes,

 clara demostración de que la verdad es casi necesariamente subversiva,

con más razón cuando es enseñada a los pobres)

 

XXXVI

 

C

amilo ingresó a la escuelita de Terámenes al cumplir los ocho años y sólo la dejó cuando lo mataron, doce años más tarde. Al principio iba nada más que los sábados, llevado por el Comisario o por Epaminondas, uno más convencido que el otro de la inutilidad del intento de convertirlo en artista. Apenas el cura se descuidaba un poco, Camilo abandonaba la carbonilla y salía disparado para el lado de los árboles, se metía en el arroyo o terminaba perdido en el bosque de tacuaras. “Yo lo quiero como a un hijo”, decía el Doctor, persiguiéndolo por las plantaciones con el saco bajo el brazo, “pero tengo que reconocer que el chico es indomable. O hacemos algo pronto o nunca tendrá remedio”. Terámenes no decía nada, lo dejaba hacer y al sábado siguiente le daba la misma hoja en blanco, con la carbonilla sin usar. Camilo daba las gracias y al segundo miraba hacia la sierra, abstraído por completo de cualquier asunto que no fueran sus ensoñaciones. Mientras los otros chicos se esforzaban en copiar las líneas de un florero sobre el papel, Camilo dejaba su silla y se iba a mirar de cerca las gallinas, a jugar con Muralla - que en aquellos días era un cachorrito - y a vagabundear sin rumbo hasta la hora de la salida.

- Yo les enseño el arte para que aprendan a amar la Naturaleza y a mirar la vida desde una perspectiva propia - Dijo una vez Terámenes, explicando por qué era tan permisivo con la disciplina de su alumno - pero este chico hace ambas cosas de todos modos. Lo que les sugiero es que me lo envíen toda la semana para que haga la primaria aquí.

Epaminondas opinó que sería un grave error, pues el nivel de enseñanza que se daba a los chicos campesinos era inferior al de la ciudad. Camilo, que ya cursaba el tercer grado, quedaría sobre los demás y retrocedería en su aprendizaje. El Comisario estaba de acuerdo en ese punto, pero también creía que en la escuela rural aprendería otras cosas útiles, lo que equilibraba la balanza. Isabel - que ya había notado que su hijo nunca sería dibujante - escuchaba a sus amigos y les hallaba razón, así que fue por un tercer criterio a lo del cura Rigoberto, quien la confundió del todo.

- La enseñanza es la misma en una escuela que en otra - Dijo el párroco, mientras se vestía para la misa de siete - y aunque es cierto que va más lenta en el campo, también es verdad que los chicos aprenden a ordeñar una vaca, a cuidar a las gallinas y a sembrar legumbres en la huerta, lo cual no está mal. Lo que me preocupa es ese loco de Terámenes, que siembra con buena intención pero sin fijarse a dónde tira las semillas. El día que meta la semilla errada en el cerebro equivocado, va a arder Troya.

Aspasia, que seguía yendo todos los domingos a visitar a Isabel y a leer cuentos a Camilo, dio su propia versión del asunto cediéndole la razón a los tres anteriores, pero aclarando que si ella fuera varón querría estudiar en la escuela rural. “Total”, filosofaba, “se puede ser artista de muchas formas, no sólo dibujando floreros y manzanas de plástico”. La balanza terminó por inclinarse el día en que Carápulo Tinguitella - un alumno de séptimo grado - desafió a Camilo probar quién era el más corajudo. “Si es cierto que le quisiste pelear al Turco Julián, no veo cómo no te vas a animar a toser durante la formación, mañana a la mañana”, fue la espina que dio comienzo al asunto. “Yo voy a toser en la fila”, respondió Camilo, sacando pecho, “pero si después sos capaz de hacer algo peor”. El Chato Ortiz, lugarteniente de Tinguitella, creyó que la respuesta era un insulto y así se lo hizo saber a su jefe, añadiendo que lo mejor era romperle la cara a ese enano. Mefístoles Saravia, a quien llamaban «Araña Pateada» por su renguera irremediable, se ofreció a encargarse del atrevido, pero a Carápulo le había picado el orgullo y exigió que la cuestión se definiera entre los dos.”Sólo él y yo”, dijo, haciendo crujir los nudillos, “esto es cosa de hombres. Vamos a ver quién es el más valiente”. La noticia corrió enseguida entre los compañeros del uno y del otro. Los de séptimo lo daban como pan comido, pues más de una vez habían visto a Manrique - el director - ponerle diez amonestaciones a cualquiera que se moviera en la fila. Estornudar o toser era pecado mortal. «No se va a animar», apostaban, pero al día siguiente, Camilo tuvo un ataque de tos agónico y Manrique tuvo que suspender el Himno hasta que la celadora se llevara al moribundo a la dirección. No lo amonestaron porque siguió fingiendo toda la mañana, mientras los de cuarto le palmeaban la espalda, admirados de su audacia. Pero eso no fue nada. Carápulo cumplió su parte tirando una bombita de olor en la sala de profesores, hazaña que Camilo empató quitándole el badajo a la campana y escondiéndolo en el baño. Parecía que había ganado la pulseada y se lo hacía ver a su oponente, paseando por el patio con todo cuarto grado de séquito. Durante dos días no sucedió nada, pero el jueves alguien aprovechó el recreo para echarle llave al séptimo y los alumnos se quedaron huérfanos por la canchita, mientras Manrique buscaba un cerrajero. En el recreo siguiente, Carápulo caminó triunfante hasta la barra de los de cuarto y le dio la llave perdida a Camilo, que la remató arrojándola al techo.

- Estos dos se van a hacer echar - Decían los alumnos de los otros grados, pues a esas alturas ya estaban todos enterados de la competición.

- ¿Por qué no la arreglan como machos? - Propusieron los de sexto. El Chato Ortíz estuvo de acuerdo y convenció a Carápulo de que lo mejor era acabar con Insaurralde de una vez por todas.

- A las tres, en la Playita del Muerto - Fue la contraseña, pasada de boca en boca hasta llegar a Camilo, que aceptó.

- Tinguitella te va a cagar a patadas, mejor no vamos - Le decían los otros chicos, deseando que no se echara atrás. Camilo se quedaba en silencio, pensando que el de séptimo era más grande que él, más fuerte y mucho más pillo, acostumbrado a romper los dientes a sus rivales en la playa donde el río hacía un recodo.

Pero fue nomás. Sus compañeros fueron a buscarlo con la excusa que se reunirían a estudiar e Isabel lo dejó ir, sin sospechar el peligro. Estaban exultantes, saltaban y aplaudían a Camilo, sin poder creer que iba a pelearse con el bravo Carápulo, el rompehuesos más famoso de su Promoción. Bajaron al trotecito por la calle que terminaba en el río, revoltoso y marrón. Cuando llegaron a la cita, los de séptimo ya estaba allí, sentados en la arena y fumando entre todos un mismo cigarrillo.

- Miren; ahí llegó el cadáver - Dijo Tinguitella y se levantaron a la vez, rodeando a los de cuarto, que había ido perdiendo el entusiasmo a medida que se acercaban. Camilo siguió caminando hasta plantarse frente a Carápulo, sobrador, con el pucho entre los labios. «No va a poder vencerlo nunca», comentó uno de los de cuarto, acobardado.

- ¿Estás listo, Insaurralde? ¡Te voy a partir la cara! - Gruñó Tinguitella, tirando el cigarrillo al suelo. Se había quitado la corbata del uniforme y arremangado la camisa.

- Dejáte de pavadas, Tinguitella, vos no sos más valiente que yo - Dijo Camilo, caminando unos metros hasta donde la barranca se abría y comenzaba el río - y si no, vamos a ver quién se atreve a meterse al agua y llegar a la otra orilla.

- ¿Qué? - Se sorprendió Araña Pateada.

- ¡Ese no era el trato! - Saltó el Chato Ortiz.

- ¡Ya se sabía que Insaurralde está loco! - Dijeron varios. Sobre la Playita del Muerto -llamada así desde el día en que un bañista de otro pueblo intentó cruzar el cauce y terminó ahogado- los rivales se miraban en silencio. Camilo estaba pálido y tranquilo. Tinguitella parecía preocupado.

- Es que no sé nadar - Dijo, encogiéndose de hombros.

- Yo tampoco. Precisamente, ésa es la gracia - Respondió Camilo, quitándose los zapatos.

- Yo no voy a meterme en ese río asesino.

- Yo sí - Rió Camilo, quitándose también el pantalón y las medias - y te voy a demostrar que soy el más valiente de los dos. Pelear, cualquiera pelea.

Un murmullo de admiración unió por un momento a los dos grupos. Los de cuarto intentaban hacer desistir a su representante y los de séptimo animaban al suyo, que miraba con aprehensión los casi cincuenta metros que separaban una orilla de la otra.

- ¡Basta ya, se van a matar los dos! - Gritó una voz no identificada, cuando Camilo llegó al borde del agua y Carápulo no tuvo más remedio que quitarse los zapatos - ¿Y si declaramos un empate?

- No sé vos, pero yo no me rindo - Dijo Camilo, metiendo un pie en el torrente. El agua fría le provocó un estremecimiento inmediato.

- Yo tampoco - Dijo Carápulo, bajando por la barranca con mucha seriedad. Junto al río, el rugido de la corriente terminó por apagar los últimos restos de su coraje. Sintió que se desvanecía, pero aguantó, temeroso de que lo vieran desde arriba.

- ¿Tenés miedo, Tinguitella? - Rió Camilo, sintiéndose mejor que nunca. Al igual que en otras ocasiones, la cercanía del peligro le provocaba esa tarde un placer irresistible.

El aire de la siesta estaba cálido, pero cuando la pierna derecha se le hundió hasta la rodilla al primer paso, Camilo sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Se dio vuelta para observar al grupo que estaba en lo alto de la barranca, los rostros atentos, las miradas tensas. El miedo reflejado en la inmovilidad absoluta. Hizo un ademán hacia adentro del río y la corriente lo arrastró casi un metro, haciéndole perder pie por un instante. Entonces sí, algo parecido al pánico le heló la sangre y pensó en la cara que pondría su madre cuando lo sacaran muerto del agua.

- Basta, Camilo, hermano - Casi llorisqueaba Carápulo, metido hasta las rodillas en el torrente fangoso - dale, hermanito, dejémonos de joder ¿qué sentido tiene morirnos aquí los dos, si somos amigos?

Camilo sintió que el miedo del otro le devolvía el coraje. Sonrió triunfal, alzando las manos en dirección a sus compañeros. «¡Vamos, salí de ahí, ya ganaste!», le gritaban los chicos, pero él creyó que aún no le había sacado demasiada ventaja a su oponente y se dejó llevar por la fuerza del río, suponiendo que podría detenerse unos pasos más allá. Fue un error. Cuando quiso volver a pisar el fondo, no encontró más que el vacío del abismo y se hundió hasta el cuello. Desesperado, alcanzó a ver el rostro descompuesto de Carápulo y en el próximo segundo se le apagó el sol, arrastrado hasta el fondo por un remolino salvaje. Le silbaron los oídos, inundados de agua. Sus pulmones se cerraron violentamente, quedó sin aire y comprendió que iba a morir. Cuando Isabel lo vio, estaba tendido sobre la arena, desnudo y azul. Pero vivía. Una rama providencial lo había atascado antes de que el río se lo llevara para siempre y un pescador lo atrapó de los pelos y lo sacó a la orilla, donde el Comisario - atraído por el griterío, una vez más - le había hecho la respiración artificial. Medio inconsciente, escupía agua sucia con los ojos desorbitados. “¡Yo no tuve la culpa!”, gritaba, presa de un ataque de espanto, Carápulo, que al día siguiente recibió veinte amonestaciones por instigar a un alumno menor a un desafío de muerte. Para su desdicha, nadie le creyó que había sido al revés y los de cuarto no dijeron esta boca es mía. En la playita, mientras intentaban revivir a Camilo, los de séptimo se habían retirado al paradero y miraban desde allí, como si no supieran qué pasaba. Cuando un agente los llamó a declarar, salieron corriendo.

- No me pudo vencer, mamá - Murmuró Camilo, cuando se sintió a salvo. Isabel, que acababa de llegar, pensó que su hijo se refería al río y eso le dio un gran orgullo, pero enseguida Pericles le contó el verdadero motivo del accidente.

- Esta vez fue demasiado lejos, señora, tiene que hacer algo para que este chico no se juegue la vida por diversión - Dijo, quitándose la chaqueta policial para cubrir al náufrago. Camilo sonreía, mirando de reojo a Tinguitella.

Isabel no supo qué decir, dudando entre mantenerse aferrada a su personal idea del coraje o ceder a su natural aflicción, pues comprendía claramente que su hijo había estado a un paso de perder la vida.

- Ay, Camilo - Suspiró, tratando de contener las lágrimas - ¡Cuántas veces más le romperás el corazón a tu madre!

- Tiene que hacer algo, Isabel - Insistió el Comisario, meneando la cabeza - Este chico es una cosa seria.

Ni qué decirlo. Al día siguiente, a la hora de la formación, todas las miradas estuvieron fijas en él mientras Manrique dirigía un Padrenuestro de agradecimiento por su salvataje. Al entrar al grado, la señorita Porfiria lo hizo pasar al frente para que narrara la odisea y después le dijo que si llegaba a sentirse mal podía pedir permiso para irse a su casa. ¡Como si fuera a hacerlo, Camilo, con lo feliz que estaba de ser el héroe del grado! En los recreos, los de cuarto sacaban pecho y lo rodeaban fascinados, pidiéndole una y otra vez que les contara cómo había vencido a Tinguitella y qué se sentía al hundirse en la oscuridad del río, a desafiar a la muerte. Le llenaban los bolsillos de caramelos y galletitas. Le palmeaban y mantenían alejados a los pendejitos de primero y segundo, que se amontonaban para ver de cerca al campeón.

 

XXXVII

 

Terámenes apareció a la media tarde del sábado, llevando de su correa a Muralla y cubriendo con su enorme figura la puerta de entrada. Isabel y Aspasia preparaban una torta en la cocina y el Doctor conversaba en el patio con el Comisario, vigilando de reojo las acrobacias de Camilo en lo alto del guayabo.

- Ven, Isabel, quiero hablarte - Dijo el sacerdote, con esa voz cavernosa que a algunos chicos les provocaba terror. Salieron al porche. El médico hizo una seña a Pericles de que bajara la voz y se quedaron escuchando. Hasta Camilo, cuando descubrió quién había llegado, bajó del árbol y corrió a jugar con el cachorro.

- Se trata de mi hijo, ¿verdad? - Dijo Isabel, secándose las manos en un repasador. Le había entrado la sospecha de que - tarde o temprano - el padre ya no lo recibiría más en su escuela, lo cual era comprensible, con tantas travesuras. «El padre no va a querer responsabilizarse más de un chico que en cualquier momento causa una tragedia», le había anticipado Aspasia.

- Sí, vengo por él - Contestó el cura, rascándose distraído la cara peluda - Quiero llevarlo conmigo como interno, para que estudie. Puedo traértelo todos los sábados para que se quede contigo hasta el domingo a la noche.

- ¡Vaya! - Suspiró Isabel - ¿Y por qué haría usted tal cosa? No es un secreto que mi Camilo le ha dado más de un dolor de cabeza. Y por cierto; creí que venía a decirme que ya no lo recibiría.

- Es un muchacho valioso - Respondió el director, sacando de un bolsillo de la sotana un pedazo de tabaco para mascar - Y yo te prometo que responderé por él.

Picado por la curiosidad, Epaminondas abandonó su asiento y fue acercándose al porche. De saco y corbata - pese a que era sábado y la temperatura pasaba de treinta grados - hacía un raro contraperfil a la figura tosca, ensotanada y pilosa de Terámenes. Isabel lo puso al tanto de la oferta y al rato tuvo que repetir la frase, pues el Comisario también llegaba a curiosear. Sólo Camilo, que ya había advertido que hablaban de él, permanecía en el patio.

- Me parece una gran idea - Comentó de inmediato el Doctor, calculando sin querer que así tendría más facilidades para ver a solas a la viuda - pues nadie puede ser madre y padre a la vez. La disciplina de un internado le hará mucho bien al muchacho.

- Pues no sé - Dudaba Isabel, mirando a su hijo. Camilo simulaba no prestarles atención, pero estaba tenso, a la expectativa.

- El regimen de estudio semanal - Explicó el cura - es muy distinto al de las clases de los sábados, donde lo he dejado hacer a su gusto. De lunes a viernes tendrá tanto trabajo que no hallará tiempo ni le sobrarán ánimos de mandarse ninguna macanada.

- Conozco muchos chicos que van a esa escuela, señora - Intervino el Comisario - y ninguno salió malo. Allí aprenderá todo lo necesario para su vida.

- Yo me comprometo a buscarlo los fines de semana - Ofreció el médico, sonriendo al modo que mejor le quedaba.

- Pues yo no sé ¿No estaban ustedes en contra de que lo enviara a esa escuela? ¿Qué les ha pasado a todos, que han cambiado de opinión así, tan drásticamente? - Dijo Isabel, llamando a su hijo con una seña - ¿Tú qué dices, Camilo?- El niño saltó de su silla y se acercó con desconfianza, mirando a uno por uno como para captar el tono de la conversación. Aspasia le guiñó un ojo, lo que lo dejó más tranquilo - El padre quiere llevarte a estudiar a su escuela durante toda la semana, es decir, sólo vendrías a casa los sábados al mediodía y hasta el domingo a la noche.

- ¡Qué bueno! - Exclamó Camilo y el perrito comenzó a ladrar.

Ese mismo domingo lo llevaron, todos juntos, en el Ford del Doctor. El Comisario le regaló una bolsa con el escudo policial, para que guardara sus cosas. Epaminondas, una valijita de cuero con jabones de tocador, peines, toallas y talco para los pies. Aspasia le obsequió su último libro favorito «Tiempos difíciles», de Charles Dickens. E Isabel, que en fondo de su corazón no quería saber nada de desprenderse de él por cinco días, le dejó entre sus cosas la manta con que lo había abrigado al nacer. Abrazó a su hijo con todas sus fuerzas, le acarició el pelo, le besó la cara. Se miraban, el uno al otro, como si supieran cosas que los demás ignoraban.

- Nos vemos el sábado - Dijo el cura y enseguida lo tomó de una mano y se marchó con él por el senderito de las barracas. El Doctor carraspeó, emocionado. Le daban ganas de consolar a Isabel, de decirle que no estaría sola ni un segundo, pues él la visitaría más seguido ahora que no estaba Camilo. Pero no se atrevió. Cuando subieron de nuevo al automóvil, notó sorprendido que también al Comisario le brillaba la mirada. Isabel, en cambio, había vuelto a sumergirse en esa fría indiferencia en que se resguardaba a veces. Miraba hacia afuera sin ver más que sus propios pensamientos, acaso recordando los ocho años pasados hasta esa tarde en que debió - ¿qué más iba a hacer? - abrir la puerta a su hijo y dejarlo partir. No había sentido la misma angustia cuando lo llevó a la escuela por primera vez, allá en el pueblo. Ni cuando lo envió el primer sábado a su clase de arte. “¿Sabes?”, le dijo a Aspasia, después de un buen rato de viajar todos en silencio. “Intuyo que acabo de dar el paso que me quitará a mi hijo para siempre. Ya nunca volverá, por más que me visite todos los fines de semana”. Tenía razón.

 

XXXVIII

 

Aquella primera noche solo, arropado con la manta de su madre en el barracón de la escuela, Camilo descubrió el sabor definitivo de la libertad. Nunca antes le había prestado tanta atención a la infinitud de los ruiditos nocturnos, al murmullo sibilante del viento en los árboles, al respirar del bosque. Con los ojos abiertos en la oscuridad, pasó las horas intentando descifrar el motivo de cada queja en las maderas del techo, el andarigueo de los animales montunos y el chistido agorero de las lechuzas. Era, ni más ni menos, como estar abandonado en el centro de un mundo hostil y tan desconocido como cada uno de los chicos que dormían a su alrededor, igual que sombras muertas. Fue una experiencia iniciática. Una sensación confusa de inmensidad y peligro que sólo volvería a recordar después en dos ocasiones: la noche en que durmió en la casa de Aristóteles y aquella del final, escondido en esa misma barraca con un fusil en las manos. El cura los despertaba a las cinco en punto, golpeando con un pedazo de riel sobre la campana del patio. Era una campana antigua y descuajeringada, rota en tres partes y colgando de una viga con una soga de arriero. El pedazo de hierro, según decían, era un recuerdo de la tarde en que Ibrahim Farjat hizo descarrilar al tren. Terámenes - de quien corría el comentario que jamás dormía - pegaba tres golpes duros y precisos, haciendo tañer la campana con tanto efecto que hasta la escuchaban en el Regimiento, a treinta kilómetros de allí. Con el primer tañido, los internos daban un salto en sus catres, sorprendidos de que la noche durara tan poco. Con el segundo golpe caían al suelo frío de la madrugada y el tercero ya los encontraba corriendo descalzos, rumbo al baño. «¡El último es marica!», gritaba el líder de la barraca y el pelotón galopaba por la galería a todo dar, aunque en silencio, pues la bulla exagerada se castigaba con la pérdida del postre por el resto de la semana. Bien lavaditos, corrían de vuelta al dormitorio, se vestían y a las cinco y media formaban en fila de a dos frente al fogón, donde el cura repartía el jarrito con mate cocido y una hogaza – flaquita - de pan. «Quiere matarnos de hambre para poder vender nuestros cuerpos a los compradores de órganos», decía todas las mañanas Efigenio Cáceres, hijo de un plantador de mandioca de las cercanías y líder de la escuela hasta el día en que Camilo le quitó el puesto. Se le había dado por esa broma desde principios de año y todas las semanas le aumentaba algún detalle siniestro, como el tipo de niños que preferían los compradores, el modo en que les quitaban los órganos y los lugares donde después enterraban los restos. Los internos más jóvenes se morían de miedo y rogaban que les dieran un poco más de comer, provocando carcajadas disimuladas entre los más grandes y una sonrisita cómplice en el cura, que estaba al tanto de los crímenes que le endilgaban.

A las seis comenzaba la práctica de campo, que variaba según la edad de los alumnos, su grado de experiencia en la escuela y la estación del año en que se encontraran. Todos hacían de todo, dividiéndose el batallón en equipos de dos a cinco muchachos - según la tarea - que durante tres horas estrictas amasaban pan, preparaban mantequilla o mermelada, ordeñaban las vacas, daban de comer a las gallinas, trasladaban a las ovejas hasta el pastizal y ensuciaban un poco el chiquero de los cerdos, además de carpir la huerta, regar los almácigos y recoger las frutas y verduras para ese día. De tanto en tanto, el cura supervisaba las tareas desde una pequeña atalaya de troncos, pero el principal contacto de los alumnos era con los campesinos que los instruían, viejos desheredados que habían perdido sus chacras y hallado refugio en la escuela rural, donde a cambio de techo y comida, enseñaban a los chicos los secretos del amor a la tierra. Los conocimientos transmitidos de generación en generación se complementaban con las clases que dictaba, tres veces a la semana, un ingeniero agrónomo de nombre Manganeso Ruiz, llamado así porque su madre había creído que Manganeso era el nombre de un filósofo griego y no el de un mineral. Antiguo amigo de los Farjat  - en tiempos lejanos los había asesorado con los frutales - había pasado un tiempo experimentando la reforma agraria en Bolivia, pero cuando volvieron los militares regresó a Nueva Atenas y empezó a buscar dónde llevar a la práctica lo visto y oído. «Hay un cura medio loco haciendo éso mismo», le dijeron y así conoció a Terámenes. «Yo no reparto tierras - le aclaró el sacerdote, de entrada - y además, ni siquiera las tengo, pero mi trabajo consiste en enseñarle a los chicos, a los hijos de los campesinos, a trabajar la tierra del mejor modo posible, pero también a desearla y a amarla como pro-pia, en la esperanza de que algún día les pertenezca».

Era una idea atractiva para Ruiz, que nunca había simpatizado con los terratenientes y hasta había intentado - sin éxito, hay que decirlo - unir a los pequeños propietarios en cooperativas y no había olvidado sus ínfulas. Apenas habló con el cura, se puso a discursear en El Areópago a favor de la reforma agraria y faltó poco para que Pericles lo metiera preso, por agitador. Corrían tiempos confusos - pocas semanas antes habían encarcelado a León por encabezar una manifestación - y nadie quería parecer un simpatizante de asuntos foráneos. «Una cosa es que Terámenes ande hablando de trabajo social, reparto de tierras y todos esos asuntos modernos, pero otra cosa muy distinta es que lo haga un ingeniero. La gente podría creerle», fue la sagaz interpretación de Aristóteles, que enseguida envió al Turco Julián a que le hiciera ver a Manganeso lo inoportuno de su alocución. Manganeso cerró la boca en el pueblo y consiguió trabajo en una estancia de los Caballero, lo que no impidió que siguiera hablando de lo mismo tres veces por semana en la escuelita rural. «Soy un idealista pragmático», decía, tomándose unos mates de madrugada con el cura. Fue por su pragmatismo que enseñó a los alumnos a cosechar lo mismo que comían, pues de tal modo nunca faltaría la motivación. A las nueve en punto - también por su consejo - volvía a escucharse la campana y los aprendices dejaban las herramientas y corrían a concentrarse en el comedor, donde los esperaba el desayuno en serio, compuesto de leche espesa y tibia, recién ordeñada, acompañada de pan, mantequilla y dulces que se producían allí mismo. Lo que no se consumía era vendido en el pueblo para cubrir los gastos, repartiéndose el excedente entre todos por igual. No era gran cosa, pero servía de aliciente.

A las nueve y media, satisfechos y espabilados, asistían a la clase de matemáticas, que se estiraba hasta el mediodía. Divididos en siete grupos según sus edades, pero todos en el mismo sitio y con el mismo maestro, los chicos terminaban aprendiendo más, más rápido y mejor que con el sistema convencional, pues los de cada grado escuchaban no sólo lo que les correspondía a ellos, sino lo que tocaba a los demás. «Es un poco loco al principio - había explicado Terámenes a Isabel- pero después funciona. Con este método, los más inteligentes aprenden mejor que con cualquier otro y los menos hábiles recuperan el paso siempre». A la hora del almuerzo, como era de prever, el menú contenía lo que producía la granja y muy rara vez algo comprado en el pueblo. Los chicos llegaban al comedor bien lavados y recién peinados, se distribuían entre los seis tablones que oficiaban de mesas y aguardaban que los que estaban de turno repartieran los platos rebosantes. Era todo un jolgorio, pues las particulares reglas de Terámenes permitían reir, bromear y cantar sin restricciones, mientras él almorzaba solo, en una mesa pequeña, enfrascado en la lectura de algún libraco tan viejo y polvoriento como él. De pronto, como si estuviera regido por un reloj invisible, a la una y media cerraba el libro y se levantaba pesadamente, dando por terminada la diversión. Los alumnos se desparramaban en silencio absoluto - a partir de allí corría la veda de la siesta - y llevaban sus platos, vasos y cubiertos a la cocina, tras lo cual podían hacer cualquier cosa menos bulla. A las dos y media sonaba la campana que indicaba las clases vespertinas: lenguaje, historia y geografía, materias en las que se enfrascaban hasta las cuatro y media. A esa hora, otra vez el tazón de mate con la rodajita triste y vuelta a la chacra, a terminar lo que habían comenzado a la mañana. Traer de vuelta los animales, regar aquí y allá, reparar alguna cerca o recoger las frutas, huevos y verduras para el día siguiente.

- Esto es como la cárcel, sólo que no se come tan bien - Se quejaba Efigenio, hundiendo el estómago para que se le notara el costillar.

- Ya te va a tocar la conscripción, a vos - Le retrucaban siempre los instructores, a los que aún les dolía en las tripas el hambre militar.

A las siete de la tarde volvían todos a las barracas. Los más chicos se tambaleaban de sueño y hasta a los mayores les costaba disimular el cansancio, pero aún faltaban las tareas escolares. El director en persona les controlaba el estudio, paseándose con el gesto ceñudo, revisando una suma aquí y un verbo mal puesto allá, hasta que el campanazo de las ocho salvaba a todo el mundo del esfuerzo, llamando a cenar. Nunca faltaba el chiquilín que se quedaba dormido antes de tiempo y al que había que despertar para que fuera a soñar a su catre. A las nueve y media se apagaban las luces y un silencio satisfecho caía sobre el campamento. Todos dormían, o mejor dicho casi todos, pues no faltaban los dos o tres noctámbulos que se quedaban hablando con el cura. Efigenio, por supuesto. Y Segundo Chavarría, que era el hijo mayor de un estanciero que lo había perdido todo en la timba. Y Camilo, que no podía ser de otro modo.

- Vos sos muy nuevo, pendejito - Lo detuvo Efigenio, la primera vez. Camilo no le dijo nada, pero tampoco se echó atrás. Sentado al lado de Terámenes, escuchó en silencio la historia de los anarquistas, los cuentos de la Mulánima y - de tanto en tanto - otros relatos aún más fantásticos, pero reales.

- Hay lugares donde el pobre es el dueño de la tierra que ocupa - Decía el cura, bajando la voz para que le prestaran más atención. Efigenio y Segundo se acomodaban nerviosos, sintiéndose partes de un secreto grandioso. La primera vez que oyó hablar del asunto, Camilo se quedó pasmado. Nunca se le había ocurrido pensar que la tierra tuviera  dueño.

 

XXXIX

 

Sin saber que un día serían sus lugartenientes, Efigenio y Segundo le tenían poca simpatía al hijo de Isabel. Les molestaba su independencia, el modo indiferente con que los miraba cada vez que le daban alguna orden. Ninguno de los otros chicos era capaz de ponerles en duda el liderazgo, pero él – simplemente - lo ignoraba. Furiosos, en los partidos de fútbol se turnaban para golpearlo, pero él devolvía los golpes con disimulo y sin quejarse, hasta que un día le pegaron tanto que el cura tuvo que suspender el encuentro y definirlo por penales. Ganaron los de cuarto, nada menos, gracias a los dos pelotazos que desvió Efigenio, con Camilo de arquero en la ocasión. Terámenes observaba sin intervenir casi nunca, pues era de la idea que en tales asuntos había que dejarlos formar el carácter. Había acertado en la presunción de que el muchacho no daría problemas de conducta  y estaba más que satisfecho con su rendimiento escolar. Camilo era un estudiante curioso y metódico, de ésos que cuando hacen una pregunta no se detienen hasta obtener la totalidad de su respuesta. Era bueno en matemáticas, regular en lenguaje y muy bueno en historia, así que tuvo que mandar a pedir libros prestados para satisfacer su voracidad intelectual, quien al finalizar el séptimo grado le hablaba de griegos y romanos como si hubiera vivido entre ellos. Era rebelde para algunas cosas, indoblegable en otras y muy disciplinado si se trataba de algo que le gustaba. Terámenes notaba que así como aceptaba las reglas de la escuela sin protestar, hacía lo posible para infringirlas cada vez que podía, pero sin dejar de cumplir con lo que era obligatorio. “Por ejemplo”, comentó una vez el cura al Doctor, “les doy diez minutos para higienizarse a la mañana, pero éso le molesta, porque le gusta quedarse un rato en la ducha. Entonces se levanta media hora antes que los demás y se da el gusto sin dejar de cumplir con el horario del desayuno. ¿Lo ve? En infinidad de otros pequeños asuntos, él infringe y cumple a la vez, haciendo lo que quiere sin desobedecer lo que digo. Suele arreglárselas para hacer su voluntad sin entrar en conflicto conmigo”.

No siempre sería así, pues no dudaría en enfrentar a Terámenes cuando llegara el caso. Fue en quinto grado y estuvo a punto de ganarse la expulsión, de la que se salvó porque - después de mucho hablar - el cura terminó por aceptar sus argumentos. La cuestión comenzó por la verdadera pasión que Camilo tenía por los tomates. No sólo se los devoraba en la ensalada del almuerzo, sino que se las apañaba para tener alguno en un bolsillo, negociado a escondidas con los otros chicos. Un día calcularon que comía más de lo que podía conseguir con el contrabando escolar, lo que disparó las suspicacias ¿de dónde los sacaba? Cuando lo descubrieron, ya llevaba varios meses explotando su propia huerta, en los límites de la escuela. Manganeso se quedó admirado de que hubiera podido realizarla él solo, trabajando en secreto durante la hora de la siesta o tal vez de noche, llevando las semillas en los bolsillos y las herramientas quién sabe cómo. La plantación era un cuadradito de diez por diez y se notaba que había seguido al detalle lo aprendido en las clases. Las hileritas eran impecables. Los plantines, perfectos. Nada quedaba fuera de lugar, salvo el hecho de que el dueño de la propiedad estaba por completo fuera de la ley. “Me parecía raro que comiera tomates todo el día”, dijo Efigenio, creyendo que los robaba de la cocina, pero día siguió al sospechoso y destapó el misterio. Fue un escándalo. Nadie podía creer que uno de los alumnos montara su propio negocio en las narices de los demás, sin que nadie lo advirtiera. Terámenes, el ingeniero, los campesinos que oficiaban de ayudantes y la totalidad del plantel escolar salieron en procesión, tranqueando el paso, siguiendo al delator mientras el acusado quedaba confinado en la barraca.

- Ese chico es cosa seria - Dijo Manganeso, sonriendo frente a la perfección de la pequeña huerta - ¡Mire lo que hace a los nueve años!

- ¡Qué lástima que tenga que castigarlo! - Suspiró el cura - Pero sin disciplina no le servirá lo que aprenda en esta escuela. Mañana será expulsado y esta huerta arrasada, para que ninguno se atreva a seguir su ejemplo.

Camilo recibió la sentencia un día más tarde, conteniendo las lágrimas. Estaba de pie, firme frente a la mesa a la que estaban sus compañeros, aguardando el almuerzo. Terámenes cruzaba los brazos y miraba el piso, como si dudara en anunciar la condena. Por fin habló, con una voz que expresaba más pena que enojo: «Serás expulsado por indisciplina», dijo. Efigenio bajó la mirada, arrepentido. Chavarría meneaba la cabeza, pues aunque odiaba a Camilo, lamentaba que lo echaran así. “Usted, Insaurralde, traicionó mi confianza al actuar a escondidas”, añadió el cura, “rompió el reglamento al hacer lo que hizo. Hoy se le avisará a su madre y mañana se irá. Esa plantación de tomates que hizo debe desaparecer a pico y pala, para que no quede ningún rastro de su mala acción”. Todas las miradas convergieron sobre el acusado. Manganeso hizo un gesto amenazante a Efigenio, quien – avergonzado - no sabía qué decir.

- Usted, padre, se equivoca completamente - Dijo, de pronto, Camilo.

Se quedaron boquiabiertos, sin poder creer que su audacia llegara a tanto. Una luz de alegría brilló, sin que nadie la notara, en los ojos del cura y Muralla movió la cola, excitado. Efigenio sonrió de oreja a oreja, codeando a Segundo como si le advirtiera «mirá lo que se viene ahora».

- ¿Cómo es éso de que yo me equivoco? - Rugió Terámenes, descruzando los brazos.

- Sí, usted se equivoca - Repitió, tragando saliva. Estaba pálido y le temblaba la barbilla, pero siguió adelante - Para empezar que yo no traicioné su confianza porque no actué a escondidas. Trabajé mi huerta en el horario de descanso, en el que se puede hacer cualquier cosa menos ruido. Y si no me vieron es porque estaban durmiendo, no porque yo me escondiera. No es mi culpa que ustedes duerman cuando yo trabajo.

Manganeso tuvo que levantarse de su silla y salir al patio para reprimir una carcajada, pero el cura permanecía en un silencio absoluto, serio y cejijunto. Los alumnos estaban azorados. Nadie se había atrevido jamás a contestarle al director, de quien se decía que era capaz de arrancarle la cabeza de un mordisco al que le discutiera una orden.

- Y tampoco rompí ninguna regla de la escuela - Continuó Camilo, tomando coraje a medida que avanzaba - porque nadie me dijo nunca que no se podía hacer una huerta en un lugar en el que trabajamos haciendo huertas. Y por último, usted no tiene ningún derecho a destruir mi huerta.

- ¡¿Cómo?! - Terámenes apoyó los enormes puños sobre la mesa, diciéndose que ese chico y ese caracter habían ido demasiado lejos - ¿Pero cómo decís, atrevido? - Exclamó, furibundo.

- Que la huerta es mía. Usted no puede destruirla - Respondió Camilo, bajando la voz pero levantando más la mirada. Seguía desafiante, pese a todo.

- ¡Pero cómo que la huerta es tuya! ¡Lo que me faltaba!

- ¿Acaso no dice siempre que la tierra debe ser del que la trabaja? Pues yo la trabajé, por lo tanto, es mía. Como puedo ver, yo no hice más que lo que usted nos enseñó. Lo que sí reconozco es que debía compartir mis tomates con los compañeros, pero es que aún produzco muy poca cosa...

Terámenes se quedó callado durante tres, tal vez cuatro minutos. Inmóvil, mirando fijamente a los ojos del niño que seguía frente a él, asustado pero sin retroceder. Después, poco a poco, tomó asiento en su silla de almorzar. Se rascó la barba, distraído, durante otro buen rato. Suspiró un par de veces y finalmente mandó a que sirvieran la comida.

- Siéntese, Insaurralde. Ya vamos a hablar después.

Almorzaron en silencio, expectantes de la continuación del incidente. El cura no decía nada y los alumnos miraban a Camilo, dudando entre admirarlo o tenerle lástima por haberse cavado la fosa. Mientras servían el postre, Efigenio fue a decirle al oído: «Yo te delaté y lo lamento, no debí haberlo hecho. En todo caso, tenés razón. La huerta debe ser tuya, pues te la ganaste a lo macho». Camilo le devolvió una mirada triste y no dijo nada, acariciando bajo la mesa a Muralla. Fue una tarde distinta a las demás. A la hora del descanso, los cincuenta y cuatro chicos que eran ese año se deslizaron sigilosos hasta el catre donde Camilo leía las historietas de El Tony. Se le notaba, en la tensión del entrecejo, que apenas aguantaba las ganas de llorar, pero no derramó ni una lágrima, ni dijo nada al que había ido con el cuento. Por cierto, Efigenio permanecía a su lado, traspasándole sin darse cuenta el liderazgo escolar. Al día siguiente, el cura llamó al condenado y habló un largo rato con él, ante la ansiedad general. ¿Qué estaría pasando detrás de esa puerta, en el despacho de las grandes decisiones? El plantel completo de alumnos y ayudantes aguardaba, sin disimulo, que la condena fuera levantada, aunque los antecedentes conocidos eran poco prometedores. Cuando el viejo Terámenes decía que no, era no, pero “¡Ahí sale, ahí sale!”. Al fin, después de un rato muy largo, la puerta se abrió y Camilo apareció con las manos en los bolsillos, seguido del director. “La expulsión ha sido anulada”, dijo el cura, serio y circunspecto. No volaba ni una mosca, pero de verdad. “La huerta puede continuar, pero el tomate que se produzca será repartido entre los que la trabajen”, agregó Terámenes, “Y ni se les ocurra otra vez hacer algo sin que me entere, porque les corto las pelotas”. Giró lentamente, se metió otra vez en su oficina y cerró, dando un portazo. Una ovación inolvidable sacudió a la muchachada.

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***

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 11

 

(Capítulo en el que se sacan varios trapitos al sol, como la causa por la que Miguelito

no será Intendente, los celos del Doctor Epaminondas y una noche de sexo entre dos náufragos,

mientras se desata un incendio y un brujo profetiza desgracias)

 

XL

 

M

iguelito Caballero era el único de los vástagos de Espeucipo y Helena que aún estaba con ellos cuando la enfermedad - nunca se dijo cual - atacó al Intendente, obligándolo a buscar un sucesor. Su padre no confiaba en él; antes bien, lamentaba haberlo traído al mundo, pero ya que estaba, lo hizo llamar a su despacho y le informó que a fin de año sería Intendente. Miguelito sonrió de costado, sintiendo llegada la hora de su triunfo. Cruzó las piernas, acomodó uno a uno los anillos que poblaban sus dedos y luego se desprendió un botón más de la camisa, dejando su pecho escuálido al descubierto. «No sé - respondió - tendría que pensarlo». Espeucipo, que en el fondo lo amaba tanto como lo odiaba, sintió una oleada de rabia. «Mocoso estúpido – dijo - no se trata de que lo pensés o no, se trata de que todos los negocios que han sido de la familia durante generaciones no pueden caer en manos extrañas. Ser intendente es tu obligación, no tu opción». Miguelito no cedió, igual que no había retrocedido nunca ante las furias de su padre. Simplemente volvió a sonreir y aclaró: «Siempre he creído que la política es un nido de ladrones y oportunistas, así que no siendo yo ni lo uno ni lo otro, sigo sin comprender por qué me querés empujar ahí». A prudente distancia, Nuria enarcó las cejas y Aristóteles se aguantó las ganas de carraspear. Ambos pensaban que no era prudente nombrar sucesor a alguien tan volátil. Podrían, Dios no lo quisiera, terminar todos presos. Pero Espeucipo estaba determinado a renunciar y a que le sucediera su hijo, lo que pasó a ser comentario público cuando el periodista Casimiro Reyes la publicó en el Diario Regional. El Turco Julián se preocupó, preguntándose qué riesgos corría con Miguelito al frente. ¿Y si el muchacho - ya andaría por los veinticinco años - aún le guardaba inquina por lo de aquella siesta, en el barco de Manfredini? Más de uno conocía la historia y sería capaz de usarla, llegado el caso. Nuria, por ejemplo. Sentada sobre la alfombra, a un costado de la cama, ella vio todo. Y Agripino Malatesta, que no vio pero escuchó, haciendo guardia afuera. ¿Cuántos más lo sabrían? Habían querido obsequiarle una experiencia iniciadora. Le dieron alcohol, se bañaron los tres juntos y luego - ¡oh, sorpresa! - Miguelito eligió el cuerpo rudo del sindicalista al suave y ondulante de la muchacha. Entre carcajadas, Julián le untó vaselina y siguió hasta el final, pese a las lágrimas del chico. Fue Nuria quien lo llevó luego al Doctor Epaminondas, quien curó las heridas de la cabalgata y olvidó el asunto. Ahora, Miguelito iba a ser nombrado Jefe, con lo que eso significaba para el futuro. “Hay que ayudar a Miguelito a decidirse por el no. El Intendente voy a ser yo”, dijo Manfredini, en reunión secreta con Julián. “Yo me encargo de eso”, prometió el capanga. “Ni quiero saber cómo”, sugería el ricachón. Claro que no iba a ser tan fácil, pues antes de que sucediera, Espeucipo mandó a los monaguillos del cura Rigoberto a encuestar al vecindario y descubrió que un alto porcentaje veía con buenos ojos al sucesor, reafirmando su voluntad de pasarle el cargo. «¿Lo ves, mi hijo? - decía Helena, con dulzura - el pueblo desea verte Intendente». Y Miguelito flaqueaba en sus ganas de rebelarse, pensando en las cosas que podría hacer si fuera Jefe. Viajar, por ejemplo. Organizar concursos de belleza y de peluquería. Ferias de arte. Un Corso que durara un mes completo. Fiestas de disfraces. Bailes a los que asistirían los hombres más elegantes de la región y - por qué no - del mundo…

- Pero también vas a tener que gobernar - Le advirtió Aspasia - Si la gente te mira bien es porque te consideran distinto a toda tu familia, pero si llegás a ser la misma mierda que el resto, te aseguro que voy a ser yo la primera en ir a meterte un tiro en el culo.

- Ya lo decidí: voy a ser Intendente, un gran Intendente.

A los veintinueve años, soltera y con fama de intelectual insobornable, Aspasia se daba el lujo de una sinceridad sin concesiones. Acodada en el mostrador, aconsejaba en amores al Doctor Epaminondas, discutía de filosofía con el cura Terámenes, comentaba libros nuevos con León o intercambiaba entredichos políticos con Aquiles y Ulises, por hablar de los más conocidos. De ella decían que era leal y confiable, título que muy pocos de los vecinos llegarían a lucir. León, que la visitaba cada vez que Clara viajaba a Foz, le preguntaba a veces cuándo se pondría de novia, qué estaba esperando. «Algunos tienen la suerte de encontrar el amor a cada paso que dan - decía ella, fumando un cigarrillo negro, sin filtro - pero mi destino es que los hombres vean en mí a una amiga, o mejor dicho, a un amigo con tetas, porque me ven más como hombre que como mujer. Por eso confían en mis consejos». León, que era su amigo desde siempre, le hacía bromas sobre la virginidad y ella lo echaba del bar, entre risas. “Andá nomás”, le dijo uno de esos días, “que soy la mejor amiga del futuro intendente”. Sin embargo, muy poco después fue ella la primera persona en enterarse del cambio de opinión del candidato.

- No me voy a presentar.

- Pero ¿No me habías dicho que sí? ¡Todo el mundo te quiere de Intendente!

Estaban solos, como de costumbre. Era la hora de la siesta. Apoyado en la barra, Miguelito se tapó la cara con las manos y soltó un sollozo. Aspasia le sirvió un vaso de agua fría, comprendiendo que la determinación de su amigo había sido forzada. Lo abrazó y durante un largo rato, él no hizo más que llorar y llorar. Después dijo:

- Una vez hice algo y ahora alguien me amenaza con hacerlo público si me presento. Así que ya le dije a mi madre que no seré Intendente y esta noche me iré de viaje por un par de meses, hasta que la gente se olvide.

- ¿Tan grave es? - Preguntó ella, sonriendo para que no se le notara la desilusión- ¿Tanto puede embromarte que se sepa?

- No a mí, pero tengo una familia. Una madre. Lo que digan de mí, no me interesa, pero a mi madre la harán pedazos. No seré Intendente jamás.

- ¿Así de definitivo?

- Absolutamente.

Sin que el vecindario lo supiera, Miguelito salió esa misma noche hacia algún lugar de Brasil y Aquiles se enteró de su renuncia recién al mes siguiente, cuando el Juez lo dijo en voz alta en medio del bar. Pomposo y circunspecto, se puso de pie para anunciar que habría elecciones y pedir un brindis por el único candidato: Aristóteles Manfredini, que estaba en una mesa junto al Coronel -acababan de ascenderlo - Verón. Aquiles vio que el Turco Julián era el primero en aplaudir y ahí mismo tomó la decisión de pelearles el cargo.

 

XLI

 

Isabel llevaba ya tantos años de viuda, que a veces le costaba rearmar en sus recuerdos la cara de Jeremías, el amante de la orilla del mar. El amor, devastador y magnífico mientras brilló, no era más que una pátina amarillenta y triste, once años más tarde. Los besos mojados, el calor de las caricias, los gemidos arrullados por las olas, parecían ya el reflejo de algo que quizás nunca había ocurrido. Cuatro semanas de una loca felicidad, apenas, pagadas con la soledad eterna en un pueblo que nunca sería suyo. Celebró los doce años de viudez el mismo día en que Camilo festejaba el final de la escuela primaria, con buenas notas y un pedido especial de Terámenes para que siguiera la secundaria en el mismo sitio. Madre e hijo tenían, para entonces, la misma estatura, pero no se parecían mucho. «Ha de ser igual al padre», comentaba el Doctor, viéndolo andar con un aire noble y mirar al mundo con su mirada mansa, lejana en la apariencia al coraje turbulento del muchacho. En la fiesta de la graduación, ella lo observaba desde cierta distancia, bromeando en voz baja con sus inseparables amigos Efigenio y Segundo. Se veía tan independiente, que Isabel dejó escapar un suspiro: “Pronto será un hombre y se irá, como se van los hombres. ¿Qué será de mi sin él?”. Epaminondas notó que la mujer tenía los ojos húmedos y – discretamente - le pasó su pañuelo. De pronto, él también se sintió un poco más viejo. Había transcurrido una década desde que ella llegó al consultorio con su embarazo a cuestas. Demasiado tiempo de soledad para ambos, por más que la amistad se había fortificado, pasando por sobre las contrariedades a que los exponía su situación. Las habladurías del vecindario, por ejemplo, hasta que ganó la evidencia de que allí no pasaba nada, pues en vano los vigilaron, persiguieron y auscultaron durante años, intentando conocer el día en que el honorable médico entraba a la cama de la extranjera. Nunca sucedió, para eterna decepción de Epaminondas y tranquilidad espiritual de Isabel, que temía lo que pudiera acontecer después. Fue él quien hizo de padre postizo para el muchacho, quien asistió a los actos escolares y lo regañó cuando se hizo necesario. Fue él, amigo incomparable, quien compró la casa de Isabel cuando supo que la Municipalidad se proponía a desalojarla. Y lo hizo en secreto, sin decirle nada, de modo que ella lo supo recién muchos años más tarde, cuando la Guerra de los Descalzos había terminado.

- Esa viuda desgraciada se lo llevó para siempre - Murmuraba, en tanto, Filoxena, acostada en un sillón a causa de los dolores que le atenazaban el vientre. Un día se hartó de seducir al marido y decidió enfrentarlo, echándole en cara la paternidad del hijo de Isabel. Epaminondas la escuchó con paciencia, mientras ella clamaba al cielo por una traición inexistente, pues ni siquiera era cierto que visitara a la viuda los lunes, miércoles y viernes, como la mujer sospechaba. Después, cuando se quedó sin aire y sin acusaciones, el marido suspiró hondo y respondió:

- Nunca hubo nada entre esa señora y yo, te doy mi palabra. Mucho menos puede ser mío ese hijo que tiene, pues ya lo tenía en el vientre la primera vez que la vi. En cuanto a mis reuniones de los lunes, miércoles y viernes, podés llamar a las esposas de Espeucipo y Aristóteles y ellas te las corroborarán. En cuanto al Juez, él es soltero, pero podés preguntarle, por ejemplo, si no me dejé la lapicera en su casa, el viernes pasado.

Filoxena creyó lo del hijo, pues lo confirmó con la asistente de su marido, pero se quedó en duda sobre lo demás, ya que nunca se atrevió a llamar a las esposas de sus amigos. Para ella, la verdad estaba en las ausencias constantes del esposo, en su desinterés, en sus silencios, en las miradas perdidas los domingos a la tarde. Sentía que él la engañaba, de todos modos, incluso sin hacerlo. Y le daba una rabia ciega que él fuera culpable sin pecar, pues algo tan absurdo sólo podía suceder en el nombre de un amor demasiado grande, de una pasión que incluso fuera capaz de aceptar la resignación de la desesperanza. ¿Qué podía haber más sucio que el sexo? Sólo el amor verdadero. Esta certidumbre terminó por destrozar sus nervios y acelerar la enfermedad que la llevaría a la tumba. Se decía a sí misma, en las largas horas de espera, que hubiera perdonado una infidelidad común, una revolcada decente con una puta de Foz o incluso con una enfermera del hospital, como era de prever. Una cana al aire. Un desahogo varonil y pasajero. Pero lo que le partía el alma era que su marido se había enamorado hasta la perdición de una mujer que no le daba nada a cambio. Eso era lo peor de todo, lo más humillante. «¿Tanto vale esa maldita como para hacerse amar durante años sin entregar el culo?», se desfogaba frente al espejo del baño, rompiendo el maquillaje con el que había querido borrar las huellas de su desolación. Después, cuando de algún modo empezaba a acostumbrarse a que la vida ya no sería la misma, un análisis de rutina descubrió en su útero las sombras de un enemigo más implacable que el desamor. El Doctor lloró en su consultorio, al leer el fatídico veredicto del laboratorio. Se sentía culpable, como si hubiera sido su falta de cariño lo que le había dado lugar al carcinoma. Desamparado, fue hasta la casa de Isabel aunque no era el día correspondiente y por primera vez le contó que era casado, algo que ella sabía desde hacía mucho.

- No sé qué utilidad puedo tener yo en esta situación - Dijo Isabel, consolándolo con un apretón de manos más cálido que los habituales - pero aquí estaré, siempre y a cualquier hora. Usted sabe que cuenta conmigo.

- ¡Ahora estarás contento! - Exclamó Filoxena, bañada en llanto - ¡Por fin vas a deshacerte de mí para ir a revolcarte con esa gallega puta!

Epaminondas cayó derrumbado en su sillón de leer, incapaz de articular palabra. Rogaba que el informe estuviera errado, pero no podía dejar de pensar en la libertad que lo esperaba en la viudez. Necesitaría otros análisis, pruebas definitivas que comprobaran los resultados anteriores y que le dieran una idea del tiempo que les quedaba juntos, amargados y contando las horas. No podía ser mucho, en todo caso. Tal vez unos meses, quizás un año. Y sin embargo - milagro de la ciencia o simple determinación de la esposa, empeñándose en no dejarle el marido a su rival - Filoxena vivió aún largos años más, consumiéndose a fuego lento por el odio y por la enfermedad.

 

XLII

 

Aquiles guardaba un vago recuerdo del jefe del Regimiento, la tarde en que fue a verlo para interceder por Camilo, preso en el cuartel con dos de sus amigos de la escuela rural. Acompañado del cura, Pericles y el infaltable Epaminondas, estacionó la camioneta a la entrada de las barracas, preguntándose qué podrían haber hecho los chicos para acabar en prisión.

- Así que usted es el famoso fraile comunista, el que le enseña estupideces a los muchachos de la zona - Bramó Verón, ascendido a Mayor por la época en que metió preso a Camilo. Varios años más tarde, ya Coronel, se preguntaría si no había sido aquel, precisamente, el comienzo de la Guerra de los Descalzos. La tarde en que le dijeron quiénes estaban en la guardia, lo primero que pensó fue en sacarse las ganas con el sacerdote, del que siempre había escuchado hablar pero a quien nunca había visto.

- Vuelva a hablarme en ese tono y tal vez me olvide de poner la otra mejilla - Dijo el cura, haciendo crujir un puño frente al rostro del militar - y en todo caso, yo no enseño nada contrario a mi Señor Jesuscristo. Estupideces se enseña en cuarteles como éste, donde la mitad de los chicos sale sodomita o ladrón.

- Vamos a hacer esto del modo simple, Mayor - Intervino el Comisario, enemigo declarado del oficial desde que se opuso a perseguir el contrabando - somos gente adulta y establecida, respondemos en todo por esos tres muchachos, así que usted nos dice si se le debe algo y los libera de inmediato, que ninguna ley lo autoriza a tenerlos encerrados en un cuartel.

- Y ninguna ley lo autoriza a usted a entrar a terreno militar - Advirtió, amenazante, el Mayor. Un par de soldados llegaron trotando con sus fusiles al hombro.

- Bueno, basta de pavadas - Dijo Aquiles, hablando en general. Por demorarse cerrando el camión, se había perdido la discusión anterior - ¿Por qué no nos dice qué pasó con los muchachos y los deja salir de una vez?

- Se lo diré, para que vean hasta qué punto son dañinas las enseñanzas que se imparten en esa escuela rural - Respondió Verón, recobrando la calma. Miró durante algunos segundos a Aquiles, intentando recordar de dónde lo conocía, pero después hizo un gesto vago, restándole importancia. Sonrió, incluso, haciéndolos pasar por el caminito que llevaba a las barracas del fondo - Vinieron hace tres días, el viernes, con el cuento de que el cuartel tiene demasiadas tierras sin producir y que ellos podían hacer una plantación de tomates. Como les hice decir que se fueran al carajo, me enviaron la oferta de un treinta por ciento de la producción para el cuartel y el resto para ellos, a cambio de la autorización y el préstamo de las herramientas.

- ¿Y por eso los metió presos?

- No, por éso no. Fue porque estos pendejos apalabraron a los soldados que salían de franco y los convencieron de asociarse para producir tomates en las tierras que se ven allá al fondo, hasta les hicieron creer que si trabajaban la tierra sería de ellos, porque la tierra es del que la trabaja ¿De dónde sacaron esa mierda? ¡Ahora los tengo presos a todos juntos, a ellos tres y a los quince soldados que se les unieron! ¿Qué quieren sus alumnos? ¿Sovietizarme el Regimiento?

Aquiles soltó una carcajada y se le unieron el policía y el médico, aunque el cura seguía ceñudo. Ya era la segunda vez que Camilo causaba problemas con ese asunto de la propiedad rural. Tendría que hablar seriamente con él, explicándole nuevamente el concepto.

- ¡Cabo! ¡Tráigame a esos tres revoltosos de inmediato! - Ordenó el oficial - Y ustedes, señores, francamente no sé de qué se ríen, que si en vez de venir a meterse en líos al cuartel hubiesen ido a la estancia de algunos que conozco, terminaban baleados. ¡No hay que joder con la propiedad privada! En mi cuartel...

- El cuartel no es propiedad privada, es del Estado - Interrumpió Terámenes, abanicando una mano como para espantar los argumentos de Verón.

 - ¡Cabo de guardia! - Interumpió Verón, dándole la espalda - ¿Qué pasa con esos tres, que no vienen?

- No quieren salir, mi Mayor - Respondió el Cabo, volviendo al trotecito poco después- Dicen que no saldrán si no libera también a los quince compañeros, perdón, a los otros presos, mi Mayor.

- ¡Pero, se dan cuenta! - Vociferó el jefe del Regimiento, quitándose la gorra como si fuera a arrojarla al suelo- ¿Qué carajo es lo que tienen en la cabeza sus alumnos?

- Ideas, Mayor. Ideas - Dijo Terámenes, abriéndose paso - Déjeme hablar con ellos y no se sulfure más.

- ¡Cabo, acompáñelo y que se vayan todos de una puta vez! - Gritó Verón y dio una media vuelta de desfile, furioso, antes de salir taconeando para el lado opuesto.

A los pocos minutos, los precoces revolucionarios dejaban el encierro entre el aplauso de los que se quedaban, liderados por un campesino bajito y pendenciero llamado Zenón Ferrás. Soldado raso en la época y Cabo siete años más tarde, cuando Camilo regresaría a pedirle que le abriera el arsenal, Zenón era un hombre de lealtades eternas. ¿Cómo ignorar la actitud de pretender quedarse, hasta que soltaran a todos? Su amistad con los muchachos, firmada para siempre en la celda del cuartel, sería fundamental en los hechos que ocurrirían más adelante, pues los protagonistas de esa tarde no se olvidarían jamás entre sí. Mucho menos el Mayor, que anotaría en su diario los nombres de los tres audaces - uno de ellos, el líder, recién salido de séptimo grado - junto a la palabra que marcaría con sangre la década siguiente: subversivos.

 

XLIII

 

Filipo González reapareció un lunes a la noche, a mediados del año en que Camilo comenzó la secundaria. Haciendo equilibrio sobre las muletas, trepó por el caminito de la casa de Isabel y le sonrió desde el porche, rogando que ella lo reconociera. Habían pasado más de diez años sin verse. Ella se sobresaltó, pues hacía ya mucho tiempo que se había olvidado de él, como hacía siempre con lo que le causaba daño. Nunca había vuelto a pensar en su madre, por ejemplo, ni en ninguno de sus hermanos. Mucho menos en el Capitán de la Guardia, asesino del artista. Pero ahí estaba Filipo, cargando con las huellas del balazo y sonriendo como si le dijera que se le había ido la rabia, el odio repartido entre ella y el Turco Julián. Isabel, que en esos días había cumplido treinta y dos años, lo hizo pasar a la cocina y le sirvió el tradicional vaso de limonada. Filipo se disculpó por lo inusual de la visita y le confesó que llevaba largo tiempo preparándola, pero que por una cosa u otra terminaba postergando el día elegido para realizarla. «No sabía cómo aparecer, qué cosa decir», se sinceró y a ella le pareció de mal gusto que lo hiciera, pues al fin y al cabo no habían sido más que compañeros de trabajo, amigos de ocasión. Apenas poco más que desconocidos. Y estaba esa pierna ausente, el hueco colgando a la altura de la mitad de un muslo, como una acusación muda y constante. «Fue por mi culpa», pensaba ella, evitando mirarle la desgracia. «Si yo no le hubiera pedido que me acompañara, hoy tendría dos piernas, se hubiera casado y engendrado hijos y en cambio, ahí está, sonriendo sin saber cómo seguir, quizás preguntándose a qué coño vino». Menos mal que no se estuvo mucho rato y que sólo habló de asuntos banales, chismes del pueblo y esas cosas, haciéndola reir con las historias que atribuían a Miguelito. De pronto miró el reloj, puso cara de contrariedad y saltó de la silla con esa rara habilidad de los inválidos, un poco exagerada. No quiso que ella lo acompañara hasta el portón - «No quiere que lo vea rengueando», pensó Isabel - y le soltó un beso aéreo con la mano libre, antes de desaparecer con el mismo impulso con que había llegado una hora antes. Pero volvió el viernes, cuando a Isabel se le había empezado a pasar el mal sabor. Lo vio subir con esfuerzo por el caminito de grava y por un momento deseó que tropezara y cayera rodando hasta la calle. «Debiera estarle agradecida y sin embargo no soporto verle», se decía a sí misma, sintiéndose peor. Lo soñaba casi todas las noches, pálido mortal, mirándose con ojos desorbitados el agujero negro del balazo. Lo escuchaba, a mitad de la pesadilla, quejarse y llamarla. Más aún, a veces lo veía aparecer sonriendo, dando saltitos con la pierna viva y trayendo en los brazos la pierna muerta, como una ofrenda de amor. “¡Coño, qué mal me pone este tipo!”, gemía, cada vez que lo escuchaba llegar, pues - para colmo - las visitas empezaron a ser más frecuentes – “¿Qué le habrá picado para aparecer así, después de tanto tiempo?”.

Resignada a soportarlo, preparaba temprano las sillas bajo la guayaba y cocinaba scones para acompañar el mate, convencida de que tarde o temprano se le pasaría lo que fuera que le hubiera dado. Al principio, sus visitas se limitaban a una media hora los lunes y otra media hora los viernes, pero después incluyó los domingos, los miércoles y finalmente, cualquier día y cualquier hora. Isabel estaba frenética, aunque reconocía que Filipo no era del todo insoportable. Sabía conversar de muchos temas, era tranquilo y educado, pero lo mejor era que jamás - ni por asomo - habló de la fatídica emboscada del Turco Julián. Lo malo, en realidad lo único malo, era su insistencia en aparecerse todo el tiempo. El Doctor Epaminondas, que en más de una ocasión coincidía con él en las visitas, empezó a mandarle indirectas. Muerto de celos, veía en el tullido a un rival temible. Filipo era más joven, mejor parecido - pese a la falta de una pierna - y además, soltero. Lo odiaba cordialmente, temeroso de que Isabel decidiera un día recompensar su sacrificio con aquello que el médico tanto había perseguido sin resultado. Hizo todo lo que la buena educación le permitía, creándole dolorosos vacíos en las conversaciones y hablando todo el tiempo de asuntos que el inválido desconocía, pero al cabo de varias semanas tuvo que reconocer que no sería fácil sacarse de encima al descarado. Entonces se jugó a una decisión heroica:

- En honor a la amistad con que usted me honra - Dijo una tarde, dirigiéndose a Isabel y remarcando el «me» sin mirar a Filipo- creo conveniente espaciar estas visitas tan felices, pues nada quisiera menos que alguien pusiera en duda su integridad moral. La gente, ya se sabe, comenta. No es posible venir a su casa cualquier día, a toda hora, por lo que espero contar con su comprensión.

- Tiene toda la razón del mundo - Admitió Filipo - sobre todo en el caso suyo, que es casado.

El Doctor se sintió tocado en lo más profundo, pero a partir de esa tarde no volvió a encontrar a su oponente, en parte porque Filipo limitó sus visitas a los días en los que no iba el médico y en parte porque las redujo en general, temeroso de que las palabras de Epaminondas hubiesen sido sugeridas por la dueña de casa. Regresó al sistema de los lunes y los viernes. Sin embargo, la viuda y el tullido terminaron por hacerse amigos poco a poco. Isabel fue bajando sus defensas. Dejó caer la barrera que los separaba y él se dio cuenta de que comenzaba a ganar la partida. Más seguro, se atrevió a especular un poco y una vez que la acostumbró a llegar siempre los mismos días y a la misma hora, comenzó a demorarse o a faltar a las citas. Sorprendida, ella descubría entonces que lo extrañaba. Se quedaba hasta la noche, sentada frente a la mesa donde esperaban los scones y la limonada sin tocar. «¿Qué le habrá pasado?» Y Filipo aparecía a la cita siguiente, dicharachero y amable, pero sin excusa alguna. «¿Tendrá una novia de la que no me habla?», se preguntaba Isabel y no por celos, sino por curiosidad. Un día cualquiera, él le tomó una mano y ella no se atrevió a retirarla por miedo a ofenderlo, pero se sonrojó tanto que igual se la soltó de inmediato. Isabel no hizo comentarios, pero el pequeño gesto la desasosegó por completo. No pudo dormir, ni esa noche ni las siguientes, fantaseando con lo que hubiera ocurrido si él insistía. Ella, que creía haber cerrado a cal y canto las emociones del vientre, sintió por primera vez en doce años algo parecido al deseo. Quizás no por Filipo, a quien no podía dejar de ver como al cordero sacrificado, sino por el hecho en sí. «Hacerlo – pensaba - hacerlo otra vez». Doce años más tarde, casi trece. “¿Qué sentiré? ¿Será igual?”. Y sin amor, pero ¿quién piensa en el amor cuando el hambre o la confusión acucian? “Follar de nuevo, coño, ¿y por qué no?

Dos semanas después, cuando parecía ya que el avance quedaba en el olvido, él volvió a tomarle una mano y ella no se rebeló. Lo dejó entrelazarle los dedos y seguir hablando como si no pasara nada. O como si ya hubiese pasado todo, que era aún más grave. Un rato más tarde, mientras lo observaba bajar la pendiente en precario equilibrio, pensó: «Esa pierna le falta por venir a la busca de lo que aún no le he dado. Toda su vida hubiese sido distinta si él no se fijaba en mí. Joven y buen mozo como es, nada le hubiera faltado. Pero yo lo desgracié. Fue por mí. Y encima, por nada. Pobre hombre. ¿Y qué me cuesta, después de todo?» Elsa, la madre de Filipo, puso el grito en el cielo cuando supo que su hijo visitaba a la viuda. «¡Fue por esa loca que estás como estás, hijo mío - decía, llorando como sólo pueden llorar las madres - y aún así vas a verla! ¿Qué buscás? ¿Que ese amor estúpido te lleve a la tumba?». Y Filipo - que siete años más tarde moriría en su último intento por llegar a Isabel - no respondía nada. Sólo soñaba, uniendo sus manos con las de la viuda y sintiéndola temblar y sudar bajo el vestido. Una noche la abrazó y ella se deshizo en un gemido de niña, como si le faltara el aire. Filipo quiso acariciarle el talle, pero perdió la muleta y sin querer, terminó empujando a Isabel contra la mesa de la cocina. Cara a cara, la boca del uno casi pegada a la del otro, se quedaron atónitos, espantados de que por fin hubiera llegado el momento. Filipo hundió la nariz en el pelo de Isabel - como siempre había querido hacer - y en su urgencia manoteó sin querer el interruptor de la luz, dejando el escenario a oscuras. Se acomodaron como pudieron, ella sobre la mesa y él sobre su única pierna. Sin decirse nada, acezantes, embistiéndose entre resuellos que acabaron a los pocos segundos y los dejaron más náufragos y necesitados que al principio, mojados de angustia. «No vayas a encender la luz», fue lo único que dijo ella, cuando él comenzó a desprenderse. Le aterraba que pudieran verse el uno al otro en el abrazo absurdo, perdida la vergüenza en la desnudez a medias. Pero la frase, quién sabe por qué, hirió en lo más hondo a Filipo, que terminó de abotonarse y se marchó tanteando en la oscuridad, para no regresar hasta el mes siguiente. Sonreía impávido, igual que la primera vez. Isabel, que ya no lo esperaba, lo recibió como si nunca hubiera ocurrido nada entre ellos y así continuaron, disimulando hasta la tarde en que las balas del Turco Julián le quitaron la vida.

 

XLIV

 

Nunca se supo quién fue el iniciador del incendio de San Pedro, llamado así por desatarse en el aniversario del santo. Comenzó de madrugada, anunciado por los ladridos de Muralla y mientras los alumnos todavía dormían. «¡Fuego, la puta que lo parió!», gritó Terámenes, más de fastidio que de preocupación, al ver la llamarada sobre el techo del establo. «¡Fuego!¡Fuego!», repetían los internos, a medida que se despertaban y salían envueltos en sus frazadas, empujándose unos a otros para ver mejor las evoluciones del cura, que corría carajeando con dos baldes llenos en cada mano. Al principio - según narraron luego - no creyeron que el incidente fuera gran cosa, ni que hicieran falta más bomberos que el director, pero de pronto hubo un viento traicionero y las flamas se abrazaron a las paredes de madera del barracón principal, lleno de semillas y herramientas del programa agrícola.

- ¡Muchachos, se nos quema la escuela! - Exclamó Efigenio y se lanzó sin pensar a través del humo negro. Chavarría corrió tras él y enseguida se los perdió de vista, desaparecidos entre el chisporrotear del fuego.

- ¡Allá voy! - Se oyó gritar a Camilo, desprendiéndose del grupo que observaba con alegría digna de mejor causa. Salió a la carrera y se hubiera metido también si no lo atrapaba a mitad de camino el cura, emergiendo del infierno con los pelos chamuscados y la sotana arollada a la cintura.

- ¡Todos atrás! - Vociferó Terámenes, que los había alcanzado a ver ingresando al barracón en llamas - ¡Camilo, vayan a pedir ayuda! - Ordenó, con el rostro crispado. Pero justo en ese instante se desplomó la viga que sostenía al portón de entrada.

- ¡Están atrapados! - Quiso decir Camilo, pero la voz le salió como un hilito. Era la primera vez en su vida que sentía miedo; con el portón clausurado, los dos muchachos morirían sin remedio. Los ojos del sacerdote se enardecieron de un modo salvaje y ahí nomás tomó carrera y se arrojó furioso contra la pared del galpón, haciéndola crujir. Sobre los ruidos del incendio y el griterío de los internos, se oían los aullidos de Efigenio y Segundo, clamando ayuda. Terámenes levantó su puño, ancho y pesado como un ladrillo, lo llevó lo más atrás que pudo y lo descargó como un rayo contra la madera, partiéndola. Camilo vio cómo las astillas hacían saltar la sangre en las manos del sacerdote, que seguía golpeando como enloquecido hasta que pudo hacer un boquete. “¡Déjeme a mí!”, clamó el niño, recuperando el coraje y saltó por el agujero, yendo a caer entre la humareda del barracón. “¡Efigenio! ¡Segundo! ¡¡Dónde están!!”, llamaba, tapándose la nariz y entrecerrando los ojos. Tuvo la suerte de encontrarlos casi enseguida, medio ahogados, a pocos pasos de la puerta. El calor era tan espantoso, que muy pronto sintió el chisporroteo de su pelo al encenderse. Se quitó la camiseta y se envolvió con ella la cabeza, mientras seguía animando a sus amigos a salir. Segundo estaba inconsciente, pero Efigenio se mantenía en pie, mirando en derredor como perdido, sin reconocer a quien iba en su ayuda. Camilo lo aferró de un brazo y lo obligó a salir, empujándolo hasta hacerlo pasar por el agujero y ponerse a salvo.

- ¡Camilo, vení aquí, carajo! - Rugía el cura, pegando unos puñetazos terribles para agrandar la puerta de escape. Camilo no lo oyó, embriagado por la satisfacción de haber recuperado el coraje. Corrió esquivando el fuego y el humo, tomó a Segundo de los pies y fue arrastrándolo hasta situarlo junto a la abertura, pero entonces le fallaron las fuerzas, perdió el sentido y cayó al suelo. En un último esfuerzo, el director de la escuela se avalanzó con manos y brazos contra la pared y logró atravesarla, cayendo dentro entre un huracán de chispas y llamas. Con un manotazo arrastró a Cavaría y con la otra a Camilo, los alzó en vilo, pasó quién sabe cómo entre el fuego y aún corrió con ellos varios metros, antes de caer de rodillas, con la sotana ardiendo.

Casimiro Reyes relató la odisea en el diario del domingo y los chicos se la leyeron al cura en el hospital, donde el Doctor lo obligó a quedarse tres días para asegurarse de que mantendría las manos quietas. No sólo tenía múltiples fracturas, sino también quemaduras hasta cerca de los codos, así que no pudieron enyesarlo. El dolor, que debía ser terrible, lo tenía silencioso y malhumorado, pero no se quejó ni una vez. Sólo puteó - y a lo grande - cuando una enfermera le rapó la melena y le afeitó la barba, en busca de otras heridas. «¡Diecinueve años - decía a quien fuera a visitarlo - diecinueve años sin ver una tijera y estos médicos del carajo me rapan por una nada!». Se veía raro, sin la pelambre bíblica. Parecía un niño grande. Hasta sus enemigos tuvieron que admitir por esos días que el viejo era un héroe. El Intendente fue a verlo, sólo por conocer al hombre cuya fuerza descomunal había atravesado una pared a puñetazos. Terámenes lo escuchó en silencio, como si no creyera una palabra del discurso con que alababa su hazaña, pero apenas Caballero terminó de hablar, retrucó:

- Lo que me gustaría que me digan es quién fue el hijo de puta que le prendió fuego a mi escuela, porque ese incendio fue provocado. Yo ví los bidones de querosene.

- No se preocupe, padre, se investigará hasta las últimas consecuencias - Prometió Espeucipo, levantando la mano derecha. Pero nunca se supo nada, por más que hubo aquí y allá versiones que achacaban el crimen a Manfredini, en reproche a las ideas que el cura inculcaba en sus alumnos. «Imagínense - dicen que dijo Aristóteles - que andan con ese tema de que la tierra es del que la trabaja y así me van a alborotar a la peonada en menos de lo que canta un gallo, cura de mierda». De todos modos, nunca se comprobó esta acusación y con los meses se fue olvidando el incidente, hasta que ya nadie habló de él. Ni siquiera el Comisario, que realmente investigó y siguió todas las pistas, pudo hallar al que destruyó buena parte de la escuela rural. «No se preocupen, muchachos     - dijo Terámenes, el día que salió del hospital y pudo ponerse otra vez al frente de sus chicos - que lo que no mata, engorda. Vamos a levantar la escuela otra vez, más fuerte y más grande, pues para acabar con ella primero tendrán que acabar conmigo». Proféticas palabras.

 

XLV

 

Pero la proeza de Terámenes había dejado en un segundo plano la de Camilo, que se jugó la vida - y estuvo muy cerca de perderla - por rescatar a sus amigos. A los trece años se lo reconocía como líder indiscutido de la escuela, pese a que no era ni el más grande ni el más fuerte. Su ascendencia nacía en su temeridad, en esa audacia natural con que enfrentaba toda clase de desafíos. Sin embargo, así como los chicos lo admiraban, los adultos empezaban a preguntarse si no había llegado la hora de ponerle un freno a esa valentía insensata.

- Fue muy bravo lo tuyo - Le dijo Epaminondas - pero no podés esperar que siempre haya algo que te salve. La vez anterior fue una rama sobre el río, ahora fue el cura, pero si en vez de ser el bestia que es hubiera sido un padre esmirriado como Rigoberto, no habrías contado el cuento. La valentía es sólo estupidez sin una mente clara que discierna lo posible de lo imposible. La próxima vez, hacéme el favor, pensá diez veces antes de tirarte de cabeza al agua, al fuego o a lo que sea.

- Pensá en tu madre, muchacho, no seas loco - Fue el consejo del Comisario.

- Mirá cómo terminé yo, por valiente - Le dijo Filipo, haciéndole tocar el muñón.

Aspasia, que adoraba a Camilo como si fuese un hermano menor, no le dijo nada, pero habló con Isabel y le propuso ir juntas a visitar a un vidente, el que quizás podría decirles cómo encausar las energías indomables del muchacho. Isabel no quiso, al principio, pues no era afecta a las chapucerías. Pero Aspasia insistió, haciéndole notar que ella tampoco creía en los adivinos, pero que Marcó Del Pont era algo especial. Además, no dejaba de ser una buena excusa para viajar hasta Foz - allí atendía el brujo - y hacer algunas compras. Isabel terminó por acceder.

Jándula Marcó Del Pont tenía sesenta y dos años el día en que presagió la muerte de Camilo. Bajito, macizo y encorvado, tenía el pelo rojo como de fuego y la piel y los ojos casi transparentes. Las manos, increíblemente blancas y perfectas, lucían las uñas largas y pintadas de negro, acaso para compensar la falta de pigmentación en el resto del cuerpo. Era un hombre muy requerido por la precisión de sus vaticinios, obtenidos - decía él - en sus paseos nocturnos por el mundo de los muertos. Vivía en una casita blanca y con tejas negras, a las afueras de Foz, rodeado por una pandilla de gatos de la más notable variedad, bajo la jefatura de un albino de diez años llamado Belcebú, un animal gordo y malhumorado que hipaba cada vez que un extraño se sentaba frente a su amo. Después de aguardar que el oráculo despachara media docena de clientes, Isabel y Aspasia entraron a la sala y se ubicaron en un sofacito, expectantes. Jándula se hallaba casi perdido en un sillón rojo de grandes proporciones, inclinado sobre un vaso de agua colocado sobre su escritorio. Belcebú clavó sus ojos odiosos en las dos mujeres y empezó a hipar de un modo horrible. El brujo lo hizo callar con un gesto seco.

- Buenas tardes - Dijo Isabel, nerviosa - nosotras venimos porque...

- ¡Sh! No diga nada. Cállese - Interrumpió el hombre, sin levantar del agua sus ojos muertos.

Isabel sintió un escalofrío de miedo y deseó, intensamente, salir corriendo. Pero ya era tarde. El brujo abrió las manos sobre la copa con agua y preguntó:

- ¿Qué tiene que ver el número cuatro con su hijo?

- Bueno - Isabel dudó- nació un día cuatro.

- Ah, claro. Y fue en la madrugada de un jueves - Sonrió el adivino y la miró como si no la viera- a las cuatro de la madrugada, ¿eh? Y además, en Abril, el cuarto mes. Ya lo ve, cuarto día de la semana, cuarto día del mes, cuarta hora del día ¿Fue su cuarto intento?

- Es mi único hijo.

- Eso ya sé. Lo que no tengo claro es por qué sigo viendo un número cuatro, anterior al nacimiento. ¿Cuatro años? ¿Cuatro meses? No, claro, cuatro semanas.

- Sí, así fue - Respondió Isabel y tuvo más miedo que antes.

- Sólo estuvo cuatro semanas con el que se la engendró, ya lo veo...

- Mi marido.

- El ya no importa. Su hijo nació con la muerte a cuestas, por eso no le teme - Continuó Del Pont y a Isabel le dieron ganas de llorar. Aspasia estaba pálida - Mataron a su padre por él, aunque el matador no sabía aún que él existía. Un militar. Un hombre alto que se dio un tiro un día cuatro. Cuatro años después de su crimen.

Una lágrima comenzó a descender por el rostro de Isabel, que bajó la mirada. «Así que el Capitán ha muerto» - Ese niño estaba destinado a morir en su vientre, no debió pasar del cuarto mes - Dijo el vidente, con una voz ronca que le salió de pronto, como si no fuera la suya - pero usted lo quiso demasiado. Lo hizo vivir con la fuerza de su voluntad.

El gato soltó un aullido lastimero y se le erizaron los pelos. Miraba a Isabel y lanzaba unos bufidos raros, como de advertencia.

- Un gran amor, ¿verdad? - Marcó Del Pont sonrió por segunda vez - Por el hombre que han matado. Entiendo. Algunas personas pueden sentir esas cosas. Yo no. Las envidio un poco, pero no demasiado. Ya ve usted, sólo puede amar a su hijo, por eso los hombres temen acercársele. Quiero decir, los hombres que realmente podrían quererla. Pero no habrá nadie mientras su hijo viva. Algunos intuyen que la muerte estará siempre cerca de ese chico. Y de usted también, mientras él viva. Eso se siente a simple vista.

- ¿Qué puedo hacer para alejarlo de la muerte? - Preguntó Isabel, intentando deshacer con las palabras el nudo que tenía en la garganta.

- Nada. Sólo Dios puede y no lo hará - Respondió el brujo, rápidamente - Su hijo ya estuvo a punto de morir por agua, ¿verdad? No, no me responda, déjeme seguir. También estuvo a un paso de morir por fuego. Cuídelo del aire, que es el tercer elemento que intentará acabarlo. Lo que le digo es una profecía. Ese chico, cuyo nombre comienza con la letra «c», morirá por una conjunción de esos tres elementos. Veo un líquido, veo un fuego, veo un aire. Sangre, fuego y aire. Es un disparo. No. Son cuatro disparos.

El gato lanzó un alarido humano y salió corriendo de la sala.

- ¿Cuándo será? - Preguntó Isabel, conteniendo la respiración.

- Después de que los descalzos tengan sangre en sus pies.

- No lo entiendo. ¿Quiénes son los descalzos? ¿Falta mucho para éso?

- No sé cuánto es mucho, pero falta. Primero dejará su descendencia.

- ¡Oh, Dios! - Sollozó Isabel, pero sin lágrimas.

- Ya tiene lo que vino a buscar - Dijo Jándula y de un solo trago se bebió toda el agua de la copa - pero si quiere, aún puedo decirle otras cosas de los hombres que están cerca suyo.

- Sí, dígalo - Intervino Aspasia, pues Isabel se tapaba la boca con una mano.

- Veo tres hombres. Uno morirá, otro desaparecerá y otro la acompañará en su vejez.

- ¿Y el hijo de mi hijo?

- Será una hija, no un hijo. Y nacerá con el mismo destino de muerte, pero no sé si a la hora del parto caerá sobre ella la desgracia, o si será sobre su madre. No veo claro.

- ¿Por qué habrá tanta muerte? - Preguntó Isabel, estrujándose los dedos fríos.

- Suena muy alto la voz de los que no tienen voz - Respondió el hombre y ella pensó en Jeremías, gritándole amor con las líneas que trazaban sus manos o dejando un beso sobre la huella de su pie en la arena. De pronto, Jándula Marcó Del Pont cerró los ojos y se quedó dormido. Al rato roncaba profundamente y el gato endiablado maullaba desde la puerta, dando por terminada la atención. Las dos mujeres abandonaron de la sala en puntas de pie y un secretario rengo les recibió a la salida los diez pesos de la consulta.

 

 

***

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 12

 

(Donde se habla de filosofía y tal vez por mucho profundizar se entiende mal y uno

de los alumnos sale a contar que Jesús era comunista y un Intendente con sensibilidad social

despide al médico, por socialista)

 

XLVI

 

A

quiles conversaba en voz baja con su tío Parquímides II y con Ulises, cuando llegaron León y Clara, cargando unos libros que pensaban intercambiar con Aspasia. Arístipo juntó dos mesas contra la pared del fondo y en pocos minutos estaban enfrascados en el asunto que cruzaría sus destinos para siempre. Todo el pueblo sabía ya que Miguelito no sucedería a su padre y que habría elecciones, con Aristóteles como candidato oficial. Pocos habían escuchado decir que Aquiles estaba dispuesto a disputarle el cargo.

- Sigo pensando que es una locura lanzarse contra los Caballero a sólo dos meses de las elecciones - Dijo León, que de todos modos se había unido a la empresa - pero no significa que sea imposible, sólo tenemos que convencer a quienes los detestan de que la única manera de sacárselos de encima es votar a Aquiles. Los que les deben favores deben sentir que de algún modo se librarán de la deuda si dejamos a Manfredini fuera de juego.

- El problema es que prácticamente todo el mundo les debe algo, ya porque les alquilan o porque tomaron créditos - Opinó Arístipo - y no se atreverán por temor a las consecuencias. No contaría con muchos votos en la ciudad. El secreto está en las personas que viven en la zona rural; ésos son los votos que hay que disputar. ¿Cuántas personas votaron en la última elección?

- Pero la última vez - Intervino Parquímides II, carraspeando un poco - el único candidato era el Intendente. Es posible que con más candidatos haya también más votantes.

- Yo resumiría la situación en tres puntos - Terció León, haciendo con la lapicera un dibujo imaginario en el aire - Se puede ganar si tenemos de nuestro lado a los campesinos, atrayéndolos con un programa que los beneficie y que ellos crean que vamos a cumplir.

- Eso es casi imposible - Murmuró Arístipo, meneando la cabeza - Salvo que tuviéramos un líder campesino que hiciera el trabajo por nosotros. Camilo, por ejemplo, el hijo de la gallega. Si hay alguien a quien los campesinos van a escuchar, es a ese chico.

Así se inició la campaña por la intendencia. Aquiles se ocuparía de visitar personalmente a los más de cuatrocientos comerciantes del pueblo. Ulises, como secretario general del movimiento, coordinadoría los asuntos de prensa. Aspasia, sería tesorera. Parquímides II, asesor rural y León, el ideólogo. Clara, su mujer desde hacía poco más de un año, ayudaría en todo lo que pudiera, mientras Arístipo se autotitulaba Jefe de Reclutamiento. La elección sería en sesenta y cuatro días, justo después de la Procesión de San Crispinito.

 

XLVII

 

La convalecencia de Terámenes duró tres meses, tiempo en el que comenzó la verdadera educación de sus alumnos, como se vería después. Fueron semanas de trabajo intenso, ya que hubo que suplantar las barracas devoradas por el fuego y reconstruir lo que ellos mismos rompieron en su afán de apagar el incendio. El cura iba y venía con los nervios de punta, carajeando a los operarios pagos y animando a los voluntarios, hasta que las clases se pudieron reanudar. La mitad de los internos, capitaneada por Camilo, Efigenio y Segundo, salía a recorrer Nueva Atenas buscando donaciones, mientras el resto vendía en el mercado las frutas y verduras que aún producía la huerta, sobreviviente en la catástrofe. Mucha gente colaboraba de buen grado. Hasta los conscriptos que conocieron cuando los metieron presos, usaron los francos para ir a trabajar en la construcción de la nueva escuela, llevados por Zenón Ferrás. Otros vecinos, se negaron de plano, argumentando que el incendio era una advertencia divina contra las prédicas comunistas del cura. «Lástima que no se murió en la quema», decían algunos, de ésos que nunca faltan en la desgracia. Sin embargo, así como había tanto para hacer, sobraba el tiempo libre, pues la vida se había desorganizado. Impedido de trabajar con las manos - le quedaron deformes por el resto de sus días, aunque poco a poco las volvió a usar - el cura se paseaba a la sombra de los eucaliptus con algunos alumnos. Hablaban de la vida, de la muerte y del absurdo que muchas veces parece ignorar a ambos extremos. Filosofaban, dudando y poniendo patas para arriba al mundo. «¿Ustedes creen que Dios existe?», preguntaba, por ejemplo, el sacerdote, escandalizando a sus seguidores. «Claro que sí», «Por supuesto», eran las respuestas más comunes, a las que retrucaba con una segunda estocada: «¿Y por qué creen? ¿Acaso lo han visto? ¿O sólo creen porque no tienen las agallas para ponerlo en duda?». Los chicos se veían en figurillas tratando de justificar la respuesta, hasta que alguno terminaba por decir que no creía. «A mí me parece tonto creer en algo que no se puede tocar, ni ver», dijo Camilo, un día. «Tampoco ves el aire y está por todas partes - replicaba el cura, pasando al contragolpe - y ves al fuego y no hay forma de tocarlo, lo que parece indicar que no se puede llegar a Dios a través de los sentidos ¿cómo, entonces, vas a acudir a ellos para decidir por sí o por no?». Y Camilo se quedaba pensativo un largo rato, mientras los demás iban cambiando de tema, pero él siempre volvía sobre la misma cuestión: «Pero que no se pueda ver ni oir ni tocar a Dios, así como no prueba su inexistencia, tampoco prueba que exista. Además, ¿no nos han dado los sentidos para conectarnos con lo que existe, según nos ha enseñado usted mismo. De ser así, si los sentidos no nos sirven para conectarnos con Dios, es porque El no existe». El cura sonreía, satisfecho de haber provocado pensamientos tan intensos. Luego retrucaba: «Pero es posible que Dios no tenga los mismos cinco sentidos que tenemos nosotros, por lo que tendrá que comunicarse por otra vía». Camilo se rascaba la quijada, molesto. Murmuraba: «Pero entonces no es omnipotente, si tiene menos sentidos que cualquiera de nosotros» «Yo no dije menos - aclaraba Terámenes - dije otra vía ¿Y cual sería ésa? ¿La fe?». «Por ejemplo, podría ser» «¿Pero la fe no es como creer?». «De algún modo, sí». «¿Y creer no es lo contrario a saber? ¿Cómo voy a tratar de probar algo mediante la ignorancia de ése algo? ¿O cómo voy a creer en algo que no es posible probar? ¿No es un poco tonto?». Los otros alumnos escuchaban atentos, tratando de descubrir cual de los dos era más ateo o más creyente. «¿Un poco tonto? Depende.¿Vos amás a alguien, a tu madre, por decir?». «Claro». «Es decir, vos creés que amás a tu mamá». «No, yo sé que la amo». «¿Sabés? Saber, para nosotros, no es más que una idea que creemos cierta, ¿no?» Camilo sonreía, meneando la cabeza y el cura lanzaba su ataque a fondo: «¿Y alguna vez has visto a ese amor que creés o sabés que sentís?» «No, bueno, no, pero…». «Me estás diciendo que estás seguro de creer en algo que no ves, pero que sentís con tanta fuerza que sería imposible negar su existencia» «Si, pero…» «Y si no vieras a tu mamá, ¿la seguirías amando?» «Por supuesto». «Bien, en tal caso yo pensaría que no es tan tonto creer en algo que no veo, que no toco, pero de cuya existencia tengo la más plena convicción. Yo te diría que ésa es mi definición personal de la fe».

- Amar a la madre es natural, pero ¿es natural creer en Dios? - Replicó Camilo, sin poder salirse del asunto. La mayoría del grupo se acomodaba para descansar sobre la hierba, muy cerca del río. Muralla ladraba, correteando a una ardilla. - ¿Quién ha visto a Dios?

- Bueno, natural no, porque entonces tendría que ser innata la creencia - Contestó el cura, mirándolo con desconfianza - cuando en realidad nos es transmitida por la sociedad. ¡Bueno, vamos a almorzar!

- Entonces, padre, la fe no es más que una costumbre, es decir, no prueba nada.

- Oye Camilo, como diría Protágoras, «el asunto es complicado y la vida es breve», así que mejor comamos unas frutas ahora y después seguimos - Todos se rieron - pero de todos modos, no recuerdo haberte prometido todas las respuestas, ni siquiera sé si todas las preguntas las tienen.

- ¿Pero no se supone que un maestro sepa todo? - Preguntó Camilo y los chicos aplaudieron.

- Tampoco recuerdo haberte dicho eso jamás, aunque en tal caso acudiremos a Sócrates y diremos que «yo no haré más que ayudarles a parir sus propias certezas», pues no sería un buen maestro si simplemente me limitara a transmitirte las mías. Sócrates era hijo de una comadrona y solía bromear con el oficio de la madre, del que aseguraba haber heredado su pasión por alumbrar a los demás. Mi trabajo no es darte respuestas, sino enseñarte a hacer preguntas.

- ¡En lo que a mí toca, padre, sigo en la más completa oscuridad! - Confesó Camilo, riendo con picardía - ¡Me pregunto, me pregunto y no me sale ninguna respuesta! ¿Nunca se envenenó usted con esas respuestas que jamás llegan?

- No tengo dudas de que la filosofía está más en las preguntas que en las respuestas - Dijo el cura, deseando acabar con la cuestión - Y por cierto; algún día van a descubrir que en una sola pregunta hay más veneno que en mil respuestas.

- Pero al menos una cosa quiero que me quede clara - Insistió el muchacho, pelando una banana - Exista Dios o no, ¿cual es el sentido de aprender todas las cosas buenas que supuestamente dijo que hiciéramos? ¿Porque las dijo El o porque son buenas? Porque si sólo las dijo alguien de quien no podemos probar su existencia...

- Vuelvo a Sócrates: «quien sepa lo que es bueno, hará el bien».

- ¿Lo bueno para quién? ¿El bien con respecto a qué? - Saltó Camilo, abriendo las manos como si clamara - Además, hablábamos de Dios, no de Sócrates. ¿Cómo respondería usted a mis dos preguntas?

- Esas dos preguntas sí son una respuesta - Suspiró Terámenes - porque como todo es tan relativo, la única manera de ampliar las posibilidades de acierto es ampliar el conocimiento que uno tiene de lo que lo rodea. Cuanto más cosas buenas sepa, mayores serán las chances de que el bien que haga incluya a un mayor número de beneficiarios. Es decir, ni falta hace molestar a Dios con esa duda, pues la simple lógica te contesta.

- Entonces - Camilo cerró los ojos, haciendo un poco de teatro - ¿Lo que es bueno para la mayoría es más bueno que si lo fuera para una minoría? ¿Y qué si la mayoría tiene mal gusto o está equivocada?

- No dije que se aumentara el número de los que creyeran que tal cosa fuera buena, sino que se aumentara el número de los que percibieran como buenos sus efectos - Dijo el sacerdote, muy serio, señalándolo con uno de sus dedos torcidos.

- ¿Y no es lo mismo?

- No, no lo es. Cuando tuvimos la famosa clase de Educación Cívica y yo les hablé del concepto de que la tierra, que en principio le pertenece a Dios, debiera ser del que la trabaja y no del que se la apropia, quise que notara la diferencia entre dos posibilidades: cuando un señor...

- Manfredini, por ejemplo.

- Cualquiera, un señor cualquiera. Cuando un señor se apropia de grandes extensiones de tierra, se hace dueño también de la totalidad de los beneficios que esa tierra representa - Explicó el maestro, abriendo las manos deformadas - ¿Eso es bueno o es malo? Es bueno para él, pero es malo para los demás. Volviendo a la frase de Sócrates, ese señor tiene un concepto de lo que es bueno y actúa en consecuencia, pero como su idea es muy pobre, es decir, su conocimiento de lo bueno es muy limitado, el bien que realiza también lo es: apenas alcanza para sí mismo. Muchos señores como él, que unieran sus propias ideas de lo bueno, no sólo no contribuirían a aumentar la bondad del efecto de sus actos, sino que aumentarían la miseria, la pobreza, la especulación. ¿Vas viendo, ahora? Paradójicamente, la suma de pequeños bienes no da necesariamente como resultado un bien mayor. ¿Se entiende? Que haya más ricos no reduce el número de pobres y ni siquiera el aumento de la riqueza disminuye la miseria.

- Entonces, la riqueza es mala.

- No, para nada. Sólo es mala su injusta distribución.

- ¿Y qué pasaría si todos los campesinos fueran dueños de la tierra que trabajan?

- Si así fuera y además, todos y cada uno de ellos tuviera un concepto razonablemente abarcador de lo bueno, pasaría que todos estarían en igualdad de condiciones para negociar, canjear, comprar y vender, mejorando sus vidas unos y empeorándolas otros, pues no hay una persona que sea igual a otra, pero - he aquí la gran diferencia - estarían partiendo de un plano de igualdad, cosa que hoy no sucede. El que nace pobre, tiene una gran posibilidad de morir pobre, pues todos los caminos hacia la riqueza ya están ocupados por los que nacieron ricos. Y les insisto en esto para que después no vayan a meter la pata por ahí: la riqueza no tiene nada de malo, como tampoco lo tiene la propiedad. Lo que no es cristiano y es contrario a las enseñanzas de Jesús, es que una sola persona se apropie -de un modo o de otro- de toda la riqueza, de todas las propiedades y de todos los beneficios que ambas puedan generar, lo cual sólo podrán lograr en detrimento del derecho de los demás. De la inequidad nace de la injusticia y de ésta, el odio y la ambición que sí engendran todos los males.

- Me pregunto, padre, de dónde sacamos entonces las ideas de lo que está bien y de lo que está mal, si desde que nacemos sólo vemos la injusticia, es decir, lo que está mal - Refunfuñó Camilo, terminando su banana - ¿No es más razonable tratar de imitar a los que se enriquecieron en vez de filosofar? ¿Por qué buscaríamos el bien?

- ¡Ah, por fin llegamos al meollo! ¡Porque fuimos creados por el Bien! - Respondió el cura, triunfante - Nuestra alma viene de Dios, salió de El y aún conserva un vago recuerdo de su perfección, por eso pretende volver a ella buscando el bien. ¿Lo ves? Al final de las preguntas, está Dios.

- Será cuando no hay respuestas.

- O será que El es la respuesta. Todo va desde lo más Alto hacia lo más bajo y viceversa.

- A ver, padre - Intervino Efigenio, que había estado escuchando todo con mucha atención -pero si venimos del Bien, como usted dice, ¿por qué hay tanto mal en el mundo? Porque eso de lo más alto, por ejemplo, no se cumple mucho que digamos: ya ve que no hay peor gente que la que está arriba y nos gobierna ¿acaso no son todos ladrones y corruptos? ¿No sobra acaso la injusticia, como dijo recién Camilo?

- Porque el bien y el mal que vemos en esta vida - Explicó el cura - no son más que leves reflejos del verdadero bien y del verdadero mal. El hombre elige, pero elige el mal por falta de conocimiento sobre el bien. Elige sobre la ignorancia y el egoísmo, por eso provoca la injusticia, el caos, la degradación. Platón creía que los países debían ser gobernados por filósofos y ponía como ejemplo al cuerpo humano. Vean ustedes, muchachos: el cuerpo de una persona, según Platón, se divide en tres partes fundamentales: la cabeza, el pecho y el estómago. La cabeza se ocupa de mandar, el pecho de cumplir y el estómago de que los otros dos sobrevivan. Un país es la misma cosa: gobernantes, soldados y productores, pero lo ideal sería que el gobierno radicara en la cabeza, que es donde anidan la razón y el conocimiento. ¿Sucede así? ¡Claro que no! O nos gobiernan los soldados o nos gobiernan los estómagos, pero nunca la razón.

- Una última pregunta, padre - Dijo uno de los chicos que casi nunca hablaba - ¿por qué pasan estas cosas? ¿Por qué son así y no de otro modo?

- Es como si me preguntaras para qué llueve - Respondió el cura, juntando las cáscaras en una bolsa de plástico.

- Eso es fácil - Replicó Efigenio - Lo vimos en la clase de Ciencias Naturales. Llueve porque el calor provoca la suba del vapor del agua, el que se concentra en forma de nubes, las que a su vez se convierten en agua al chocar contra una masa fría del aire...

- Y la fuerza de gravedad de la tierra la atrae y la hace caer, por eso llueve...- Aportó Segundo Chavarría, encantado de saber algo.

- Bueno, pero yo les pregunté para qué, no por qué - Aclaró Terámenes, haciendo una seña para emprender el regreso - Podríamos decir que llueve porque las plantas necesitan del agua y nosotros necesitamos de las plantas, es decir, existe una finalidad para todo, por más que no la veamos habitualmente. Creo que cada uno de nosotros debe responderse para qué las cosas son como son. Tal vez ésa sea la finalidad: inducirnos a preguntarnos, a saber, a actuar. A buscar el bien. A buscar a Dios.

- ¿Usted cree éso? - Preguntó Camilo, muy serio.

- Creer significaría que ya encontré la respuesta. Yo sólo sigo haciéndome preguntas en un mismo sentido, por lo tanto me parece que lo mío es más una cuestión de fe. Yo creo que la respuesta debe estar hacia el lado de Dios, por eso voy hacia allí. Esa es mi fe.

- Ya lo dijo un griego, padre, el asunto es arduo y la clase es corta - Parafraseó Efigenio, tirando de la cola a Muralla. Todos rieron.

Tales eran las conversaciones entre el maestro y sus alumnos. Semanas más tarde, con los barracones reconstruidos, Terámenes mantuvo la costumbre de salir a caminar con los muchachos, pues había descubierto que así se sentían más libres para hacer toda clase de preguntas y aventurar una gran variedad de opiniones. Después, conforme se hubiera desarrollado el tema, les decía, por ejemplo, «anoten en sus cuadernos que tuvieron clase de religión». O «ésta fue la hora de historia». Y todos aprendían de todo, pues cada pregunta se multiplicaba en infinidad de nuevos interrogantes y temas para discutir. Cada uno de ellos comprendió que no debía avergonzarse por no saber una cosa, pues era la oportunidad de aprender muchas otras. La duda, que al principio los dejaba inseguros, con el tiempo fue el gran acicate para el aprendizaje y la superación, por lo que nunca hubo chicos mejor educados que los internos del cura Terámenes, cualidad que a la larga les significaría la ruina.

- Padre, ¿es cierto que nosotros somos comunistas? - Preguntó una mañana Severino Sosa, un muchachote alto y fornido, hijo de un cortador de caña.

- No sé - Rió el sacerdote - ¿qué decís vos? ¿qué nos convertiría en comunistas?

- Mi padre lo escuchó decir en el mercado, sabe, dicen que nosotros estamos en contra de que la gente tenga tierra y obreros, que queremos acabar con la propiedad privada.

- ¡Ah, era éso! ¿Y ustedes qué dicen, señores? A ver, opinen.

- Para mí que no está mal que la gente sea dueña de la tierra - Dijo uno de los alumnos, sentado al fondo de la barraca - algún dueño habrá de tener.

- ¿Y eso por qué? ¿Y si no tuviera dueño alguno? - Propuso Efigenio.

- Nadie se ocuparía de mejorarla - Respondió el mismo Severino, bastante práctico.

- Finalmente - Agregó Efigenio, burlón - la Biblia dice que todo lo creado es para el hombre y no hace referencia a con cuánto puede quedarse cada uno.

- Yo creo que está mal que Manfredini sea el dueño de todo - Terció otro.

- Pero si fuese malo que Manfredini sea el dueño de la tierra - Opinó Segundo - también lo sería que lo fuéramos nosotros, pues el pecado es cualitativo y no cuantitativo, ¿verdad, padre? ¿Es así como lo dijo usted una vez?

- Así es, pero sigan opinando. Quiero que todos expresen lo que piensan al respecto. ¿Es buena o mala la propiedad privada?

- Lo que yo creo - Dijo Camilo - es que la propiedad privada no es mala ni buena, siempre y cuando todos tengan derecho y oportunidad a ella. Lo malo es que sólo cuatro o cinco familias tienen propiedad privada en Nueva Atenas y todas los demás dependen de ellas. Eso es lo que yo digo que tenemos que cambiar, padre.

- Bien, pero ¿somos comunistas o no?

- ¡Usted no nos enseñó qué son los comunistas, padre! - Respondieron todos, riendo - ¿Cómo vamos a saber, entonces, si lo somos o no?

Terámenes soltó una carcajada, pero enseguida se puso serio y comenzó a explicarles las reformas económicas y sociales de los bolcheviques, continuó con las persecuciones de Stalin y terminó con una definición de diccionario:

- Es un sistema político, en síntesis, basado en teorías que proponen que todos los medios de producción tengan un sólo dueño, en este caso el Estado, para asegurar que sus beneficios lleguen por igual a toda la población.

- No parece tan malo - Dijeron algunos.

- Los Caballero son los comunistas, entonces - Bromeó Efigenio - pues todos los medios de producción están en sus manos.

- ¡Pero se olvidaron de la parte de repartir los beneficios! - Gritó alguien.

- Pero nosotros - insistió el cura - ¿somos o no somos comunistas?

- Claro que somos - Dijo Severino, preocupado - porque acá en la escuela, todos los bienes de producción son del padre y él distribuye los beneficios en partes iguales para todos ¿o no comemos todos lo mismo?

- Más comunista es la Municipalidad donde trabaja mi madre - Intervino Camilo, levantando una mano - pues el intendente es el dueño de todo y reparte el mismo sueldito para todos los empleados.

- ¿Y qué me dicen entonces de una gran empresa privada? - Sonrió Terámenes, disfrutando el debate - ¿Acaso no están todos sus recursos en manos del dueño, quien reparte los beneficios en forma de salarios para todo el personal?

- ¡Esto es muy confuso, padre! ¿Qué significa, entonces?

- Que no es más que un rótulo, señores - Respondió el maestro - A lo largo de la historia, siempre hubo un sanbenito para los opositores del poder. En la época de nuestro Señor, a los que no estaban con Roma se los identificaba con el título de «bárbaros». Después, ya con el cristianismo en el poder, se torturó a los infieles, se persiguió a los judíos y ahora les toca a los comunistas, no importa si lo sean o no, no importa si los que acusan sepan de qué están hablando o no. Comunista no es un sistema de economía, sino una manera de justificar la muerte del otro. Mañana serán los «negros». O quizás los «pobres». Siempre habrá un mote, pues de éso se trata.

- ¿Y Jesús, padre, qué era El? - Preguntó Camilo.

- Jesús era todos los perseguidos juntos, Camilo. Era judío, pues había nacido en el país de Judáh; era bárbaro, porque no era romano; era un infiel, porque traía otra manera de ver la relación de Dios con los hombres; era comunista, porque nada tenía y todo lo repartía con sus hermanos; era negro, porque no pertenecía a la clase dominante; era pobre, así que ya lo ven, Jesús era la Humanidad completa.

- Jesuscristo comunista ¡Quién lo hubiera dicho! - Murmuró Severino y así lo fue a comentar luego a sus amigos del barrio, quienes de inmediato lo repitieron en sus casas, lo que provocó que en pocos días llovieran las denuncias en la comisaría. Pericles anotó todo en un papelito y después se mató de risa, sin pensar en ningún momento las trágicas consecuencias que traería el equívoco.

 

 

 

XLVIII

 

Bordeando la cincuentena, el Doctor Epaminondas era un hombre que aún esperaba mucho de la vida, pese a que la enfermedad de la esposa lo había encanecido antes de tiempo, agregándole arrugas de culpa en la frente y una carga nueva en los hombros, que lo hacía parecer mayor. Se levantaba a más tardar a las cinco, sigiloso, para no despertar a Filoxena. Hacía sus abluciones, se vestía sin encender las luces y salía para el hospital, donde permanecía hasta las dos o tres de la tarde. Almorzaba con las enfermeras, se daba una ducha en el vestuario del personal y de allí pasaba al consultorio, a leer o a dormitar hasta que llegaban los pacientes. Atendía con la amabilidad de siempre, palpando almorranas, revisando gargantas y tanteando hígados, pero sin sustraerse jamás a las angustias que lo atormentaban. Dos o tres veces cada día, por educación, levantaba el teléfono y llamaba a su mujer para saber cómo estaba, si se sentía bien o necesitaba algo. «No te preocupés por mí - respondía siempre Filoxena, simulando una humildad que lo zahería dolorosamente - hace mucho que estoy en las manos de Dios. Vos hacé tu trabajo y no te pongás mal por tu esposa». Y Epaminondas se sentía peor, preguntándose cómo podía haberla dejado de amar y culpándose de la necesidad, cada vez más imperiosa, de alejarse de ella. A las ocho de la noche, cuando cerraba el consultorio, se quedaba un rato más ordenando los archivos, o pasaba por la casa de Espeucipo a tomar una copa, o se encontraba con el Juez en el Areópago, cuando no se quedaba solitario, escuchando música en el interior del auto. Dejó de visitar a Isabel durante la semana, sólo iba los sábados y entonces le resultaba imposible hablarle como antes, pues siempre estaban Aspasia, Pericles y el odioso Filipo, alardeando de su invalidez por amor a la viuda.

- Qué pena no haber tenido un hijo - Se decía a sí mismo, sintiéndose acercarse al recodo del medio siglo con la desesperanza del que no entiende para qué ha vivido.

Sin el amor que alguna vez le había dado a Filoxena y dolorido por el desamor de Isabel, veía pasar los meses con el espanto de quien cree que la vida le sigue debiendo lo mejor y que tal vez ya no hubiera tiempo de obtenerlo. Con la mirada perdida frente al plato de sopa, se preguntaba si el desánimo que cargaba no era más que la muerte lenta de su esposa, contagiándolo un poco. Tal vez, sospechaba avergonzado, cuando ella ya no estuviera ahí él volvería a vivir. Abriría de par en par las ventanas, como cuando eran jóvenes. Pondría flores en la mesita de luz y sábanas nuevas en la cama donde habían sido felices. Regalaría la ropa de la muerta, escondería sus fotos y cubriría con sahumerios el olor a encierro de sus últimos años. La borraría para siempre y no por desagradecido, sino porque no habría otra forma de seguir viviendo. Otras veces, mientras ella dormía, recorría la casa para acariciar los lugares por donde andaría Isabel, después del entierro. Dejaría pasar un tiempito, guardaría las conveniencias de la viudez decente y después la invitaría de a poco. Un anisito hoy, un cafecito mañana, una cena primeriza cuando nadie los viera y una cama que no volvería a enfriarse jamás. Le gustaba, sobre todo, imaginarla desnuda en la bañera, deambulando descalza por la sala o envuelta en un batón de esposa, cocinándole un postre. “Isabel aún es joven y yo, si me cuidara un poco...”, murmuraba, fantaseando con auscultarle el vientre otra vez, quince años más tarde. «¡Podríamos ser tan felices!», suspiraba, pero justo en ese momento Filoxena se daba vuelta en la cama o hablaba en sueños, despertándolo a la realidad. Entonces se arrepentía de todo lo que había estado pensando y la abrazaba, anidándola contra su cuerpo como hacía en los tiempos en que aún la quería. Llorando en silencio, se quedaba dormido sin saber muy bien a quién tenía al lado. Necesitaba encontrar nuevos alicientes en su vida, pero ignoraba dónde buscarlos. «Lo peor del cáncer - dijo una vez en una reunión con las enfermeras - es que uno termina por desear que el enfermo se muera de una vez. Resulta desesperante saber que no podemos salvarlo. A veces me pregunto si es justo que alarguemos artificialmente su vida, si no sería más humano dejarlo morir rápido, sin la humillación de transformarse poco a poco en alguien que no se puede reconocer a sí mismo. ¿Cual es nuestra misión, al fin y al cabo? ¿Salvar? ¿Curar? ¿Aliviar? A veces, el único alivio posible es el que trae la muerte».

- Los doctores piensan demasiado - Conjeturaba Gertrudis Alonso, jefa de pabellones - por eso viven menos que las enfermeras.

- Viviendo tan cerca de la muerte - Respondía el Doctor - es imposible no pensar.

Durante todo un año le estuvo dando vueltas al asunto, sorprendido de que nunca antes se lo hubiera planteado. Se había hecho médico porque de chico soñaba con adquirir la importancia de los doctores, con sus guardapolvos blancos y el estetoscopio colgado del cuello, la letra ininteligible y la chapa de bronce en la puerta de entrada. El día en que regresó al pueblo, el Diario Regional publicó una nota de bienvenida que había pagado su madre. Era un recuadrito pequeño, perdido entre los avisos de funerarias, florerías y clasificados de última hora, pero era la primera vez que veía su propio nombre en letras de molde, símbolo del triunfo que empezaba a paladear. Lo había logrado, ya era alguien. Un Doctor, nada menos. Y además, un soltero que podría elegir entre las mejores niñas de la comunidad ateniense. Cuando conoció a Filoxena, supo que era la indicada. Sin ser muy bella, era refinada, culta y con una gran habilidad para mantenerse al tope de la escala social, justo lo que a él le hacía falta. Se casaron tras un corto y fogoso noviazgo, compraron una casa con dinero aportado por los suegros, la llenaron de muebles de roble y al año siguiente tuvieron el primer auto. Se hicieron amigos de los apellidos más influyentes, frecuentaron el Club Social y disfrutaron del matrimonio mientras duró la pasión. Fueron felices y lo fueron tanto, que ni se dieron cuenta del momento en que empezaron a dejar de serlo. Para el año en que Isabel entró en sus vidas, del fuego de los primeros años sólo quedaban unos carboncillos humeantes.

- Nunca la traicioné, pero sólo porque no pude - Se confesó una noche, caminando bajo los abedules con el cura Terámenes - Aunque a veces me digo que el haber amado a otra mujer, todos estos años, fue una canallada todavía más grande. Siento que la enfermedad de mi esposa es un castigo, una forma que tiene Dios de decirme que me la quita porque yo no le dí el valor que tenía. ¿Qué dice usted, padre?

- Bueno, éso haría yo, pero Dios...- El sacerdote se encogió de hombros - No sé si Dios actuaría de un modo tan infantil. Supongo que El no es de los que dan o quitan, pero tal vez sí sea de los que dejan las cosas al alcance. Y allá nosotros. Si fuera que Dios te la dio, tendríamos que creer que con el mismo modo te dio a esa otra mujer, que si no me equivoco es una que yo conozco.  No le echemos la culpa a Dios, amigo.

- No, no, claro que no - El Doctor movía las manos, buscando otra manera de encarar el asunto para que el cura entendiera lo que él mismo no entendía - En realidad, padre, me siento tan culpable de no quererla que me temo que su enfermedad es producto del desamor que le impuse...

- Pero dejáte de joder, Doctor. Yo detesto las habas y no por eso dejan de brotar todos los años en la huerta. Ni siquiera el amor es capaz de torcer un destino.

- Bien, pero sigo siendo su médico y es ahí donde más me confundo - Explicó, un poco mejor - ¿Cual es mi misión? ¿Curarla? ¿Salvarla? ¿Aliviarla?

- ¡Salvarla! - El cura suspiró - Sólo nos salva Dios. Y en cuanto a curarla, no sé, me has dicho que su cáncer es terminal. No hay curación posible. Sólo te queda aliviar sus últimos tiempos, hasta que llegue el final.

- ¿Y si el alivio incluyera el dejarla morir, para que sufriera menos?

- Dios y tu conciencia juzgarán la oportunidad y la motivación de tus actos, no yo. Y si el problema es el choque de intereses entre tu papel de médico, tu papel de esposo y tu papel de enamorado de otra mujer, cuidado. Sólo está permitido el bien, sin medir jamás la conveniencia de sus efectos.

Y el Doctor, en su afán de no dejarse llevar por los malos pensamientos, se ofreció esa misma noche a dar clases de enfermería a los alumnos de la escuela rural. Habilitaron un cuartito en el que instalaron una vieja camilla, un armario repleto de remedios de uso libre, un par de banquitos y hasta una lámina del cuerpo humano. Durante algunos meses, al menos, le renació el entusiasmo. Todos los viernes, a la hora de la siesta, daba clases de anatomía, higiene y nociones elementales de primeros auxilios, las que tan útiles serían cinco años más tarde, cuando estallara el desatino final.

 

XLIX

 

Fue por la época en que inauguraron el dispensario, que Epaminondas se enemistó con sus tres amigos de toda la vida, precisamente en el almuerzo que organizó el Intendente para celebrar la apertura del consultorio rural. Estaban todos. Empresarios, miembros del Consejo Deliberante y hasta la prensa, pues el Diario Regional envió a su periodista estrella, el conocido Casimiro Reyes. Reunidos alrededor de una mesa en la que no faltaba manjar alguno, los hombres fumaban sus habanos y las mujeres comadreaban los últimos acontecimientos sociales, envueltas en el halo de sus perfumes de contrabando. Espeucipo estaba radiante, pues se había dado maña para donar chucherías de último momento y apropiarse a cambio de la inauguración, así que el Diario había publicado su foto con la leyenda: «Intendente de Nueva Atenas construye un Centro de Salud en la zona rural, demostrando gran sensibilidad por los problemas de los marginados».

- ¡Pero si el desgraciado no hizo nada! - Exclamó el Doctor, arrojando el periódico. Había ido a buscar al cura para asistir al brindis solidario que les había ofrecido la Intendencia y al llegar a la escuela se dio con la noticia. Al sacerdote no le pareció importante: «Lo que diga el intendente me tiene sin cuidado – aclaró - mientras colabore. Vos sabés tan bien como yo que nos entregará sus donaciones de modo que se sepa, para eso es el almuerzo al que vamos. ¿Y qué? Dejémoslo que se beneficie, no importa, si al fin y al cabo su vanidad les será útil a los que después vendrán a atenderse al consultorio». Cuando llegaron al Club Social, una gran fotografía de Espeucipo les dio la bienvenida, montada sobre un slogan armado con letras de papel azul: «Caballero: un Intendente con Conciencia Social y Vocación de Servicio a la Comunidad. Nueva Atenas en marcha».

- Creo que vamos a tener que poner una foto del Intendente en nuestro dispensario - Dijo el cura, soltando una breve risita mientras abría la puerta y entraban juntos al salón.

Todas las voces se acallaron de golpe, pues casi ninguno de los presentes había visto nunca al famoso fraile. La crema del pueblo se quedó estupefacta, observándolo andar. Inmenso, envuelto en su sotana raída y con la barba y la melena a medio crecer, el director de la escuela rural se abría paso majestuoso. Sus pies leñosos, metidos a duras penas en las alpargatas flecudas, cruzaron a buen paso la distancia que lo separaban del Intendente. Sus manos deformes se alzaron en un gesto de bendición. «¿Ese es el cura?», preguntó alguien, poniendo cara de asco. Las damas, absortas, se codeaban entre sí. “La debe tener enorme”, dijo una de ellas y las demás soltaron una sonora carcajada. Espeucipo, que no por nada era el Intendente, le dio un abrazo de afecto falso y ahí nomás comenzó el acto, consistente en un largo discurso que explicaba el gran trabajo comunitario que llevaba adelante la intendencia, obra magnífica de la cual el dispensario sólo era una mínima muestra. A continuación y ante el aplauso de la concurrencia, hizo una seña y cuatro secretarios aparecieron portando una voluminosa caja, que depositaron con gran ceremonia a los pies de Terámenes. El Intendente se acercó riendo, palmeando la espalda del cura para animarlo a hablar:

- ¡Vamos, padre! ¡Queremos escucharlo antes de que nuestros invitados se tienten con los manjares de esta opípara mesa, frutos del desarrollo de Nueva Atenas!

Terámenes sonrió con picardía. Cuando se hizo silencio otra vez, paseó sus ojitos salvajes por el público - muy lentamente - y después dijo:

- Cientos de niños que nunca en su vida han visto estos manjares, agradecen estos remedios que tanta falta les hacen. Yo también los agradezco y me disculpo por no quedarme a comer cosas tan ricas. Las comeré el día en que no haya uno solo de mis chicos al que le esté negado este opíparo desarrollo.

Dicho esto, se inclinó y levantó él solo la caja, cargándosela a la espalda. Salió del salón en medio de un silencio sepulcral y sólo cuando ya se hubo marchado, otra voz anónima lo despidió, diciendo «Ingrato de mierda».

- Pero ¿qué carajo le pasa a ese viejo loco? - Preguntó Espeucipo, riéndose.

- Lo que pasa - Respondió el Doctor - es que para ser un Intendente con conciencia social, resultaste bastante obtuso. ¿Cómo se te ocurre invitar esos manjares a un sacerdote misionero? Una cosa es que alardees de su trabajo como si fuera tuyo y otra es que lo insultes en sus convicciones más profundas. ¡No podés ser tan bruto!

Con las venas del cuello hinchadas por la rabia, el médico abandonó el salón y alcanzó al cura en la vereda, donde se esforzaba todavía en acomodar el peso de la caja sobre los hombros. Epaminondas estacionó el Ford a su lado y abrió la cajuela.

- Volvé con tus amigos, Doctor. Yo puedo solo - Dijo Terámenes.

- Con todo respeto, padre. Déjese de andar eligiendo usted a mis amigos. Suba al auto y volvamos a la escuela con los chicos - Respondió Epaminondas - salvo que prefiera regresar por los manjares ésos.

- Ser cura es como ser médico - Respondió el fraile, dejando caer el paquete en el interior del auto - O se es todo el tiempo, o no se es nunca.

 

L

 

A las dos semanas, cuando ya se habían acallado los ecos del desaire, Aristóteles pasó por el hospital a saludar al médico y a llevarle un mensaje del Intendente. “Espeucipo está muy dolido por lo que le dijiste”, explicó Manfredini, “pero como al fin y al cabo somos amigos, quiere invitarte a cenar conmigo y con Cinoscéfalos, hoy, en su casa. Los cuatro, como en los buenos tiempos”. El Doctor, que había aprendido con su esposa que el amor se muere mucho antes del día en que uno lo descubre muerto, supo que el afecto por sus amigos también se había acabado. ¿Cuándo? «Quince años atrás - se dijo a sí mismo - el día en que se burlaron de mi interés por Isabel Insaurralde». Y sin embargo, fue. Llegó a las nueve en punto, cenó con ellos como si nada los separara y hasta los acompañó al patio a fumar los habanos de costumbre, lejos de los oídos indiscretos de las mujeres. Recién entonces, Espeucipo le dijo el verdadero motivo de la reunión. Lo del cura era una pavada, concedió, generoso. «Son cosas del momento», aportaron Aristóteles y el Juez. «¿Para qué vamos a acordarnos de burros muertos?», rieron los tres. Y mucho menos esa noche, cuando lo que tenía para ofrecerles era el mejor negocio de sus vidas:

- Mirá, Epaminondas - Dijo Espeucipo, juntando las manos bajo la barbilla - Te lo voy a decir en pocas palabras: con los muchachos vamos a construir un hospital de lujo, algo especial, nunca visto. Costará una fortuna, pero nosotros tres vamos a poner la plata. Vos pondrás otra cosa: te vas a hacer cargo de enviarnos para la internación a la mayoría de los pacientes pobres que te visiten en el hospital o en el consultorio.

- ¿Estás loco? - Rió el médico - ¡Esa gente no podrá pagarte!

- No pagarán ellos - Intervino el Juez - Pagará Previsión Social, es decir, el Estado. En vez de operarlos gratis en el hospital, cobraremos fortunas y nos pagará el Estado, es así de fácil. Todo lo que tenés que hacer es derivarnos a los pacientes y el veinticinco por ciento de las ganancias que ellos dejen será tuyo.

- Serás rico en medio año - Añadió Aristóteles.

- ¿Y con qué excusa voy a enviarte a mis pacientes, si mi hospital tiene todo? - Preguntó Epaminondas, a quien no le cerraba la idea.

- La Municipalidad está pobre - Dijo Espeucipo - y tendrá que bajar su presupuesto de Salud, así que tu hospital irá perdiendo enfermeras, médicos, remedios, en fin, que no tendrás más que hacer que derivarnos al noventa por ciento de la gente.

- Lo tienen todo estudiado.

- Por supuesto. Ni siquiera van a quedar en pie los dispensarios como el que inauguramos la semana pasada.

- ¿Y qué va a pasar con los miles de personas que no trabajan en relación de dependencia y que, por lo tanto, no tienen el carnet de Previsión Social?

- Tendrán que ir a atenderse con los curanderos.

El médico se quedó en silencio, mirándolos a uno por uno.

- No sé por qué dudás tanto, Epaminondas - Dijo el Juez - Es un negocio legal.

- Sí, ya sé - Respondió el aludido - El aceite de ricino también es legal, pero me da tanto asco que lo vomito enseguida. Igual que esta propuesta, muchachos. Me provoca náuseas ¿Y qué, si no quiero?

- Tendremos que cambiar al director del hospital - Respondió el Intendente, tan de prisa que pareció que esperaba que le dijeran éso.

- ¿Vas a echarme, Espeucipo, después de veinte años? - Preguntó Epaminondas, sintiendo un escalofrío - ¿Eso vale la amistad para ustedes?

- No mezclés la amistad con los negocios, Epaminondas - Interrumpió Aristóteles - ¡Te estás dejando influenciar por ese loco de mierda de la escuela rural!

- ¡Ese comunista rasposo! - Agregó el Juez.

- De tanto tratar con esa gente, te vas olvidando a qué clase pertenecés - Lamentó Espeucipo, meneando la cabeza - ¡Toda esa gentuza!

- Pensálo, Epaminondas, no hace falta que nos respondás ahora.

- No, muchachos, se los voy a decir ahora mismo: váyanse a la puta que los parió.

El Doctor se levantó de su silla y salió de la casa evitando cruzarse con las mujeres, a fin de que no le preguntaran por qué se iba tan temprano. Nunca regresó a la casa de los Caballero y no volvió a encontrarse con sus amigos hasta varios años más tarde, cuando nació la hija de Niké Manfredini y Camilo Insaurralde.

 

 

            ***

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 13

 

(De cómo se incubó la revolución en Nueva Atenas, entre errores y malos entendidos,

azuzándola sin querer cuando lo que se pretendía era ponerle fin. Muralla demuestra

por qué un perro es el mejor amigo del hombre, pero no de todos los hombres)

 

LI

 

L

os acontecimientos fueron definiéndose, tomando forma y encaminándose hacia un idéntico destino más o menos por la misma época. Mientras León se acercaba al final de su odisea de diez años y Filoxena entraba a la última etapa de su enfermedad, Camilo disfrutaba del sexto año de secundaria con el entusiasmo de siempre, labrando la tierra y discutiendo filosofía mientras afianzaba su liderazgo sobre los casi trescientos chicos que ya tenía la escuela. Para entonces había formado un equipo de trabajo con Efigenio y Segundo, a los que sumaba los fines de semana a sus antiguos enemigos de cuarto grado, Severino Sosa, Carápulo Tinguitella, el Chato Ortiz y Araña Pateada, cuyo nombre era Mefístoles Saravia. Los muchachos - acompañados de vez en cuando por el ingeniero Ruiz o el cabo Zenón - habían fijado una larga lista de desafíos y dedicaban los fines de semana a resolverlos, con el mismo ímpetu con que más tarde organizarían a la gente para tomar el poder. “¿Quiénes son ustedes?”, preguntaban los que no los conocían, viéndolos llegar un sábado, cargados de herramientas, semillas e ideas de las más variadas. “Somos Los Descalzos”, respondía Camilo, porque le encantaba alardear de su desapego por la comodidad burguesa. Ahí nomás, se quitaban las zapatillas y se ponían a trabajar en la mísera huerta del favorecido, desbrozando el terreno, abriendo surcos para el riego y plantando la semilla de un futuro posible. Durante los dos años que Los Descalzos recorrieron el valle, casi medio millar de pequeños propietarios aprendieron con ellos algún modo de mejorar sus pobres vidas, pero además, se convencieron de enviar a los hijos a estudiar, a fin de que lo que habían iniciado no lo apagara el tiempo. Los Descalzos fueron tan eficientes en su prédica, que cuando el Ejército arrasó la escuela, asistían a clases casi dos mil chicos, reclutados por toda la región. Sin darse cuenta, se volvieron celebridades. Gente que nunca habían visto los llamaba por sus nombres y los recibía con guirnaldas colgadas en las tranqueras de sus casas. Hablaban de ellos en la misa de los domingos. Los alababan en el mercado. Agradecían su buena fe y el idealismo que el viejo Terámenes les había insuflado, enseñándoles la libertad y el pensamiento. Pero entonces comenzó la cuenta regresiva.

- ¡Hay que acabar con esa payasada! - Bramó el Intendente en una reunión del Concejo. El Tuerto Ozuna acababa de llegar de una recorrida por las chacras y el informe presentado les había puesto los pelos de punta. No había habitante del valle que no dijera algo de Camilo y su bandita de Descalzos - ¿Cómo puede ser que esos pendejos de mierda hayan construido, armado o como carajo se diga más de doscientas huertas familiares en tan poco tiempo? ¿De dónde sacan las semillas, los abonos, los antiparasitarios que regalan?

- No regalan, señor - Explicó el Chapa Barrios, sicario del Turco Julián - las venden al costo, que es casi lo mismo, lo que provoca que los campesinos ya no compren más en los almacenes de usted o de don Aristóteles. Sólo regalan lo que sacan de la escuelita del cura comunista.

- ¿Y las otras cosas, las herramientas, dónde las obtienen? - Preguntó el Juez, buscando tipificar algún delito más o menos viable.

- Se las provee Farjat, que ha de ser rojo también - Dijo el Botija Salcedo, limpiándose las uñas con la punta de un cuchillito.

- A mi me importa un carajo el color que tenga - Murmuró entre dientes el Jefe Comunal -Este es un asunto comercial, no ideológico.

- Puede ser que a usted no le importe - Intervino Julián, que había permanecido callado, recordando el día en que el pequeño Camilo lo atacó a puñetazos - pero le importará al Mayor Verón. Bastará que le digamos que esos pendejos son subversivos para que los borre del mapa.

- El cura les enseñó que Jesucristo era guerrillero - Juró el Chapa y Ozuna se persignó con gran alharaca.

- Yo escuché decir - Insistió el Turco - que Terámenes busca levantar a los campesinos contra los grandes propietarios para que todo el valle caiga en sus manos. Hablan de cooperativas, de grupos solidarios, cosas así.

- Quieren sovietizarnos - Advirtió Aristóteles, rascándose la barbilla.

- Vendernos al marxismo internacional.

- Pisotear nuestro estilo de vida.

- Sólo son siete u ocho idiotas, pero no podemos matarlos y crear un escándalo - Murmuró Aristóteles - ¿qué clase de accidente pueden tener si ni siquiera andan en un vehículo? Ni otro incendio serviría de nada.

- No, esperá, tampoco tenemos que ser tan brutos - Se enojó el Intendente - ¿quién habló de matar a nadie? Para acabar con la rabia bastará con hacer desaparecer al perro principal.

- ¿A Terámenes? - Se sorprendió el Juez - ¡La Curia se nos echará encima!

- No, al pendejo ése que hace de mano derecha, el hijo de la gallega.

- Camilo Insaurralde.

- A ése - Dijo Caballero, siseando con un desprecio mal contenido - Sáquenlo del medio y terminará el asunto. Desaparézcanlo.

El Turco Julián estiró las piernas por debajo de la mesa, sonriendo con satisfacción. A su lado, el Chapa y el Botija se miraron de reojo, mientras el Intendente daba por terminado el asunto y pasaba a ocuparse de otras cuestiones: el Mayor Verón, por ejemplo, a quien pronto ascenderían a Coronel, quería una comisión más jugosa por declarar en las listas el triple de conscriptos que tenía. Era un negocio simple y rentable, pues se quedaban - cada año - con las dos terceras partes del presupuesto militar, mitad para Verón y mitad para el Intendente y su primo consejero. «Ahora quiere el sesenta por ciento, porque dice que corre con los riesgos», explicó Aristóteles, calculando que igualmente les quedaba una millonada y por no mover ni un dedo. «Digámosle que sí», sugirió Espeucipo y como ya era el mediodía, suspendieron la sesión y se fueron a almorzar al Areópago.

 

LII

 

Jándula Marcó Del Pont había predicho que los tres elementos fundamentales terminarían con la vida de Camilo, una vez que lograran unirse para tal fin. Lo que no aclaró fue que, mientras tanto, lo intentarían por separado. Ya se había salvado del agua y del fuego, pero lo que mantenía tranquila a Isabel era que no se le ocurría modo alguno en que el aire pudiera hacer daño a una persona. Nunca había sabido de alguien que muriera por exceso de aire. Y sin embargo, el día llegó. Sucedió a mediados de Setiembre del último año de secundaria, a la hora en que su hijo caminaba por el senderito de regreso al pueblo. Pocos metros más atrás lo seguía Muralla, su inseparable perro. Habían pasado la mañana leyendo a Federico García Lorca y discutiendo versos de gitanos aceitunados, cristos morenos y lunas de sangre, llorando la suerte de Antonito el Camborio. Era la cuarta vez que leían a Lorca.

- Sólo hemos leído el Romancero Gitano - Dijo aquel día Camilo - ¿Por qué? ¿Es que no hay otros poetas que valgan la pena?

- Nadie te ha impedido leerlos - Respondió el cura, mirándolo desde abajo de la melena, que le había vuelto a crecer.

- Claro, pero tampoco me habló nunca de ellos - Insistió el muchacho - ¿Por qué?

- Mi trabajo era enseñarte a descubrir la poesía, no leerte todas las que existen.

- ¿Y por qué no? - Volvió a insistir Camilo, en un tono ligeramente zumbón - ¿No se supone que la gran cultura es la mejor base para una buena educación?

- La gran cultura sirve de poco - Gruñó el fraile, aparentando indiferencia - Si ella bastase para formar genios, cualquier idiota con una biblioteca lo sería. La verdadera sapiencia no consiste en aprender muchas cosas, sino en comprender aquella que regula a todas las cosas, en todas las ocasiones.

- Será mejor que la comprenda pronto, entonces, pues sólo me quedan dos meses de clases...- Sonrió el alumno, sintiéndose ligeramente picado por la curiosidad.

- Si de verdad creés que tu educación termina a fin de año, es que no has entendido un carajo de todo lo que hablamos en estos años - Se enojó Terámenes, señalándole con un dedo grueso y torcido.

- No, pero como usted mismo dijo, el asunto es complejo y la vida es breve, así que, ¿por qué no me explica lo de la uniformidad de las leyes, o como fuera que usted va a llamarlo ahora?

- No yo, en todo caso - Contestó el cura - pues fue Heráclito el de la idea, veinticinco siglos antes de que a vos y a mi se nos ocurriera sentarnos al lado de este río a pensar. El decía que el mundo aparece cambiante sólo ante los ojos de los estúpidos, pues lo que los ojos ven no son más que variaciones, formas de un mismo elemento: el fuego. El resto lo sabés: del fuego se desprenden gases, los que se precipitan al agua, de cuyos residuos se forman cuerpos sólidos que los tontos confunden con la realidad, cuando la realidad verdadera es sólo una: el fuego, con sus atributos de condensación y rarefacción, un continuo transformismo del gaseoso al líquido, al sólido y viceversa. Es decir que nada es, todo se torna. ¿Has entendido?

- Francamente, no.

- Será porque he sido demasiado superficial al explicarlo -Dijo Terámenes, matándose un mosquito que vanamente intentaba aguijonearle un talón - Heráclito entendió que había descubierto qué son las cosas y cómo cambian, lo que lo condujo a la desalentadora conclusión de que todo presupone su propio contrario.

- Eso ya lo hablamos: existe el día porque existe la noche, el invierno porque puede transformarse en verano y todo éso...

- Bien, pero según Heráclito, hasta la vida y la muerte son en el fondo la misma cosa, como lo son el bien y el mal en sus estados más puros, pues al cabo no hay más que fluctuaciones del elemento primordial: el fuego.

- ¿Por eso Dios no puede ser ni bueno ni malo?

- No me compliqués las explicaciones, Camilo, que ya acordamos que la vida es breve y el asunto es complejo - Rió el cura, pero enseguida retomó la seriedad y dijo: - Así como la tensión de una cuerda crea las vibraciones que llamamos «notas» y produce la música, la continua alternancia de los opuestos crea lo que llamamos «vida». ¿Entendés el significado profundo de las cavilaciones de Heráclito?

- No sé - Dudó Camilo, reconcentrado - pero si nada es y todo se transforma metódicamente, me pregunto de qué nos serviría en tal caso un Dios inmóvil y eterno, incapaz de transformarse a su vez, si el fuego ya monopoliza todos sus poderes y atributos. Para Heráclito, entonces, quizás Dios no existe...

- Esperá, muchacho, no te apurés a sacar conclusiones. Heráclito se preguntaba: ¿por qué habría de ser inmortal el hombre? ¿Acaso no representa más que una débil llamita, escapada del gran fuego central?

- ¡Pero sin embargo, el fuego sí es inmortal! - Exclamó Camilo, entusiasmado. Muralla lo miró, curioso - ¿Cómo se entiende éso? ¿O el fuego es Dios?

- Vamos por partes - Dijo Terámenes, alzando una mano - Yo diría que tanto la vida como la muerte, o siguiendo el ejemplo: tanto el acto de encender la llamita como de apagarla, no son más que fases omisibles del continuo cambio del Todo, bajo el estímulo del fuego eterno. ¿Le damos el nombre de Dios? ¿Por qué no? - Terámenes abrió de par en par sus fuertes brazos - Por comodidad, vamos a darle el nombre de Dios, pero no le alteremos sus atributos, que al fin y al cabo todo lo que decimos y pensamos corresponde a nuestras convenciones, no a las suyas.

- Pero entonces, padre, para El no existirían cosas buenas ni malas, porque cada una de ellas - teniendo en sí y equivaliendo al propio contrario - estaría igualmente justificada, ¿o no es así? Y antes de que me responda, le agrego algo más: si Heráclito tuviera razón, ¿cuál sería el sentido del bien, si no es más que una parte del mal? ¿Acaso la ausencia de uno no eliminaría al otro?

- Bueno - El cura carraspeó - éso es un misterio, pero es cierto que lo que nosotros llamamos «El Bien» es lo que sirve a nuestros intereses, pero no sabemos si sirve a los intereses de Dios. Al fin y al cabo, quién sabe qué es el Bien.

- De ser así - Camilo parecía agobiado - ¿Cómo podrá Dios juzgarnos?

- Como juzga el fuego - Respondió el sacerdote, mirando hacia el cielo azul y límpido de la mañana - destruyendo todas las llamitas, las buenas y las malas, para encender otras que a su vez serán también destruidas. Mi gran pregunta es con qué criterio se llevará adelante esa destrucción. Quien aprenda a mirar al mundo, recogerá una Razón, es decir, una Lógica. El Bien y el Mal, en el sentido más absoluto que podamos comprender, consistirá entonces en adecuar la vida individual a la Virtud que rige el Universo, sin entrar en rebeldía con ese continuo cambiar.

 -¡Eso suena a resignación! - Exclamó Camilo, creyendo que todo lo que había comprendido antes carecía de sentido - ¿De qué sirve luchar contra la injusticia, lanzarnos a construir el bien si de todos modos nunca lograremos desprendernos del mal? ¿Cómo lograr que lo que hacemos marque una diferencia?

- Te estás adelantando otra vez - Dijo Terámenes, paciente - Mirá las cosas de este modo: quien haya comprendido la necesidad de las oposiciones - acordate que en todo está contenido su contrario - soportará el sufrimiento como la alternativa inevitable del placer y hasta perdonará a su enemigo, reconociéndolo como un complemento de sí mismo ¡pero no por eso va a dejar de ser el que es, es decir, la contracara de aquello a lo que combate! ¡Hemos de luchar, Camilo, no porque persigamos el triunfo o el aniquilamiento del otro o de lo que no nos gusta, sino porque buscamos mantener el equilibrio de la Razón!

- Jesuscristo no derrotó a nadie - Murmuró Camilo, sintiendo un vago estremecimiento, como si alguien caminara sobre su tumba - ¿Es que El no vino a vencer? Y no me diga que su Reino no es de este mundo, porque las batallas sí que se libran en este mundo. ¿Cómo mantendrá allá lo que no gana acá?

- Ganar, vencer, Camilo, no significa nada en un plan tan vasto - Dijo el padre, levantándose poco a poco - ¿Vencedores o vencidos? ¡Todos serán arrasados por el mismo fuego!...

Eran pensamientos demasiado grandes y desalentadores para un chico de dieciocho años, rebosante de ansiedad por cambiar al mundo. Sin embargo, el sustrato de esta conversación le duró hasta el último instante de su vida, convenciéndolo de que aún en la debacle más espantosa existía un algo necesario, una razón justificando el dolor, la muerte, el fuego igualitario y salvaje.

 

LIII

 

Nunca supieron de donde salió, pero al cura le dio por pensar que se había perdido cuando los gitanos dejaron el pueblo, allá por la época en que Isabel decidió mandar a su hijo a la escuela rural. Apareció una noche, empapado hasta los huesos y medio muerto de frío, hecho un ovillo junto al portón de entrada. Cuando Terámenes se agachó a examinarlo, el perrito trató de morderle un dedo, mostrando ya el carácter que lo distinguiría después, convertido en un perrazo temible. Con esa paciencia que siempre les tuvo a los cabezaduras, el cura le perdonó el atrevimiento y se lo llevó a la cocina, le armó una cobija con una frazada vieja y le acercó un plato con leche, que el cachorro devoró en segundos. “Mierda que tenías hambre”, rió el director y se sentó a ver cómo el animalito se atragantaba una y otra vez, hasta que se durmió satisfecho. Al día siguiente, la visita le había cagado todo el piso de la cocina, así que lo mandó a Efigenio a limpiar, pero la orden no iba a ser cumplida así de fácil. “Padre, ese picho de porquería se para en la puerta y me quiere morder, ya se cree el dueño de la cocina y se planta como una muralla, no me deja pasar”, se quejó Efigenio, entre las risas de los demás. Tuvo que ir el mismo cura para que pudieran entrar y desde entonces, el perrito se quedó en la escuela, asumiendo el apelativo de Muralla con que pasaría a la historia. Sus anécdotas y travesuras fueron innumerables, con inclusión de colchas destrozadas y patas de muebles comidas a dentellazos, más el susto de muerte que se llevaba el que iba por primera vez a la escuela y se encontraba de frente con el perro, que en su apogeo llegó a pesar cien kilos de fibra, músculos y pelo negro como la noche en que apareció. Para los tiempos en que Camilo se aprestaba a dejar la escuela, Muralla ya había entrado en la etapa final de su vida. “Tenés como setenta años humanos, sos un viejo choto”, le decían los alumnos, que lo veían como un símbolo de la escuelita rural. “Déjenlo de joder, que todavía puede mancar a un caballo”, lo defendía Camilo, en memoria a aquella vez, cuando Muralla todavía era joven, que se puso loco porque un overo se metió sin permiso y le dio un tarascón tan grave que le quebró una pata. Camilo y el animal se habían, si se puede decir, adoptado el uno al otro. Eran inseparables, pero eso no lo sabían los que llevaban la orden de dar muerte a Insaurralde.

Aquel sábado, con el sol del mediodía cayendo a plomo sobre el monte, Camilo se despidió de Terámenes, ordenó a Muralla que se quedara y salió caminando por el senderito que llevaba al pueblo. Su madre lo estaría esperando para almorzar juntos, conversando bajo la guayaba con Aspasia o el Doctor Epaminondas. Hacía calor y una bruma húmeda se levantaba entre el follaje, alborotando a las nubes de mosquitos que zumbaban a media altura, luchando entre ellos. «Ojalá pase alguien y me lleve», pensó, calculando la hora de caminata que tenía por delante. Antes, más o menos hasta que cumplió trece años, los amigos de su madre iban siempre a buscarlo. El Doctor en su auto oscuro o el Comisario en bicicleta, encantados del papel de tíos que se habían dado a sí mismos. Pero un día les pidió que no fueran más, porque lo hacían sentirse distinto al resto de los chicos, desbandándose alegremente a pie a la salida de la escuela. Desde entonces - habían pasado cinco largos años - volvía caminando, acompañado por sus amigos o solo, apurando el paso hacia el olor a arroz con pollo que salía de su casa.

Para Isabel, esos días eran una fiesta. Se levantaba temprano, horneaba un bizcochuelo para la merienda y manzanas con dulce de leche para el postre, ananá batido con hielo para acompañar el almuerzo y amor a manos llenas para todo el día, pese a que Camilo se quedaba cada vez menos. Comía a las disparadas y salía con sus amigos para ir a recorrer las chacras. Volvía pasada la medianoche, sucio y cansado, oliendo a monte y a estiércol, pero feliz. Isabel lo observaba quitarse la camisa y caer rendido sobre su catre de niño, donde apenas cabía desde que empezara a hacerse hombre y pasara el metro setenta. Lo oía respirar, hundido en el sueño del agotamiento, y los ojos se le llenaban de lágrimas, preguntándose cuánto tiempo faltaba para que los pies de los Descalzos se llenaran de sangre.  Le hubiera gustado poder hablar más con su hijo, conocer sus pensamientos más profundos, saber qué soñaba. Pero Camilo ya no tendría nunca más el tiempo que ella deseaba pedirle. Estaba ocupado en mil cosas, atareado como si supiera que la vida le sería demasiado corta y quisiera hacerlo todo en pocos años. «¿Por qué tendré que perderlo a él también, igual que al padre?», se preguntaba Isabel, quedándose despierta hasta el alba. «¿Qué me quedará después, más que el dolor de no tenerlos?». Y no podía dormirse, mientras él dormía. Vigilaba la respiración del hijo con el alma en un hilo, sentada al lado del catre. Unidas las manos en un ruego silencioso, buscaba cada noche cómo evitar el espanto de una muerte joven, absurdamente pronta y sangrienta. Rezaba, Isabel, rogaba sin parar hasta que los albores del día despertaban al hijo, que abría los ojos y le sonreía ampliamente, partiéndole un poco más el corazón. “Vamos, remolón, a desayunar”, le decía, disimulando la angustia con que lo había velado.

A Camilo le encantaban esos desayunos, sentados en la cocina apenas salido el sol. Bebían un café negro y humeante, comían el pan que ella horneaba a la última hora del sábado y conversaban de todo un poco, hasta que Carápulo o Efigenio pasaban a buscarlo.  Fue en una de esas mañanas mágicas que ella le contó la historia de Jeremías, muerto de cuatro tiros por perseguir un sueño. Camilo abrazó a su madre, deseando poder decirle que él no la dejaría sola por ninguna causa, pero calló a tiempo. Sentía que nunca podría cumplir. Lo sabía desde el día en que casi se lo llevó el río, cuando lo sacaron del agua medio muerto y una voz interior - muy nítida para haberla imaginado - le dijo que aquello sólo era un anticipo. Pocos años más tarde, en una noche de tormenta idéntica a aquella en la que vino al mundo, soñó con un hombre al que nunca había visto en su vida. Era bajito y rechoncho, con unos ojos sin vida bajo el pelo pajizo y colorado. A su espalda, un gato gordo hipaba sin cesar mientras el desconocido le hablaba en sueños y le decía que nunca llegaría a tener los años de su padre. «Morirás con sangre en los pies descalzos», decía la aparición, una y otra vez. Camilo - tenía doce años cuando lo asaltó la pesadilla - se despertó aterrado, envuelto en temblores fríos y jamás le relató a nadie el extraño, profético sueño. Pero nunca lo olvidó.

- ¡Eh, pendejo! - Exclamó de pronto el Chapa Barrios, saliéndole por atrás.

Camilo se dio vuelta, sorprendido de haber pasado al lado del otro sin verlo. El Chapa tenía un cuchillo de doble filo en la mano derecha y sonreía, mostrándole dos dientes de oro. Camilo retrocedió, preparándose a pelear, pero algo cayó entonces sobre su cabeza y le tapó los ojos. Sintió el olor del plástico y un fuerte dolor en la espalda, donde el Botija Salcedo le hundía un rodillazo para obligarlo a abrir la boca. La bolsa se cerró con violencia sobre su rostro, cortándole de cuajo la respiración. Un calor intenso y repentino le oprimió la cabeza y sintió que los pulmones entraban en crisis, como si fueran a estallar. Supo que se moría, allí, perdido en un camino del monte, asesinado por los hombres del Turco Julián. Creyó ver el rostro de su madre y al mismo instante, superpuesta, la cara blanca del brujo que le decía «¡Agua!¡Fuego!¡Aire!» y a Camilo le hubiese gustado poder preguntar qué significaba aquello, pero la vida se le apagaba en el pecho, asfixiada y ciega. Sintió que sus músculos perdían la tensión y percibió el calor de la tierra, cuando cayó de bruces. “Creí que me moría y a lo mejor me morí de verdad por un rato”, diría luego a sus amigos. Soñó, a las puertas de la muerte, que estaba durmiendo en su casa y le pareció raro que Muralla estuviera allí, despertándolo. Sentía su lengua, áspera y mojada, recorriéndole la cara, obligándolo a recuperar la conciencia. Pensó decirle que se fuera, que quería dormir un rato más, pero de pronto el sol le hirió los ojos y le avivó los sentidos. El animal estaba a su lado, gimiendo con esa aflicción que suelen tener los perros por sus amos. Camilo se incorporó con lentitud. Aún estaba en medio del senderito, pero los hombres de Julián habían desaparecido. El plástico con el que lo habían querido matar estaba más allá, despedazado por las dentelladas del ovejero. “¡Muralla! ¡Amigo!”, murmuró, cerrada la garganta por el dolor. Muralla comenzó a ladrar. Tenía cortes profundos en las patas, en el hocico y en el grueso cuello. Su pelambre azabache estaba teñida de sangre, pero el espíritu de su raza lo mantenía en pie, excitado aún por la brava pelea que lo había enfrentado a los capangas armados. Camilo lo abrazó y aprovechó que no lo veía nadie para llorar a gusto.

- Debió seguirte sin que te dieras cuenta - Dijo Terámenes, revisando las huellas que el ataque había dejado en el cuello de su alumno - El perro te salvó la vida.

Camilo no pudo decir nada. Miraba al animal y lo acariciaba, emocionado, sintiendo que ambos compartirían el mismo destino. Cuando Epaminondas fue a buscarlo a la tarde, enviado por Isabel, le explicó que de ningún modo podría ir, pues eso significaba abandonar al animal herido. «Y ni una palabra a mi madre», pidió. O mejor dicho, exigió, haciéndolo jurar al médico que cumpliría. «Esos tipos ya han ido demasiado lejos», masculló el Doctor, «Vamos a denunciarlos y que Pericles los meta presos de una vez». Camilo sonrió con tristeza y dijo:

- ¿Para qué? ¿Para que el juez los suelte en una hora? No te preocupés, tío, que ya mi amigo Muralla se encargó de ellos.

El Doctor abrazó al muchacho y deseó tener las agallas de ir a buscar a los desgraciados y ajustarles las cuentas, pero nunca podría. No sabría cómo hacerlo. Se burlarían de él, si osara una amenaza. Se le reirían en la cara. «Pero algo voy a hacer», se prometió a sí mismo. No se le ocurrió preguntar por el sacerdote, que ya se había al pueblo a buscar justicia.

 

LIV

 

Helena, la esposa de Espeucipo, se quedó de una pieza cuando lo vio cruzar el jardín, envuelto en los aleteos presagiosos de su sotana rasposa. Sorprendida, lo observó trepar de un salto los cuatro escalones que llevaban a la galería y recién cuando lo tuvo a un paso, soltó un grito. El fraile estaba empapado en sudor - había caminado a todo dar los quince kilómetros que separaban a su escuela del pueblo - y tenía la melena revuelta, tapándole la mitad del rostro furibundo. Levantó un dedo acusador, temblando de ira, rabioso como pocas veces había estado, pero entonces escuchó un ruido a su espalda y se volvió como una tromba.

- ¿Qué lo trae por aquí, padre? - Preguntó el Intendente, rodeado de Agripino Malatesta y el Turco Julián. Manfredini se había quedado unos metros atrás y allí permaneció, expectante.

- ¡Vos, desgraciado! - Rugió el cura y le lanzó un manotazo terrible al Turco, un mandoble poderoso que no llegó a destino de milagro. Julián saltó a un lado y buscó la pistola que llevaba al cinto, pero Aristóteles corrió a interponerse - ¡Turco, salí de aquí! - Exclamó y enseguida llegaron corriendo los guardias de la casa, que habían dejado pasar al cura sin imaginar el motivo de su visita. Julián se abrió paso y desapareció, mientras los demás entretenían al director de la escuela.

- ¡Pero padre! ¡De qué se trata esto! - Exclamó Espeucipo, simulando con tanta convicción que el sacerdote creyó que estaba de su lado. Se lo explicó, atragantándose de rabia y reclamando una reparación inmediata:

- ¡Quisieron matar a un chico, desgraciados! - Gritó. Helena seguía espantada y Aristóteles intentaba encender un cigarro, pero le temblaban las manos y se le apagaban los fósforos - ¿Por qué? ¿Porque ayuda a los campesinos a sobrevivir a la explotación? ¿Porque sueña con cambiar este mundo roñoso que ustedes instauraron? ¡Clamo a Dios, canallas! ¡Que paguen en su propia carne lo que estuvieron a punto de lograr este día!

- ¡Padre, se lo ruego, cálmese, déjeme explicarle! - Decía el Intendente, al tiempo que Laida y Niké llegaban a toda prisa desde la sala, atraídas por el alboroto - ¡No es lo que usted cree, se lo juro! ¡Fue ese chico Camilo, que le echó el perro encima a los muchachos que mi empleado envió a hacer un mandado! ¡Vaya, vaya a verlos al hospital! ¡Ese perro salvaje casi los mata!

- ¡Escúcheme! - Explotó el cura, abriendo y cerrando su enorme puño derecho frente a la cara de Caballero - ¡Yo soy un cura y mi única arma es la fe, pero si llego a ver a uno de sus hombres en mi escuela, le juro por Dios que con este mismo puño le aplastaré la cabeza, lo haré pedazos! ¿Me entendió?

- Padre, por favor, cálmese, a ver, dígame, ¿qué puedo hacer por usted? ¿Qué donación quiere para su escuela? ¡Vamos, pida, nomás! ¡Lo que sea! - Al Intendente se le entreveraban las palabras tanto como las intenciones, pero a esas alturas el cura no le creía más nada y salió a los trancazos, dando aletazos negros.

- ¿Es cierto? ¿Es verdad lo que dijo? - Preguntó Helena, viéndolo cruzar el patio. Algo había cambiado en el semblante de la mujer, como si por primera vez creyera una de las acusaciones que había escuchado contra su marido.

- ¡Pero qué decís, mujer! - Gruñó su marido, golpeando con una mano abierta contra la pared - ¡Ese tal Camilo es un delincuente juvenil que el cura apaña, pero jamás le quisimos hacer ningún daño! ¿Cómo se te ocurre? ¡Para librarnos de nuestros enemigos está la ley!

A su lado, pero sin que él la viera, estaba Niké, muy seria. Una sombra de mala muerte acababa de cubrir su casa y ella la sintió, por primera vez en su vida, como algo parecido al miedo. Su madre tenía el rostro pálido y le temblaban las manos.

Terámenes cruzó el pueblo y entró al hospital con el mismo ímpetu de un rato antes, pues estaba lejos de calmarse. El Chapa y el Botija pegaron un grito al unísono, cuando lo vieron irrumpir a la sala de guardia. Tenían vendajes por todo el cuerpo, pero los olvidaron a la voz de una para saltar de sus camas y arrinconarse en el baño, jurando inocencia. Una enfermera gorda y bajita se santiguó justo a tiempo, pues el cura estaba a punto de derribar la puerta de un piñazo.

- ¡Ustedes dos, pecadores! - Vociferó el sacerdote, pegando un grito tan fuerte que las paredes se estremecieron - ¡Los acuso de haber querido asesinar a Camilo Insaurralde! ¡Demonios! ¡Mal nacidos! ¡Dejo de testigo a todo el que escuche; si algo le sucede a cualquiera de mis alumnos, yo iré por ustedes y me encargaré personalmente de que el mismo Satanás los reciba!

La noticia corrió tan de prisa, que Isabel la supo enseguida y el Doctor no tuvo más remedio que decirle la verdad. Aspasia, que como todos los sábados estaba de visita, se acordó en el acto de Jándula Marcó Del Pont y su profecía sobre los tres elementos. «Siempre creímos que con el aire no podía haber peligro – pensó - pues nadie muere por exceso de aire. Nunca se nos ocurrió que sería por la falta». Esa noche, mientras una pequeña multitud de vecinos se reunía en la escuela junto a Camilo y su perro, en la casa de Nuria parlamentaban Espeucipo, el Mayor, Aristóteles y el Turco Julián. Habían bebido mucho, pero estaban tranquilos. La mulata deambulaba por la casa, atenta a que nada faltara a sus amos, que jugaban al truco mientras planificaban los próximos pasos. Lo primero que decidieron fue que los frustrados asaltantes desaparecieran por un tiempo de la ciudad. Aristóteles los enviaría a su estancia de Foz, por lo menos hasta fin de año. El Intendente, como para que al público le quedara claro que no había tenido nada que ver, haría una donación de útiles escolares, semillas y herramientas a la escuela rural, lo que calmaría los ánimos y salvaría las apariencias. “En cuanto al chico ése, el tal Camilo”, dijo Verón, “apenas terminen las clases lo meteré en el cuartel a hacer la milicia. Ya van a ver cómo me lo saco de encima y sin que nadie tenga nada de qué acusarme. Yo le voy a dar al subversivito ése...”

- ¿Y el cura? ¿Qué hacemos con el cura? - Preguntó el Intendente, que había llegado a sentir un auténtico pavor frente a los ciento cincuenta kilos de rabia clerical - ¡Ese salvaje es muy capaz de romper un cráneo con las manos y no quiero que sea mi cráneo!

- Ese viejo de mierda ya tiene más de sesenta años - Respondió el militar, mirándolos a través de un vaso de whisky - ¿Cuánto más puede vivir? Además, no nos había causado problemas antes de que apareciera este pendejo, así que ¿qué les hace suponer que los causará después, cuando sólo sea una lápida?

- Es cierto - Dijo Aristóteles - Eliminemos al chico, que es el ejecutor de sus ideas, saquemos del medio a Farjat, que le hace las donaciones y el cura también será historia vieja.

Nuria Segovia, que a los cuarenta y dos años seguía sintiéndose imbatible en los enredos de alcoba, sonrió desde la penumbra. Antes de que nadie se lo dijera, ella sabía que le iban a encargar ocuparse del amigo del hijo del prestamista. Ninguno imaginó entonces que las cosas no saldrían como las estaban planeando, pues la línea del destino era ya demasiado fuerte. Las decisiones tomadas esa noche serían como escupitajos al cielo y caerían sobre todos ellos.

 

LV

 

Aquiles Farjat sentía, cada vez con más fuerza, que se acercaba la hora de la revancha. Pronto les cobraría a los Daud las desgracias vividas en la adolescencia, la muerte amarga de su padre, la solitaria decrepitud de su madre, los años de miseria y desconsuelo. «Farjat Intendente», repetía, mirándose de reojo en el espejito de la camioneta y sin poderlo creer. Fue su tío quien le dio la idea, apenas supieron que Miguelito no sucedería al padre. «Podés ganar», le dijo, acicateándolo. «Podés vengarte de todas las que nos hicieron esos desgraciados». Aquiles se echó a reir la primera vez, pero cuando se lo contó a Ulises, el amigo se lo tomó en serio. «¿Y por qué no?”, contestó. «Quizás no haya nadie más que se atreva a enfrentar a Caballero. Hagámoslo nosotros». «La política fue la ruina de mi familia», gambeteaba Aquiles, sin querer reconocer que la idea le andaba haciendo cosquillas. «Mirá cómo terminó el bisabuelo Ibrahim». «Ahora ya no se fusila a nadie», replicaba Ulises, ignorando que erraba por completo. «Y tendremos la venganza servida en bandeja. Vos, yo, todos los que alguna vez sufrimos por culpa de esta gente de mierda». Aquiles se quedó pensativo. Después, cuando decidió presentarse y la noticia corrió por el pueblo, supo que podía ganar. Cruzaba la plaza y los vecinos lo aplaudían, deseándole buena suerte y prometiéndole el voto. En el mercado, los changarines festejaban que a los Caballero se les acababa la cuerda. Aquí y allá, la gente multiplicaba sus expectativas, pidiéndole que corrigiera entuertos de un siglo de impunidad. “¡Hay que bajarles la caña de una vez!” Azuzaban y el candidato juraba que no se detendría ante nada ni nadie. «El que las hizo, que las pague», fue su frase feliz, transportada boca en boca como grito de campaña. «¡Van a pagar! - agregaba y repetía - ¡Empezando por los Daud, pasando por Espeucipo y hasta el mismísimo Juez, cómplice y beneficiario de la impunidad!». Todo el que guardaba una inquina, se relamía con el desquite, incluso el Comisario, que canturreaba en voz alta, recordando uno por uno los insultos que le había infringido Aristóteles. El de Laida, sobre todo, por siempre imperdonable. La venganza, tantos años negada, le quedaba ahora a un paso.

Y Aquiles sonreía, conduciendo su camión rumbo a la casa donde vivía Camilo. Todos los días aparecía alguien denunciando una ofensa antigua. La viuda Pane, dueña del supermercado, le mandó a decir que contara con ella a cambio de atrapar al asesino de Asclepios, baleado veinte años atrás. «O me dedico a hacer justicia o me dedico a gobernar», murmuró el candidato, bajando la velocidad y estacionándose frente a la casa de Camilo. El perro Muralla - achacado por los primeros síntomas de la vejez, aunque todavía temible - le soltó unos ladridos roncos cuando lo vio. Gruesas cicatrices blanqueaban el cuerpo del animal, recuerdo de su heroísmo. Aquiles hizo sonar la bocina y al rato vio aparecer a Camilo, caminando descalzo sobre la tierra recién abonada de la huerta. Una niña pequeña estaba trepada a sus hombros y reía en una alegre sucesión de ruiditos. «De tal padre, tal hija», pensó Aquiles y fue como si él lo hubiera escuchado, porque soltó una carcajada feliz. Curiosamente - una muestra más de la «conjunción cósmica» de la que tanto se hablaría después - a la misma hora en que Aquiles llegaba con su propuesta, en las afueras de Foz morían Jándula Marcó Del Pont y su gato Belcebú, así de pronto, sin motivo aparente.

 

***

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 14

 

(Donde el lector se entera de ciertas intimidades de la vida del Coronel Verón,

justo antes de que Camilo fuera llevado a cumplir con la Patria en el cuartel. De paso,

también se echa luz sobre viejos asuntos nunca aclarados de la milicia)

 

LVI

 

A

hogada por malos presentimientos, Isabel había visto partir a su hijo rumbo a la ciudad de Foz, contratado por el ingeniero Saldívar para hacer un trabajo. Después del incidente de aquella tarde, cuando salvó la vida gracias a la bravura del perro, no hacía más que contar las horas hasta que Camilo estaba de vuelta en casa. Pero siempre partía de nuevo. Aquí. Allá. A todas partes, rumbo a algún sitio. Cuando lo vio regresar, trepando la explanada de la casa con su bolsito al hombro y un vendaje en la frente, no supo si sentir alivio o prepararse para una nueva aflicción. Pero Camilo restó toda importancia a la herida que traía. “Me levanté al baño de noche y me llevé un postigo por delante”, dijo, sonriendo. Ella no le creyó, aunque guardó silencio. Su hijo estaba nervioso, tal vez porque había vuelto desilusionado con los resultados de su misión. «Tuve un exitoso fracaso», fue lo que dijo, sin mencionar nada más. Isabel lo observó comer en silencio y después quedarse pensativo, mirando hacia ninguna parte. “A este le pasa algo más”, se dijo a sí misma. A la tarde, Camilo se despidió de nuevo y fue a recluirse en la escuela durante varios días, en secreta conferencia con el cura y el resto de los Descalzos, que lo aguardaban ansiosos. Lo que Isabel ignoraba era que había viajado para practicar por primera vez lo que había hablado con sus amigos durante años. Y no le había salido bien. Su plan de despertar las conciencias campesinas había acabado en un fracaso rotundo, con escándalo policial incluido. «Nos dividieron fácilmente -describió, fumando a cortas bocanadas un ñaco de chala - con el simple argumento de expulsar a los sindicalizados y prometer algunos beneficios al resto. Un poco más y los campesinos me echan a palos, creyéndome culpable de todos sus males». Terámenes lo escuchaba en silencio, meciéndose con los dedos la canosa barba. Camilo habló y habló durante horas, sin que el cura interviniera ni una vez. Al fin, cuando el muchacho se encogió de hombros y quedó en silencio, miró con fijeza a cada uno de muchachos y preguntó: «¿Y ustedes qué opinan? ¿Por qué salió mal?».

- La gente lo traicionó, pero eso puede pasar - Respondió Efigenio, sentado en el suelo y haciendo arabescos en la tierra con un palito.

- Debió crear un sindicato más grande, de esa manera el dueño no hubiera podido despedirlos a todos y parar el trabajo - Dijo Carápulo.

- Hicieron mal en quemar la casilla antes de negociar - Añadió Segundo - Yo la habría quemado después, si no me hacían caso...

- Esa gente no valía la pena - Se desanimó el Chato Ortiz - Llevan demasiados años de esclavitud y no saben ver la libertad cuando se la ponen delante.

- Tal vez no era el momento - Filosofó Araña Pateada - Y no todo puede lograrse, ¿no?

- Yo creí que lo lograría - Dijo Camilo, apesadumbrado - y estuve tan seguro, que tal vez no me esforcé lo necesario para que se cumpliera. Me confié.

- ¿Usted qué dice, padre? ¿Qué falló? - Preguntó Efigenio - ¿Puede suceder lo mismo con las huertas que atendemos en el valle? ¿Y si la gente un día piensa que somos un estorbo?

- A mi me parece - Respondió el fraile, sentado en el viejo tronco en el que solía leer a la siesta - que si Camilo hubiera hecho un mal trabajo, Manfredini no hubiera ido a solucionar el intríngulis. Habrá cometido algún error, porque siempre ocurren cuando intervenimos las personas, pero no pienso que la gente lo traicionó. ¿No hablamos de la percepción del Bien que cada uno tiene? Un padre de familia que debe decidir, porque así lo entiende, entre el pan de sus hijos o la lealtad con un extraño, no tiene por qué dudar. Es natural que así sea, pues no es vileza lo que se hace por desesperación. Ahora ¿qué hubiera pasado si Camilo hubiese tenido tiempo de sindicalizar a la mayor parte de los obreros, o a todos ellos? Después de todo, la concientización más eficiente no la logra la prédica, sino la educación.Y eso lleva años.

- Ellos tampoco hubieran luchado - Dijo Camilo - ¿Cómo? ¿Con qué armas?

- Con ninguna, Camilo - Interrumpió Terámenes - las armas no son parte de nuestro proyecto social. Uno no puede matar por sus ideas, Camilo. No debiera, al menos. ¿Y de qué habría servido, además, iniciar una guerra que jamás se podría ganar?

- Pero padre - Intervino Carápulo - Sin lucha no se vence.

- ¡Y nosotros luchamos, carajo! - Explotó el cura, golpeando con el puño derecho la palma abierta de la mano izquierda - Pero no con armas, sino educando, asistiendo, dando un ejemplo de solidaridad. ¿Quieren fusiles? ¡Están locos! Yo ya estuve en una guerra, cuando joven, y puedo decirles que nadie gana. Todos pierden e incluso los que sobreviven quedan un poco muertos. Francamente, opino como Segundo que no debieron quemar la casilla del guardia ¿Para qué? Si cometen un acto de violencia, la otra parte siempre esperará uno peor y actuará en consecuencia.

- Creímos que los presionaríamos - Se excusó Camilo.

- ¡Y vaya que los presionaron! - Dijo Terámenes - Pero no sirve hacerlo con el que tiene todo el poder de su lado. Si tu presión no puede ser más o menos similar a la del otro, es mejor olvidarse de ella. Recuerden, muchachos, la violencia es un punto sin retorno y hasta el más noble argumento se desmoraliza si para imponerlo es preciso ejercer algún grado de fuerza. ¿Cómo decía el Che? «Cualquier idea a la que tengamos que vencer a palos, es una idea que nos lleva ventaja» Usar el mal para que gane el bien suena muy retorcido y no tiene nada que ver con lo que aprendemos aquí.

- Puede que el mal sólo sea la forma que tiene el bien al empezar - Murmuró Efigenio, filosofando con su malicia habitual.

- Además, tiró sus buenos tiros, el Che - Suspiró Mefístoles.

- Cuando vio que no tenía otro camino - Aclaró Severino.

- ¿Y cómo vamos a saber nosotros cuando eso suceda?

- No va a suceder nunca, porque nuestro camino es el bien y el bien no termina.

- Bueno, ya, sólo fue una mala experiencia.

- No. Las experiencias no son ni malas ni buenas; lo que importa es lo que aprendamos de ellas y cómo lo apliquemos - Dijo el sacerdote, interrumpiendo el debate - De todos modos, las huertas fueron realizadas y allí están, dando sus frutos aunque nunca más las veamos. Y en cuanto a lo que dijo el Chato, que esa gente no valía la pena, pues no me lo imagino a Cristo diciendo lo mismo de los que vino a salvar y no lo salvaron a El de la cruz. La gente, muchachos, incluso la que no lo parece, vale la pena a los ojos de Dios y siempre es el momento adecuado para ayudar, para asistir como hermanos. ¿O es que no somos todos iguales?

- Ya ven, por eso nos dicen comunistas - Replicó Severino y el grupito se unió en una sonrisa melancólica. Un poco más tarde se despidieron del cura. Mientras caminaban de regreso al pueblo, Mefístoles preguntó:

- ¿Será que el padre tiene razón en lo que dijo?

- El padre tiene razón - Respondió Camilo - pero me pregunto cuándo dejará de tenerla.

- Yo también me lo pregunto - Aprobó Carápulo.

- Y entre tanta pregunta - Dijo Efigenio, muy seriamente - me gustaría saber quién decidirá que el padre Terámenes dejó de tener razón.

- No seremos nosotros - Dijo Camilo - sino las circunstancias.

- Nos ha enseñado cosas que estuvieron vigentes por miles de años - Recordó Efigenio - ¿Por qué dejarían de tener vigencia de pronto? Sería como cambiar la letra a una obra que no es nuestra.

- La obra es la misma - Explicó Carápulo - no ha cambiado, pero estamos llegando al último acto y empiezan a sobrar algunos personajes. Manfredini, por ejemplo. ¿Para qué nos ha enseñado el padre tantas cosas si no van a servirnos para cambiar lo que funciona mal? Heráclito dijo que...

- A ver si se dejan de hablar de esos griegos del carajo y van al grano - Interrumpió Severino, que por ser el más fuerte marchaba detrás del grupo. Desde que el Chapa y el Botija habían atacado a Camilo, tomaban sus precauciones- ¿Qué es lo que quieren decir? ¿Que ser buenos samaritanos no es suficiente? Si es éso, estoy de acuerdo. Aquí hay que poner los huevos y ver quién es más macho.

- Sólo somos seis gatos locos - Advirtió Segundo y luego agregó, riendo: - Seremos machos, pero no somos muchos...

Se rieron un buen rato. Después, Camilo se detuvo en la mitad del sendero y dijo:

- Recuerden que se trata de encontrar la Razón que rige todas las cosas todo el tiempo. ¿No es esa Razón la continua guerra entre la justicia y la injusticia? Yo pienso que sí, así que si se trata de luchar para mantener el equilibrio del cosmos o de lo que fuera, no veo por qué estaría mal que cambiáramos el modo de hacerlo para mejorar los resultados. Tampoco creo que baste con ser buenos muchachos y ayudar a la gente, pues tarde o temprano nos lo van a impedir, igual que me lo impidieron a mí en Foz ¿Por qué? Porque aún no hicimos nada por cambiar el estado de cosas que provoca la necesidad que tiene la gente que ayudamos. Es como pasarle un trapito con agua a un leproso. El problema, amigos, no es que Los Descalzos seamos pocos. El problema es que mientras un Caballero en el poder, ni un millón como nosotros podrá hacer algo definitivamente bueno. ¿Cómo vamos a lograrlo? No sé, no tengo idea. Ni siquiera sé cual es el modo en que tendremos que actuar y tal vez tampoco lo sepa Terámenes, me temo que sólo hasta aquí llega su razón al respecto, pues el cómo nos lo impondrán las circunstancias, inevitablemente. Estoy muy seguro.

De una manera un poco teatral, Efigenio estiró una mano y entrelazó la que Camilo tenía alzada frente a sí mismo. Enseguida se les unió la diestra de Carápulo y al rato ya estaban los seis, juramentándose un destino que en modo alguno hubieran podido entrever.

 

LVII

 

Verón ya no era el capitán flaquito y enigmático que conociera Aquiles, dos décadas atrás. Los años le habían dado cierta robustez y un aire menos aristocrático, lo que compensaba con el grado de Coronel y una abultada cuenta bancaria en el extranjero, producto de sus chanchullos con Aristóteles, el Intendente y el Juez. Claro que seguía, como en los viejos tiempos, comulgando en misa los domingos y escuchando los valses más tristes por las noches, hundido en una soledad a la que se abrazaba cada vez más, desde la muerte de Inesita Saravia. La había conocido por los meses en que persiguió a los guerrilleros del Comandante Segundo, por Colonia Santa Rosa. Morenita de piel blanquísima y ojos de almendras, ella tenía veinte años y unas ganas de vivir tan grandes, que nadie entendió qué pudo haberle visto a la sequedad estirada del militar, llegado una medianoche con la orden de liquidación bajo el brazo. A los dos meses, la guerrilla estaba terminada, pero el romance crecía viento en popa. Inesita se dejaba montar a la orilla del río y él la adoraba exultante, honrando su entrega con promesas de honor y matrimonio. Algo falló, aunque el Capitán fue ungido Mayor y recibió una medalla por la bala que le metió a un subversivo, un estudiante de sociología con cara de artista. La boda, jurada entre cartas con olor a muerte, nunca llegó a concretarse, pues les ganó la tragedia. La noticia del accidente le llegó dos días antes al cuartel y fue un mazazo. Un golpe mortal que lo dejó sin habla y con la mirada muerta, perdida para siempre en la nada. De la pena, de la rabia, se volvió loco y corrió al patio pistola en mano, dispuesto a pegarle un tiro al Dios que se la había llevado. Sus hombres lo vieron caer de rodillas, llorando como un chico, pero ninguno se atrevió a darle la información completa, ésa que Gallinar desparramó entre la tropa:

- Ella le metía los cuernos con un maestro de escuela y con él murió, volviendo de un baile.... Se tragaron un camión cañero. Cagaron fuego los dos; él por vivo y ella por puta.

Y parece que era cierto, porque Verón no asistió al entierro. Quemó los poemas que le había escrito - dicen que eran mejores que los del vate Pesoa - y sólo volvió para escupir en la tumba de la infiel, muerta de alegría en un camino sin nombre. Tardó años en apagar la rabia que le daba el recordarla riendo, imaginando su dicha con el viento en la cara, llena de vida hasta que el camión cañero le arrancó la cabeza, la boda y todos los sueños que alguna vez se habían dado el uno al otro. Algo indefinible se quebró, entonces, en la mente del militar. Acaso por no saber en quién vengarse, dedicó días y noches a pulir un odio frío y despersonalizado, una rabia metódica que podía encender y apagar a voluntad, incrementándola o reduciéndola con el placer de un artista por su obra más sublime. Su cuartel - el Regimiento Rolando Serrano - fue el más disciplinado de la frontera y sus soldados, los más duros y bestiales, por éso los eligieron para sofocar el tractorazo del sesenta y ocho, el motín del setenta y dos y la huelga de los portuarios en el setenta y tres, cuando el Mayor en persona liquidó de un tiro al Gringo Gasparutti, un inmigrante marxista que había tenido el tupé de exigirle retirada. Verón simuló acceder, pidió que le firmara un papel donde constara la petición y el líder cayó en la trampa. ¿Cómo sospechar de ese militar flaquito y pálido, de ojos escurridizos? Apenas se agachó a poner la rúbrica, Verón le voló los sesos y el resto de los portuarios se rindió de inmediato, aceptando sin chistar al Turco Julián como nuevo secretario general del Sindicato.

Durante más de veinte años, fue el socio ideal para Aristóteles, el Intendente y el Juez, con los que se unió en toda clase de arreglos a cambio de un porcentaje que crecía conforme se sentía más fuerte e intocable. ¿Quién podría contra él, si el mismísimo embajador norteamericano lo había premiado por defender la democracia? No sólo era rico - inmensamente rico, decían - sino que tenía al ejército a sus espaldas, los boinas verdes a su derecha y el visto bueno del gobierno central a su izquierda, pues corrían tiempos difíciles y nadie quería que los comunistas entraran al país como en Cuba, en Rusia y – juraban - en otras partes del mundo. Eso no sucedería jamás en Nuevas Atenas. «El día en que nos demos cuenta - advirtió Espeucipo, profético - este tipo habrá crecido tanto que ya no tendremos modo de pararlo. Nos comerá crudos». Los socios se reían. «Es sólo un milico ambicioso, sin más cerebro que el que cabe en una latita de Azafrán», subestimaba Aristóteles. «Quédense tranquilos - los calmaba el Juez, incluso cuando Verón llegó a coronel - el cabezotas ése no tiene más jurisdicción que la de su cuartel, así que mientras no salga de ahí no habrá inconveniente». Pero saldría un día, el cabezotas. Saldría con toda su rabia vengativa para arrasar la escuelita del cura Terámenes y tragarse crudos, de paso, a sus tres socios de toda la vida.

 

LVIII

 

Así era el hombre que metió a Camilo en el cuartel, luciendo una sonrisa tan torcida que al muchacho se le clavó un mal presagio. Le habían dado caza cuando salía del corralón de Aquiles. A empujones y culatazos, cuatro soldados lo metieron en un camión militar y lo llevaron hasta el Regimiento. El Sargento Gallinar lo bajó a grito pelado y lo obligó a cuadrarse, duro como estatua, al rayo del sol. Así lo tuvo durante toda la siesta, hasta que el jefe lo llamó a revista.

- Así que nos volvemos a ver - Dijo Verón, golpeándose las botas con una fusta. Estaba de riguroso uniforme, pero se había desprendido el botón del cuello y un mechón de pelos grises le caía sobre la frente, escapados quién sabe cómo de la gomina prusiana. Sobre el escritorio, una jarra de limonada presidía los restos del almuerzo, junto a una pistola desarmada y varios proyectiles del 11.25 -Acá te vas a enderezar, carajo, o te van a llevar de vuelta en una caja de pino.

Camilo se mantuvo en silencio, sintiendo cosquillear el peligro. Le hubiera encantado decir algo, contestarle con una frase aguda, pero el instinto le advertía que eso era, precisamente, lo que el otro esperaba. Se quedó mirando hacia la pared, impávido, mientras le anunciaban una larga lista de calamidades para el año de la conscripción. Verón se le acercó hasta casi rozarlo y concluyó la perorata con una risita falsa, murmurando: «Esta vez, nadie va a venir a socorrerte, así que podés abandonar toda esperanza». Camilo ya no pudo contenerse y también sonrió, antes de responder:

- No veo de quién podrían tener que defenderme.

El Coronel empalideció, cerrando los puños. Pegó un taconazo en el suelo y llamó con un grito a Gallinar, que apareció enseguida.

- ¡Una semana de calabozo y a pan y agua, para empezar! - Ordenó y el Sargento salió a la orden, empujando con el caño del fusil al nuevo recluta.

Se lo llevaron al trote, perseguido por las risas de los conscriptos más antiguos, hasta los barracones donde una vez había estado el viejo Farjat. Allí pasó los primeros siete días de servicio a la Patria, sentado en un catre de tientos y espantando los mosquitos, que atacaban en coordinación perfecta. Al principio, ocupó las horas en recordar escenas de Papillon, aquella historia que le había prestado Aspasia. Se puso a medir el cuarto, uniendo la punta de un pie con el talón del otro, igual que en la novela. Treinta pasos por cuarenta, no estaba mal. La celda era amplia, pero hacía un calor insoportable, no había más abertura que la puerta y se estaba a oscuras todo el tiempo, lamentando el atrevimiento que lo había llevado hasta ahí. Una sola vez al día, el guardia de turno le llevaba una jarra con agua tibia, dos galletas cuarteleras y un plato de mazamorra, espesa y encebada. Después lo abandonaban al marasmo de su cautiverio, tan solo como si estuviera en el fondo de un pozo. Las horas, interminables, se iban sucediendo sin que notara cuando acababa una y empezaba otra. Los capítulos de Papillon se entreveraron. Los pasos para un lado y para el otro parecieron ir perdiendo el sentido y la ansiedad comenzó su propio tormento, superponiendo los días y las noches hasta quitarle el sentido. «Me trajeron un martes, hoy debe ser viernes», se dijo en algún momento, pero en realidad era jueves. Y le empezó la rabia, las ganas de rebelarse contra la prepotencia del cuartel. Por lo demás, estaba asustado. ¿Le habrían avisado a Terámenes? ¿Lo sabría Isabel, allá en casa? Le desesperaba pensar que su madre estuviera afligida. Por fin, a la madrugada del martes siguiente, el Coronel abrió la puerta de par en par y le pegó cuatro gritos:

- ¡Arriba, marica! ¡Ahora sí que te vas a portar bien!

- Tan bien como la puta que te parió - Le contestó Camilo y aunque lo dijo entre dientes, tuvo la mala suerte que el oficial lo escuchara y lo dejara otra vez a oscuras, dando un portazo y una nueva orden: «¡Dos semanas más, una por rebelde y la otra por pelotudo!». Camilo se lamentó de inmediato: «¡Para qué habré hablado!», pero después pensó en la cara de sus amigos cuando se los contara y empezó a reir, carcajeándose con ganas hasta que escuchó la voz de Zenón Ferrás, del otro lado de la puerta:

- ¡Eh, Camilo, soy yo! - El preso saltó del catre y fue a pegar la oreja contra la madera - ¿Me escuchás? - Seguía el otro, ahuecando una mano para no llamar la atención de la guardia.

- ¡Zenón, amigo, andá a avisar a Terámenes que estoy aquí! - Dijo Camilo, convencido de que su cautiverio terminaría apenas el cura pusiera un pie en el cuartel.

- El ya lo sabe - Respondió Zenón - Estuvo aquí hace dos días, hablando con el coronel. No pudo hacer nada, amigazo, porque Verón le advirtió que la ley lo autoriza a tenerte un año de servicio militar e incluso a negarte las visitas mientras dure la instrucción.

- ¡Mierda! - Exclamó Camilo - ¿Y cuánto dura esa instrucción?

- Tres meses.

- ¡Pero...! ¿Y mi trabajo en las granjas? - Camilo, que nunca había creído que pudiera tocarle a él también pasar por las barracas del Regimiento, se indignó.

- Me dijo el cura que te quedés tranquilo y no hagás despelotes - Continuó el Cabo - que ya vendrán todos a verte cuando se cumpla el plazo. Mientras tanto, todos los días lo manda a Efigenio con una canasta de tomates, carne, huevos y pan para tu almuerzo...

- ¡Pero si sólo me han dado mazamorra!

- Porque Verón dio la orden y Gallinar se queda con tus víveres, pero no te hagás problemas, que apenas se descuiden te voy a traer algo mejor que la mazamorra de mierda que sirven aquí.

Camilo volvió a sentarse en su catre, ya sin ganas de reir. Le dio tanta rabia sentirse atrapado, que a los quince días - cuando el Coronel apareció triunfante a reclamarle la rendición - no pudo aguantarse las ganas de reiterar el insulto:

- Esta vez sí que me voy a portar mucho mejor que la puta que te parió.

Y el Coronel, que tampoco era de echarse atrás, le tiró por la cabeza otras cuatro semanas de encierro. Treinta días desesperantes, en la más completa oscuridad y sin otra compañía que los jejenes y un plato de mazamorra cada dos días, porque el ayuno era parte del castigo. Con el orgullo en carne viva, Camilo no dijo ni una palabra y se esforzó en dormir el máximo tiempo posible, para no pensar. A los treinta días, Verón abrió la puerta y un retazo de sol de dio en los ojos, haciéndolo parpadear.

- Qué pasa, che, parecés dormido - Dijo el militar, golpeando con la fusta sobre el marco - ¿Te cuesta despertarte?

Camilo despegó los párpados de un solo ojo, lo miró de arriba abajo y respondió:

- La verdad, sí, es que estaba soñando con la puta que te parió.

Y Verón volvió a dejarlo encerrado, con la orden estricta de no darle más que pan y agua hasta que se cumplieran los tres primeros meses de vida militar. Sin embargo, una semana antes de que venciera el plazo envió a Gallinar con la misión de poner en condiciones al preso. “Dale doble ración de mazamorra, que debe estar hecho un palo”, sugirió por lo bajo, buscando evitar las quejas del cura cuando cayeran las visitas. Gallinar abrió la puerta de la celda, sacó al reo a los empujones y se quedó mirándolo con la boca abierta, sin poderlo creer. Camilo llevaba meses sin bañarse y una barba sucia le cubría la cara, pero había subido peso de un modo notable. Furioso, el Coronel mandó que lo encerraran de nuevo, le puso una guardia de cuatro reclutas y le decretó una jarra de agua como todo alimento por los días que le quedaban, tras lo cual castigó a todo el pelotón con un descuereo implacable. “¡Y olvídense de los francos hasta que yo sepa quién fue el hijo de puta que le pasó comida a ese infeliz!”, vociferó, mientras Gallinar espantaba al reclutaje a puro ladrido. Al día siguiente, con la tropa echando lagartijas al rayo del sol, hizo sentar a Camilo en medio del patio para que sufriera la más espantosa de las rapadas, a mano de Gallinar. Sin mostrar contrariedad, Camilo se aguantó los tirones, la media docena de tajitos sangrantes y un tableteo incesante de insultos cuartelarios, antes de calzar el uniforme desentallado, los borceguíes estrechos y el birretito militar, más un fusil de la guerra del Chaco – sin balas - al hombro y la orden de estar plantón hasta el amanecer. Sin una palabra, sin un gesto, esta vez obedeció. «Parece que comencé a domarlo», se dijo Verón poco después, viéndolo pasar rumbo al portón de las visitas. «Mírenlo al cogotudo - pensaba Camilo, observándolo de reojo - se cree que ya me venció». Se quitó el birrete, para dar a sus amigos la oportunidad de retorcerse de risa con su corte de pelo, pero también para que Verón advirtiera que el asunto le importaba un bledo. Besó a su madre con cierta displicencia, abrazó a su perro Muralla con todas sus fuerzas y después a Aspasia, al padre Terámenes, al Doctor, a Aquiles y al Comisario, antes de pasar a estrechar las diestras de sus amigos, tan luminoso que nadie diría que se había pasado tres meses completos en la más completa oscuridad.

 

LIX

 

Cuando comenzó la lucha por la intendencia y Aquiles lanzó su candidatura, el paso de Camilo por el Regimiento había quedado tan atrás que nadie lo recordaba, pero en su momento fue el principal comentario de Nueva Atenas. Conociendo el carácter temerario del muchacho, nadie apostaba que saldría bien librado. En el mejor de los casos, decía la gente, recibirá un tiro por accidente y su madre lo tendrá envuelto en madera de pino, sin explicación ni consuelo. En el peor, pagará de tal modo su osadía que no se atreverá a volver. Vagará por la comarca como un paria hasta esfumarse en la nada, como Narciso. O como Natalio Oviedo, el valiente que marcó historia con su mal destino, allá por los tiempos en que el Coronel no pasaba de Teniente y Gallinar sólo era un Cabo ladino y rencoroso. Nadie hubiera dicho que Natalio tuviera las agallas que tuvo, pues todo su aspecto sugería lo contrario. Flaquito, un poco encorvado, medio tapado el rostro por unas gafas culo de botella. Estudiaba filosofía y hacía sus primeras armas como aprendiz de cronista en el Diario Regional cuando le tocó la milicia. Estoico, soportó el descuereo de los primeros meses igual que los demás e ignoró las burlas con que Gallinar lo perseguía, llamándolo lechuzón, pedo de laucha y otras lindezas por el estilo. Con los anteojos cubiertos de barro y el cuerpo molido por las marchas, aguantó tan firme que hasta el pérfido Cabo llegó a la conclusión de que tal vez sirviera para algo y lo puso a cargo de la contabilidad, puesto clave que requería no sólo cerebro, sino también discreción absoluta. Avispado como era, a Natalio le bastó una mirada para comprender que alguien estaba enriqueciéndose en grande y como además de valiente era ingenuo, no dudó en ir a avisarle a Verón: “Mi Teniente” - dicen que dijo, resumiendo lo visto - “Todo lo que se compra está sobrefacturado hasta en un mil por ciento, figuran tres veces más soldados de los que hay y se vendieron, por dos pesos, cien hectáreas de buenas tierras a una empresa llamada VE.IN.S.A., sin anotar dirección ni teléfono. Acá hay algo raro”. Con su frialdad de siempre, Verón agradeció los informes y le prometió un ascenso a cambio de su perspicacia. Natalio salió del sin imaginar que la sigla significaba «Verón Intendente Sociedad Anónima» y que quien se enriquecía con el robo era, precisamente, el Teniente. Esa misma tarde, Gallinar le dio una paliza tan bestial que fue un milagro que el indiscreto no muriera. Perdió dos muelas, un diente inferior y el colmillo superior derecho. Tuvo tres costillas fracturadas, hematomas de las más diversas y hasta se quedó sin sus lentes culo de botella, pisoteados con rabia por no haber respetado la cadena de mando.

- ¡Esto es para que aprendás a no ir con cuentos al Teniente! - Gruñía el Cabo, estrujándole las tripas con una mano férrea y sanguinaria.

Sobrevivió, quién sabe cómo, el aprendiz de mártir, arrastrándose de su catre al baño para vomitar a medianoche, ciego y aterrado, pero vivo y para colmo, con ganas de tomarse el desquite. Porque era valiente, el tal Natalio. Esperó que curaran sus heridas, simuló no guardar rencores y a la primera ocasión se robó los libros contables y fue a esconderlos detrás de la cisterna. Y del baño de Verón, nada menos. Lo atraparon el viernes, cuando salía de franco, porque tuvo la mala suerte de que a Gallinar se le ocurriera revisar qué era el bulto que le inflaba el uniforme.

- ¡Ah, traidor! - Exclamó el Cabo y lo llevó a sopapo limpio al calabozo, donde lo encerraron bajo llave. Creyéndose perdido, Natalio pasó el fin de semana intentando abrir un hueco en la pared, raspando desesperado con una cuchara. No lo logró, pero para su sorpresa, el lunes fue el Cabo a liberarlo y a ordenarle que se reintegrara a la tropa. No sólo estaba perdonado, sino que en prueba de confianza, esa misma noche lo dejarían hacer guardia. ¿Qué habría pasado? Comenzó a saberlo por la tarde, cuando le llegó la consigna de ir de centinela al último rincón del Regimiento, casi al fondo del valle. «¿Cómo voy a vigilar sin lentes?», sospechó, llegando al desatino de agregar: «Me escaparé durante la noche y contaré todo a la prensa». Sin duda lo hubiera hecho, si no fuera porque apenas llegó al puesto se encontró a solas con Gallinar, que lo estaba esperando. Se oyó un estampido y el fogonazo iluminó los ojos miopes de Natalio, que cayó sentado, sin poder creer que acababan de matarlo. Boquiabierto, vio alejarse corriendo a Gallinar y después, para asegurarse que era cierto, se metió un dedo tembloroso en el agujero que le había dejado el plomo en la frente. Aterrado, se apoyó en la pared de la garita para ponerse de pie y luego salió a los tumbos, rumbo al cuartel. El Cabo reculó asustado, viéndolo aparecer en la cocina bañado en sangre. “¡Asesino!”, gimió Natalio, antes de caer al suelo, impresionado de su propia muerte. «Fue un milagro», dijeron los enfermeros que lo atendieron a la medianoche, para salvar las apariencias. La bala no había penetrado el cráneo, sólo lo había rodeado completamente antes de salir por una oreja y perderse en el monte. Temblando de pies a cabeza, el corajudo los insultaba entre dientes, dudando entre creerse muerto o saberse vivo. Para que acabara de convencerse, lo mandaron de nuevo al calabozo y pareció que se olvidaban de él.

Anunciado Battilana y Agamenón García, los mismos que años más tarde serían enemigos jurados de Narciso, ya formaban por aquellos días parte de lo peor del Regimiento. Eran la mano de obra, dura y sin escrúpulos, que el Teniente utilizaba en casos extremos. A cambio, tenían vía libre para hacer de las suyas, a partir del momento en que se apagaban las luces y el cuartel quedaba a su disposición. No sólo robaban y maltrataban a los nuevos reclutas que no se atrevían a enfrentarlos, sino que además salían de caza, pues la especialidad de Anunciado y Agamenón eran los jovencitos de sexualidad difusa. Directamente, se los apropiaban. Los tenían de esclavos para todo uso. Eran sus novias, llorosas y asustadas, cada vez que el Cabo cerraba la puerta de la barraca y decretaba la indefensión. “Que esos dos pervertidos se encarguen de él. Un mes, por lo menos”, fue la orden de Verón, “Cuando acaben de sacarse el gusto, ya no hará falta meterle un tiro. Nadie le creerá lo que diga”. Y fue así nomás. Durante diez noches espantosas, el Cabo encerraba a los sádicos en la celda donde estaba Natalio y sólo los dejaba salir de madrugada, una vez saciados sus instintos. Fue inútil que el condenado se defendiera con bravura, pues los verdugos terminaban doblegándolo y humillándolo entre risotadas, golpes y jadeos. Tal vez incluso un tratamiento tan perverso hubiera soportado Natalio, pues tenía un corazón de hierro. Lo que realmente lo destruyó fue el modo en que lo liberaron, justo el día del desfile y frente al pueblo reunido a pleno en el cuartel. A mitad de la función, el Teniente leyó en voz alta la expulsión del soldado Natalio Oviedo, por infracción al artículo que penaba la homosexualidad manifiesta. Fue como si le atravesaran el alma, con su madre y sus hermanos allí, escuchando espantados la infamia. Eso lo dejó muerto en vida. No volvió a ser el mismo. Fuera de la celda, se recluyó por propia decisión en un silencio enfermizo y terminante. Nunca más habló con nadie y el día en que terminó la milicia, regresó al pueblo y se metió en su casa para siempre, huyendo de la vergüenza. Sólo lo volverían a ver un cuarto de siglo más tarde, el día en que salió decidido a cobrarse la mayor afrenta de su vida.

 

LX

 

Con tales antecedentes, nadie culparía a Isabel por la angustia mortal que la invadió cuando supo que su hijo había sido llevado al Regimiento. Corrió a ver al Doctor al hospital y de allí fueron a buscar a Terámenes, que no sabía nada del asunto. De inmediato, el cura se colgó un Rosario hecho con coquitos a modo de cuentas y salieron a parlamentar con Verón, quien los hizo esperar dos largas horas antes de atenderlos. Fue una reunión tensa y de la que no sacaron nada, pues el Coronel se limitó a leerles el reglamento que lo autorizaba a reclutar a cualquier muchacho mayor de dieciocho años que no estudiara ni trabajara formalmente. «¡Pero mi hijo trabaja de sol a sol, los siete días de la semana!», exclamó Isabel, creyendo haber encontrado la puerta de salida. «Es sólo un voluntariado, nada formal», la contrarió el militar y después agregó, sonriendo: «Al fin y al cabo, su hijo ya es un hombre y a todos los hombres les toca el momento de cumplir con la Patria, así que harían muy bien en retirarse y dejarme hacer mi trabajo. Su hijo no es diferente de los muchachos que tengo en el cuartel ¿qué les aflige?».

- Mire, usted sabe muy bien qué es lo que nos aflige - Dijo entonces Terámenes - Tanto Manfredini como el Turco Julián quisieron matar a este chico y ahora está aquí, en manos de un socio de esa gentuza. ¿Para qué fingir? Usted no representa ninguna garantía.

- Bien, ya dijeron lo que querían, así que ahora retírense - Respondió Verón, tan frío como siempre. Isabel y Epaminondas abrieron la boca para decir algo, pero el sacerdote se les adelantó, gruñendo y levantando un puño amenazante:

- Yo todavía no terminé, Verón, todavía me falta decirle lo mismo que ya le dije a sus socios: ¡tóquele un pelo a ese chico y seré su peor enemigo!

- Déjese de joder, padre - Rió el militar - que ese Rosario que se puso no lo protege de nada, aquí adentro.

- Idiota. Este Rosario lo protege a usted, no a mí - Respondió el sacerdote y se levantó de la silla. Isabel le apretó una mano y el Doctor hizo un gesto de marcharse. Cuando salían, oyeron la risita del Coronel subrayando la frase de despedida:

- Un Rosario no para una bala, padre, no lo olvide.

Fue un amargo regreso, lleno de malos augurios. Con los días, sin embargo, fue cediendo la angustia inicial y al cumplirse los tres meses de instrucción llegaron a pensar que se habían afligido en vano, pues Camilo se veía fuerte y sano, libre de todos los males que habían temido. Sólo Isabel sospechó que no podía ser tan sencillo. «Lo peor puede estar aún por comenzar», se dijo. Y acertó. Apenas se fueron las visitas, Gallinar lo mandó de nuevo al calabozo y a pan y agua, creyendo que así lo obligaría a decir quién lo había alimentado durante su prisión. Daba por seguro que había sido Zenón, pero quería una confesión en toda la regla, escrita y firmada. Así pues, aquello fue sólo el principio. Para evitar nuevas filtraciones, mandó a llamar al pérfido Agamenón García - Anunciado Battilana ya se había muerto, baleado en un extraño suceso - y le encargó montar guardia de noche junto a la puerta de la celda. «Salvo yo o el Coronel, acá no entra nadie», fue el mandato. De modo que Camilo tuvo que cumplir con la condena, pese a que su amigo deambulaba sigiloso por las cercanías, aguardando la menor ocasión para romper el aislamiento.

- Ese no va a hablar, ni aunque se muera de hambre - Dijo Verón, a las dos semanas - Metélo al monte, a marcha forzada hasta que reviente.

Como Agamenón se había retirado con el rango de Cabo de Reserva, le dieron un uniforme, una paga semanal y la encomienda de acompañar al Sargento día y noche, no fuera que el prisionero intentara la fuga de la desesperación. «A la menor sospecha, un tiro en la nuca», fue la consigna, pero no haría falta. Camilo estaba determinado a aguantar, aunque salió de la celda tan debilitado que sentía vértigos. Gallinar le cargó una mochila de treinta kilos a la espalda, un fusil sin balas y un casco que sólo servía para agregar peso, tras lo cual salieron a los gritos, rumbo al monte. El sargento y el verdugo, a lomo de mula y el preso entre los dos, tambaleándose. A la media hora, cayó al suelo, extenuado. «¡Arriba!¡Arriba!», ordenó Gallinar, animando a la mula a dar unas coces al conscripto. «¿Para qué nos tomamos tanto trabajo?», se quejó García, pasándose la manga del uniforme por el rostro sudado. «Ni siquiera llegamos al monte y éste ya se nos cae. Matémoslo acá mismo». Pero ya Camilo estaba incorporándose, aferrado al correaje de la mula de Gallinar. «Si son tan machos, bájense de las mulas», dijo entre dientes y el Sargento le asestó un rebencazo por la cabeza. Menos mal que tenía el casco. «¡Vamos, carajo, a cumplir con la Patria! ¡Carrera march, uno!», exclamó Gallinar y Agamenón resopló con fastidio, azuzando a su propio animal. Camilo apretaba los dientes y sacaba fuerzas de la vergüenza para no caer de nuevo, empeñado en llegar hasta la primera hilera de eucaliptus. No lo consiguió. Perdió el sentido cuando ya estaba a punto de alcanzar la sombra y se desparramó con estrépito, de cara al suelo. El casco rodó varios metros.

- ¿Este es el bravo del que me hablaste tanto? - Se burló Agamenón, saltando a tierra. Tomó a Camilo de la ropa y lo arrastró hasta obligarlo a recobrar la consciencia - ¡Vamos, Pandulce, que aún falta lo mejor!

Acicateado por la humillación, Camilo volvió a incorporarse. Soportando el descuereo toda la mañana, cayó y se levantó tantas veces que al final ya no distinguía si estaba de pie o en el suelo. Tenía las manos y la cara llenas de sangre, lastimadas por las espinas, pero no sentía dolor. Sólo cansancio. Un agotamiento tan parecido a la muerte, que no era posible resistirse más. Sintió que se hundía, que caía al fondo de un pozo sin ruidos. «Será el hambre de estas dos semanas», se dijo, antes de que la extenuación fuera absoluta.

 

LXI

 

Por una cosa u otra, Camilo perdió todos los francos de los cuatro meses siguientes, pero sobrevivió al empecinamiento feroz con que lo persiguió Gallinar. Hasta Verón tuvo que ceder a la evidencia de que no podrían deshacerse del rebelde por medios naturales. Si Manfredini y Caballero lo querían muerto, tendrían que hacerse cargo ellos mismos, pues de ninguna manera pensaba darle a Terámenes un motivo para una acusación formal.

- Ese cura de mierda es un problema y yo no lo quiero aquí - Dijo en voz baja, una tarde en que sus socios fueron a visitarlo al cuartel - así que dentro de cinco meses, al Insaurralde ése le doy la baja y allá ustedes.

- ¡No puedo creer que ese chico haya logrado vencerte! - Respondió Manfredini, masticando molesto la punta de un cigarro.

- No me venció, pero ya llegué al punto al que estaba dispuesto a llegar - Corrigió el militar - Lo intentamos todo, marchas que hubieran reventado al más duro y hambrunas larguísimas, pero siempre se las arregló para salir bien parado. Tiene siete vidas, se los aseguro.

- ¿Y no probaste de darle la medicina aquella, la que le diste una vez a Natalio Oviedo, el que quiso demandarnos? - Preguntó Espeucipo, rascándose la nariz.

- Por si no te acordás, al loco de Anunciado lo pusimos frío aquella vez de...

- Sí, ya sé, pero nos quedaba el otro, el socio...

- Agamenón - Dijo el Coronel - Ya lo intenté. Lo hice pasar a la celda de Insaurralde y el pendejo le rompió la mandíbula. No sé cómo hizo, pues Agamenón es ancho y fuerte como un toro, pero lo hizo. Tuve que pagarle el hospital y darle dinero para que se fuera lejos por algún tiempo. ¡No, no hay caso! ¡A ese pendejo no le entra bala!

- ¿Cómo que no? Un tiro, viejo, un tiro y listo.- Dijo Manfredini - ¿Cómo no se lo pegué yo mismo, aquella vez, en Foz? ¡Tenés que hacer que se suicide!

- No, de ningún modo - Volvió a negar Verón - El cura me tiene en la mira, así que ese chico no puede suicidarse en mi cuartel.

- ¿Le tenés miedo al cura? - Rió Espeucipo.

- No seas idiota - El Coronel estaba muy serio - Si el cura se me viene encima, tendremos un problema de esos que no se resuelve metiéndole un tiro a alguien. Con la iglesia no se jode, nadie le gana una guerra a Dios.

- Bueno, hay que ver que has hecho todo lo posible - Aceptó Manfredini, encogiéndose de hombros - así que si de verdad queremos a ese chico fuera del juego, nos tenemos que comprometer los tres y planear algo en serio. Ya lo ven, desde que está aquí, la banda de los Descalzos no jode a nadie y hasta Terámenes parece menos belicoso.

- ¿Cual es tu plan?

- Si hasta dentro de un mes, ese muchacho sigue vivo - Continuó Manfredini - voy a venir a pedirte voluntarios para unas refacciones en mi casa. Vos me los das y del resto me encargo yo.

- Así que tu desafío es de un mes - Dijo el Coronel, sonriendo - Bien, lo acepto, pero antes me gustaría hacer una pregunta que me da vueltas desde hace rato ¿no estamos dando demasiada importancia a este chico?

- ¡Sabía que tarde o temprano ibas a decir eso! - Exclamó Manfredini, golpeando las palmas -Miralo del siguiente modo: hace catorce años, Terámenes estaba a punto de abandonar la escuela rural. Hoy, gracias a este Camilo, su escuela funciona viento en popa y aprovecha hasta el último metro cuadrado de las hectáreas que le donó el gobierno. Nosotros tres, te incluyo, necesitamos esa tierra. Nos es imprescindible, porque si por alguna razón alguna vez perdemos la intendencia...

- ¡Eso no va a pasar! - Interrumpió el Intendente, ignorando que al año siguiente debería abandonar el cargo, con el agravante de que su hijo se negaría a sucederlo.

- Esperá, sólo digo que podría pasar - Se defendió Aristóteles - Y si pasara, no tendríamos ningún territorio seguro para la entrada y salida de mercaderías. No siendo los terrenos fiscales que por ahora controlamos, la única manera de llegar al río es a través de la escuela rural. ¿Vamos a arriesgarlo todo por un mocoso de mierda? ¿Por qué esperar a ver si la cosa llega a mayores o no?

- Entonces - Dijo el Coronel - nuestro verdadero problema es esa escuela de mierda. ¿Y si encontrara un argumento suficiente para arrasarla? ¿Y si dijéramos que plantan marihuana?

- ¿No era que nadie gana una guerra contra Dios? Olvidáte - Concluyó el Intendente, molesto de que Aristóteles hubiera mencionado la posibilidad de perder el poder. ¿Cómo podría suceder tal cosa? ¡Su familia había estado por más de cien años a cargo de la intendencia! Incómodo, inició la retirada. Saludó al militar sin estrecharle la mano y trepó enseguida a la camioneta. Manfredini se sentó a su lado y cerró las puertas.

- ¿Qué es eso de que yo puedo perder el poder? - Gruñó, mientras salían del cuartel a buena velocidad - ¿Cómo vas a decir algo así delante del cuervo ése? ¡Fue como decirle al zorro que el gallinero estará abierto!

- Quedate tranquilo, primo - Respondió Manfredini - que con un poquito de suerte, nuestro socio se dará maña no sólo para librarnos del cura Terámenes, sino también de sí mismo. Ya vas a ver que por ambicioso mete la pata.

Pero Espeucipo no se quedó tranquilo. Algo le decía que llegaría el momento en que cada cual tiraría para su lado, en cuyo caso el Coronel tendría claras ventajas. «Es tan ladino ese milico», pensaba, «que no me sorprendería enterarme que no se esforzó con Camilo porque en realidad le gusta que nos cause problemas». Miró de reojo a su primo, que fumaba despreocupado, mirando por la ventanilla. Volvió a pensar en Verón. ¿Y si realmente encontraba un argumento suficiente para arrasar la escuela? ¿Qué le impediría entonces arrasar también con sus socios de toda la vida?

 

LXII

 

El Coronel no se enteró jamás de que la noche en que Agamenón entró a la celda de Camilo, por detrás suyo se coló Zenón, el fiel amigo del preso. Tampoco lo supo Agamenón, que siempre creyó que había sido sorprendido por el prisionero, oculto tras la puerta. En un asalto silencioso y feroz, Zenón se deshizo del violador con golpes tan certeros que por poco no lo dejan muerto. No hacía falta, de todos modos. Con la mandíbula rota y el prestigio esfumado para siempre, no volvió a pisar el cuartel por el resto de su vida. Desapareció, simplemente. No se lo vio más. Algunos días después, cuando Verón no tuvo más remedio que liberar al reo, la tropa lo recibió con un aplauso triunfal. El Coronel nunca lo olvidó. «Este tipo es algo especial», diría después, en vísperas del final de la Guerra de los Descalzos. «Es un líder nato, por eso debemos asegurarnos de que no salga vivo de aquí». Para cuando soltó esta frase, casi todos los amigos de Camilo estaban muertos, incluyendo al entrañable Zenón. Sin embargo, por la época en que se propuso ganar el desafío a sus socios, el final aún estaba lejano. Tenía cuatro semanas por delante para deshacerse del rebelde, pero ninguna idea sobre cómo lograrlo. El Sargento, ofendido a muerte por la solidaridad dada al desgraciado, redobló los castigos e injusticias. Puso a todos a pan y agua durante cinco días. Carrera march a medianoche, por el medio del monte. Guardias de doce horas seguidas, parados, sin beber ni comer. Mochilas de cincuenta kilos para trepar el cerrito, a la siesta y con casi cuarenta grados. Pruebas de resistencia que diezmaban al batallón y dejaban el tendal de abatidos por las serranías. En fin, todo lo intentó, todo lo hizo, pero nada consiguió opacar la estrella de Camilo. Al contrario, para la fecha en que Aristóteles regresó con su propuesta, la mitad de los conscriptos hablaba de iniciar un motín. Gallinar tuvo que mostrar los dientes para  reunirlos en el patio principal.

- ¡El empresario Manfredini tiene cinco vacantes para los que deseen dejar el cuartel y trabajar en su casa hasta el final de su conscripción! ¡Quién se ofrece! - Anunció, a voz en cuello, el Coronel. Los reclutas escucharon atentamente y se miraron unos a otros, pero ninguno levantó la mano.  Nadie respondió.

- Creo que tenemos un problema - Dijo Manfredini, en voz baja. Gallinar estaba tan nervioso que abría y cerraba los dedos, como si practicara un estrangulamiento.

- Así que no hay voluntarios - Murmuró Verón, bajando de la galería al patio. Con la fusta, pegó un par de golpes sobre sus botas y agregó: - No importa, porque a este cuartel no han venido a decidir por sí mismos, sino a recibir órdenes ¡A ver, usted!

- ¡A la orden, mi Coronel! - Respondió un soldado bajito y esmirriado llamado Néstor Ottamendi y apodado Pajarito Triste, quién sabe por qué. Manfredini sonrió, mirando de reojo a Camilo, que simulaba estar muy interesado en una nubecita que cruzaba el cielo.

- ¡Usted, el cuarto de la primera fila! - Continuó Verón, ladrando bajo el sol - ¡Un paso al frente, nombre y apellido!

- ¡Bienvenido Morales, mi Coronel, a la orden! - Gritó, desafinando por el esfuerzo, el segundo elegido. Moreno, ancho de hombros, pero bajito, era el hijo mayor de un cacique de los avá guaraní y había llegado al cuartel como voluntario, medio año atrás.

- ¡Ese de ahí, el gordo con cara de luna llena! - Bramó el oficial y Temóstecles Santacruz, llamado en adelante Luna llena, se cuadró como pudo en el tercer lugar. Luego, en una rápida sucesión de alaridos marciales, les tocó el turno a Perímetro González y a Camilo Insaurralde, con lo que quedó cerrado el cupo. Y ya que lo nombramos, quede dicho que al igual que Manganeso Ruíz, Perímetro debía el nombre a un error de sus padres, quienes creyeron que correspondía a la genealogía helénica y no a la geometría, como supieron mucho más tarde, cuando el hijo entró a la escuela. De mediana estatura y muy delgado, solía ufanarse de su habilidad para no caerle mal a nadie, por eso se sorprendió de que lo incluyeran entre los que partían al ostracismo. Algunas semanas más tarde, cuando lo enterraron, el pueblo comentó que era increíble que un muchacho tan bueno pudiera tener enemigos. “Hasta Dios los tiene”, filosofó esa noche Espeucipo, consolando a los padres del infortunado. Pero esto sucedería después. Mientras tanto, al trote ligero, los reclutas alzaron sus bártulos y treparon a la caja de la camioneta conducida por Manfredini. Por un segundo, Camilo y el Coronel cruzaron sus miradas en la despedida. Los dos estaban serios. Es probable que sintieran, tanto el uno como el otro, que tarde o temprano se volverían a ver.

 

***

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 15

 

(Capítulo un tanto cursi, en el que varios se enamoran al mismo tiempo, aunque de personas distintas. Entra en escena un personaje siniestro, pero santo, cuya mayor virtud radica en

no hacer uso jamás el don que lo sacraliza. Aspasia, que hasta ahora se había portado  como

una santa, decide pecar cuanto antes)

 

LXIII

 

E

l monaguillo Arcadio llegó a la capilla del padre Rigoberto el mismo día en que los reclutas entraron a la mansión de Aristóteles, detalle que tendría en cuenta el periodista Reyes para discurrir sobre las conjunciones cósmicas. Pelirrojo y cejijunto, Arcadio miraba al mundo con cautela, entrecerrando los párpados pecosos para que sus ojillos azules no vieran demasiado, apenas - decía él - lo necesario para no chocar con nadie. Era su filosofía. Nunca molestar. Jamás interrumpir y menos contradecir, por motivo alguno. No muy alto, pero huesudo, tenía la costumbre de andar medio inclinado, como si husmeara los rastros dejados por alguien. De nariz portentosa, cada vez que miraba fijo a una persona, parecía que la estaba señalando, así que había tomado la costumbre de mirar de soslayo, como si no quisiera. Aspasia lo conoció un domingo en que fue a llevarle la vianda al párroco. «¿Quién será?», se preguntó, frunciendo la nariz con aprehensión al tiempo que el inocentón estiraba una mano para recibir las ollitas encastradas. Sorprendida, lo vio desaparecer luego con un sigilo exagerado hacia el fondo de la sacristía. Arcadio tenía algo de película truculenta, un aire siniestro que llamaba la atención. Incluso en misa y vestido de arcángel, no dejaba de parecer un pajarraco. Se sentaba encorvado en una silla, igual que un cuervo en una horqueta y la gente lo miraba a él e ignoraba al cura, subido al púlpito para el sermón. Y Arcadio dormitaba, babeando levemente.

- No sé como el padre puede tener a un monstruo así en la iglesia - Comentó una de las beatas - Nada más verlo, se me atraganta la hostia.

- Tiene aspecto de pervertido - Dijo otra.

- No, qué va, si estuvo años en el Seminario de la capital - Retrucó Epaminondas, cuando la mala intención le llegó a los oídos. Resultó que Arcadio era sobrino de una prima del cuñado del hermano de Filoxena, que fue quien pasó el dato que quitó el sueño a los vecinos: Arcadio no sólo había pasado media vida en el Seminario, sino que llegó cerca de la ordenación. Pero fue expulsado.

- ¿Por qué? ¡No puede ser por nada bueno! - Clamaron las damas de la Acción Católica, temiendo un presente griego de Lucifer - ¡Seguro que es un degenerado!

- Nuestras hijas apeligran con el monstruo - Dijo Ña Chiquitunga, la paraguaya, despegando con un pañuelito el carmín pegado a los dientes. A tanto llegó la inquina, que el párroco tuvo que darle un descanso a su teniente y aprovechar la ausencia para hablar de él, reclamando caridad:

- ¡Y aún si fuera todo lo demoníaco que ustedes dicen! - Exclamó, como para dar un cierre ejemplar al asunto - ¡Es aquí, en la casa de Dios, entre los hijos de Dios, donde el pobre muchacho hallaría la cura de todos sus males!

Después del rapapolvo, hasta las arpías recalcitrantes se calmaron y saludaban con espantada inclinación de cabeza el paso del monaguillo, pero al poco tiempo, Empédocles Gutiérrez, un empleado de Aquiles que era amigo de la novia de otro ex seminarista, desparramó el motivo de la expulsión. “Era un fanático”, contó, en rueda de amigos, “y en el Seminario ya lo veían convertido en Obispo. Hasta se flagelaba con un cuero trenzado, igual que los santos de antes. Un loco total. ¡No iba a parar hasta llegar a Papa!” Pero Arcadio tenía un defecto. O una virtud, según quién y dónde se lo juzgara. En todo caso, su característica más saliente estaba por completo fuera de lugar en una vocación como aquella y en un medio como aquel. Se la descubrieron pocas semanas antes de la ordenación, mientras se repartían a toda prisa las invitaciones. Y fue de pura chiripa, como suelen suceder las cosas más complejas. «Otra puta casualidad», al decir de Arístipo.

- Su cumplimiento fue magnífico - Había dicho el Arzobispo, soltando el humo pálido de un habano mientras hojeaba el currículum de Arcadio, propuesto ese año para medalla de oro de la promoción. Los profesores, que lo habían tratado de cerca durante más de un lustro, aseguraban que no habían visto nunca tanta santidad.

- Nadie puede ser tan perfecto - Sugirió con malicia el padre Felino, aspirante a Rector. Miró hacia la ventana a través del vino de su copita y agregó: - Cuando uno no encuentra el defecto es sólo porque no se fijó bien, o porque está muy escondido, así que en vez de alabarlo harían mejor en vigilar día y noche a ese pollo, pues es mejor que lo que sea que tenga sea descubierto ahora y no que la Santa Madre Iglesia cargue un día con la cruz del muchacho.

- ¿No le parece, padre, que si nuestro muchacho tuviera una cruz por cargar, sería justamente la Madre Iglesia quien debiera ayudarle a hacerlo? – Intervino, muy sarcástico, el cura Palomino, Vicerrector y confesor de los seminaristas.

- Dejáte de joder, Palomino - Respondió el Arzobispo, parpadeando porque el humo le había entrado en los ojos - que no hay carga más pesada que tener en la congregación a un cura liviano, a ver si me entendés.

- Mirá si es puto - Añadió, entre risitas, el aspirante a Rector.

De modo que se pusieron en campaña para escudriñar a Arcadio. Husmeaban lo que comía. Cómo masticaba y tragaba. Cuánto dormía. Revisaron sus pertenencias y hasta leyeron sus cartas. Pusieron bajo la lupa de la suspicacia hasta el modo en que miraba a sus compañeros. Si los tocaba. Si les sonreía. Pero Arcadio tendía a aislarse y ni siquiera se bañaba junto a los demás, después de los partidos de fútbol. Aguardaba a que el vestuario estuviera libre para quitarse la ropa y refugiarse en la ducha, solitario y feliz. «¿Por qué se esconde tanto?», se alarmaron los frailes. «Aquí hay gato encerrado; vamos a la ducha, detrás de él». Así lo descubrieron, el sábado anterior al de la graduación. El Arzobispo se quedó pasmado. El Rector no supo si santiguarse o maldecir y hasta el padre Palomino reconoció que el asunto se le escapaba de las manos. Era demasiado grosso.

- Olvidáte, Palomino - Fue la tajante decisión del Arzobispo - nadie que tenga una pinga como ésa puede ser un cura. ¿Has visto esos huevos? ¡Parecían naranjas!

- Pero Eminencia - Se defendía el confesor, todavía aturdido - a lo mejor un día le crece el resto del cuerpo y se le equilibran las proporciones. Además, el chico es todo un santurrón, ni sabe lo que tiene.

- Pero lo sabrá, tarde o temprano. Y lo que es peor: lo sabrán las mujeres de la parroquia que atienda - Se escandalizó el Rector, enarcando las cejas - ¡Se le tirarán encima y él se olvidará muy pronto de su santidad actual!

Así fue como Arcadio fue declarado «no apto» y separado del resto de sus compañeros de ordenación. A los pocos días, abandonó los claustros en los que había pasado buena parte de su vida y partió sin despedirse de nadie, pero sin una queja. Salió al camino y vagabundeó durante meses por los pueblos fronterizos, ganándose la vida como monaguillo de paso hasta que recaló en Nueva Atenas y conoció al cura Rigoberto.

- Así que casi fuiste sacerdote - Murmuró aquella vez el párroco, hojeando las notas de recomendaciones que había firmado el buen Palomino, sin que nadie las pidiera.

- Ajá.- Respondió Arcadio, echándole una ojeada a la sacristía - ¿No quiere saber por qué no llegué a serlo? Quiero que sepa que fui expulsado.

- Mirá vos - Dijo el padre, sin sorprenderse en absoluto. Desde que lo había visto entrar, supo que en el muchacho había algo trágico.

- ¿Y no quiere saber por qué? - Preguntó el recién llegado, susurrando.

- No. Eso es asunto tuyo - Respondió Rigoberto, sonriendo - Pero acá me hace falta un buen monaguillo, así que te puedo dar casa, comida, libros para leer y algunos pesitos cada tanto, si te interesa quedarte.

Y Arcadio se quedó, agradecido. Limpiaba los pisos, las paredes y los bancos hasta sacarles brillo. Tañía las campanas con arte inigualable y preparaba unas hostias sin comparación, por lo que al cabo de unas semanas la gente fue olvidándose de su aspecto y lo dejaron en paz. Cuando lo supo, Aquiles prohibió a su empleado que anduviera divulgando las miserias del monaguillo y hasta los que ya sabían dejaron de hacer comentarios, volviendo el mundo a la normalidad. Pero justo entonces lo supo Aspasia y algo delicado y secreto se quebró - ¿o despertó? - en ella.

 

LXIV

 

Camilo tenía diecinueve años la tarde en que vio por segunda vez a Niké Manfredini, que ya había cumplido los veinte. La reconoció de inmediato, por supuesto. Leía un librito a la sombra de un inmenso mango, acompañada de una mujer altiva y hermosa que sólo podía ser la madre. Era Laida, en efecto, lo sabría luego. Se miraron apenas una décima de segundo, pues los guardias de la mansión estaban de por medio, apurando a los reclutas rumbo a una cabaña que quedaba al final del parque. Pero se vieron. Y se hallaron. Niké sintió el cosquilleo del destino por el vientre. Un algo presagioso que a Laida le pasó desapercibido, pues en vez de mirar a su hija estaba mirando al muchacho.

- Así que ése es el famoso Camilo Insaurralde - Dijo - ¡Es un niño!

- Es un presumido - Respondió Niké, retomando la lectura.

- Yo no sé por qué tu papá lo trae aquí, si es como dicen.

Pero, por más que Niké se esforzara en retomar el hilo de la narración, las palabras habían perdido significado. Estaba segura de que él le había sonreído un poquito, apenas nomás, como para que nadie lo viera. Fue una mirada fugaz y un poco burlona. Y nadie la miraba así. Ninguno de sus pretendientes se hubiera atrevido, jamás, tal vez por eso ella se sintió tan desprotegida, incluso con su madre al lado. Tomó coraje y giró la cabeza para mirarlo de nuevo, pero ya no lo halló. El grupo había pasado la línea de los pinos y sólo se distinguía claramente a Aristóteles, alto y fornido, dando indicaciones.

- ¿Los hará dormir aquí, en casa? - Preguntó, dejando caer el libro sobre la gramilla. Se agachó para levantarlo, molesta de haber parecido demasiado interesada.

- No - Dijo su madre - Sólo estarán durante el día. De noche volverán al cuartel.

Niké simuló no escuchar la respuesta, así que Laida se olvidó del asunto y regresó a la revista que tenía sobre el regazo. Su hija pensaba en Camilo. ¿Tendría aún el pañuelo que ella le diera una vez, allá en Foz?

- Es una belleza, ¿no? - Susurró Perímetro González, codeando ligeramente a Camilo. Bajo la atenta mirada de los guardias, los reclutas guardaban sus bolsos en un armarito.

- ¿Quién? ¿La casa? - Respondió Camilo.

- No, vos sabés a quién me refiero. Vi cómo se miraron - Aclaró el otro, sin dejar de sonreir - Lo que no sé es por qué te trajeron justamente a vos. O el viejo es un idiota o te tiene una trampa de aquellas ¡No entiendo!

- Así funciona el universo, compa - Rió Camilo, volviéndose - con cosas que no entendemos.

Al poco rato, Aristóteles los reunió a la sombra de un alero y un segundo personaje - luego sabrían que era el arquitecto - les explicó el trabajo que se esperaba que hicieran. No era gran cosa, en realidad. Se trataba de levantar un muro de píedra de dos metros de alto por casi cien de largo y después cambiar el diseño del jardín que daba a los fondos. La tarea demandaría - según el experto - entre cuatro y seis semanas y los colimbas serían traídos por la mañana y llevados al cuartel por las noches, de lunes a viernes, en un camioncito de Manfredini. Si se portaban bien, los viernes podrían salir de franco directamente, sin pasar por el cuartel. Cobrarían cada semana el equivalente a un cuarto de sueldo básico y llevarían en todo momento un kepis que había dispuesto Aristóteles, de un color distinto para cada uno, a fin de que pudieran identificarlos. A Camilo le tocó el blanco.

Niké no pudo dormir aquella noche, inquieta por la novedad. Se levantaba a cada rato e iba a pararse frente a la ventana del cuarto, mirando hacia el jardín. El perfil del cobertizo, convertido en barraca para que se cambiaran y bañaran los muchachos, lucía abandonado en la oscuridad, pero durante el día lo guardadan tres hombres armados. Eso le molestaba. ¿Por qué los trataban así, como si fueran presos peligrosos? ¿Y por qué su padre había traído justamente a Camilo, cuando todo el mundo sabía que no lo podía ni ver? Se lo preguntó al día siguiente, durante el desayuno.

- Quizás el chico no sea tan malo - Fue la respuesta de Aristóteles - y pensé que lejos de la influencia de ese cura maniático, pero… ¿a qué viene ese interés?

- No es interés - Sonrió Niké, desarmándolo con su dulzura - sino curiosidad. Aquella vez, en Foz, no pensabas igual.

- Ah, es cierto. Bien, sólo se trata de darle una oportunidad - Aristóteles hizo un gesto vago, como si el tema no valiera perder el tiempo en él - En todo caso, mi reina, no es asunto tuyo y por nada del mundo se te vaya a ocurrir siquiera hablarle a ese rufiancito.

- Por supuesto que no.

Naturalmente, lo primero que hizo ella fue buscar cómo llamar la atención del rufiancito sin que nadie lo notara, tarea difícil teniendo en cuenta que los conscriptos trabajaban de sol a sol y que los guardias no los perdían de vista ni cuando iban al baño. Lo único que logró en cuatro días de intentos, fue cruzarse con él un par de veces. Una mirada fugaz. Una sonrisa llena de picardía y nada más. Pero alcanzaba para comenzar, por más que pronto terminarían las vacaciones y se iría a la universidad. ¿Volverían a verse alguna vez? Era tonto pensar en Camilo, se decía todo el tiempo. Después de todo, ni siquiera lo conocía. Sólo sabía de él lo que se comentaba en el pueblo. Un chico temerario. Un audaz indomable, comunista para peor. Alguien que ningún padre querría de yerno. Pero tenía esa sonrisa. Esos ojos. Y ese andar de noble, pese al uniforme raso y a la cabeza rapada. El viernes, cuando fue a sentarse bajo el árbol, encontró un papelito, atravesado en el mimbre de la silla. Supo que lo había dejado él mucho antes de quitarlo de su escondite. Lo puso entre las páginas del libro y luego lo abrió. Decía así:

«Hola! ¿Qué leés? ¿Está bueno, tu libro? Aún tengo, en casa de mi madre, el pañuelo que me diste aquella tarde. Juro que te lo devolveré, algún día»

Se sintió desfallecer. Dio de un salto, temerosa de que alguien la hubiera visto, aunque estaba sola en el jardín. Volvió a sentarse y se quedó allí hasta que comenzó a oscurecer, simulando leer y suponiendo que él aparecería en cualquier momento. Después, cuando se convenció de que tal cosa no sucedería, corrió a su cuarto y escribió una respuesta que creyó apropiada:

«¿Y a vos qué te importa lo que leo?»

Dobló la esquela en varias partes, conteniendo una risita. ¿Qué diría él? Pero después dudó. ¿Y si se enojaba? ¿Y si no le respondía más? Tal vez sería mejor agregar una frase más amable. O tal vez no, pues quizás serviría para que él no la tomara en serio. Decidió dejar el mensaje como estaba y bajó al jardín, pero a mitad de las escalinatas vio al grupito de conscriptos abandonando la casa para salir de franco. Camilo iba al frente, destacándose en la penumbra del crepúsculo con su kepis blanco y su risa alegre. Niké sintió una punzada de tristeza, pues ya no lo vería hasta el lunes. Esperó a que los sonidos de los muchachos se perdieran en la calle y regresó a su cuarto, caminando lentamente. Por primera vez en su vida, se sintió sola.

 

LXV

 

Agazapado en una esquina, el Turco Julián vio pasar a los cinco muchachos y comprendió que el plan tenía un error. No podía tirarle al del kepis blanco delante de los otros, así que guardó el revólver en un bolsillo y regresó a su oficina en el puerto, donde lo aguardaban Manfredini, el Juez y el Intendente. «Hay que ver el modo de que salgan por separado», dijo, recibiendo un cigarro que le pasaba Espeucipo. El juez se revisaba las uñas, incómodo; no le gustaba ese asunto de matar gente. «No hay tanto apuro», respondió Aristóteles, que había estado pensando lo mismo durante la tarde. A él tampoco le caía bien un crimen tan cercano. La gente hablaría, ataría cabos y terminarían echándole la culpa a él. ¿Matan a Camilo justo a la salida de la casa de Manfredini? Demasiada coincidencia. «Es mejor que te tomés tu tiempo», explicó, «En tres semanas habrán terminado el trabajo y yo estaré en el Carnaval de Foz; todo el mundo me verá allí.¿Por qué no esperar hasta entonces?». El Turco se encogió de hombros; le daba lo mismo matarlo un día que otro. «Cuestión de coordinar con Verón, entonces», resumió y pasaron a otro tema:

- ¿Y cómo va el asunto que le encargamos a Nuria? - Preguntó el Juez, mientras hacía girar con un dedo el cubito que flotaba en su vaso de whisky.

- Nada todavía - Respondió el Turco - No sé si el tipo desconfía o qué, pero hasta ahora ella no ha podido acercársele. ¡Y pasó casi un año!

- Quizás haya que buscar una mujer más joven - Rió el Intendente - ¿cuántos años tiene ya nuestra amiga? Tal vez debiéramos darla de baja.

- Nunca hubo ni habrá una puta más fiel que ella - Sentenció el Juez, levantando su vaso en su honor - ¡Nunca olvidaré esa primera noche!...

- ¿Cómo pudo acostarse con todos nosotros, más todos los tipos a los que la enviamos, sin perder jamás la lealtad? -Intervino el Turco - Sabe tanto de todo, esa mujer.

- Demasiado, ¿no?

Los cuatro hombres se miraron entre sí. Era cierto y ninguno lo había dicho antes. Ella sabía mucho de muchas cosas y estaba entrando en el declive inevitable de su vida. Tarde o temprano tendrían que plantearse qué hacer al respecto. O mejor dicho, cuanto antes. No era posible que en diez meses no hubiera logrado cazar a su última presa. Algo fallaba. O estaba reblandeciéndose o el dueño del corralón era un hueso más duro de lo que habían supuesto.

Sin embargo, ninguna de las opciones era correcta. A los cuarenta y tres años, ella seguía tan eficaz como en sus mejores tiempos, cuando volvía un guiñapo al más perspicaz de los hombres. Aquiles, un solterón sin experiencia en el campo amoroso, no podía ser rival. Jamás. Salvo que ella quisiera. Fue a verlo un sábado por la mañana, con la excusa de que necesitaba unos arreglos en la cocina. Aquiles no la había visto nunca, de modo que no sabía quién era. La atendió con su mejor cara y prometió que iría a la tarde a ver de qué se trataba, pero cuando la mujer le dio el nombre, se le borró la sonrisa. Durante veinte años había oído hablar de ella, desde el asesinato de Sófocles hasta unas pocas semanas atrás, cuando Ulises comentó que la habían propuesto para reemplazar a Epaminondas, defenestrado del Municipal. ¿Quién no conocía las mil andanzas de la atorranta? ¿Quién no había jugado a contar las decenas de amantes que le atribuían? ¡A cuántos había hecho caer, decían, en las redes húmedas de su cama! Y allí estaba, la pérfida. La peor de todas. Envuelta en su lujo mal habido y aparentando una dignidad que estaba lejos de tener. Aquiles regresó de inmediato a su oficina y desde allí la miró por el intersticio de la puerta entreabierta, sentada en un silloncito. Cruzadas las piernas, tan campante. De rabia, nomás, mandó a un ayudante a decirle que no podría ir, pues tenía muchas cosas que hacer. Ella dio un respingo y respondió que no importaba, que si el señor estaba tan atareado, volvería a la semana siguiente. Y volvió, elegante y amable como si en vez de ser lo que era fuera una mujer de las que uno sueña encontrar. Aquiles volvió a decirle que no y le sugirió el nombre de dos competidores que con gusto la atenderían, pero ella insistió. Regresó por tercera vez a los siete días y por cuarta el sábado siguiente, hasta que él perdió la paciencia y la hizo pasar al escritorio. De tan molesto que estaba, ni siquiera levantó la vista de sus anotaciones cuando ella atravesó el umbral. Le dijo, en seco, que no daba la clase de servicios que ella andaba buscando. Pero se lo dijo de un modo que no dejaba dudas sobre su hostilidad. Por primera vez, ella perdió la sonrisa.

- No comprendo su actitud, señor - Dijo - Francamente...

- Déjeme que sea más directo entonces, señorita - Interrumpió Aquiles, poniéndose de pie para indicarle la puerta - He oído hablar de usted durante buena parte de mi vida y no es la clase de persona que deseo tratar, así que le agradeceré que se retire.

La mujer se sobresaltó como si la hubieran abofeteado. Se puso pálida. Tragó saliva y luego respondió:

- Haya oído lo que haya oído, señor, sigo siendo una clienta. Pero, por sobre todas las cosas, sigo siendo una mujer.

Giró sobre sus tacones y abandonó la oficina. Cruzó el salón de ventas conteniendo la rabia y sólo se detuvo cuando llegó al estacionamiento. Tenía ganas de llorar, pero no hubo tiempo. Aquiles la alcanzó casi enseguida, presuroso y avergonzado.

- Señora. Discúlpeme - Dijo, con una expresión tan auténtica que a Nuria se le pasó la  furia en un santiamén - No sólo iré a tomar las medidas a su casa, sino que yo mismo colocaré los muebles en su lugar.

- Tal vez - Contestó la mujer, mirándolo de un modo extraño. Luego subió a su auto y se marchó, dejándolo con otra disculpa a medio salir. Aquiles no volvió a tener noticias suyas hasta tres meses más tarde, cuando lo llamó para decirle que lo había pensado y decidió que no tenía interés en trabajar con él. Recién entonces, comprendió cuánto había pensado en ella durante las últimas semanas, pero aún no estaba listo para reconocer que la malvada no lucía como la había supuesto. Arpía sin alma. Bruja corrupta y mercenaria. La había imaginado voluptuosa y sórdida. Ordinaria y gastada. Nada que ver con lo que era. Al principio pensó comentarle a Ulises la visita, pero fue postergando el asunto de un día al otro, hasta que terminó por desecharlo del todo. «Con todo el daño que le hizo esa mujerzuela - se decía a sí mismo, justificando el silencio - Ulises consideraría una traición el sólo hecho de que yo le haya hablado». Claro que, al fin y al cabo, no era más que una clienta. Y ni siquiera éso, porque se había marchado sin comprar.

Pasó el tiempo. Para la época en que Camilo engordaba en la celda de castigo, Nuria fue nombrada directora del Hospital en reemplazo de Epaminondas, cesado por su enemistad con la intendencia. «¡Es absurdo!», comentó de inmediato el vecindario. «Su única preparación para el puesto - rabió Ulises, en medio del Areópago - es su eximio conocimiento del aparato reproductor masculino». Los parroquianos carcajearon y Aquiles bajó la cabeza, recordando la mañana en que ella le había dicho que, por sobre todo, seguía siendo una mujer. «Merece más respeto», pensó y aunque no lo dijo, fue la primera vez que estuvo en desacuerdo con su amigo de toda la vida.  Esa noche y sin que lo invitaran, asistió de saco y corbata al acto de posesión del mando, en el hall del nosocomio. La vio enseguida. Brillaba como una estrella, envuelta en un vestido negro que hacía honor a la sensualidad de sus formas. Su boca, experta en las dulces maravillas del pecado, se entreabría de a ratos para dejar escapar una tenue sonrisa. Aquiles se quedó helado, preguntándose cómo pudo tratar mal a tremenda mujer. «Al menos no va a desentonar con la jerarquía», suspiró, «Parece una reina». Pensó en acercarse a felicitarla, pero había mucha gente. El Juez, además, no se despegaba de ella, clavándole los ojos con descaro. Y no era el único. Obsequioso, el Coronel le pasaba un brazo por la cintura y hasta el Intendente le habló un par de veces al oído, pese a que la esposa se hallaba entre los asistentes. «Se los come crudos a todos», pensó Aquiles, asombrado y celoso. Espeucipo leyó un corto discurso, Manfredini propuso el brindis, Casimiro Reyes tomó unas fotos para el Diario Regional y poco después concluyó la ceremonia. «Y a mí, ni siquiera me miró», ronroneó el admirador, marchándose. Creyó que no la vería más, pero para su sorpresa, ella regresó al corralón la semana siguiente, cuando Aquiles no estaba. «Volvió la señora ésa; dice que va a hacer la compra, nomás», le dijo el jefe de vendedores y él supo de inmediato de quién se trataba. No podía ser otra. Preguntó si había dejado un teléfono, una dirección, pero no, sólo el mensaje. ¿Qué podía hacer? No se atrevió a andar averiguando, así que se limitó a esperar que apareciera de nuevo, cosa que sucedió casi dos meses más tarde:

- Como ya le expliqué, necesito hacer unos arreglos en mi cocina - Dijo ella, como si no hubiera pasado medio año desde su primera visita - ¿Será posible que, pese a mi mala reputación, usted me visite para tomar las medidas y hacer las sugerencias correspondientes? No me propongo corromperlo, señor.

Aquiles abrió la boca para responder, pero las palabras no acudieron. Hizo aún dos o tres intentos más antes de emitir un murmullo agonizante, que sonaba a disculpa. Quiso sacar el bolígrafo del bolsillo, pero con los nervios sólo consiguió impulsarlo a través de la oficina, igual que un pequeño cohete. Turbado hasta la médula, rastrilló el escritorio hasta encontrar un lápiz, con el que finalmente anotó la dirección de la mujer.

- Bien. Iré esta tarde – Dijo - ¿A qué hora le viene bien?

- Hoy no - Respondió ella, poniéndose de pie - Es sábado y ya tengo mis compromisos. Lo espero el próximo, en todo caso, como a las ocho.

- ¿Ocho de la mañana?

- Por supuesto. No esperará que lo invite a cenar.

- No, no, claro. Disculpe.

Y se fue de nuevo, dejándolo con el alma en un hilo y el corazón lleno de oscuros presagios. ¿A qué se debían, después de todo, las idas y venidas? ¿Por qué tanto interés en él, cuando la había tratado tan mal? ¿Cómo no se fue a comprar a otra parte? Además, si fuera cierto que deseaba hacer esos arreglos, ¿a santo de qué esperar tantos meses para comenzarlos? «Acá hay gato encerrado», concluyó y no se aguantó más las ganas de ir a contárselo a Ulises. El amigo escupió en el suelo, asqueado. Luego sentenció:

- Te la envió alguno de sus amantes, de éso no hay duda. El tema es cual de ellos. Y para qué. Yo creo que no deberías ir a su casa. Es muy peligroso.

- No pienso ir, por nada del mundo - Respondió Aquiles, con firmeza.

Pero a medida que se acercaba la fecha se le desbarataba más el alma, imaginando las razones que la habrían llevado a buscarlo. Seguro que Ulises tenía razón y la enviaron para seducirlo, quién sabe con qué intenciones. ¿Qué no podría hacerle ella, toda una experta en el arte de la ignominia? ¿Con qué magníficos pecados lo vencería? ¡Ah, si al menos lo supiera! El viernes no pudo dormir. Pensaba en el dormitorio de Nuria. ¿Cómo sería? Una gran cama redonda, sin duda, con alfombras espesas y espejos en el techo. Luces tenues. Aromas asiáticos. Ungüentos irresistibles. Sábanas en las que no pecar sería un pecado. «Un templo», suspiraba, «Un templo de la fornicación». Y el sudor le empapaba el cuello y la espalda y los temblores le debilitaban las piernas, reduciéndolo al grado de piltrafa. «Quizás me asesinen», fantaseaba, navegando en el insomnio. ¿Cómo podría dormir en tal estado? «Me citó temprano para esperarme desnuda, envuelta en un deshabillé transparente, a la salida del baño», calculaba en voz alta, tiritando de un deseo aprehensivo y sin poder espantar a los fantasmas del amanecer.

 

LXVI

 

Camilo encontró el papelito el lunes, apenas regresó a la mansión. Escondió la esquela en un bolsillo y continuó acarreando piedras con sus compañeros, seguro de que ella lo miraba desde la casa, cruzando el jardín. Hacia el atardecer, cuando la vigilancia se relajaba por el aburrimiento, se recluyó a un costado y escribió: «Me importa lo que leés, porque me importa todo» Clavó el mensaje en el mismo sitio de la primera vez y luego se arrepintió, porque pensó que era una frase pretenciosa. Pero no podía arriesgarse a ir dos veces seguidas hasta los sillones. Alguien podría verlo. «¿Cómo pude escribir algo tan idiota?», pensaba, caminando con los otros reclutas de vuelta al cuartel. Perímetro González le pasó un brazo por el hombro y le dijo, tan seriamente como pudo: «Me estaba acordando de esa vez que Terámenes nos hizo leer el Martín Fierro, sobre todo de la parte que dice «Es zonzo el cristiano macho, cuando el amor lo domina». Camilo se sonrojó, pero como no se le ocurrió nada que contestar, le tiró un puñetazo sin fuerza. Los otros muchachos se plegaron a la risa, golpeando la espalda del enamorado. Regresó al día siguiente, sabiendo que no habría respuestas y así fue. El sillón de mimbre yacía abandonado y mudo, acaso porque su dueña había decidido darle una lección al presuntuoso. Recién por la tardecita, poco antes de que les dieran la orden de marcharse, vio a Niké cruzando el patio con un libro entre las manos. La observó, desde lejos y con el alma en un hilo, acomodarse con indolencia y enfrascarse en la lectura como si nada más le importara.

- Ahí está la princesa - Murmuró Perímetro, como para darle ánimos.

- Sí. Lástima que enseguida nos van a dar el raje y no tendrá tiempo de dejarme nada.

Pero sí lo tuvo y hasta se cruzaron por el mismo senderito, mientras ella regresaba a la casa y él salía para el cuartel. Oportunamente, Camilo simuló un tropiezo y sin que nadie se lo impidiera, se apoyó en el sillón de mimbre y al levantarse ya tenía en una mano el segundo mensaje. Decía así:

«Si es cierto que te importa todo, debieras tener en cuenta a la hija de quién le estás escribiendo. En todo caso, estoy leyendo Cien Años de Soledad.»

- Me gustaría hacerle un comentario ingenioso sobre lo que está leyendo - Comentó Camilo a su amigo Perímetro - pero no leí el libro. ¿Qué te parece que sea?

- Una novela de amor, seguro - Dijo Perímetro, acomodándose en el catre - ¿Qué más puede ser? Es lo que leen las mujeres, ¿no?

Camilo escribió «Cien años es demasiado tiempo para estar solo, sin embargo, creo que llevo ya como noventa y nueve. Y otra cosa: no le escribo a la hija de nadie, sino a vos»

- Mamá, ¿Cómo hace una para saber si está enamorada? - Preguntó Niké al día siguiente, después de encontrar el papelito dejado a través del mimbre.

- El primer paso es preguntarle a la madre lo que me acabás de preguntar - Respondió Laida, enarcando una sola ceja - ¿Por qué? ¿Es alguien que conozco?

- No lo digo por mí - Mintió la muchacha - Además, los únicos tipos a los que mi papá les permite acercarse son unos imbéciles. Nunca me enamoraría de ellos.

- Si los considerás unos imbéciles, es porque los estás comparando con alguien - Dijo la madre - ¿Será alguien que conozco o no?

- No, no, es sólo el libro que estoy leyendo.

- Ah.

Niké miró para otro lado, pensando que no le sería nada fácil engañar a su madre. Ni ella ni Aristóteles aceptarían jamás, de ningún modo, la más mínima relación entre la única hija y ese recluta patibulario, capitán de una banda de gente descalza. Muchas veces, en las sobremesas de los domingos, Niké había escuchado hablar de las andanzas de su galán. Su padre, que aún se enfurecía cuando recordaba aquel asunto de Foz, se refería a Camilo como «ese delincuente juvenil» y torcía la boca con rabia, cerrando los puños hasta que intervenía Laida para decirle que exageraba: “No es

más que un chico, no sé por qué te ponés así”. Y él cambiaba de tema, porque no quería que volvieran a preguntarle por qué había golpeado a Camilo aquella vez, partiéndole la frente de un pistoletazo. A Niké se le desbarataba el alma cuando recordaba la escena, por eso tardó tres días y despachar su tercera esquela: «Si mi papá sabe de estos mensajes, vamos a pasarla muy mal. Me agrada que guardaras mi pañuelo, pero no hacía falta. Tengo muchos. ¿Es cierto que sos un delincuente juvenil? Ah, pronto voy a terminar de leer este libro. ¿Me recomendarías otro?»

- Esta chica es boba - Dijo Perímetro, que siempre acompañaba a Camilo a retirar los recados y vigilaba que nadie lo pescara - ¡Mirá que venir a enamorarse de un culo roto como vos! ¿Qué les pasa a los ricos, hoy en día? ¡La aristocracia ya no es lo que era!...

Camilo no pensaba en tales pequeñeces. Es más, no pensaba en nada desde que ella respondió la primera de sus cartas. Vivía en el aire. Ignoraba las miradas torvas del Sargento. Hacía caso omiso a la presencia del Coronel y ni siquiera le afligía que Manfredini supiera. «Nada pasará», decía. Lo sabía. Lo sentía con fuerza, como si lo rodeara el aura de la inmunidad. Nada ni nadie se interpondría en la rueda de su destino. Al menos, no todavía. Esa noche se recluyó en una de las letrinas y allí, bajo la cómplice luz de una vela, escribió lo siguiente: «Leyendo entre líneas, quizás hayas querido decirme que podríamos pasarla muy bien si tu padre nunca supiera de estos mensajes. Si esto fuera cierto, significaría también que lo que vi aquella tarde en tus ojos, aún está ahí. Por éso te escribo y no por tu pañuelo, que de todos modos lo guardé no porque pensara que era el único que tenías, sino porque era tuyo. ¿Así que vas a terminar el libro? Qué bien. Te recomendaría muchos, pero quizás un día puedas ir conmigo a la escuela de Terámenes y elegir vos misma. Hay muchos. ¿Te parece que haya un modo de vernos, en alguna parte, a alguna hora? En cuanto a lo de mi delincuencia juvenil; si así fuera, tu padre no me tendría en su casa.»

Niké debió pensar que habían llegado demasiado lejos, porque apenas terminó de leer la esquela juró que no respondería más. Un extraño miedo, parecido a un mal presagio, se instaló en sus pensamientos. A la hora de la siesta se arrellanó en el sillón de mimbre para que él la viera, pero sin darse cuenta se quedó dormida. Tuvo malos sueños. Soñó que estaba sola, parada sobre un puente que tenía destruidos los dos extremos. «Vayas a donde vayas, igual caerás», le decía una voz. Luego, ya casi al recobrar la conciencia, su mente fue ocupada por la cara de un hombre pelirrojo, de piel demasiado blanca y ojos transparentes. Como ella nunca había visto a Jándula Marcó Del Pont, no lo reconoció y tampoco le dio importancia al vaticinio que el brujo le enviaba desde la tumba. Pero esa tarde lo escuchó claramente. La voz, fría y húmeda, reptó por su alma y le oprimió el corazón. «Huye, Niké, la muerte sonríe con dulzura». Despertó sobresaltada, como si todo el mundo la estuviera mirando. Sin embargo, no había nadie. Ni siquiera la espiaban los reos, ocupados del otro lado de la arboleda. Tuvo frío. Con una sensación extraña, cruzó el patio, subió a su cuarto y dio un paso más hacia el desastre. Escribió: «Muy atrevido de tu parte, creer que la podrías pasar bien conmigo, como si yo fuera una de esas campesinitas que seguro conocés muy bien. De todos modos, ¿qué es lo que viste en mis ojos aquella tarde? Según recuerdo, no estabas en condición de ver nada, pero si tu intención fue darle un toque de cursilería a tu cartita, dejáme que te diga que lo lograste. Y otra cosa, si te di mi pañuelo no fue para crearte un compromiso de por vida, ni mucho menos. Se lo hubiera dado a cualquiera, en tu situación. Incluso a un perrito lastimado. Por cierto: estabas sangrando. Algo más, don veleidoso: ¿qué es eso de que me recomendarías muchos libros, como si hubieras leído muchos Y ni se te ocurra que yo iré a la escuela de ese loco de barba, mirá vos. Sólo te pedí un libro como una manera de ser gentil, no para que lo hicieras. Tengo una casa llena de libros, aquí mismo. Y por último, si realmente querés recomendarme uno, podés venir a elegirlo vos mismo, pues mis padres se irán a Foz el próximo fin de semana. No éste, el otro. Voy a quedarme sola. Claro que no veo cómo te las podrás arreglar para entrar.»

Camilo se quedó boquiabierto.

 

LXVII

 

Aspasia ardía la noche en que mataron a Perímetro González. Ella, que durante años había guardado bajo siete llaves su mayor tesoro, estaba a punto de suplantarlo por uno mejor, cuando sonó el disparo. Era un dibujo realizado por Afrodita Soria, la peor del curso, una atrevida que había conocido la virtud de Narciso y la delineaba en hojas de su cuaderno de química, una y otra vez, para regocijo del mujerío. “¿Tiene todo eso?”, había exclamado Aspasia, ante la hilaridad general. Pero poco le importaron las chanzas. La verga de Narciso, célebre en Nueva Atenas hasta que se desgració en el cuartel, pasó a dormir para siempre bajo su almohada, manoseada mil veces hasta transformarse en un papel atizado y transparente. La noche en que mataron a Perímetro González, ella estaba acuclillada frente a la puerta del baño, luchando por mantener en foco la imagen que percibía por el ojo de la cerradura. A su alrededor, todo era silencio y penumbras, pues el padre Rigoberto jugaba al bingo en la intendencia y el monaguillo Sansón visitaba a sus padres, en un pueblo vecino. Sólo se habían quedado Arcadio - parco y escurridizo - y Aspasia, que aprovechaba la quietud de los sábados para leer algún libro de la biblioteca parroquial. Al principio, a su padre no le gustó que lo dejara solo justo a la hora pico, con el bar repleto. «¡Cómo se te va a ocurrir tomarte un descanso en el mejor momento!», clamaba, persiguiéndola por la casa, pero ella no cedió. «Me he pasado la vida atada al bar y me merezco un poco de diversión», replicaba, cada vez que Arístipo sacaba el tema. «¿Pero clase de diversión es ésa?», se confundía la madre y con razón. «¡Encerrarte en una iglesia a leer un libro!». Al párroco, en cambio, le pareció una idea grandiosa:

- ¡Pero con todo gusto te cedo la biblioteca, hija! - Se alegró - Y de paso me cuidás la capilla mientras me tiro unos cartoncitos en el bingo municipal. Total, ese Arcadio ni habla, así que no te va a interrumpir.

- Siempre fue tan rara esta chica - Terminó por conformarse Arístipo, viéndola salir el primer sábado, como a las siete de la tarde - ¡Mire que irse a una iglesia a leer, un sábado por la noche!

Sólo cuando fuera demasiado tarde, Arístipo sabría que el interés de su hija no pasaba esa vez por ningún libro, sino por alguien que deambulaba entre los bancos vacíos. Arcadio, el jorobado, deslizándose en puntas de pie y con el cuerpo inclinado, como buscando huellas. «Algo esconde ese tipo», decía Sansón, un flaquito torcido y sin dientes, dejado en herencia por una viuda pobre. «Quien se agacha así sólo puede estar buscando algo o escondiéndolo; y acá no hay nada que buscar». Aspasia había conocido el secreto unas semanas atrás, oyendo sin querer una conversación llena de susurros y risas. Eran tres empleadas de la Municipalidad, cuchicheando en el bar el asunto de la expulsión del Seminario, sin esquivar ningún detalle. Escondida tras la máquina de café, Aspasia contenía el aire. ¿Sería verdad? ¿Más grande que el de Narciso? Se miró a sí misma, desconcertada: ¿Cómo podría entrar algo tan grande en una vaina tan chica? No era posible. No en ella, al menos, aunque de todos modos, nunca lo sabría. Desde la primera vez que se quitó la ropa y se miró a un espejo, allá por la adolescencia, entendió que los hombres no hallarían en ella mucho que desear. Le faltaba todo lo que debía abultarle y le sobraba todo lo que no le hacía falta. Demasiados dientes, nariz y ojos. Nada de caderas ni redondeces. En su pecho chato y pálido sobresalían, como dos uvitas tristes, un par de pezones sin gracia. Y eso era todo. Hasta el vello del pubis se veía ralo, insuficiente, como si no esperara nunca servir para algo. Avergonzada, juró que a nadie le daría el disgusto de una ración tan pobre y se olvidó de los hombres, aplastando sin rencor cualquier atisbo carnal, año tras año, con la esperanza de que un día dejara de importarle. Pero cuando escuchó el chisme, se le ocurrió que tal vez no fuera demasiado tarde. El horrible Arcadio, con su aspecto perverso, no vería en ella fealdad alguna. ¡Era el hombre ideal! Esa tarde, oculta tras la máquina, cambió su vida, sobre todo cuando escuchó el modo en que la que hablaba logró la información: «Un sábado yo estaba ahí, esperando al cura y como no venía, se me ocurrió curiosear un poco y me di con que alguien se estaba bañando, ahí nomás, en un bañito que tiene la sacristía. Miré por la cerradura ¡Y ahí estaba el monstruo, chicas!» De modo que el horrible Arcadio, además de admirable, estaba disponible. Desde ese día, iba todos los sábados a quedarse en la capilla hasta la medianoche, sólo para ver, más mal que bien y entre sobresaltos, al animal colgando manso bajo el agua caliente. Después, cuando el cura volvía, daba las gracias y volaba en bicicleta hasta el Areópago, envuelta en llamas, cruzando el bar sin hablar con nadie hasta meterse en el baño, ahogada por una necesidad insensata. Bajo la ducha fría, su cuerpo recuperaba poco a poco la cordura, para perderla de nuevo cuando se iba a la cama. Desnuda, con los ojos cerrados y la boca abierta, el vientre se le llenaba de vértigos extraños y un sudor de hembra le mojaba las sábanas. Entre temblores, soñaba toda la noche con los huevos del seminarista, grandes y colorados, igualitos a los mangos que en el verano cubrían el patio de su casa. La noche en que mataron a Perímetro González, como ya se dijo, Aspasia se incendiaba frente a la puerta del baño. En la más absoluta inmovilidad, concentraba toda su atención en la bestia que dormitaba sobre los huevos de Arcadio. Ahí estaba, oscuro y cruzado por venas gruesas como cables de la heladera, se bamboleaba cabeza abajo, cerrando su único ojo por el agua caliente.

- ¡Padre! ¡Padre! ¡Venga, que ha ocurrido una desgracia! - Gritó de pronto alguien, desde la calle. Asustada, Aspasia se incorporó de un salto y corrió a atender. Rogaba que la tragedia no tuviera nada que ver con ella. Abrió la puerta de un tirón: era Temóstecles Santacruz, «Luna llena», uno de los amigos de Camilo. Aspasia se atragantó con un sollozo de angustia.

 

LXVIII

 

Pese a todas las prevenciones con que fue esa mañana a casa de Nuria, Aquiles sintió alivio cuando escuchó los pasos, acercándose para abrir la puerta. Había temido, a último momento, que no estuviera. O que la cita hubiera sido un error. Una mala broma de ella, en venganza por su rechazo inicial. Sin embargo, allí estaba, vestida con un batoncito de entrecasa, el pelo recogido en un rodete y ni rastros de pintura o perfume. Nadie hubiera reconocido a la espléndida mujer de aquella noche, en el acto del hospital. ¿Cual de las dos sería la auténtica y cual la copia?

- Ah, es usted. Pase, pase - Saludó ella, como si acabara de recordar la cita. Aquiles entró a una sala amplia, pero sencilla. Con disimulo, buscó algún detalle que traicionara la verdadera personalidad de su anfitriona, pero nada se veía fuera de lugar. Ni alfombras rojas, ni grandes espejos, nada. Sólo paredes blancas, sin cuadros ni adornos. Un juego de living que parecía recién comprado. Una biblioteca con pocos libros. Una lámpara fabricada con un obús antiguo - regalo del Coronel, más que seguro - y una mesita central, cubierta por una pila de revistas de modas.

- Espero no haberla obligado a madrugar - Dijo, siguiéndola por un corredor al que daban otros ambientes que él no pudo ver, pues estaban las puertas cerradas. Ella sonrió, sin responder. Estaban llegando a la cocina.

- Bien; he aquí al motivo de su visita a mi casa - Aclaró la mujer, como advirtiendo que no se trataba de ningún asunto personal - Quiero agrandar mi cocina, por lo menos al doble, pero no tengo ni la menor idea de cómo empezar.

- Yo llamaría a un arquitecto - Respondió Aquiles, con franqueza.

- No tengo tiempo para esas cosas - Cortó ella - Mire; lo que pretendo es que usted se haga cargo de todo. Contrate gente, compre cosas, haga lo que quiera, pero entrégueme una cocina que me guste. Sólo me dice cuánto va a salir a listo.

- Bueno, yo...- Aquiles se rascaba la barbilla, dubitativo. Era la primera vez que alguien le pedía un trabajo así - La verdad es que...

Nuria Segovia separó dos sillas y lo invitó a sentarse. Trajo un termo con café, llenó un par de tacitas y explicó:

- Más allá de lo que usted crea de mi, lo cierto es que a la hora de hacer algo tan simple como una ampliación de mi cocina, no tengo a nadie con quién contar - Hizo una pequeña pausa - Una mujer como yo, Aquiles, no tiene amigos. Sólo patrones y enemigos. Por eso acudí a usted. ¿Hará el trabajo? No me diga no, se lo ruego - Gimió, pasándole la azucarera. Aquiles miró en derredor, preguntándose por dónde empezar. ¿Qué diría Ulises si lo supiera allí, desayunando con la infame que ayudó a arruinarlo? Sin embargo, un rato más tarde la mesa estaba llena de papeles con dibujos, flechas, asteriscos y planos  inverosímiles. Discutieron sobre estilos y dimensiones, bebieron litros de café y cuando al fin se despidieron, ya cerca del mediodía, Aquiles había olvidado por completo quién era ella. Por su parte, Nuria dejó de pensar en el auténtico motivo por el que lo había invitado. Quedaron en verse en dos semanas más, para aprobar los planos definitivos.

 

LXIX

 

Aquel último fin de semana de su vida, Perímetro González estaba tan entusiasmado como el mismo Camilo, que aún no podía creer en las frases finales de la esquelita dejada por Niké. Las leyó cien veces, buscando en los entresijos de las letras alguna clave, cualquier detalle que le permitiera descubrir los por qué de un éxito tan repentino como inesperado. Escudriñó, a pura lógica, todos los posibles sentidos de las oraciones fundamentales: «Voy a quedarme sola. Claro que no veo como te las podrás arreglar para entrar». Sonaba a desafío. Como si lo conociera tanto que estaba segura de que él se iba a jugar entero. ¿Y si fuera una trampa? ¿Un truco de Manfredini para atraparlo apenas saltara el muro? Podría ser, por qué no, que los mensajes no estuvieran escritos por la mano de la bella, sino por la perfidia mercenaria de algún amanuense. ¿O sería ella parte del cadalso que le preparaban? Pensó transmitir sus dudas al amigo, pero tendría que darle a leer las epístolas, así que desistió. Decidió averiguarlo por sus propios medios. A media mañana, aprovechó un pequeño intervalo en el que los guardias solían refrescarse y se encaminó resuelto hacia la glorieta, donde madre e hija podaban los rosales. Camilo, que no había temido al toro bravo del baldío ni a los remolinos traicioneros del agua, sintió que le temblaban las piernas a medida que se aproximaba a las mujeres. Niké resplandecía bajo una capelina antigua y la madre, tan bella como la hija, se resguardaba del calor con el sombrero alón del marido.

- Disculpen, señoras - Dijo, deteniéndose a sus espaldas. Ellas se volvieron con indiferencia, pero todo cambió cuando vieron de quién se trataba. El gesto de Laida se contrajo con fastidio, pero el rostro de Niké enrojeció violentamente.

- ¿No sabe que no debe acercarse a nosotras, joven? - Amonestó la dueña de casa, pero sin la hostilidad del gesto inicial.

- Lo sé, señora - Respondió Camilo y sonrió, abiertamente - Pero hallé esto en el jardín y me pareció que debía devolverlo de inmediato.

Estiró la mano y entregó a Niké el pañuelo que ella le había dado una vez. La muchacha lo recibió en silencio y lo estrujó entre los dedos, sin levantar la vista. Estaba tan aturdida, que Laida le pellizcó un brazo, diciendo:

- Hija, ¿no vas a decirle gracias al joven?

- No es necesario, señora. Que tengan buenos días - Dijo Camilo y volvió a sonreir. Se sentía tan dichoso, que hubiera saltado ahí mismo. «Esa turbación - se decía, mientras caminaba hacia la arboleda - sólo puede significar que fue ella y nadie más que ella quién me escribió esa nota». Las dudas quedaron descartadas.

- ¡Estás loco! ¡Lo arriesgaste todo! - Le recriminó Perímetro - ¿Y si la suegra sospecha algo y se la lleva a Foz?

- No hay nada que temer - Respondió Camilo, exultante - Mi destino es como una flecha lanzada en el vacío: nada lo detendrá.

Esa noche se quedaron a dormir en casa de Isabel, que después de varios meses volvía a tener a su hijo consigo. Fue, por lo tanto, una pequeña fiesta. Enseguida llegó el Doctor Epaminondas y un poco más tarde pasó Aspasia, sólo a saludar. Después, cuando el pollo con arroz era un sabroso recuerdo, la casa se llenó con las risas del resto de los Descalzos: Severino, Segundo, Efigenio, Carápulo, Mefístoles y el Chato Ortíz. Hasta el Comisario se hizo presente, cerca de la medianoche.

- ¿Ves lo que te digo, Perímetro? - Alardeó Camilo, abrazando a su madre - ¡Desde ahora, las cosas sólo pueden salirnos bien!

Y Perímetro le creyó, porque su amigo estaba enamorado, eran jóvenes y la vida, pese a algún contratiempo, les sonreía. Al día siguiente, se encontraron bien temprano en la escuela rural y pasaron toda la mañana conversando con Terámenes, quien les contó que había recibido una oferta de Manfredini para venderle las hectáreas que daban al río. Había respondido que no.

- ¡Hizo bien! - Aplaudió Camilo - ¡Apenas termine mi conscripción, voy a ponerme al frente para recuperar el tiempo perdido! ¡Vamos a llevar a cabo la revolución de los estómagos, amigos! ¡Autonomía culinaria para el campesinado! ¡Libre determinación para las tripas hambrientas!

- ¿Y si empezamos la revolución por aquí, padre? - Río Efigenio - ¡Que ya es el mediodía y estamos con hambre!

- ¡Pero si serán prosaicos! - Gruñó el cura, levantándose pesadamente para ir a encender el fogón - ¡Y yo les di tanta filosofía! ¡No sé para qué!

Fue un fin de semana inolvidable. Sin ceremonia, incorporaron a Perímetro a la Banda de los Descalzos y se pasaron el tiempo recorriendo las chacras más cercanas, saludando a los viejos amigos y prometiéndoles que pronto retomarían las actividades, bastante disminuidas desde que Camilo cayera en las redes del Ejército Nacional. Aquí y allá, por todos lados, las quejas eran más o menos las mismas y se resumían en un nombre: Aristóteles Manfredini.

- ¡Todos los medios de transporte le pertenecen y los cobra tan caros que ya no podemos sacar nuestra producción! - Decían unos.

- ¡Ese desgraciado no va a parar hasta vernos fuera del valle! - Advertían otros.

- ¡En un año más, estaremos todos fundidos! - Se angustiaban unos y otros.

- ¡Eso no sucederá si nos unimos contra él! - Respondía Camilo, sintiendo renacer el fuego de la rebelión. Llegó al final del domingo agotado, ronco de tanto declamar esperanzas y alentar a sus viejos amigos. Sin quitarse la ropa, se dejó caer sobre su cama y apenas durmió un par de horas, pues se había comprometido en buscar a los demás para volver a casa de Manfredini. Isabel lo vio partir de madrugada, sintiendo en el corazón esa angustia cuyas razones sólo ella y Aspasia sabían: ¿cuánto faltaba aún para que se cumpliera la profecía de Marcó del Pont?

Aclaraba cuando los cinco reclutas se congregaron frente al portón de Manfredini y llamaron al guardia. Grande fue la sorpresa cuando el mismísimo Gallinar salió a recibirlos, pero mayor aún cuando los hizo formar frente al Coronel, de visita a esa hora desusada. Bajo la galería, Aristóteles bebía café con el Intendente, el Juez y el Turco Julián. Camilo intuyó que la reunión obedecía al trabajo de los Descalzos durante el fin de semana y se quedó intranquilo. «Lo supieron demasiado pronto», pensó. A paso redoblado los llevaron hasta el muro y enseguida comenzó la tarea, así que no hubo tiempo para más especulaciones. Sólo después de un buen rato descubrió que uno de los guardias lo vigilaba de modo tan evidente, que no se le despegaba más de un par de metros. Tuvo que darse maña para enviar a Perímetro a recoger la esquelita y después, aguardar hasta ir al baño para poder leerla y contestarla. Decía así: «Casi me matás del susto. Era cierto lo del pañuelo. Hoy es domingo y en mi casa se habló de vos todo el día, pero no pude escuchar qué. ¿En qué andás metido? Mi madre dijo que tu sonrisa es encantadora. Yo digo que estás loco.» Camilo respondió: «Yo también, casi me muero del susto. Ahora que no tengo tu pañuelo (había prometido devolvértelo algún día) me doy cuenta que extraño tener algo tuyo. No puedo explicarte en qué estoy, porque sería demasiado largo. Tal vez algún día puedas conocer el mundo que hay afuera de los muros de tu casa y entonces hablaremos. Quizás no lo compartas, pero en todo caso nunca te avergonzarías de ello. Y sí, tal vez sea un poco loco. ¿Me escribirás mañana?» Hacia el anochecer, mientras iban de regreso al Regimiento, Perímetro se retrasó para meter el papelito entre el enrejado de mimbre. Camilo iba al frente del grupo, claramente visible bajo su gorra blanca.

- No sé cómo vas a hacer el sábado - Le dijo Perímetro, mientras regresaban al cuartel - Veo imposible entrar.

- Quizás el secreto no pase por cómo entrar, sino por cómo no salir - Respondió Camilo y soltó una risita, pues acababa de ocurrírsele una idea genial.

El viernes por la mañana, Niké se presentó en el despacho de su padre y le anunció que no viajaría con ellos, pues prefería descansar. «¿Qué pasa? ¿Cómo que estás cansada? ¿Cansada de qué? ¿Estás enferma?», se alarmó él, calculando que si se veía obligado a dejar también a Laida, podría fallar el plan. ¿No había dicho, la muy inoportuna, que el tal Camilo le parecía un muchacho inofensivo y adorable? Laida era capaz de organizar una pollada para los reclutas, mientras el Turco Julián aguardaba en vano, calle abajo. «Ay, papá», dijo su hija, «son cosas de mujeres. Váyanse de una vez y disfruten un poco solos». Aristóteles sonrió, satisfecho. Ella se puso en puntas de pies, como le gustaba hacer cuando era niñita, unió las manos frente a la boca y sopló hacia él un beso imaginario. Aristóteles jugó a que lo atrapaba en el aire y se lo atornillaba a la nariz. Fue, por esas cosas de la vida, el último beso que padre e hija se darían.

Mientras tanto, Camilo daba los últimos retoques a la pintura del muro terminado, trepado a los hombros de su amigo Perímetro. Su plan, su propio plan, había sido revisado cien veces y pulido hasta la exasperación, pero aún así persistían las dudas. Tenía miedo, pero no de que pudiera pasarle algo grave. Como cualquier otro enamorado, sentía el pánico de hallarse ante el umbral definitivo. ¿Y si resultaba que todo había sido un juego de la niña rica? ¿Una travesura juvenil? Olvidándose por una vez de toda precaución, sacó de un bolsillo la última esquela y volvió a leer, entrecerrando los ojos bajo la visera blanca de su gorra: «Esta noche. Dejaré abierta la puerta de la cocina, después de las siete. Que no te vea nadie. ¿No es una locura? ¡Y todo por un pañuelito de los que tengo docenas!» Después dobló el papelito en varias partes y volvió a guardarlo, con el coraje renovado. Uno de los guardias le hizo una seña incomprensible y Camilo sonrió. No iba a dejar que nadie empañara el día más importante de su vida.

 

***

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 16

 

(Como se venía previniendo desde el capítulo anterior, en este cae asesinado

un amigo de Camilo, pero también pasan otras cosas terribles. Hacia la Navidad,

Camilo regresa de cierto lugar y decide iniciar la Revolución)

 

LXX

 

P

erímetro sintió un escalofrío cuando Camilo le explicó la táctica elegida para llegar a Niké. Tuvo la sensación de que algo saldría mal y pensó que nunca volvería a ver a su amigo, pero ya era tarde para disuadirlo. «Es demasiado simple», protestó con timidez. «Es más posible que falle un plan complejo que uno simple», respondió el audaz, dando los últimos pincelazos a la obra. «Será el viernes, así que los guardias estarán relajados», argumentó. «Su jefe andará de viaje, no habrá nadie que los controle, de modo que no van a ver las horas de que nos marchemos para largarse ellos también. Es la oportunidad ideal.» Y le explicó el resto del proyecto. Era en extremo peligroso, insistió Perímetro. Y saldría mal, estaba seguro. “Ya arreglé con Zenón”, dijo Camilo, brillándole los ojos por la aventura, “Aparecerá por el otro portón justo a la hora en que estemos por salir, haciendo escándalo. Cuento con que algunos de los guardias irán a ver que pasa y que los otros no nos prestarán mucha atención, así no van a notar que en vez de cinco reclutas saldrán sólo cuatro”. Perímetro se tomó la cabeza con las dos manos, afligido de verdad.

- ¡Con razón todo el mundo dice que estás loco! Suponiendo que saliera bien la primera parte, los guardias que queden no te van a perder pisada, de todos modos: están para vigilarte a vos, no al resto de nosotros. Quizás yo podría quedarme, pero vos no.

- Exacto. Por éso, cuando nos duchemos vos y yo nos cambiaremos la ropa y las gorras - Respondió Camilo, queriendo demostrar que había pensado en todo - A las ocho de la tarde y con la visera hasta la nariz, no se van a fijar mucho. Vas a salir como si fueras yo.

- ¿Ese es todo tu famoso plan? ¿Y si nos descubren? - Preguntó su compañero, que aún no podía sacarse de adentro la espina del miedo.

- Bueno, en tal caso tendremos que buscar otra cosa - Dijo Camilo, sonriendo con un gesto que Laida habría hallado encantador.

- Nos van a cagar a tiros - Vaticinó Perímetro y Camilo, para seguirle el juego, le contestó con una frase que luego recordaría dolorosamente:

- ¡Quién hubiera dicho que te ibas a morir justo hoy!

A las siete en punto, Camilo le hizo una seña a Temóstecles y Luna llena fue a avisar a los guardias que ya estaban sobre la hora. «Vayan a la pileta del fondo a sacarse el chivo y se me van enseguida, que ya me harté de verlos», respondió el jefe vigilador, un serrano ceñudo y belicoso llamado Cipriano Mancuello. Comenzaba a anochecer.

- Te pido un último favor - Dijo Camilo, acuclillado para poder bañarse bajo el agua del grifo - Apenas salgan de aquí, vayan hasta mi casa y avisen a mi madre que quizás me demore o me quede a dormir afuera, pero no digan nada del motivo.

- Yo voy, pero si tu mamá me pregunta por qué no fuiste, le voy a decir que te volviste loco del todo - Respondió Perímetro, bajándose la visera blanca hasta la punta de la nariz.

- Acordáte de marchar al frente, cuando salgamos - Sugirió Bienvenido Morales - Nunca he visto a Camilo salir de otro modo.

A las siete y media, los reclutas estaban listos. «Esperemos a que nos llamen, que aún no está tan oscuro», dijo Camilo, pero al instante le ganó la ansiedad: «¿Y Zenón? ¿Por qué no aparece?», preguntó, hablando entre dientes. Fue como si el Cabo hubiera estado esperando la orden, pues se hizo escuchar, golpeando fuerte el portón que daba a la otra calle. Dos de los cuatro guardias, tal cual se había supuesto, salieron al trote para averiguar el origen del escándalo. Camilo dio un salto.

- Vamos, muchachos - Dijo - ¡Cada uno a lo suyo!

Perímetro abrió la marcha, seguido de Temóstecles, Bienvenido y Pajarito Triste. Camilo iba al final, bajo el quepis del primero. El trayecto hasta la salida, según los cálculos previos, no debía tomarles más de dos minutos, interin Camilo debía salirse de la fila y esconderse en cualquier sitio adecuado. Hacia el fondo de la arboleda se escuchaba el vozarrón del Cabo y los gritos de los vigilantes, intentando calmarlo. Hubo un golpe violento, fortísimo, contra la chapa del portón y luego una seguidilla de insultos. Un tercer guardia abandonó la fila de los reclutas y echó a correr para reforzar al otro grupo. Era el momento propicio: “¡Quieren invadir la propiedad!”, exclamó Camilo y parece que el cuarto guardia le creyó, pues sacó el revólver y corrió hacia la puerta de servicio, seguido por cuatro de los conscriptos. El autor de la treta desapareció en algún sitio, tragado por las primeras sombras que inundaban el patio. Sólo por divertirse, Zenón se quedó un buen rato forcejeando con los cancerberos de la casa y recién se rindió cuando apareció Pericles, llamado por los vecinos. «Descuide, Comisario, sólo le estoy ayudando a Camilo en un asunto», murmuró, abrazándose al policía con la torpe solemnidad de los ebrios. “¡Maldito borracho!”, gritaron los guardias y volvieron a cerrar el portón. La casa de los Manfredini recuperó el sosiego.

- ¿En qué anda Camilo? - Preguntó el policía, a solas con Ferrás - Si no fuera porque los Manfredini se fueron a Foz, juraría que este loco anda detrás de la hija, esa malcriada llamada Niké - Dijo, mirando hacia la casa con recelo - aunque si así fuera no me lo dirías, ¿eh?

- Venga, vamos, le invito un vinito en el Areópago.

Los dos hombres se alejaron caminando a pasos lentos, en dirección opuesta a la que llevaba el fiel Perímetro. Eran las ocho y cinco de la noche. Faltaban cuatro minutos para que cayera en la emboscada del Turco Julián.

 

LXXI

 

Recién al quedarse solo en su escondite, Camilo pensó en lo raro que era que una casa como aquella no tuviera perros guardianes. Una suerte, sin duda. Y una muestra de lo favorable que se mostraba el cosmos con sus intereses. Agazapado bajo el sillón de mimbre, esperó que se acallaran los ruidos que provocó Zenón y cuando estuvo seguro de que nadie lo vería, se escabulló entre los rosales, rodeó los ligustrinos y en una breve carrera ganó el alerito que cubría la entrada a la cocina. Quedó a pocos metros de la puerta entreabierta, retomando el aire para el asalto final. “¿Salió el de la gorra blanca?”, oyó que preguntaba Cipriano Mancuello, pasando a su lado rumbo a la cocina. Se abrió la puerta y salió otro de los vigilantes, aquel a quien Camilo había engañado con el grito de que invadían la casa. Traía un sándwich en una mano y como estaba masticando, respondió algo ininteligible, que en todo caso sonó afirmativo. Menos mal que se fueron enseguida, hablando en voz baja. «Bueno, es ahora o nunca», murmuró Camilo y decidió jugarse.  Abandonó poco a poco el escondite, se agazapó hasta ponerse en cuatro patas y cubrió la distancia que lo separaba de la cocina a tal velocidad, que creyó que volaba. Atropelló la puerta, pasó como una tromba y fue a caer debajo de una mesa, desparramando la guarnición de sillas con gran estrépito.

- Espero que mi padre no te haya escuchado desde Foz - Dijo Niké, sonriendo al pasar junto a él para echar llave a la puerta - aunque hay que ver que siempre te las ingeniás para lograr entradas espectaculares.

Camilo se sintió un poco tonto, mirándola desde el piso. Ella vestía un pantalón cortado a la altura de las rodillas. Y una camisa azul, ancha y abotonada hasta el cuello. Estaba descalza. Saludó a los guardias por la ventana y cerró con doble llave la puerta, apagó las luces y regresó junto al visitante. Se puso en cuclillas y aunque no podía verla en la oscuridad, Camilo percibió que no estaba tan tranquila como quería aparentar.

- Escucháme una cosa, Insaurralde - Dijo la muchacha, dominando un ligero temblor en la voz - Ni yo misma sé por qué te hice pasar, pero espero que te des cuenta con quién tratás. Quizás esté un poco loca, pero soy una Manfredini. No vayas a olvidarlo. ¿Está claro?

- ¿Claro? No, para nada - Respondió Camilo, riéndose - A propósito, esto está más oscuro que un sermón de Terámenes. ¿Vamos a hablar todo el tiempo acá, bajo la mesa y sin luz?

Ella soltó una risita.

- Vení, ayudáme - Dijo, tomándolo de una mano - Veamos qué hay en la heladera y después nos vamos a ir a comer arriba, al cuarto de mi papá.

- Creo que de verdad estás loca - Respondió Camilo.

Llenaron un canasto con todos los comestibles que encontraron, incluyendo dos botellas de un vino que se veía carísimo. Subieron al piso superior sin encender las luces y Niké se encargó de acomodar el banquete sobre la cama matrimonial. Luego se instalaron ellos, sentados sobre las almohadas con las piernas cruzadas. «A la salud de lo que pueda pasar», dijo Camilo, descorchando un Chablis de contrabando. Bebieron entre risas, pasando de mano en mano la botella. Comieron un poco de cada cosa, rieron como chicos, describiendo la cara que pondría Aristóteles si los pillara y abriendo el más caro de los Sauvignon cuando les volvió la sed. Después, casi sin darse cuenta, entre un bocado y otro comenzaron a darse besos y al rato se quitaron las ropas e hicieron el amor entre los restos de la cena, secreteándose cosas que pronto olvidarían, pues estaban borrachos. Niké se durmió enseguida, envuelta en un camisón de su madre. Camilo, en cambio, estuvo despierto el resto de la noche, sobresaltándose con cada ruidito y preguntándose por qué no estaba feliz. Es más, lo sobrecogía un miedo profundo, parecido al que sintió aquella primera noche, en la escuela de Terámenes.

 

LXXII

 

Isabel escuchó sobresaltada los tres estampidos y supo que anunciaban una nueva desgracia. Soltó el repasador y corrió a la calle, guiada por el olor de la muerte. Los vio casi enseguida. Sobre la vereda, a la entrada misma del baldío en el que se habían ocultado los asesinos, dos muchachos se inclinaban desesperados sobre un tercero. Lanzó un grito de espanto al divisar la gorra junto al caído. Era el quepis blanco de su hijo.

- ¡Camilo! - Exclamó, creyendo que el corazón se le salía por la boca. Perímetro González estaba sentado en el suelo, con los brazos sueltos, desarticulados. Trataba de enfocar la mirada en el rostro de Pajarito Triste, que le decía algo incomprensible.

- Llamen al cura - Alcanzó a decir el moribundo y casi inmediatamente perdió la conciencia. Un zumbido ronco empezó a salirle por la garganta y una de sus piernas, tal vez la derecha, pateó el aire frío de la muerte. Como si quisiera escapar.

- ¡Voy por el cura! - Gritó Temóstecles y creyendo que su amigo quería confesarse, optó por el padre Rigoberto, que estaba más cerca. Corrió a todo dar y golpeó con desesperación la puerta de la casa parroquial.

- ¡¡Qué pasó con Camilo!! - Exclamó Aspasia, abriendo la puerta con un tirón desesperado. Temóstecles le explicó que se trataba de Perímetro y corrieron en busca del sacerdote, que estaba en el Bingo Municipal. Cuando los vieron entrar, demudados por la mala noticia, los otros jugadores soltaron los cartones, dejaron caer los porotos y salieron por detrás del párroco, creyendo que por fin el muerto era Camilo. Sobre el senderito de tierra, sin embargo, quien yacía era otro, agujereado por los plomazos que le había dado el Turco Julián. El Doctor, envuelto en su bata de dormir, estaba de cuclillas junto al cuerpo, por pura formalidad. No había nada que hacer. El cura llegó a la carrera y alcanzó a despedir en latín los últimos suspiros del asesinado, rodeado del espanto del vecindario y de la angustia de Isabel, que acorralaba a Pajarito Triste para que le dijera dónde estaba su hijo.

- Camilo está bien, señora, pero de ningún modo puedo decirle dónde. Se lo juré - Se escudaba el amigo, con los ojos llenos de lágrimas.

- ¡Dios mío! - Gimió la madre - ¡¡Qué nueva locura estará haciendo!! ¿Por qué no van a buscarlo?

Los muchachos se miraron entre sí y llegaron a la misma conclusión. Imposible. De ningún modo podrían ir a golpear el portón de Manfredini y decir a los guardias que alguien estaba con la hija del jefe. Ni locos que estuvieran. Ni hablar, por más que el médico se los llevara a un costado para que le explicaran todo el asunto.

- Sólo correrá peligro si lo descubren, por éso no vamos a decir nada - Concluyeron, seguros de que el criminal había disparado sobre quien llevaba la gorra blanca, creyendo que era Camilo - Esto no fue más que otro intento de acabar con él.

- ¡Tienen que decirme dónde está! - Gruñó, imperiosamente, Aspasia, llevándose de un brazo a Pajarito Triste  - ¡A mi no me vengan con estupideces!

- Está en la casa de Manfredini. Con la hija.

- ¡Qué loco de mierda!

- ¿Qué hizo esta vez? - Preguntó el Doctor, acercándose. No hubo más remedio que hablar. «No se lo digan a nadie más», ordenó, sin perder la calma. «Vamos a encargarnos primero de este pobre muchacho y después iremos por Camilo». Más pálido que el muerto, Pajarito Triste temblaba y se tomaba la cabeza con las manos. Temóstecles, más sereno, hablaba en voz baja con la policía, relatando los detalles de la emboscada. El Cabo Cárdenas, con un fusil al hombro y cara de mal dormido, mantenía a raya a los curiosos, mientras el Cabo Ortega salía pedaleando su bicicleta, en busca de los padres del infortunado.

- ¿Por qué este chico tenía puesta la ropa y la gorra de Camilo? - Preguntó Pericles, después de cubrir la cara del muerto con un pañuelo blanco - ¿Lo estaba reemplazando o algo así?

El médico se acercó y se lo dijo al oído. El policía cerró los ojos y meneó la cabeza. «Ya sabía yo que de éso se trataba. Se lo dije al Cabo Ferrás», murmuró, antes de ordenar “Que no lo sepa nadie”. Y nadie lo supo, al menos por el momento. Los trámites de la muerte consumieron las horas restantes de esa noche trágica y ya casi amanecía cuando el Doctor abrió su consultorio y llamó desde allí a casa de Manfredini. Camilo oyó el timbrazo y se detuvo en el acto, sobresaltado, pero Niké lo abrazó con más fuerza y le dijo, en un susurro sediento, que continuara moviéndose. Sólo lo dejó levantarse diez minutos más tarde, cuando la insistencia de las llamadas la sacaron de quicio. Levantó el auricular y su fastidio se transformó en preocupación. Se dio vuelta hacia él y dijo, con un hilito de voz:

- Alguien quiere hablar contigo.

Camilo sintió una ráfaga helada en el estómago, intuyendo que algo había salido muy mal. Durante un intenso segundo pensó que quien llamaba era su madre, luego creyó que sería el viejo Terámenes y por último, Manfredini, pero no esperaba la voz de Aspasia:

- Camilo, escucháme bien. En cinco minutos vamos a ir para ahí con el Doctor. Que tu amiga haga abrir el portón y ordene que nos hagan pasar con el auto, que será el único modo de sacarte.

Sin poderlo creer, Camilo permaneció en silencio, mirando a través de la penumbra el cuerpo desnudo de Niké. «Camilo, Camilo ¿me estás oyendo?», decía Aspasia, del otro lado.

- ¿Cómo supiste que estaba aquí? - Preguntó él, pensando en mil motivos que explicaran la llamada.

- Han matado a Perímetro - Repuso Aspasia - Lo confundieron contigo.

- ¡Ah, mierda! - Exclamó Camilo, doblándose en dos como si le hubieran dado un golpe. Niké soltó un gritito de miedo y se tapó la boca con una mano.

- ¿Qué pasó? ¿Se trata de mi padre? - Preguntó la muchacha, asustada, apenas Camilo colgó el auricular y comenzó a vestirse de urgencia.

- Seguramente - Respondió él, con amargura - Se trata de tu padre.

- Pero ¿qué pasó? - Niké dio un salto y bajó de la cama, parándose junto a él. Camilo, que hasta hacía unos pocos segundos la amaba con locura, la miró como si la viera por primera vez, desconociéndola - ¡Camilo! ¿Qué es lo que sucede? ¿Quién era esa mujer  y por qué llamó? ¿Cómo sabía que estás aquí?

- Ha ocurrido una desgracia - Dijo él, sentándose en la cama para calzarse las zapatillas, pero no explicó más nada. Con frialdad, agregó lo que esperaba que ella hiciera a continuación. Nada más. Ni una palabra sobre Perímetro, caído en la trampa que le habían tendido a otro. Niké se vistió de prisa y bajó a avisarle al sereno que debía abrir el portón al Doctor. «¿Está usted bien? ¿Quiere que haga llamar a alguien de la familia?», se preocupó el vigilante, pero ella lo hizo callar de un modo imperativo. Muy poco tiempo después, se oyó una bocina estridente y a los pocos segundos ya estaba el vehículo cruzando el portón.

- Camilo, no sé qué está ocurriendo - Dijo Niké, abrazándose a él al pie de las escaleras - pero si te puedo ayudar en algo, llamáme, por favor.

Camilo la miró a los ojos, sintiendo que la dejaba para siempre. Se desprendió de su abrazo y la dejó sin volverse ni una vez. Subió por la portezuela trasera, se recostó sobre el asiento y el Doctor partió de inmediato. La muchacha bajó al jardín y se quedó observando con tristeza cómo el portón volvía a cerrarse. Antes de regresar a la casa, llamó al sereno y le advirtió que si su padre llegaba a saber algo, por mínimo que fuera, ella no dudaría en enviar a alguien que le rompiera las piernas.

 

LXXIII

 

Aristóteles lo supo enseguida, por más que el sereno juró por todos los santos que nunca abrió la boca. Lo supo, porque era imposible guardar un secreto de ese calibre en un lugar como Nueva Atenas, donde las cosas se saben mucho antes de que terminen de ocurrir. El chisme le llegó a través de Espeucipo, que en el papel de Intendente sensible se apareció el sábado por el velorio, entregando el pésame y confundiendo a la madre del muerto con una frase ridícula que terminó por destapar la olla:

- No se preocupe señora, hasta Jesucristo tenía enemigos.

- No, señor, mi hijo no los tenía - Respondió la pobre mujer, con los ojos espantados aún por la brutalidad de la muerte - Mi hijo murió por cubrir a Camilo, que a esa hora estaba con la hija del señor Manfredini.

Espeucipo se quedó tan sorprendido, que no supo cómo continuar la conversación, así que se limitó a escuchar lo que cuchicheaban los otros. No había dudas. Camilo había cambiado sus ropas y gorra para quedarse a pasar la noche «con la tilinga ésa», que es como llamaban a Niké los sobrevivientes de la emboscada. A un costado, alejado de la gente y sin hablar con nadie, Camilo se concentraba en su dolor. Pálido, con los ojos fijos en el ataúd, no respondía las preguntas que, de tanto en tanto, le hacía su madre. Estaba destrozado, pero aún así era evidente que hervía de furia por dentro. Espeucipo lo miró desde cierta distancia y por primera vez reconoció en el muchacho a un enemigo real. «Nunca podremos con él», se dijo, meneando la cabeza, «Salvo a costa de un precio muy alto». Justo entonces, apareció en la puerta Terámenes y las conversaciones cesaron de golpe. Espeucipo reculó, ocultándose entre los parientes del difunto. El sacerdote cruzó la salita, se detuvo junto al cajón y rezó en silencio, antes de impartir una bendición cargada de sentimientos. Abrió sus grandes brazos y apretó contra su pecho a los padres del recluta, acribillado por error. El Intendente salió con disimulo, se escabulló en su camioneta y a los cinco minutos ya le había hablando a Aristóteles, contándole no sólo que habían vuelto a fallar, sino que la culpa la tenía su hija, que había pasado la noche con el destinatario del atentado. “¡Todo el pueblo cree que vos mandaste a matar a Insaurralde porque se acuesta con tu hija y que, por error, liquidaron al otro! ¡Ahora sí que la cagamos!”. Los Manfredini estuvieron de regreso antes del mediodía. Ciego de ira y maldiciendo a Dios y a María Santísima, el patrón dio vuelta la casa de arriba a abajo antes de enfrentar a su hija, con un cachetazo que retumbó en toda la sala.

- ¡Maldita la hora en que te tuve, desgraciada! - Rugió, sin saber lo mucho que lamentaría un día estas palabras - ¡No quiero verte más en mi vida!

Fue en vano que Laida intercediera, que rogara e incluso que lo desafiara. Aristóteles echó a su hija y a las pocas horas Niké abandonaba la mansión rumbo a Buenos Aires, herida a muerte por los insultos y el golpe del ser a quien más había amado en la vida. Laida la acompañó durante los primeros días, la ayudó en los trámites de inscripción universitaria y después de unas semanas de consuelo se volvió al pueblo, inerme ante el abismo de la soledad. Al principio, la muchacha no paraba de llorar, pero con los días se fue calmando. La situación no era tan mala, al fin y al cabo, pues estaba previsto que ese año se radicaría allí para estudiar, razón además por la que su padre compró el departamento que miraba al río y que ahora contenía la angustia de los primeros tiempos. Siempre había sabido que su romance tenía las horas contadas y nadie, ni siquiera alguien con una sonrisa tan encantadora como Camilo, iba a apartarla del destino. ¿Qué perdía con entregarse a él, así, por gusto y por juego, sólo para tener algo que recordar en los días grises y helados de la Reina del Plata? ¡Era tan romántico! Camilo tenía esa rara cualidad que muy pocas veces hallaba en las personas: valía por sí mismo. Lo percibió de inmediato, aquella tarde de Foz, cuando atropelló el bar para desafiar al gran Manfredini. Lo sintió, mucho más íntimo luego, sobre la cama matrimonial de sus padres, cuando la hizo suya sin medir el enorme peligro que corría. “El se merecía alguien como yo”, murmuró una noche, mirando desde el balcón los barcos que languidecían a lo lejos. “Pero yo me merezco mucho más”. Volvió a sonreir, segura de que vendrían tiempos mejores. En la Facultad, de pronto, halló muchachos que le encantaron y apenas un día antes de que empezara a salir con un aspirante a ingeniero, el médico le anunció que ésos mareos que la venían molestando en las últimas semanas no tenían nada que ver con su anemia infantil, sino que estaba embarazada. Al principio, la incredulidad fue absoluta, pero después del tercer análisis positivo se hundió en una crisis de llanto que le duró una semana completa, maldiciéndose por el descuido y estrujándose el vientre con la esperanza de matar el soplo de vida que empezaba a crecer. Pensó diez veces en un modo de abortar el fruto de su capricho, pero nunca llegó a juntar el coraje necesario. Cuando Laida fue a buscarla para pasar Navidad en casa, no tuvo más remedio que contárselo.

- ¡Ay, Dios mío! - Exclamó la madre y luego se desmayó, desbaratada a la entrada del departamento. Niké corrió a traer un vaso con agua y logró reanimarla. Entre sollozos, Laida gimió:- ¡Ay, Niké, por favor, decíme que no es de ese Camilo!

- Pues sí, mamá, de quién va a ser.

- ¿Cómo pudiste ser tan estúpida? - Se espantó la hermosa Laida, pasando de la angustia a la rabia - ¿Qué va a ser de nuestra familia con esa, con esa criatura no deseada por nadie?

- No te preocupés, mamá - Dijo Niké, fríamente – Si no la mato, la voy a regalar por ahí.

Niké escondió su rostro hacia el lado de la bahía para que no se vieran las lágrimas que le inundaban los ojos. Sintió que la vida que llevaba adentro empezaba a moverse, alegremente, como si fuera feliz. Y eso la puso más triste aún. A su lado, Laida se tapaba la cara y maldecía en voz baja la desgracia que les había caído, sin saber que llegaría el día en que lloraría una amargura indecible, abrazada a esa criatura indeseada como única huella de su hija en el mundo. Pero, por el momento, el anuncio de su llegada les arruinó las fiestas, las últimas que hubieran podido disfrutar juntos.

 

LXXIV

 

Después del entierro de Perímetro, Camilo aceptó los consejos de Terámenes y abandonó el pueblo para siempre, único modo de no pensar a cada segundo en un modo de vengarse. Sus amigos le ayudaron a arreglar una casita enclavada al fondo del valle, unos pocos kilómetros al norte de la escuela rural. Era una construcción sencilla, dos cuartos, techo de tejas a dos aguas y una verja de troncos alrededor, como abrazándola. Allí, entre la soledad de los atardeceres y la pureza del alba, aprendió a vivir con la culpa profunda que le había dejado la muerte del amigo. Sólo Muralla, su perro, acompañaba las lágrimas que a veces dejaba escapar, apretando los puños y clamando su rabia. Isabel lo visitaba los fines de semana y se quedaba a cocinarle las comidas favoritas, pero su hijo ya no era el de antes. Vivía sin alegría, como si su corazón sintiera no merecer que otro hubiera muerto en su lugar. A veces, los domingos por la tarde, se quedaba dormido en un sillón de cañas que le había regalado Aspasia y su madre le acariciaba el pelo y lloraba por él, pidiéndole al Cielo que le permitiera cargar con el dolor de su pena. El Doctor Epaminondas, que veía en Camilo al hijo que Filoxena no había podido darle, lo acompañaba en largos paseos por el campo, los dos en silencio, dejando fluir libre ese cariño que no requiere palabras para darse. Un día tras otro, sin decir nada, dándole tiempo al sufrimiento para que se apagara solo, transformándose de a poco en un dolor soportable.

Y como todo pasa, un día se le pasaron a Camilo las ganas de morirse por su amigo muerto. Fue una tarde como cualquier otra, mientras descansaban a la sombra de un molle centenario.

- Siempre creí que la Naturaleza me había dado la virtud de no tener miedo - Dijo - pero ahora me pregunto si no es en realidad un defecto. ¿Qué debo hacer? ¿Ser el que me propuse, aún a costa de la vida de los que amo, o aprender a ser diferente?

- ¿Cómo dice el refrán? Un defecto no es más que una virtud mal usada.

- Ya habla como Terámenes…

- Si yo fuera Terámenes, te diría que uno sólo puede ser el que es - Respondió el médico, eligiendo con cuidado las palabras - pero como sólo soy alguien que te quiere como a un hijo, debo decirte que hagas lo que hagas, seas como seas, siempre vas a pagar un costo. Vos y los que te rodean, porque todo está entrelazado.

- Pero si yo no hubiera enviado a Perímetro en mi lugar...

- Tu madre, esa a la que querés tanto, estaría hoy hecha pedazos. ¿Lo ves? Siempre habrá alguien que sufra, de un lado o del otro.

- Yo debí morir esa noche.- Insistió el muchacho, meneando la cabeza.

- No, Camilo - Contradijo Epaminondas, con firmeza - No te corresponde a vos decidir éso. Cada paso que damos tiene ecos sobre la eternidad, ¿cómo sabés cual será el efecto de lo vivido aquella noche sobre el resto de tu vida?

- Es posible que así sea, pero en todo caso tendrá ecos sobre la eternidad que me corresponde a mí ¿Y qué de mi amigo? ¡El se pudre bajo tierra mientras yo espero los frutos de los pasos que di esa noche! ¿Cómo puede ser tan injusto?

- No sé, Camilo, no tengo idea, pero quizás tu amigo murió para que vos puedas realizar aquello que sin vos no se haría nunca. ¿Quién lo sabe?

Camilo se quedó en silencio, mirándolo con fijeza. Luego, de un modo apenas perceptible, comenzó a asentir con un leve movimiento de cabeza. “Claro, eso es”, murmuró, incorporándose de un salto. Sus ojos habían recobrado la intensidad de antes, ésa que Aspasia llamaba «la certeza de su destino». Observó al Doctor como si fuera a decirle algo más, pero luego desvió los ojos y se quedó mirando fijo hacia algún punto lejano, más allá del horizonte. “Quizás fuera eso”, se repitió más tarde, cuando el médico pensaba que el tema había sido olvidado. Ese fue el comienzo de su recuperación. El segundo paso, dado con timidez al principio y con vigorosa insistencia después, fue reanudar el lazo con sus compañeros. Ellos, por sugerencia de Terámenes, se habían apartado en los primeros tiempos del duelo. «Hay que dejarlo parir por sí mismo al hombre que va a ser en adelante», dijo el cura y los acólitos de la Banda de los Descalzos, aunque a desgano, lo dejaron en cuarentena. Volvieron a verlo poco antes de la Navidad, cuando él mismo propuso que se juntaran en la escuela, pues tenía nuevos planes para compartir. «Bien, ya está de vuelta con nosotros», celebró el sacerdote y envió a Carápulo con el encargue de reunir al resto del batallón. Estuvieron los de siempre, incluidos Pajarito Triste, Bienvenido Morales y Temóstecles Santacruz, dados de baja en el Ejército e incorporados a los Descalzos en honor al desaparecido. Camilo, a decir de sus amigos, estaba distinto. Más flaco. Más duro. Más triste, pero también más seguro de su misión en el mundo. Terámenes celebró la Misa vespertina y después de la bendición, mientras las mujeres se encargaban de preparar la cena, los hombres permanecieron alrededor del altar, sentados en círculo. Camilo pasó al frente y se explayó, con voz serena, sobre las cosas que había pensado durante el ostracismo de los últimos meses. Explicó, con un dolor que no deseaba ocultar, que la muerte de Perímetro lo había obligado a replantearse todo lo hecho hasta entonces, si valía la pena continuar y en tal caso, cual debía ser el modo de hacerlo.

- Si realmente nos proponemos cambiar el mundo que nos rodea - Dijo, haciendo una pausa para mirar a los ojos uno por uno de los presentes - vamos a dejar de actuar como una banda de muchachos para convertirnos en una organización de verdad. Si nos unimos, vamos a ser más fuertes ¡pero si además nos organizamos, nuestra fortaleza será invencible! ¿Vamos a permitir que la muerte de Perímetro se pierda en el olvido o la vamos a convertir en el punto de partida de una sociedad más justa, más libre y más humana?

- ¿Qué vamos a hacer, eh Camilo? - Preguntó, a voz en cuello, Carápulo -¿Vamos a esperar a que nos maten a todos, uno por uno?

- ¡Nada va a cambiar mientras ellos estén al mando! - Dijo Efigenio, poniéndose de pie - ¡Vos sabés éso! ¿Cómo nos van a tomar en serio si no tenemos modo alguno de luchar contra ellos? ¿Qué podemos hacer si no comenzamos por sacarlos del medio?

- ¡Es verdad! - Apoyaron todos. Camilo esperó a que se calmaran los gritos y los aplausos, mientras el cura observaba la escena en silencio, entrecerrando los ojos con preocupación.

- No seríamos inteligentes si lucháramos con sus armas y en su territorio - Dijo Camilo, sonriendo con picardía - Vamos a hacernos fuertes aquí, en el campo. ¿Qué necesidad tenemos de ir al pueblo? Allá, en cualquier esquina nos plantarán una emboscada, pero acá, cada campesino será un aliado nuestro y lo educaremos, le enseñaremos a organizarse en cooperativas. Vamos a boicotear las empresas y productos que pertenezcan a Manfredini y a Caballero, pero sin violencia. ¡Crearemos redes que ellos no verán! Sembremos entre todos y entre todos recojamos las cosechas. Cuando haya poco, habrá poco para todos, pero cuando la cosecha sea buena y el trabajo fructífero, los beneficios llegarán a todos. ¡Amigos! ¡Propongo tomar venganza, pero haciendo todo aquello que ellos no harían en nuestro lugar! ¡Unidos, organizados y justos, llegaremos a ser tan fuertes que un día ni sus armas ni sus trampas podrán nada contra nosotros! ¡Y entonces sí, habremos triunfado!

Un cerrado aplauso subrayó el discurso que Camilo había pulido en las últimas semanas y acordaron comenzar a trabajar de inmediato, pues la tarea era inmensa y el grupo no llegaba a la docena de miembros. «Mi plan es establecer primero una red de aliados entre los campesinos, de manera que cualquier extraño que entre al territorio nuestro quede en el acto bajo vigilancia», continuó después, ya durante la cena. «¿Qué te parece llamar a esta primera etapa Operación Perímetro, en homenaje a su propósito y a nuestro amigo?», propuso Pajarito Triste, que pese a ser nuevo era ya de los más entusiastas. «No sólo éso», aceptó Camilo, «Pensaba que nos llamáramos Organización Campesina Perímetro González, como para que los mataron comprendan que no les sirvió de nada hacerlo» Así pues, dio comienzo la última etapa de la vida de Camilo Insaurralde. A la madrugada siguiente, los Descalzos se reunieron en la escuela para marchar desde allí hasta la granja de Cáceres, la más alejada de todas. Comenzarían por allí, mientras el ingeniero les preparaba un plano actualizado de la comarca. Pasaron el fin de año, el último de sus vidas, acampando a la luz de las estrellas, planeando desafíos imposibles y brindando por su juventud llena de ilusiones. Soñando, por qué no decirlo así, con un mundo que nunca llegarían a ver.

 

***

 

Capítulo 17

 

(En este capítulo se explica lo que debió aclararse al principio, esto es, el motivo

por el que el Intendente decide dejar su puesto. Alguien, que debió morir mucho antes,

muere al fin, mientras esta historia – contada alternativamente en pasado y futuro –

comienza a transcurrir en tiempo presente)

 

LXXV

 

E

l primero de Enero fue un día desabrido e inútil, como suelen ser siempre los primeros de Enero, en todas partes. Lo fue también aquella vez en Nueva Atenas, pese a que iniciaba el año más trágico de su historia. Sin embargo, muy pronto comenzaron a notarse las señales de la mala estrella y es curioso ver que el proceso comenzó por lo más alto. Una mañana, Espeucipo se despertó ahogado por una flema espesa y maloliente, que escupió con susto sobre la alfombra. Estremecido por un sudor frío y repentino, se apoyó en el respaldar de la cama y quiso echarle una bocanada de aire a sus pulmones, pero no pudo. Un dolor punzante y sospechoso le arrancó un grito que terminó por despertar a Helena. «¿Qué pasa?», preguntó la esposa, estirando los dedos de los pies por entre las sábanas. «Nada, nada», mintió el Intendente, «Sólo me atraganté con la saliva». Pero sabía que no era cierto. Había algo más, oscuro y amenazante. ¿Sería la maldición familiar, lamentada en voz baja por las generaciones que le precedieron? Leónidas Caballero, legendario inventor de trapisondas y fundador de la dinastía que amenazaba acabar en Miguelito, fue el primer Caballero en caer fulminado por la extraña enfermedad. Encabezaba la procesión de San Crispinito cuando lo atacó la tos, violenta e imparable, que lo obligó a bajar del caballo y refugiarse en la iglesia, de donde ya no saldría más. Murió, atragantado por la angustia, sobre uno de los bancos. Lo enterraron detrás de la sacristía, en honor a sus servicios prestados - y muy bien cobrados - a la comunidad.

- Debieras ir al médico. Nunca se sabe - Dijo Helena, cubriéndose la cara con la almohada para dormir un poco más.

En tiempos del bisabuelo, la muerte no llamaba tanto la atención del vecindario, si al fin y al cabo se moría por cualquier motivo. Era, pues, razonable que nadie hallara mucha diferencia entre un disparo y un carozo atorado en la garganta. Pero cuando le tocó el turno a Protágoras, treinta años más tarde, la parentela recordó de inmediato la historia del patriarca, muerto de asfixia a mitad de la procesión.

- Quizás sea algo de familia - Murmuró Espeucipo, sintiendo al miedo hormiguearle por la espalda. Estaba pensando en su abuelo Protágoras, estrangulado por una enfermedad artera mientras retozaba en un burdel. El cura Molina aprovechó la ocasión para hacer cerrar los piringundines de la comarca, pues quién podía saber que clase de nueva peste estaban propagando. Casimira Núñez, la ramerita de quince años que lo atendía al aparecer la muerte, quedó manchada para siempre con el estigma de la desgracia y abandonó la profesión, pero no pudo quitarse más la mala espina. Su triste zaga culminó en el cuartel del Coronel Verón, cuando el último de sus descendientes, Carocito Núñez, se colgó de una viga del techo.

- Helena, no te duermas. Despertáte - Dijo Espeucipo, sintiéndose por primera vez a completa merced de la nada. Le tocaría a él también, ahora lo sabía. Estaba seguro. Igual que a Aristófanes, a quien llamaban el Faraón por la cantidad de construcciones que impulsó y que se murió de pronto, el día en que festejaba sus bodas de plata matrimoniales. Oficialmente, se informó a los amigos que había espichado asfixiado con un pedazo de pavo, pero entre bambalinas se supo que llevaba varios meses escupiendo una sustancia extraña, que lo dejaba tiritando entre sudores fríos y dolores de los más ardientes.

- ¿Vos creés que Miguelito estará listo para sucederme? - Preguntó el Intendente, quitando suavemente la almohada que escondía a su mujer. Helena abrió un solo ojo y respondió, riendo:

- Nunca imaginé que vería el día en que vos te hartaras de la política.

- No se trata de éso. Es que me estoy muriendo.

Helena cerró el único ojo que había despegado y volvió a dormirse, pues pensó que su marido le jugaba una broma. Sólo después, mucho después, comprendió que la desgracia también llegaría hasta ellos. «Ahora que lo recuerdo - dijo entre sollozos, conversando tiempo después con Laida - mi suegro nunca llegó a Intendente porque se murió antes, precisamente de lo mismo que todos los Caballero de este pueblo. De esa cosa asquerosa que les sale de la garganta y que un día los atraganta para siempre».

- Salvo que el asunto sea verdaderamente grave e incurable, es mejor que no lo sepa nadie - Fue el inmediato consejo de Aristóteles, que demasiado tenía ya con el próximo nacimiento de un nieto indeseado - Y por sobre todas las cosas, que no lo sepa Verón.

Pero Verón lo supo, por supuesto. Se lo contó el Turco Julián, que se enteró del secreto a través de Nuria, que lo oyó en el hospital. Antes de que terminara el mes, el Coronel apareció un domingo de visita y se quedó a almorzar, mucho más amable que de costumbre. En la sobremesa, mientras encendían sus puros de Pinar del Río, el militar fue directo al asunto que le había quitado el sueño en la semana:

- Mirá, Espeucipo - Comenzó, eligiendo con cuidado el modo de clavar su daga - En estos años hemos hechos grandes negocios juntos; se podría decir, por qué no, que somos buenos amigos. Si es verdad que estás enfermo y que pensás renunciar a la intendencia, me parece que debieras decírmelo cuanto antes.

Espeucipo tragó saliva, tocado a fondo. Aspiró el humo espeso y picante del Cohiba y de inmediato lo atacó una tos tan fuerte, que creyó que se moría allí mismo. El Coronel le dio un par de fuertes palmadas por la espalda y Helena llegó corriendo con una jarra de agua. El Intendente fue recuperando la respiración, poco a poco, pero su esposa no volvió a dejarlo solo. Se sentó junto a los dos hombres, mirando sin interés hacia el jardín inundado por el sol de la siesta.

- No quiero que lo sepa nadie - Dijo, por fin, Espeucipo - porque no sé qué es lo que tengo. Por ahí es una pavada.

- Seguro - Asintió Verón, sonriendo con frialdad - pero más allá del afecto y el aspecto humano, espero que comprendas que nuestros negocios están atados a la legalidad que nos brinda tu puesto. Es decir, no puede haber otro Intendente que alguno de nosotros tres. Si no sos vos, sólo Aristóteles, o yo mismo.

Espeucipo sintió una súbita tristeza, pues no había pensado que tal vez sus socios no querrían que el cargo pasara a Miguelito. Si la enfermedad avanzaba, nada salvaría al inexperto heredero de un tiburón hambriento como Verón.

- Me parece que es muy pronto para dividir los bienes, mi querido amigo - Respondió al fin, remarcando con cierta ironía la última palabra - Aún me mantengo vivo, sano y al frente de Nueva Atenas y en lo que a mí respecta, seguirá siendo un Caballero el Intendente, así como siempre.

- Por supuesto -Dijo el Coronel, mirando para otro lado - Por supuesto.

Al mes siguiente, Espeucipo viajó a los Estados Unidos para que lo trataran de su extraño destino. De costa a costa, lo conectaron a novedosos aparatos que descifraban las enfermedades de los antepasados, lo internaron en clínicas carísimas, lo auscultaron del derecho y del revés en los consultorios de los grandes especialistas y en todos los casos el resultado fue el mismo. Traductor mediante, la respuesta fue:

- Usted no tiene nada. Es pura sugestión.

Volvió a las cinco semanas, un poco más gordo y cargado de regalos para todo el mundo, incluyendo una mira infrarroja para Verón. Estaba tan feliz, que se dedicó en persona a organizar una fiesta de bienvenida, al término de la cual se atragantó otra vez con el mal aire y escupió una flema del tamaño de una frutilla.

- ¿Qué es éso? - Se escandalizó Helena, viendo volar la horrible mucosa sobre la mesita del living.

- Nada - Dijo él, amargamente - Es la sugestión.

Cuando empezó el otoño, volvieron los dolores y Espeucipo se hundió en una depresión que disimulaba menos cada vez. No sólo le daba rabia morirse, sino que lo sacaba de quicio saber que el imperio familiar se desmembraría, derrumbando para siempre las columnas de una historia sin igual. Lo que no habían logrado las perseverantes pesquisas de Pericles, el feroz odio de sus muchos enemigos o el simple cambio de los tiempos, lo conseguía la atávica flema, heredada de generación en generación para compensar tanta riqueza.

 

LXXVI

 

Si el Intendente se hubiera decidido a consultar con el Doctor Epaminondas en vez de confiar en las ciencias protestantes, habría conocido mucho antes la verdadera naturaleza de su mal, una degeneración pulmonar muy común en el Valle de Traslasierra, de donde era oriundo el legendario Leónidas. La peste se había dado por primera vez a fines del siglo diecinueve, al fondo de una mina que se hundía varios kilómetros por el vientre de un cerro. Allí, entre la oscuridad maloliente y húmeda, toda una generación de obreros se arruinó los pulmones persiguiendo un oro que nunca apareció, pero además contagiaron al patrón y a toda su descendencia. Era una enfermedad extraña, fácil de curar cuando se detectaba a tiempo, pero implacable cuando la víctima se dejaba estar o la ciencia erraba el diagnóstico. En los meses previos a la Guerra de los Descalzos, aún morían de asfixia los últimos herederos de la desgracia minera, sólo que muy pocos conocían la verdadera razón del deceso. Inclinados sobre el arado, amargados por la miseria o consumidos por el alcohol, doblaban repentinamente el espinazo y se quedaban yertos, sin que a nadie interesaran las causas de su final. Epaminondas lo sabía, como conocía un remedio simple y efectivo para alejar a la Parca: «Abstinencia absoluta y definitiva de tabaco, alcohol y sal. Una bufanda anudada al cuello todo el año y mucha leche, éso sí, dos litros por día, de ser posible». Los casos que logró tomar a tiempo resultaron exitosos, pero no pasaban de dos o tres por año, ya que en general nadie se tomaba en serio la gravedad del esputo. Mantenían su dolencia en secreto hasta el día en que todo terminaba, abruptamente. Semanas más tarde y un poco por casualidad, le llegaban al médico los síntomas que había padecido el finado y su nombre pasaba a engrosar su base de datos, en la que nunca pudo inscribir a Espeucipo, porque éste no lo llamó. «Todos los líos y muertos que nos hubiéramos ahorrado si ese desgraciado me hubiera ido a consultar», diría, mucho más adelante, pero por aquella época aún estaban peleados y el Intendente prefirió preguntar en las clínicas adventistas de Norteamérica, que nada sabían de la flema hereditaria de Traslasierra.

Eran, de todos modos, tiempos difíciles para el Doctor Epaminondas. El mismo hombre que veinte años atrás se acicalaba con la paciencia de un dandy y sostenía un toallón mojado con la pinga en ristre, lucía ahora una vejez anticipada, atravesada el alma por el aire malsano de la desilusión. Sin haber logrado nunca el amor de Isabel, alejado de sus amigos de siempre y con la oscura sensación de estar perdiéndolo todo, se recluía en su propio silencio cada día más. Se había vuelto irritable, nervioso. A veces pasaba semanas enteras sin afeitarse. Días completos en los que no le dirigía la palabra a nadie, pues incluso a sus pacientes los atendía a puro recetario. En otras ocasiones actuaba del modo inverso. Volvía a vestirse bien. Se ponía locuaz y visitaba a Isabel, jugaba al ajedrez con Terámenes o acompañaba a Camilo en sus andanzas por el campo. Pero sus escapadas eran cada vez más breves y poco a poco o de repente, volvía al marasmo de su soledad. Isabel, que en dos décadas de amistad había llegado a apreciarlo mucho, le preguntó una noche a qué se debía esa constante amargura, esa especie de lucha a muerte consigo mismo que nada parecía torcer. Emocionado, Epaminondas le tomó una mano y se la llevó al pecho. La miró con unos ojos cargados de una tensión insoportable y no le dijo nada. Guardó su amor una vez más, pues cuando estaba a punto de lanzarlo, cruzó por su mente la imagen de Filoxena, consumida de rabia y muerte sobre el lecho conyugal. ¿Cuántos años llevaba la agonía de la esposa? Poco más o poco menos, el mismo tiempo que su derrota inapelable, pues el cáncer la derruía desde que se dio por vencida. La noche en que abandonó para siempre sus poses estrafalarias, el apetito falso con que engalanaba las orgías del miedo. Allí mismo comenzó a perseguirla la muerte, pese a que ella la mantendría a raya aún por muchos años, a fuerza del más puro y centelleante odio. «No voy a morirme todavía, desgraciado», le decía, siseando entre escalofríos, cada vez que el marido le acercaba los remedios. Furiosa, escupía las pastillas de colores y estampaba los frascos importados contra la pared del cuarto, gritando y maldiciendo hasta que el Doctor huía calle abajo, a refugiarse entre los libros del consultorio.

- ¡No vas a aliviar tu conciencia trayéndome remedios! – Lo perseguía la voz de ella, incluso cuando estaba lejos - ¡Jamás te voy a permitir curarme!

Y la vida de ambos, que ya se había complicado cuando Filoxena descubrió el amor de él por Isabel, se convirtió en un infierno. Herida por la hiel del despecho, creyó que su mejor venganza era agonizar hasta la eternidad, único modo de mantenerlo lejos de Isabel, incluso después de muerta. «¡Voy a volver de la tumba, desgraciado!», aullaba a mitad de las noches, amenazándolo con una viudez insoportable. «¡Nunca vas a poder irte con esa perra!». Y el Doctor se encerraba en el baño y lloraba, buscando otro modo de explicarle que en realidad nunca la traicionó. Cuando amanecía y el cansancio vencía al fin la insania de la mujer, él se acercaba a su cama en puntas de pie y le acariciaba la frente cubierta de enfermizo sudor. La miraba dormir, acezante y tensa, como si aún estuviera lista para saltarle al cuello. Y le hablaba en voz baja, amorosamente:

- No te hubiera dejado antes, cuando estabas sana. Mucho menos te voy a dejar ahora, cuando me necesitás tanto.

Nunca, ni en los peores momentos de su purgatorio, Epaminondas le contó a Isabel la hiel de su drama. Es más, ni siquiera le dijo que la esposa estaba enferma, pues temía que su confesión pareciera interesada. Durante años de confidencias, guardó en su corazón la enorme pena que le provocaba lo único que en realidad hubiera querido decirle. Pero no pudo. No supo. O no quiso. Soportó, año tras año y muerto de celos, el asedio descarado de Filipo, la persistencia sospechosa de Pericles y el entusiasmo, siempre amenazante, de una docena de pretendientes. Pero Isabel seguía sola, quién sabía por qué, haciéndolo aferrarse a una esperanza que a veces crecía y a veces, se diluía hasta convertirse en nada. Había meses en los que visitaba a la viuda cada noche y otros en los que la evitaba, creyendo que así podría olvidarse de ella. Pero no podía y siempre terminaba regresando con su paquetito de masas, sus revistas traídas de un viaje imaginario o alguna chuchería comprada a los contrabandistas del puerto.

- Algún día abriré un Museo con los souvenirs que usted me ha traído - Le decía Isabel, riendo, mientras buscaba en la casa el último pequeño resquicio donde incorporar al nuevo cuadrito, cenicero, adorno o baratija, primorosamente envuelto en celofán.

A Camilo le divertía mucho hacerle bromas al respecto y a su modo lo alentaba, diciéndole que su madre terminaría por casarse con él sólo para que le ayudara a organizar el bazar en que le había convertido la casa. Y se reían, mientras Isabel simulaba no escuchar las chanzas de su hijo. La noche en que Filoxena entró en coma, estaban intentando armar un aparato que Epaminondas trajo de Foz. Pericles, Aspasia y el médico se afanaban en descubrir para qué servía el ingenio, cuyas características estaban escritas en chino. «Por la foto de la caja, parece un exprimidor», dijo Camilo, haciendo girar en el aire cada uno de los componentes, sin hallarle sentido y mucho menos utilidad. «No, creo que es una especie de licuadora», aportó Isabel, buscando en vano las cuchillas. «Ustedes están locos», dijo Camilo, dándose por vencido. «Se nota que es un rompecabezas». Y el Doctor transpiraba por la aflicción, pues en realidad no se le había ocurrido preguntar qué era ni para qué servía el aparato. Lo compró porque la figura de la caja era atractiva y el precio una bicoca. Pero nunca pudieron armarlo. Quedó debajo de la mesa de planchar, olvidado por todos hasta el día en que el Ejército arrasó la casa y un recluta se lo robó, creyendo que era valioso.

Aquella noche, Epaminondas volvió a su casa con la alegría de los viejos tiempos. «Pese a todo, la vida sigue siendo bella», pensaba, recordando el calor de las risas, la simple felicidad de sus amigos. Cerró la puerta con llave y pensó en subir a ver a Filoxena, pero después creyó que era mejor no hacerle saber que había vuelto. «Si está dormida, no se va a enterar y si está despierta, me arruinará el momento», se dijo, así que pasó a la sala a servirse un vaso lleno de whisky. Apagó las luces, se arrellanó en un sillón y dejó que cada uno de sus pensamientos fluyera libre, flotando en la penumbra como si no pesaran nada. Mansamente, las horas se le fueron escurriendo y él se sintió, por primera vez en muchos años, fuera de la cárcel de sus días. «Ya pasé los cincuenta años», murmuró. «Pero aún estoy fuerte. Quizás no todo esté perdido». Sonrió, recordando la piel cálida de Isabel. Sus ojos chispeantes. El ondular gracioso del talle. “¡Ah, Isabel!”, dijo en voz alta y la magia se le apagó de golpe. Se acordó que estaba en casa y que en el piso de arriba dormía la enferma, envuelta en su odio terminal. Depositó el vaso sobre la alfombra, se quitó los zapatos y subió al dormitorio como quien fuera a un cadalso. Las luces estaban apagadas, lo que le pareció extraño, pues su mujer solía encender el velador con las primeras sombras de la tarde. Tanteando, halló el interruptor de la pared y la luz se encendió de golpe, iluminando una imagen que se grabó para siempre en su memoria. Nunca más podría recordar a Filoxena de otro modo. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos y la boca torcida de un modo inexplicable. Una pierna flaca y nervuda le caía de la cama, como si al sentir llegar la muerte hubiera intentado levantarse y escapar. El Doctor soltó un grito y corrió hacia su mujer, rogando que aún pudiera salvarla. Pero ya no hubo caso, pues al fin se había muerto.

 

LXXVII

 

León regresó a Nueva Atenas poco después del entierro de Filoxena, de modo que nunca se enteró de la gran borrachera en que se hundió el viudo, conmocionando al pueblo. A punto de cumplir veintinueve años, parecía un hombre mucho mayor. Callado, envuelto siempre en un aire de ausencia, daba la sensación de que una gran parte de su alma se había perdido en su viaje por el continente. Nunca reía, ni cuando sus viejos amigos lo cruzaban por la plaza y se sorprendían de verlo de vuelta. Un poco echado hacia atrás, pasaba encerrado en sí mismo, como si mirara al mundo desde la perspectiva de sus infortunios. Tras hablar con su tío Rigoberto y con Aspasia, alquiló el solar de los Ortega y al poco tiempo hizo venir a Clara, su novia de Foz. Juntos otra vez, arreglaron la antigua casa, trasladaron la biblioteca que el cura le guardaba desde la adolescencia y empezaron una vida sin sobresaltos, ignorantes de la tragedia que se avecinaba. De siete a una, él trabajaba en el archivo municipal y ella ayudaba a Aspasia en El Areópago. Los viernes a la noche cenaban con el cura y luego viajaban a Foz, a visitar a Mariazinha y a la negra Simona, que seguían regenteando el tugurio de siempre. «¿Has visto a Manfredini?», preguntaba la madre de Clara. «No, ni pienso verlo», respondía la hija, que había dejado atrás el tiempo de buscar sus raíces. «Allá no vemos casi a nadie», le explicaba León, que parecía curado de su sed de aventuras. Regresaban los domingos por la tarde. Cansados, pero felices, con tiempo como para tomarse una copa en el bar de Arístipo y acostarse temprano, porque el lunes comenzaba todo otra vez.

Así era la vida, por aquellos días. No obstante, bajo esta rutina, algunas de las viejas pasiones seguían bullendo sin que se notaran. Flotando sobre su alma, persistía un cierto inconformismo. Ecos de los sentimientos, dudas y preguntas por los que había navegado en su travesía. Una noche, bajó de pronto el libro que estaba leyendo y le dijo a Clara: «A veces tengo la sensación de que todavía no hice lo más importante de todo, pero lo peor es que sigo sin entender qué cosa será». Clara se rió, pero como vio que él seguía serio, trepó a un sillón y se puso a ondular las caderas y a tirarle ombligazos, rescatándolo de sus angustias. Al rato y pese a los esfuerzos de la muchacha para que se olvidara del tema, él volvió al asunto como si en ningún momento lo hubiera interrumpido:

- Es que me pregunto qué utilidad le voy a dar a lo que viví en esos diez años de viajes. No me resigno a que esa experiencia sea sólo un montoncito de historias para contar a mis nietos.

- Bien, éso es lo que te preocupa a vos - Dijo ella, levantándose sin disimular su mal humor -¿No te gustaría saber qué me aflige a mí?

León abrió la boca para responderle que sí, pero ella no le dio tiempo. Habló antes:

- Lo que yo temo y no sé por qué, es que el día en que le encuentres un uso a tu experiencia, te voy a perder para siempre.

- Eso no sucederá - Dijo León, errando por completo.

Un día, aprovechó la ausencia de Clara para abrir la última página de «Sandokán y los tigres de la Malasia» para volver a leer, por primera vez en meses, los nombres y las direcciones que había anotado allí. Excitado por la profusión de recuerdos, fue pasando cada dato a una hoja que guardó entre dos libros, con la emoción de quien esconde un secreto. Una noche de insomnio, se despegó del cuerpo dormido de Clara y fue a la biblioteca a comenzar, por fin, lo que había estado deseando en las últimas semanas. Abrió la lista y revisó, uno a uno, los nombres apuntados. Pasó por alto al ex director de la Aduana de Asunción, Porfirio Albacate, pues al fin y al cabo nunca llegó a conocerlo. Tachó también a su amigo Pánfilo Abente y al enigmático Juan Gauto, ya que nadie sabía de ellos cuando pasó de regreso. Separó la dirección del poeta Pajarito Velarde y de Cipriano Pereyra, el tallador de lápidas de Santa Cruz. Empezaría con ellos.

- ¿Qué hacés? - Se sorprendió Clara, encontrándolo de madrugada con un block en la mano. A su lado, algunas páginas testimoniaban a qué le había dedicado la noche.

- Oh, sólo escribo a viejos amigos - Dijo él, cerrando la carpeta.

Y continuó haciéndolo, noche tras noche y durante meses. A Manuel Fagúndes, director del hospital de Iquitos, a quien nunca se atrevió a preguntar los detalles que habría querido saber de la vida de Yolanda. A Sandalio Cienfuegos, camionero en los cafetales de Quito, a quien le habló de su amor por Margarita. A Ramón Orejuela, dueño de una cabaña junto al mar colombiano, le habló de su sensación de seguir de paso, en vez de estar de regreso. A cada cual le contaba una cosa, o le preguntaba otra, como si en realidad hablara consigo mismo. Después, metía cada carta en su sobre y los despachaba sin que nadie lo viera, o eso creía, porque lo vieron. Con el tiempo le respondió el Doctor Fagundes, contándole que a la tumba de Yolanda se la había llevado el río, después de una creciente bíblica. Luego llegó carta de Pajarito Velarde, incluyendo un extraño poema sobre El ineluctable Destino. Finalmente, casi dos meses más tarde, recibió respuesta de Cipriano Pereyra, anunciándole que en cualquier momento se lanzaría rumbo a Nueva Atenas, a pasar unos días. De Sandalio y Ramón nunca supo más nada. Se hundieron del todo en el pasado, igual que Margarita y su esposo, el marinero Osmar. «Bueno, al menos no se trata de mujeres», suspiraba Clara, viéndolo escribir las cartas con el entusiasmo de una nueva aventura. Lo que no sabía ninguno de los dos era que una hermana del Cabo Ortega estampillaba los sobres antes de despacharlos, apuntando en una lista los destinatarios sospechosos. ¿Cómo no iba a sorprenderle, en un pueblo donde nadie escribía nada, que alguien se carteara regularmente con Bolivia, Perú y el Paraguay? Un día no muy lejano, serviría para acusar a León de ser parte de la subversión internacional.

 

LXXVIII

 

Aquiles tuvo un sueño premonitorio, por esos días de Enero. Se vio a sí mismo, sentado a una mesa en la que un grupo de personas intentaba armar una bomba rudimentaria. A su derecha estaban el bisabuelo Ibrahim, el abuelo Heráclito y Ulises Martínez, siguiendo con atención las indicaciones del loco Yamil. Al frente y con cara de pocos amigos, el desaparecido Narciso, mirado de reojo al tío Parquímedes II, que a su vez le secreteaba algo al cabo Rumínides, muerto sin querer en tiempos de la anarquía. Se hallaban concentrados en los preparativos del artefacto, cuando de repente Ibrahim levantó su mirada y dijo: «Uno nunca muere por las razones que quisiera, pero en lo que a nosotros respecta, vamos a morirnos todos por lo mismo». Y en ese instante, la bomba explotó y Aquiles despertó sentado en su cama, chupándose el pulgar de la mano derecha. Se levantó de un salto, a mitad de la noche y cruzó la casa buscando la cama donde dormía su madre, igual que cuando era un niño y lo perseguían las pesadillas. Después recordó que su madre ya no vivía con él y le creció la angustia. «¿Será que la muerte trágica es el destino de todos los hombres de esta familia?», pensó, inmóvil en la oscuridad. Salió de la casa, trepó a la camioneta y se fue a despertar al tío Parquímides II, que dormía siempre con un ojo abierto. «A esta edad – decía - la muerte se aparece cuando uno menos la espera, así que mejor voy a estar preparado». Pero esa noche, qué curioso, el ojo centinela se le durmió en el puesto y a Aquiles le costó un buen rato concentrarlo en la narración de la pesadilla: “Fue sólo un sueño” dijo el tío, riéndose, “Ya ves cómo yo sigo vivo a los sesenta y ocho años, así que dejá las sonseras de lado y dormite de nuevo”. Pero Aquiles no lo olvidó y aún lo recordaba clarito cuando fueron con Ulises a la casa de León Valdéz. «Presiento que nos estamos lanzando al abismo», murmuró, bajándose de la camioneta. Su amigo se encogió de hombros, diciendo: «Este es el momento de acabar con ellos y cobrarnos el mal que le hicieron a nuestras familias, el maldito viejo Emir y sus dos malditos hijos, Julián y Fedípides». Y lo dijo con tanta rabia, cerrando los puños y siseando el desquite entre los dientes, que Aquiles se no volvió a hablar más de su mal sueño.

Sin embargo, por los días en que tuvo el augurio, aún no le afligían los vientos de la política. Fue en Enero, la época en que enterraron a Filoxena, el Intendente viajó a Norteamérica, Aristóteles se preparaba para convertirse en abuelo y Aquiles, hay que decir la verdad, no pensaba más que en Nuria Segovia. Había pasado más de un año del sábado en que la echó del corralón y aún seguía arrepintiéndose de haberlo hecho. «Esa mujer no es como uno se la imagina», solía comentarle al tío, pues jamás se habría animado a confiarle a Ulises un secreto tal. «Bueno, ninguna mujer es como uno la imagina», decía Parquímides II, riéndose burlón y sin poder creer que su sobrino fuera a enamorarse del diablo en persona. «No es tan mala», insistía el otro, obnubilado, escudándose en que, después de todo, sólo se trataba de un trato comercial. En realidad, así era. Después de meses de marchas y contramarchas, desayunos de trabajo y almuerzos informales, la relación entre ellos no había avanzado más allá del tuteo y algún comentario trivial sobre la vida del pueblo. Para Reyes de ese año crucial, una cuadrilla de pulidores traída de Foz dio los últimos retoques a una cocina que envidiaría Laida Manfredini, si la viera. Nuria quedó tan satisfecha, que además de saldar su cuenta en el acto, invitó a Aquiles a estrenar su propia obra.

- Quiero que te vengas a cenar esta noche - Le dijo entonces, sonriendo de un modo nuevo - Si sos capaz de hacer tal maravilla en mi cocina, lo menos que puedo hacer es inaugurarla contigo...

Aquiles asintió con la cabeza, porque no pudo hablar. «Por fin actúa como esperaba que lo hiciera alguna vez», se dijo, sin saber si se alegraba o desilusionaba. En todo caso, no hizo más que pensar en ella durante la tarde, preguntándose hasta el delirio cómo sería conocerla al fin, saber cómo era en la intimidad, de qué modo mágico le quitaba la vida. Ella, que de esas cosas lo sabía todo, siguió robándole el alma poco a poco. Le preparó una cena digna de un arzobispo, con carne del mejor contrabando y un vino de Burdeos que le había obsequiado el Juez. Los hongos y el condimento habían navegado miles de kilómetros antes de llegar a su mesa, lo mismo que los puros, hechos a mano por un cubano rumbero. Mientras Aquiles se atragantaba con el humo castrista, ella sirvió café colombiano en tacitas chinas y un licor de frutas de quién sabe dónde, para terminar el banquete con la frase que había estado puliendo toda la semana:

- Yo te satisfice en la mesa, ahora te toca satisfacerme en mi dormitorio.

Aunque había soñado ese momento durante meses, Aquiles quedó boquiabierto, abrumado por la ruda franqueza de la mujer. Sonriendo, ella se levantó de su silla y le hizo una seña graciosa, invitándola a seguirla. Aquiles se llevó la mesa por delante, derramó el vino sobre el mantel español y por poco no se quema la lengua con el cigarro, pero logró darle alcance en el momento justo en que ella abría la puerta del cuarto. Con el corazón en la boca, la vio encender una pequeña luz y mostrarle la cama, amplia y sencilla.

- Este será tu próximo contrato - Dijo entonces Nuria, mirándolo con intensidad desoladora - Quiero que construyas para mí el más hermoso dormitorio de Nueva Atenas, algo que sea capaz de satisfacerme del modo más absoluto.

Aquiles, que seguía sin articular una palabra, retrocedió, anonadado. No sabía si se burlaba de él o si le hablaba en serio.

- Y no me mirés con esa cara - Le susurró la mujer, tocándole la punta de la nariz con un dedo - porque vas a terminar arruinando una noche maravillosa. Ahora, vamos.

Aquiles asintió, tragando saliva con dificultad. Cuando llegaron a la puerta de calle, ella se puso en puntas de pie y le dio un ligero beso sobre la mejilla, diciéndole:

- Tu trabajo fue muy profesional, señor Farjat, por eso te invité a inaugurar conmigo la obra. Prometo que la próxima vez haré lo mismo.

- Contrataré a los mejores - Murmuró Aquiles, recuperando la voz - y en tiempo record vas a tener el mejor dormitorio del pueblo. ¡No pienso perderme esa inauguración!

Ella soltó una breve carcajada.

- Te darás cuenta - Dijo después - que hubiera preferido no dormir sola esta noche, pero no soy como te dijeron que era.

Aquiles sonrió con tristeza y subió a la camioneta. «La culpa es mía, por haberla tratado como a una puta», pensó. Encendió el motor y se alejó despacio, como quien no quiere irse. Cruzó el pueblo, acelerando apenas lo suficiente. Las calles se abrían desiertas. Las luces, en casi todas las casas, estaban apagadas y sólo en el caserón de Epaminondas, la luz de las ventanas espantaban la noche. Una música suave escapaba por los postigos entreabiertos. «El pobre viudo no puede dormir», supuso Aquiles, aminorando la marcha hasta casi detenerla. «Ha de extrañar a la esposa que se le fue, tanto como yo extraño a la que no me llegó. De alguna manera, tenemos en común el mismo insomnio». Por un instante pensó en bajar y hacerle compañía, pero luego cambió de idea y siguió andando, rumbo a su casa.

 

LXXIX

 

Para Niké, sólo había una persona en el mundo más odiosa que a la criatura que llevaba adentro: aquel que se la engendró. No le perdonaba el haberla dejado sin más, aquella noche. El haberse marchado con cualquier excusa, como si ella fuese una negrita del campo, alguien que se toma y se deja, no una Manfredini. Aún suponiendo que su burda excusa fuera cierta, si de verdad había ocurrido algo terrible, ¿no podía haberla llamado al día siguiente y explicarle? ¿Qué cosa tan horrible podía ser como para impedirle avisarle más tarde, cuando ya estaba en Buenos Aires? Al principio, estaba segura de que la llamaría en cualquier momento, si es que no golpeaba a la puerta. Averiguaría su dirección de un modo u otro, cruzaría el cielo y el infierno, de ser necesario, pero iría por ella, más tarde o más temprano. ¿No era eso lo que había oído siempre de él? ¿No decían que nada lo detenía y que era capaz de la hazaña más memorable? Pero Camilo nunca apareció. Jamás le envió una carta, ni la llamó por teléfono. Nada. Ni el más pequeño mensaje. Ni la menor seña. Ningún gesto que le permitiera creer que aquel fin de semana había significado algo para él, hasta que un día pensó que tal vez él estuviera muerto. Preocupada, preguntándose si su padre no había hecho algo espantoso, pasó llorando los primeros tiempos del destierro, creyendo que no tardaría en confirmarse la nueva desgracia. Luego, al ver que el tiempo pasaba y nada ocurría, tejió una trama de mensajeros que le permitió saber que Camilo estaba de lo más bien, viviendo en una casita campestre con su famoso perro. Entonces, la aflicción dio sitio al despecho más envenenado. Cambió lágrimas de amor por otras más amargas, las de la humillación sin medida. ¿Quién se creía que era ese infeliz, para dignarse a olvidarla? Con vergüenza de niña rica, juró vengarse. Escribió una larga carta a su padre, en la que inventaba - con lujo de detalles - el modo deshonroso en que Camilo la había engañado y mancillado, obligándola a un acto que ella jamás hubiera consentido, de haber podido negarse. Con la delectación que le dictaba el odio, pulió una y cien veces cada frase hasta que no tuvo la menor duda del modo en que su padre lavaría su honor: matando al infame. “¡Te advertí con quien te metías!”, gritó, con todas sus fuerzas, desde el balcón que daba a la bahía. Su voz, mojada de llanto, nunca llegó hasta Camilo. Quedaría suspendida sobre su alma hasta el día en que la muerte les permitiera el perdón. En cuanto a la carta, jamás alcanzó a enviarla. La guardó al fondo de un cajón y se olvidó de ella, pues entonces descubrió que estaba embarazada.

La noticia la desequilibró por completo. Llorando, se golpeó el vientre con ambas manos, odiando con tanta fuerza al nuevo ser, que se convenció de que podría expulsarlo. Sólo se refería a él llamándolo «el maldito niño», como para que le quedara claro que no era bienvenido. Sin que nadie la viera, se metía dos dedos en la garganta y vomitaba hasta que el cansancio la vencía. Se debilitaba con atroces huelgas de hambre, fajaba su cintura con elásticos implacables, pretendiendo ahogar al «pequeño monstruo» que la incordiaba. Pero nada consiguió, pues la vida se empecinó en crecer.

- ¿Cómo que está embarazada? - Gimió Aristóteles cuando lo supo, con el rostro desencajado - ¿Embarazada de quién?

- No quiso decírmelo - Mintió Laida y enseguida tuvo que rogar a todos los santos que Niké también lo hiciera, pues Aristóteles no tardó ni un segundo en llamarla por teléfono. Para fortuna de todos, la hija mantuvo el secreto, aunque por sus propias razones. Lleno de ira, Aristóteles la insultó con las peores palabras que se le ocurrieron y arrojó el aparato contra la pared, haciéndolo pedazos.

- ¡Debió ser ese desgraciado de Insaurralde! - Exclamó, rompiendo de un puñetazo un jarrón contrabandeado de Nueva Delhi - ¡Ah, pero esta vez lo voy a matar con mis propias manos!

Mientras el marido la emprendía a puntapiés contra una mesita de caoba de Luxemburgo, Laida corrió al otro cuarto y llamó de urgencia a Niké, quien le dijo «Decíle a mi papá que me voy a matar». Desesperada, Laida volvió al dormitorio, donde la nueva víctima era un cuadro de Flandes. «¡¡Ari, Ari, dice que se va a matar!!», gritó, imponiendo su terror de madre sobre la furia del padre. «¡Pero qué se va a matar, la muy puta!», respondió el marido, quitándole de un manotazo el segundo auricular y haciéndolo astillas contra el respaldar de la cama. Luego, como para dejar de manifiesto cuánto conocía a su hija, agregó:«¿Vos creés que se va a matar? ¡¡Mentira, no debe hacer otra cosa que pensar en cómo vengarse del hijo de puta que la preñó!! ¡¡Aaah!! ¡¡Si yo lo agarro a ése!!» Por las dudas, Laida regresó a Buenos Aires y se quedó con ella hasta las cercanías del noveno mes, cuando tomaron un camarote en el Cinta de Plata y desandaron en silencio los dos mil kilómetros que las separaban de la furia paternal. Llegaron a casa un domingo a la noche, agotadas y tristes. Nadie salió a recibirlas, pues Aristóteles le había dado franco al personal, para que no lo supieran. Sin levantar la mirada del suelo, la orgullosa Niké cruzó el jardín con su panza a cuestas, subió las escaleras hasta el cuarto y se acostó en su cama de niña a esperar la maternidad. Nunca, como entonces, estuvo más silenciosa la casa de los Manfredini. Aristóteles dio órdenes terminantes de que nadie más que él o su mujer subieran al segundo piso, en tanto decidía qué hacer con su desgracia.

- Sólo hay una persona que puede ayudarnos en este momento - Dijo por fin, el lunes - Vamos a llamar a Epaminondas.

- ¿A él? - Se sorprendió Laida, que con tanta angustia había perdido buena parte de su célebre belleza - Pero si hace meses que no nos hablamos. ¡Ni siquiera fuimos al entierro de Filomena!

- Sabés bien que Espeucipo se fue a Norteamérica y que no hay nadie más - Explicó él - y en cuanto al entierro, yo mandé una corona de flores en nombre de la familia. Vamos a llamar a nuestro viejo Epaminondas, te digo, no hay más remedio.

- Bien, suponemos que nos ayuda en lo que sea que se te haya ocurrido - Dijo la esposa, enfrentándolo - ¿Y después? ¿Qué vamos a hacer luego con el niño que nacerá? ¿Cómo vamos a esconderlo? ¿Dónde?

- Vamos a deshacernos de él - Respondió Manfredini, echando nuevos trocitos de hielo en su vaso - No pienso permitir que la calentura de mi hija me arruine la reputación de la familia.

- Bien, bien. Nos deshacemos de él - Aceptó Laida, con amargura - ¿Y cómo lo hacemos? ¿Lo ahogamos en un balde? ¿Le pedimos a Epaminondas que lo haga él? No deja de ser nuestro nieto, de quien estamos hablando. Yo no...

- ¡Por supuesto que no lo vamos a matar! - Interrumpió Aristóteles, mirando hacia el fondo del vaso - Se lo regalaremos a alguien, pero de modo tal que nunca más sepamos de él. Ese maldito bastardo debe desaparecer de nuestras vidas, para siempre.

- ¿Y querrá Niké que hagamos éso?

- Aunque no quiera. Ya nos lo agradecerá, algún día. Por su bien lo hacemos.

Aristóteles Manfredini se bebió todo el contenido de un solo envión y luego se quedó en silencio, apoyando la cabeza sobre las manos. Estaba desolado.

- Lo único que pido - Dijo - es que nunca más sepamos de la inmundicia que nuestra hija nos ha traído a casa.

Laida levantó el auricular, llorando en silencio. Al pie de la escalera y sin que la vieran, Niké había escuchado hasta la última frase. Temblando de miedo y rabia, secó sus lágrimas con la manga del camisón y salió en puntas de pies hacia el jardín. Pensó que no era mala idea darle a su padre una sorpresa, así que buscó una cuerda larga en la barraca de las herramientas y se encaminó hasta el árbol de mangos, a cuya sombra pasaba los veranos. Era hora de terminar con todo.

 

***

 

 

 

Capítulo 18

 

(Se inicia la Revolución, con una calma chicha que no permite imaginar lo que

vendrá después. Camilo recibe una noticia que lo descalabra y aparecen nuevos

e insólitos personajes)

 

LXXX

 

E

n apenas un mes de intenso trabajo, la Organización Campesina Perímetro González había cubierto la totalidad de las pequeñas chacras y sembradíos que rodeaban Nueva Atenas, a tiempo que creaban los rudimentos de una compleja red de información solidaria. Cualquier suceso considerado importante - un nacimiento, una enfermedad, algún problema con los animales o las cosechas - se comunicaba al resto de la región en menos de una hora, mérito que en poco tiempo más permitiría a Camilo y sus hombres escapar de la primera trampa tendida por el Coronel Verón. «¡Ahí vienen los Descalzos!», gritaban los niños y la familia salía a recibir a los muchachos, que llegaban cargados de bolsas de semillas y fertilizantes, acopiadas en la escuela agrícola. Cuando las reservas se agotaban o era necesario contar con algo de lo que no disponían, acudían a Aquiles, que siempre abría las manos. Aquí y allá, en todas partes, Camilo explicaba a quien cruzaban la simple táctica de la utopía: “Esta primera etapa terminará cuando ya no sea necesario comprar nada en los almacenes de Manfredini y Caballero, porque mientras ellos sean nuestros acreedores será imposible salir de la miseria. En dos años más, no habrá un sólo campesino endeudado y allí vamos a pasar a la segunda etapa, la que acabará para siempre con la ignorancia y la mala salud. ¡En cinco años, no habrá en Nueva Atenas más campesinos analfabetos, enfermos o endeudados, porque una cosa lleva siempre a la otra!”. Y lo repetía de un punto al otro de la geografía vecinal, mientras Efigenio y Carápulo anotaban en un cuaderno las urgencias. Tan rápido como podían, se distribuía el trabajo para una inmediata solución, asegurando así la buena voluntad de la gente que visitaban y su incorporación al vasto plan diseñado por Terámenes. «Si actuamos como una gran familia - decía el cura, soñando despierto - no está lejano el día en que ni los Caballero ni otros como ellos podrán enriquecerse a costilla del pobre». El Chato Ortiz, Mefístoles Araña Pateada Saravia y Segundo Chavarría componían la segunda línea del Operativo, a cargo de de conseguir los elementos solicitados. Había aún un tercer círculo, comandado por el ingeniero Ruíz y secundado por Pajarito Triste, Bienvenido Morales y Temóstecles Santacruz, los que dedicaban su tiempo a los asuntos agrarios. Diez personas sobre el campo y un ideólogo - el director de la escuela - eran la totalidad del grupo que muy pronto desataría la trágica Guerra de los Descalzos. Sólo faltaba Severino, a cargo de la chacra por una súbita enfermedad del padre.

- Está muy bien para empezar - Dijo Terámenes al finalizar el mes, cuando se reunieron para analizar lo actuado - pero una cosa es decir que vamos a cambiar el mundo y otra es cambiarlo en serio, más si se supone que lo vamos a lograr en sólo cinco años. En primer término, por más que algunos nos llamen comunistas, la verdad es que necesitamos conseguir un par de capitalistas de apoyo, pues al pobre Farjat ya lo esquilmamos demasiado...

- ¡Que no se sepa, padre, porque se caerá un mito! - Exclamó Efigenio y todos se unieron en una gran carcajada. Pero apenas se acallaron las risas comenzaron a escribir una pequeña lista de posibles candidatos.

- ¿Y qué les ofrecemos a cambio? - Preguntó Manganeso, que no veía por qué razón los elegidos aportarían para algo en lo que no tenían nada que ver.

- Y qué se yo. ¿Por qué no un paseo por el campo? - Bromeó Carápulo.

- O un descuento en la compra de verduras y frutas.- Sugirió Pajarito Triste.

- ¡Una foto del cura!

 Las chanzas hubieran continuado un buen rato más si a Temóstecles no se le hubiera ocurrido una idea a la medida de la situación:

- ¿Y por qué no le pedimos un aporte anual a Atenea González, la viuda del supermercado? A cambio, podríamos ofrecerle frutas y verduras en exclusividad para todo el año. Imagínense. La cadena de despensas que tiene Caballero no tendrá dónde comprar y se verá obligada a importarlas o a contrabandearlas, es decir, tendrá que vender más caro. La viuda nos lo va a agradecer.

- Y Caballero nos odiará un poco más, pero la idea es buena - Dijo Camilo - Y si logramos organizar a todos los campesinos, sin que se nos escape ni uno, podremos financiar nuestro trabajo con la exclusividad en varios rubros, como ser leche, carne, huevos y qué se yo, alguna otra cosa que se nos vaya ocurriendo.

- El problema - Intervino Manganeso - es que ustedes no ven el asunto en perspectiva: las estancias de Caballero y Manfredini ocupan casi la mitad del territorio y rinden un setenta por ciento del total producido. En plan de competir, nos van a pasar por arriba. Pueden abastecer a todos sus almacenes, incluyendo los que tienen en la campaña.

- Si y no - Habló Terámenes, que estaba muy atento - porque del porcentaje que producen los campesinos, nada es consumido por ellos. Todo se entrega a cambio de la deuda que tienen con Manfredini o con Caballero. Mi propuesta es que no lo hagan más, que dejen de pagar hasta que puedan equilibrar sus economías. Según lo veo, es una pérdida del treinta por ciento cada mes para Caballero y Manfredini.

- ¡Pero padre, los van a echar de sus tierras! - Objetó Bienvenido.

- No, si están unidos en una gran cooperativa - Respondió de inmediato Camilo, que había previsto ya la idea del sacerdote – Según una vieja ley, si las tierras pertenecen a una cooperativa, los acreedores no pueden tomarlas como parte de pago, como han hecho hasta ahora cuando alguien entra en mora. Si la gente confía y pone su chacrita a nombre de la cooperativa, está salvada. Manfredini y Caballero tendrán que negociar un saldo, dividirlo en cuotas y cobrar mes a mes y en dinero, dentro de las posibilidades de cada deudor. Sólo habrá que actuar muy rápido y en secreto, para que cuando se den cuenta de lo que pasa ya sea demasiado tarde.

- Se trata de convencer, uno a uno, a más de cinco mil pequeños propietarios ¡Es una locura!

- No tanto - Dijo Camilo, sacando cuentas - Si cada uno de nosotros se hiciera cargo de diez por día, necesitaríamos sólo cincuenta días. Mes y medio. Y menos, si consideramos que ellos también se van a convencer entre sí.

- Siete semanas - Precisó el ingeniero.

- Menos aún - Intervino Terámenes - si cada persona que convencemos se encarga a su vez de convencer a alguien más. ¡Los desafío a lograrlo en un mes!

- Lo malo de esto - Comentó en voz baja Manganeso, mientras los muchachos festejaban con anticipo el éxito de la idea - es que necesitaremos un buen abogado para redactar la constitución de la cooperativa. Alguien que no se venda a la primera oferta de Manfredini.

- Tendrá que ser alguien de afuera - Dijo Camilo - voy a preguntarle a Aspasia si conoce a alguien que sea capaz de guardar un secreto así. De paso compruebo cómo funciona nuestra red de mensajeros.

Aspasia no conocía a ningún abogado, pero fue con su inquietud a León, cuya mujer  recordó que el hermano de Maurizio Scarpa, el dueño del bodegón que había pasado a manos de su madre, era un abogado de fuste en Iguazú, el pueblito fronterizo del lado argentino. Se llamaba Luis María Scarpa y había sido, en otros tiempos, cliente asiduo y serio pretendiente de Mariazinha, por lo que no se negaría a ver el tema si ella se lo pedía. «A mi me parece medio complicado, pero veremos qué dice el jefe», dijo Aspasia, reiniciando el proceso de interpósitas personas para llegar a Camilo. En menos de seis horas, la red de amigos llevó el mensaje y trajo la respuesta, escrita en un papelito que alguien deslizó bajo la puerta del bar: «Hagan una cita con el hombre. Iremos allá». Aspasia sonrió, complacida. Ser amiga de los Descalzos la hacía sentir importante.

 

LXXXI

 

Claro que no a todo el mundo le resultaba tan fácil dar con Camilo. Para los no iniciados o para los que ignoraban que se había establecido la red de protección, llegar hasta el líder de los Descalzos podía resultar poco menos que imposible. Para el Doctor Epaminondas, por ejemplo, que estaba algo alejado de sus asuntos. No era para menos, después de todo, con la muerte de Filoxena y la posterior depresión que le cayó encima. Además, había tanto para hacer. Firmar los mil y un papeles del entierro. Conseguir un mausoleo más apropiado, en vez del nicho claustrófobo en el que habían metido al ataúd. Arreglar la casa. Guardar en un baúl la ropa de la muerta. Descolgar sus fotos de las paredes. Regalar sus sábanas, las fundas de sus almohadas y hasta el colchón, para quitar de la casa el olor a agonía. Y estaba el asunto del seguro, esa impúdica cifra que habían pactado una vez, cuando la posibilidad de que uno de los dos muriera era tan lejana que daba risa. Ella había tenido la idea de pactarlo en libras esterlinas, porque sonaba más fino. No había sido una mala elección, después de todo. «Doscientos mil libras», murmuró el viudo, sentado sobre la cama conyugal. «¿Servirá para devolverme el gusto por la vida?». Cuando sonó el teléfono, el susto que le dio lo dejó helado. Por un instante pensó que era la muerta, desde el más allá. Pero no, era Laida y desde bastante más acá. Querían hablarle con urgencia. Ya mismo, incluso. Cuestión de vida o muerte. «Bueno, vengan enseguida», le dijo él. ¿Qué podía ser tan urgente en una mujer como ella, que lo tenía todo? Si estuviera enferma, pensó, acudiría a un médico extranjero y no a él, pobre matasanos de Nueva Atenas. «Vamos para allá», contestó ella y para el viudo, el uso del plural  le ratificó un ligero interés al asunto. Encendió las luces de calle y puso a calentar agua en la cocina, por si debía convidar café.

Llegaron en quince minutos, señal de que ya estaban listos para salir cuando le llamaron. Los golpes, rápidos e imperiosos, le hicieron comprender que se traían algo serio. Fue a abrir la puerta y entraron en tropel, empujándose uno a otro. Estaban todos. Padre, madre e hija. El Doctor se quedó sorprendido, pues ignoraba que Niké estuviera embarazada. Aristóteles, que lucía más tenso de lo que lo hubiera visto nunca, empezó un enrevesado discurso en el que mezclaba el valor de la amistad con las disculpas por no haber asistido al velorio, mientras Laida se enjugaba las lágrimas y la parturienta miraba hacia cualquier sitio, con los ojos fríos de quien ya no quiere nada de nadie. «Vengan a la cocina, bebamos un cafecito», dijo el dueño de casa y las visitas parecieron relajarse un poco. «Nuestra hija dará a luz en cualquier momento», explicó Aristóteles, como si no bastara la enorme panza para anunciarlo. «Queremos pedirte que se quede aquí, en tu casa y sin que nadie lo sepa. Sólo podemos confiar en vos. Naturalmente, vamos a pagarte muy bien por este inmenso favor que le hacés a nuestra familia. Pero nadie debe saber de este nacimiento, amigo. Nadie en el mundo». Epaminondas no respondió. Se limitó a mirar en silencio el rostro adolescente de Niké, pálido y demacrado.

- ¿Qué piensan hacer con el bebé? - Preguntó de pronto, intuyendo que el problema debía estar en la filiación del pobre vástago.

- Vamos a cederlo en adopción, por eso es tan importante que nadie lo sepa - Respondió Laida, con un ligero temblor en la voz.

- Sólo aceptaré si ella acepta salir de aquí con su hijo, jamás por separado - Dijo el médico, mirándolos a los tres, uno a uno - Lo que hagan después, ya no será asunto mío.

- No vamos a involucrarte en nada raro, por supuesto - Intervino Aristóteles, con alivio - Sólo nos interesa salir de esta desgracia del mejor modo posible. En lo que respecta a tus honorarios...

- Vayan nomás - Interrumpió - esta jovencita necesita tomarse algo caliente y descansar.

Como si hubiera sido una señal, Niké soltó el aire que guardaba en el pecho y se acomodó en una de las sillas, mientras sus padres salían sin despedirse de ella. Junto a la puerta de calle, Laida se volvió hacia el viejo amigo y le dijo, con ojos llenos de lágrimas: «Casi se nos ha suicidado esta noche, colgándose en el patio. Cuidála mucho, por favor, no importa cuanto dinero cueste».

- Quizás no te das cuenta, todavía - Dijo el Doctor, sonriéndole con mucha pena - pero si hay algo que en este asunto no tiene ninguna incidencia, es el dinero. Yo voy a hacer por ella todo lo que me corresponda, pero no porque sea tu hija o la de nadie en especial, sino porque es lo que suelo hacer. Váyanse a casa y ya les avisaré cuando nazca el niño.

El médico cerró la puerta y regresó junto a su inquilina. Niké, que se veía mejor en ausencia de sus padres, se puso trabajosamente de pie y dijo: «Las dos cosas que no debo decirle por nada del mundo es cuánto le van a pagar y quién es el padre de mi hijo bastardo. Bien, prepárase para que se lo diga de todos modos: mi padre pondrá en sus manos cincuenta mil dólares por cada mes que yo pase en esta casa, cuidando y amamantando al hijo de Camilo Insaurralde». Epaminondas abrió los ojos y la boca al mismo tiempo que se quedaba mudo. ¿Qué otra cosa que un terrible destino podía significar lo que acababa de oir?

 

LXXXII

 

En ocasiones, sobre todo a la hora serena y solitaria del amanecer, Isabel se sentaba bajo la guayaba y recordaba el mundo de su infancia, roto el día en que los ojos del artista la vieron por primera vez. Esa escena, ese sagrado momento, se repetía en sus sueños a menudo, llenándola de congoja. ¿Cómo pudo quedar tan lejos? Había sobrevivido a veinte años de olvidos superpuestos y adioses voluntarios, pero aunque poco a poco se le fueron borrando los besos en la playa y los secretos desmayos bajo la luz de la luna, nada pudo arrasar la mirada, los ojos de Jeremías. Tan mansos y nobles. Capaces de atravesar un alma para siempre, domándola, esclavizándola a un recuerdo sin fin. De los demás, en cambio, de los otros actores del drama no le quedaban más que sombras sin formas. Desaparecieron, tragados por la definitiva distancia del olvido. Sus nombres poco le significaban, despojados de la carnalidad del afecto cotidiano. El capitán Vergoechea. Su madre Maruja. Sus pequeños hermanos. El párroco Juan Antonio, delator e hipócrita. ¿Qué habrá sido de ellos? Jándula Marcó Del Pont, muerto un año atrás, le había anunciado que el capitán se dio un tiro, tal vez de pena y arrepentimiento. Quién sabía. Y a quién le importaba.

- Mamá, ¿soy parecido a mi padre? - Le preguntó una noche Camilo, mirándola desde el otro lado de la mesa.

- No, la verdad es que no. Tú te pareces más a mí - Respondió Isabel y por primera vez cayó en cuenta del detalle. En realidad, lo único de él que podía recordarle a Jeremías era el modo de andar, tan orgulloso. Pero nada más. El Jeremías que ella conoció estaba muy delgado y pálido. Camilo, en cambio, era fuerte y moreno, quemado por el sol que bañaba las chacras. Jeremías era el hombre más manso del mundo. Camilo, por el contrario, estaba siempre dispuesto a la aventura.

- ¿Y no te decepciona que no me parezca un poco más a él? - Susurró Camilo, sonriéndole con picardía.

- Tonto, por supuesto que no - Respondió Isabel y se levantó de su sitio para ir a darle un beso - demasiado tienes ya con parecerte a mí. ¿Sabes, Camilo? Siempre he pensado que si yo fuera un hombre, sería como eres tú. Hasta físicamente, te pareces a mí.

- Es decir, madre, que se puede amar igual a personas distintas - Dijo Camilo, mirándola de un modo que ella no supo interpretar.

- Sí, claro, pero...- Ella dudaba - ¿Por qué, exactamente, me dices éso?

- Quizás yo ya no esté en casa nunca más, mamá, y no me gusta nada la idea de que te quedes sola.

- Oye, atrevido - Isabel simuló un enojo que estaba lejos de sentir - ¿estás pretendiendo decir a tu propia madre que se busque otro marido? Ya tuve uno, el que fue tu padre y nadie que haya conocido estuvo ni siquiera cerca de parecérsele.

- Eso lo entiendo, mamá, pero si mi padre no hubiera muerto, tal vez hubiera cambiado mucho en estos veinte años - Dijo Camilo - Quizás ya no sería hoy el mismo que recordás. ¿Igual lo seguirías amando?

- Mira, Camilo, no vengas a confundir a tu madre con esas filosofías que te enseña el cura, que yo tengo muy claros mis asuntos...

- Sólo digo, mamá - Camilo estaba muy serio, actitud que era extraña en él - Sólo te digo que un día en que yo no esté, tal vez tengas que querer mucho a alguien que no se nos parezca en nada. Ni a vos, ni a mi padre y ni siquiera a mí. Entonces, los recuerdos no serán importantes a la hora de volver a hacer tu vida.

Isabel recordaría muchas veces esta conversación, sobre todo cuando ya se hubiera cumplido el temor de Camilo y ella estuviera más sola que nunca, aferrada al amor de personas que en nada se les parecían. Aplastada a sangre y fuego la rebelión de los Descalzos, muertos y enterrados Camilo y los amigos que habían alegrado su mesa tantas veces, Isabel comprendería en toda su profundidad el sentido de lo que conversaron esa noche. Una de las últimas, precisamente, que pasarían juntos.

 

LXXXIII

 

Sentados en la oficina del corralón, Aquiles y Terámenes se miraban por sobre el mapa que habían extendido sobre el escritorio. Los ojos del cura, vivaces y atentos, no se despegaban del gesto dubitativo del comerciante, que se había quedado sin saber qué decir. Eso sí; sacaba cuentas a gran velocidad. «Este hombre terminará fundiendo mi negocio – pensaba Aquiles, rascándose la barbilla - pero su plan está tan bien expuesto que se me hace difícil decirle que no». Para ganar tiempo, volvió el mapa del revés, revisó los datos anotados a un costado y cargó en una calculadora las cifras fundamentales. Pero, lo viera como lo viera, el resultado seguía siendo definitivo: en no más de dos meses habría quebrado una empresa que le llevó quince años levantar. Se puso de pie, guardó las manos en los bolsillos y tomó aire, mirando por la ventana el ambular de los empleados, cargando de mercadería un gran camión. Finalmente, dijo:

- Su plan es tan audaz, padre, que si resulta habrá cambiado la historia. Pero si falla, nos habrá fundido para siempre.

- ¿No es eso lo mejor que tiene? - Respondió Terámenes - Muy pocos hombres tienen la oportunidad de torcer el curso del mundo. Usted la tiene. ¡Y no me diga que si tiene que elegir entre hacer dinero y hacer historia, elegirá lo primero!

Aquiles suspiró.

- Padre, usted me sobrestima. Aprecio mucho la obra que realizan desde la escuela y no me va a faltar nunca voluntad de apoyarla, pero - volvió a mirar el mapa - ésto es demasiado. Sólo soy el dueño de un corralón, padre. No soy Gandhi, ni Cristo, ni deseo terminar como ellos, la verdad.

Terámenes soltó una risita y todo su enorme cuerpo pareció convulsionarse. La silla crujió bajo su peso de gigante bueno.

- Aquiles, hijo mío - Dijo, sin dejar de sonreir - Más bien me parece que sos vos el que se subestima. Si mi plan fallara, cosa que no sucederá, no tengo dudas que te sobrarían agallas para volver a levantarte. No creo, ni un tantito así, que el temor te impida decirle que sí a un proyecto que puede cambiar la vida de tanta gente.

Aquiles meneó la cabeza, apenado. No podía hacerlo. El riesgo era demasiado grande. Ceder por cinco años el corralón a la Cooperativa de la Organización Campesina y ganar a cambio la clientela rural en exclusiva era, sin duda, una jugada atractiva, pero muy riesgosa. Lo más probable es que lo perdiera todo.

- Al menos por ahora, debo rechazar su plan - Contestó, sin dejar de mirar por la ventana -pero tal vez sólo por ahora. A cambio y para demostrarle que de verdad apoyo la idea que llevan adelante, no sólo voy a mantener mi aporte, sino que le ofrezco una línea de crédito para materiales de construcción. Todo al costo y a pagar dentro de los cinco años que usted necesita para cambiar al mundo. Terámenes paladeó su triunfo sin que se le notara. La táctica de pedirle el máximo para obtener algo más de lo que ya tenía, había dado resultado. Aquiles seguiría ayudándoles y más que antes. Buscó en la sotana una imagen de San Crispinito y se la obsequió, para compensar el aporte. Bajó equilibrando por la escalerita, tiró un par de bendiciones al aire y al rato pedaleaba alegre de vuelta a su escuela, montando la bicicleta que le había prestado Isabel. Aquiles se quedó mirándolo desde la vereda. Le fascinaba el viejo cura. Cuánta fuerza. Cuánta convicción. Acaso se había dado cinco años para su proyecto de cambiar al mundo porque no creía que pudiera vivir mucho más que éso. Sólo cinco años. Más que suficientes para que las fuerzas contrarias a su idea se unieran para aplastarlo. ¿Cómo esperar, por ejemplo, que Verón pasara por alto la creación de una cooperativa campesina? Por mucho menos le había pegado un tiro al Gringo Gasparutti, durante la huelga de los portuarios. Cinco años, después de todo, tal vez fuera mucho tiempo.

Sin embargo, muy pronto se olvidó del cura y de su estrafalario sueño. Ese día se cumplía el plazo que le había pedido a Nuria para construirle un dormitorio de película. Durante quince días, él y su grupo de albañiles, arquitectos y decoradores habían literalmente acampado en la casa de la mujer, que se había trasladado mientras tanto a un cuarto del hospital, el feudo que le habían dado sus amigos casi un año atrás. El resultado, a decir de ellos mismos, era asombroso. Nadie, ni el mismísimo Espeucipo, tenía en el pueblo un lugar tan bello y sugestivo, tan exclusivo como el que Aquiles había hecho construir para su clienta. Hasta tuvo la osadía de derribar una pared, la locura de hundir el piso casi medio metro, la desfachatez de elevar el techo y cambiarlo por una claraboya multicolor, el buen gusto de no privarse de nada. Caoba lustrada aquí y allá. Alfombras color beige compradas en secreto a un traficante de Sao Paulo. Y un vitraux antiguo, robado de una iglesia peruana y abandonado desde hacía años en los fondos de la Municipalidad, separando al dormitorio del baño, otro lujo asiático. La cama, un modelo de sencillez monacal, se alzaba en el centro de la estancia, igual que un altar, iluminado con discreción por un juego de luces tan intrincado como perfecto. A las cinco de la tarde, cuando estuvo seguro de que el personal había dado los últimos toques, llamó por teléfono a la dueña y la invitó a beber una botella de buen vino, a las once en punto. «La comida – aclaró - será lo de menos». Nuria no pudo soportar tanto. Llegó a las diez y media, así que fue una suerte que él estuviera esperándola en la sala. Abrió la botella de Chablís, sirvió dos copas y luego la guió hasta el tabernáculo sin estrenar. Ella se quedó con la boca abierta, tan maravillada que no supo qué decir mientras recorría su nuevo dormitorio, pasando las manos por las distintas texturas del sueño. «Por favor, andá a traer la botella que dejamos en la sala», dijo al fin. Aquiles fue y volvió en menos de un minuto. Fue suficiente para que ella lo esperara desnuda, recostada sobre la cubrecama nueva y lista para cumplir su promesa. En su honor, se había depilado hasta la última sombra de su cuerpo, así que parecía una niñita voluptuosa y grande.

 

 

 

LXXXIV

 

Como todas las madrugadas, Camilo se levantó de un salto a refrescarse con el agua del pozo. Solía dormir allí donde lo encontraba la noche, bajo el alero del campesino al que había acudido a convencer. Antes de marcharse rumbo a la próxima granja, ayudaba en los menesteres matutinos y daba las últimas instrucciones a su anfitrión, considerado ya un cooperativista y comprometido a incorporar por lo menos a un miembro más. Para los campesinos, se volvió una cuestión de honor poner en la mochila de los Descalzos una botella de leche, o algo de pan y queso de cabra, para que el trayecto no fuera tan duro. Por el camino, era común cruzarse con alguien que daba noticias de algún compañero, o entregaba un mensaje de Terámenes. A veces, las señas incluían un anuncio sobre los capangas de Manfredini, que habían empezado a desparramarse por el campo en busca de noticias. «Quieren saber en qué andamos», explicaba Camilo, calmando la ansiedad de la gente. «Simplemente, no les digan nada. Ustedes no nos vieron». Pero todo el mundo se veía con todo el mundo, de todos modos. Así como los Descalzos sabían qué hacían y dónde andaban los enviados del poder, lo mismo sucedía con éstos, que nunca perdían la huella de sus perseguidos. Pese a todo, Camilo y los suyos lograron mantener en secreto la creación de la cooperativa. Manfredini lo sabría sólo cuando la casualidad - una vez más - interviniera para desacomodar al mundo.

En uno de aquellos días intensos, Camilo salía de una chacra cuando vio aparecer, doblando una curva entre barquinazos, un auto oscuro. Sorprendido, advirtió a Muralla que saliera del camino y bajó a la banquina. El vehículo se detuvo frente a ellos, envuelto en una nube caliente y bermeja. Era el Doctor Epaminondas. «Tu amigo Efigenio me avisó que estarías más o menos aquí mismo, a esta hora», dijo el médico, sacando la cabeza por la ventanilla. Camilo, que no lo veía desde el entierro de Filoxena, se abrió paso entre la polvareda y apoyó las manos sobre el techo del Ford. «¿Pasó algo con mi madre?», preguntó,  intranquilo. «No, ella está bien. Sólo quiero hablar un poco contigo », dijo el viudo, haciéndole señas de que subieran al auto. «No, mejor estaciónese y vamos a charlar por ahí, ¿ve? hay un arroyito y mucha sombra», respondió Camilo, tratando de adivinar qué motivo había llevado a su amigo hasta allí. Pocos minutos más tarde, estaban sentados a la sombra de un inmenso mango. Muralla perseguía a un puñado de mariposas blancas.

- Usted me conoce desde que nací - Dijo Camilo, mirándolo fijamente - así que no necesita dar rodeos.

- Es cierto - Respondió el Doctor, aflojándose el nudo de la corbata - No vamos a dar rodeos. Quiero hablarte de Niké Manfredini.

Camilo no dijo nada, aunque una chispa de interés brilló en sus ojos. El médico hizo una pausa, pero como no recibió ningún comentario, continuó:

- Nunca hablamos de ella, después de esa noche en que fui con Aspasia a buscarte. No me debés ninguna clase de explicación al respecto, pero me gustaría saber en qué ha quedado esa relación entre ustedes.

Camilo sonrió. Dejó pasar varios segundos antes de responder:

- No puedo creer que se viniera hasta aquí para preguntarme algo tan tonto ¿Cual es el punto, pero el punto de verdad?

- Ella está viviendo en mi casa, desde hace tres semanas.

Entonces sí, Camilo se sobresaltó. Volvió a dominarse de inmediato y dijo:

- Lo único que supe de ella es que viajó a Buenos Aires a los dos días de aquella noche y bien, suponía que seguía allá. Jamás volvimos a vernos ni a hablarnos.

- ¿Puedo preguntarte por qué? Vos no te habrías arriesgado tanto si ella no fuera importante ¿O me equivoco?

- Bueno, lo era - Contestó Camilo, tomando una piedra y arrojándola lejos, sobre el arroyito -¿Por qué le importa ésto? No entiendo. Y usted tampoco: un amigo murió para que yo pasara esa noche con ella y todo para qué, para que se mandara a mudar así nomás, sin despedirse. ¿Acaso no supo que fue su padre el que mandó a que me metieran los tiros que recibió Perímetro? Como ve, tengo más de un motivo para que ella haya dejado de ser importante. ¿Vino hasta aquí para decirme que está viviendo en su casa? Lo siento, éso no me aflige en absoluto.

- ¿No irás a verla?

- Claro que no. Jamás - Respondió Camilo, poniéndose de pie y levantando la mochila que había dejado a un lado - Ella me costó la vida de un amigo.

- Pues de la vida misma se trata este asunto, Camilo - Dijo Epaminondas, incorporándose -¿No te parece que estoy demasiado viejo para andar llevando chismes?

- ¿Ella le pidió que me buscara?

- No, al contrario. Ella no quiere saber nada contigo. Te odia con una fuerza similar a la del padre, por lo menos - Aclaró el médico, sonriendo - Yo sólo vine porque si lo que ella dice es cierto, tengo la obligación de decírtelo.

- ¿Ah, sí? - Preguntó Camilo, regresando hacia el sendero - ¿Y qué dice?

- Que sos el padre de la beba que tuvo.

Camilo acusó el impacto sin ningún disimulo. Se puso pálido, sin atinar más que a mirar al médico, que le dio unas palmadas en la espalda, sintiéndose un poco abuelo. Caminaron en silencio hasta donde habían dejado estacionado el auto. Camilo, que luchaba por salir de su conmoción, murmuró algo relacionado al trabajo que tenía que hacer ese día y a que le sería difícil volver al pueblo en las próximas semanas. Después preguntó si lo sabía alguien más. «Unicamente los Manfredini», contestó el Doctor. «Pero no quieren que nadie se entere y en lo que a tu madre respecta, considero que es asunto tuyo si se lo decís o no». Camilo asintió, pensativo. El viejo médico volvió a palmearle la espalda y luego subió al vehículo. Camilo se apoyó sobre el marco de la puerta y le dio las gracias.

- Supongo que vas a pensar mucho en todo esto - Dijo Epaminondas, encendiendo el motor.

- Claro - Dijo Camilo - pero no le diga a ella que yo lo sé.

El médico sonrió, meneando la cabeza. Luego preguntó, como si acabara de recordar algo importante: «De puro curioso que soy, contestáme ésto: ¿Por qué no subiste al auto y preferiste conversar afuera?» Camilo respondió:

- Porque sería feo que algún campesino me viera así, disfrutando del aire acondicionado del coche. Además, Muralla es medio claustrofóbico.

El Doctor soltó una risita, diciendo «sabía que era por éso». Cuando estrecharon las manos, Camilo preguntó si la niña ya tenía algún nombre. «No, aún no», respondió el viudo. Entonces, repentinamente, el rostro del flamante padre se iluminó con una sonrisa. «¿Por qué no Candela?», preguntó. Quizás había intuido ya la inmensa y breve felicidad que le daría su hija. Concebida sin querer, parida con odio y condenada desde la cuna a una soledad insoportable.

 

LXXXV

 

El mes de Febrero pasó rápido, pues el desafío era grande y los Descalzos nunca fueron más de una quincena. Casi sin dormir, roncas las gargantas por el ardor de los discursos y cubiertos del polvo colorado del camino, recorrieron hasta el último rincón del valle y llegaron hasta aquellos sitios a los que jamás había llegado nadie, agujeros extraviados donde sobrevivían, cubiertos de pulgas, piojos y mugre, familias enteras, seres arrojados del mundo quién sabía cuándo ni por qué, pero que allí estaban, marginados de toda clase de civilización, arruinados. «La miseria es mucho más honda de lo que imaginamos cuando nos propusimos ésto», escribió Camilo, en un cuaderno que alguna vez sería quemado en la cocina del Coronel. El líder de aquel submundo de desclasados, un hombrecillo rudo llamado Pablo Lechín, recibió a Camilo a la entrada de una cueva que habían cavado en la roca, a pico y pala. «Cuando llegamos, hace casi un cuarto de siglo, no éramos más que diez personas», contó, mirando de reojo cómo Muralla se mantenía alerta, olisqueando el aire. Sentados en un círculo amplio, un centenar de hombres grises, escuálidos y cubiertos de harapos, le hacían coro a la reunión. Aquel primer grupo, explicó, estaba compuesto por mineros bolivianos escapados de las matanzas del año cincuenta y tres, cuando el Sindicato se enfrentó al Ejército. Cruzaron la selva petrolera, atravesaron de algún modo el chaco paraguayo y se establecieron en el hueco más profundo del valle, seguros de que nadie los encontraría. Pero pronto se les unieron otros perseguidos de aquí y de allá, perdedores que habían dejado atrás toda esperanza. En apenas diez años, la colonia de prófugos se había convertido en una colmena de más de doscientas personas y para cuando llegó Camilo, eran medio millar. Sobrevivían a la buena de Dios, cazando y pescando cuando tenían suerte y robando en las chacras vecinas cuando el hambre acuciaba. “Estamos condenados a no ser nada”, le dijo Lechín, abriendo los brazos con resignación, “pero si nos das algo por qué luchar, prometo darte un ejército que no se detendrá ante ningún peligro”. Camilo se quedó en silencio, mirando en derredor. A cierta distancia, un batallón de niños de caras sucias lo observaba con curiosidad, sorbiéndose los mocos entre las tacuaras que cercaban el campamento. A la orilla del río, un grupito de mujeres flacas y consumidas se arremolinaba sobre un bagre recién destripado y cubierto de moscardones verdes.

- Siempre hay algo por qué luchar - Murmuró Camilo, pero quizás sólo lo dijo para sí mismo. A la madrugada se marchó, preguntándose cuánto había de cierto y de mentira en las historias que había contado Lechín. Al mediodía, en un cruce de caminos se encontró con Efigenio, que también iba de regreso al pueblo. Camilo le narró el extraño encuentro y el amigo se rió de buena gana.

- ¡Tenías que ser vos el que diera con ellos! - Dijo, levantando una piedra del camino y arrojándola lo más alto posible, sólo para ver hasta donde llegaba - ¿Ves, Camilo? Así funciona el destino. Siempre escuché hablar de esa gente que vive en las cuevas del monte, pero nunca conocí a nadie que la hubiera visto. Ahora, compañero, algo me dice que de un modo u otro vas a tener que cargar con ellos.

Camilo tenía la misma impresión, pero no dijo nada. Hizo el resto del trayecto en silencio, pensando en Niké. Una y otra vez sacó cuentas de los meses transcurridos desde aquella noche. Eran nueve, ni más ni menos, nueve meses que alcanzaron para apagar todo sentimiento. Durante semanas enteras, la culpa y el despecho no lo habían dejado dormir. Culpa lacerante por la muerte de su amigo Perímetro. Despecho ardiente por la ausencia de ella, que se había marchado sin decir ni mu. Así nomás, como para dejarle claro que él no le importaba nada. Y ahora, justo cuando la estaba olvidando, apareció el Doctor con la noticia del hijo. De la hija, más bien. Nacida contra la férrea oposición de Manfredini. Una noche y sin saber qué hacer, qué decir ni cómo presentarse, se despidió de Efigenio y marchó al pueblo, hasta la casa del médico. Llamó a la puerta y aguardó, invadido por la ansiedad más intensa que hubiera experimentado en su vida. De pronto pensó que ella se sentiría asqueada, nada más verle la mugre que tenía encima. Tal vez fuera mejor emprender la retirada, total, ya podría volver otro día, de un modo más adecuado. Pero entonces se abrió la puerta y Epaminondas apareció con la niña en brazos, envuelta en una pañoleta blanca. Camilo se quedó mudo, atravesado por una emoción paralizante. Si hasta ese momento no había logrado reconocer ningún sentimiento especial, al ver a su hija todo cambió. Estiró una mano trémula hacia ella, pero no se atrevió a tocarla. Sólo la miró, sumergido en un silencio profundo y conmovido, mientras el Doctor permanecía inmóvil, como si no estuviera allí.

- Pensé que no ibas a venir nunca - Dijo, sonriendo. Se veía muy cómodo con la beba en brazos, como si también fuera un poco de sí mismo.

- ¿Lo sabe mi madre? - Preguntó Camilo, observando de cerca las pequeñas manos de la niña.

- No. Ya te dije que me parece asunto tuyo el decírselo.

- Hizo bien. Se lo agradezco.

- ¿No vas a entrar?

- No. Debo irme. Ya vendré después, con más tiempo. ¿Ya lo saben los Manfredini?

- Bueno, deben suponer que ya nació.

- Pero no llamaron.

- No.

- Pobre niña - Se quedó unos segundos inmóvil, mirándola - Bueno, me voy.

Camilo hizo un gesto que al Doctor le pareció lleno de tristeza. Luego alzó su mochila y se fue caminando a paso militar, hasta perderse en la noche. Niké lo vio partir, oculta tras las cortinas de una ventana del piso alto. Le pareció que se veía distinto al chico que recordaba. Parecía mayor, o quizás sólo fuera que estaba tan sucio y cansado. «Viniste por fin», murmuró, sintiendo una satisfacción fría y maliciosa. «Ahora vas a pagar por cada hora en que esperé una llamada tuya y por cada minuto que tu hija aguardó que vinieras a conocerla». Corrió las cortinas con un gesto y brusco y enseguida bajó a decirle al dueño de casa que nunca, pero nunca más, iba a permitir que la pequeña Candela fuera vista por Camilo.

 

***

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 19

 

(Por primera vez en la Historia, los subversivos buscan el respaldo de la Ley para

 iniciar su Revolución, pero al menos tienen el buen tino de hacerlo a través de una

prostituta adecentada y de un Juez corrupto)

 

LXXXVI

 

E

l Juez Luis María Scarpa, casado en segundas nupcias con Sandra Berlusconi, olvidó sin remordimientos sus dos matrimonios, la cama conyugal y la toga tribunalicia, cuando vio aparecer por su despacho a Mariazinha. La mulata, aunque cincuentona, mantenía el busto firme y las ancas impecables. Erguido el mentón, bamboleante el nalgaje, nada en ella había comenzado aún la curva de la decrepitud y eso era algo que todos, pero todavía más sus viejos admiradores, sabían apreciar. Usía suspendió, ipso facto, todo menester y se la llevó al Restaurante de las Cataratas, escenario de sus mayores triunfos. Entre vinos de Burdeos y langostas de quién sabe qué mar, había ablandado allí a mujeres de moral victoriana, fiscales insidiosos, abogaduchos traicioneros  y enemigos recalcitrantes, llevando luego a los hombres a fumar tabacos caribeños en el salón privado y a las damas, al Motel de las Camelias, suspendido con artes misteriosas entre la selva y el cielo. Aquel nido de amor era tan especial e inolvidable, que las sábanas se usaban por única vez, para no deshonrar la sombra de la cópula con nuevos sudores. Por artilugio nunca develado, los gemidos de las mujeres flotaban en el aire mágico muchos años después de haberse marchado, acunando con su melodía orgásmica el tremular de las mariposas. Las puertas y ventanas de los cuartos jamás se cerraban, ¿para qué? si nadie iría a espiar a nadie, ocupados como estaban en una felicidad absoluta. Amores que allí se iniciaban, se solía decir, duraban hasta la eternidad, o por lo menos hasta que uno de los miembros de la pareja no volvía allí con un nuevo consorte.

Mariazinha, que en realidad ni recordaba la cara del Juez, se sorprendió hasta tal punto con su recibimiento que recién en el tercer encuentro le volvió a la mente el motivo de su viaje. Con una copa de champagne en la diestra y el agua del jacuzzi hasta el cuello, no le costó convencerlo del asunto encargado, resumido en cuatro puntos por Terámenes. «Es sencillo de hacer», dictaminó el Juez, hundiendo la barriga frente al espejo del techo. «Eso sí, no sé qué va a pasar cuando el Juez de Nueva Atenas se entere. O mejor dicho, sí sé: arderá Troya». Mariazinha rió divertida, sin sospechar ni un instante el mal que se venía. Volvió a Foz, pasó el mensaje de aceptación y entre una cosa y la otra, recién a principios de Abril pudo concretarse la reunión de Scarpa con Camilo y el cura. «Entiendo que el sigilo es muy importante en el proyecto», dijo el Juez, hechas las presentaciones. «Así que será mejor que nos reunamos en mi casa, desde ahora». A partir de entonces Mariazinha quedó fuera, lo que le pareció natural. Regresó a Foz, satisfecha del deber cumplido y con la autoestima por las nubes, deseosa de mostrarle a Simona el collar de perlas recibido junto al último beso. Scarpa, que en pocos meses más tendría que usar su influencia para sacar a su amante de la cárcel, dedicó entonces la atención al disparatado proyecto que le habían llevado, comenzando por dar su más sincera opinión:

- Convertir al territorio en una gran cooperativa no es ilegal, pero requerirá de una retorcida interpretación de la Ley; además, no tengan duda que se enfrentarán a muerte con los latifundistas. Me temo que vamos derecho a una guerra, señores y en toda guerra muere alguien.

- Sin duda tiene razón - Respondió Camilo, con voz dura - De hecho, estamos en guerra con ellos desde hace décadas, aunque pocos se han dado cuenta. Cada chico que muere por desnutrición o por falta de atención médica es víctima de esa guerra. Bien; ahora vamos a pasar al contraataque.

- Que quede claro - Intervino Terámenes - que no es una guerra contra nadie en particular, sino contra un estado de cosas que ya no se puede aguantar más, por éso venimos a verlo a usted en vez de buscar un traficante de armas. Esta guerra busca justicia y no se hará con violencia.

- Sus nobles propósitos, padre, pueden no ser compartidos por el enemigo ¿Cuenta con éso?

- Naturalmente.

- Por otro lado y por muy justa que sea su causa, también comprenderá que la justicia humana puede ser comprada, manipulada, bastardeada y pisoteada ¿Tienen claro que tener razón no siempre alcanza?

- Por supuesto. Casi nunca alcanza.

Aunque hablaba con Terámenes, el doctor Scarpa no dejaba de observar una cierta tensión en la mirada de Camilo, un brillo que delataba un descontento muy hondo, una imperiosa necesidad de pasar a la acción. Tuvo un mal presentimiento y preguntó:

 - ¿Y qué si esto no resulta? ¿Cómo reaccionará la gente? ¿Qué harán ustedes?

Camilo se estremeció por un instante, pero fue tan nítido el ramalazo de adrenalina, que el Juez estuvo a punto de echarse atrás. «Desde entonces, siempre supe que iba a pasar lo peor», recordaría, con amargura, tiempo después. Sin embargo, aquella tarde fue el mismo Camilo quien respondió, sereno y medido:

- No hay modo de que no resulte, señor, pues aunque fracase nuestra idea siempre se habrá dado un paso adelante. La gente, por más que se desilusione al principio, entenderá y buscará nuevos modos. Incluso nuestros enemigos, cuando vean que no estamos contra ellos, sino contra el resultado una política que ya lleva un siglo, tal vez prefieran ceder algunas cosas.

Scarpa, que jamás en su vida olvidaría esta conversación, hizo aún un último intento por conocer a sus dos visitantes:

- Bien, ojalá así sea, pero ¿están seguros de que los campesinos no reaccionarán con violencia si este programa no sale como deseamos?

- Mire, Juez - Dijo Terámenes - Esa gente del campo ha soportado toda clase de violencias, vejaciones e injusticias durante más de cien años. Viven la violencia diaria del hambre y aún así, siguen mansos. ¿Qué le preocupa, en realidad?

- La política - Respondió el Doctor Scarpa.

- Señor – Contestó Camilo - Fue la política la que creó esta injusticia, no vamos a recurrir a ella para resolver ahora el problema.

- No me refiero exactamente a éso - Dijo el Juez - pero vivimos tiempos tumultuosos y no quisiera que...

- Ah, ya veo - Sonrió el sacerdote - lo que usted quiere saber pero no nos pregunta es si no hay un trasfondo político en nuestra organización. Comunistas, para ser precisos.

- Sí, claro - Aceptó Scarpa, sonrojándose un poco.

- Quédese tranquilo. Sólo son muchachos que estudiaron historia, filosofía y creen que vale la pena intentar mejorar el mundo en el que les toca vivir. Eso es todo.

- ¿Eso es todo, dice? - Preguntó el Juez, abriendo los brazos con preocupación - ¡Padre, así han comenzado todas las tragedias de la historia!

Terámenes soltó una carcajada y hasta Camilo se sonrió un poco. Luego, el cura se puso serio y respondió:

- Desde que el mundo es mundo, Juez, no hay nada más subversivo que la educación. ¿propondría entonces abolirla? Acá no hay más que una escuela rural buscando extender su radio de acción educativa hacia un modo más práctico, digamos, hacer realidad las teorías.

Sandra escuchaba la discusión desde la salita de al lado, esperando un momento oportuno para entrar con la bandeja del café. Picaba su curiosidad el modo conspirativo en que hablaban las visitas, ese extraño par compuesto por un muchacho mal vestido y un cura gigantesco y barbudo. Hablaban de los Manfredini ¿por qué lo habrían nombrado, dos o tres veces? Aristóbulo Berlusconi, su padre, era amigo íntimo de Efraín Fernández, el suegro de Aristóteles. La bella Laida, por su parte, había sido compañera de Sandra en el internado y aún se veían cada año para el almuerzo de los bancarios, a mediados de Mayo. Apenas oyó a Terámenes decir que el secreto era fundamental, decidió que llamaría a Laida para saber un poco más sobre la cuestión.

 

 

 

 

LXXXVII

 

Desde los arcaicos tiempos de Don Diego y Pisístrato, no se veía tanta actividad en el pueblo. Pese al sigilo en que se organizaba la cooperativa, había en el aire algo así como un tufillo rebelde, un ambiente que a los más viejos les recordaba las épocas del maestro Anaxágoras Pereira, opositor acérrimo al poder de entonces. En todas las reuniones, el comentario dominante era que «se vivía mucho mejor antes, cuando los Caballero no eran intendentes». La nostalgia estaba de moda y Arístipo puso una foto de Empédocles, su padre y fundador del bar, en una de las vidrieras del Areópago. Aquí y allá, como siguiendo a un mandato subterráneo y secreto, la gente no hacía más que criticar al Intendente y hablar de los cambios que se reclamaban. Hasta el padre Rigoberto, desde el púlpito, había encarado la cuestión con el apoyo de apóstoles remotos. Algunos, que ignoraban la enfermedad de Espeucipo, llegaron a preguntarse qué había dado lugar a la moda revisionista. ¿Por qué, de pronto, todo el mundo parecía disconforme? ¿De dónde había surgido la peregrina idea de reemplazar al Intendente? ¿Qué intrincado engaño daba lugar a tanto descalabro? ¡Obra de la sinarquía internacional!, clamaban los conservadores. La verdad, según se supo cuando ya no hacía falta, era mucho más simple. Había ocurrido que Agustina, ama de llave de los Caballero, se enteró de la enfermedad de su patrón y lo contó en su casa. Los hijos llevaron el chisme a la escuela, las maestras lo desparramaron por sus barrios y en pocas semanas no quedaba nadie que ignorara que el Intendente estaba enfermo, casi desahuciado, por lo que no sería nada raro que renunciara al cargo a la brevedad. La gente seria y bien informada no se creyó la historia hasta que la confirmó el propio Espeucipo, tres meses más tarde, cuando el soplo renovador había perdido prestigio, ahogado por las tensiones de una desgracia inminente. Sin embargo, hubo alguien que tomó debida nota de cada comentario. Nada fue pasado por alto en la oficina que el Turco Julián tenía en el puerto. Allí, en la base del Sindicato de Portuarios, el capanga analizaba los síntomas, hilvanaba razonamientos y preparaba un diagnóstico que no tardó en llevar a sus jefes, más o menos por los días en que la Cooperativa estaba lista para entrar en acción. «Esto de cambiar al Intendente no es un asunto espontáneo, sino un plan bien establecido que sin duda sale de la gente del cura», apostó. Manfredini soltó una palabrota y el Intendente rugió: “¿Se atreven a meterse conmigo?». El Turco hundió un poco más su daga, acercándose peligrosamente a la verdad:

- Eso no es nada. El problema es otro: Insaurralde ha logrado unificar a todos los campesinos. Este es el problema y no que la gente hable de cambiar al Intendente.

- ¡Ese maldito pendejo! - Maldijo Aristóteles, poniéndose rojo de rabia - ¡Si vos y tus estúpidos secuaces sirvieran para algo, haría rato que hubiera dejado de darnos problemas! ¿Cuándo vamos a librarnos de él?

- Hay que reconocerle habilidad al chico - Respondió el Turco, herido por el insulto - Si logró meterse en su propia casa, con toda la guardia de por medio...

- No tratés de pasarte de vivo conmigo, Turco, que no se me movería un pelo si te metiera un tiro - Siseó Aristóteles, furioso no sólo por la rabia que le daba hablar de Camilo, sino porque el otro le recordaba la peor humillación de su vida - ¡En vez de hablar pavadas, debieras mostrar un plan para deshacernos de ese infeliz!

- Ahora es mucho más difícil - Reconoció Julián, pasando por alto la furia de su jefe - ya que resulta poco menos que imposible saber dónde está. Llevamos dos meses siguiéndolo y aún no pudimos pescarlo ni una sola vez. La gente lo protege.

- ¡Pero cómo puede ser! ¿Nadie habla?

- Nadie.

- ¿Y Nuria Segovia? ¿Sacó en limpio algo de Aquiles Farjat?

- Camilo no habla nunca con Aquiles Farjat.

- Pero Farjat debe saber algo, seguro...

- Quizás ella no sabe exactamente qué preguntar.

- O quizás no quiere hacerlo. Decíle que te averigüe, sí o sí, qué es lo que se trae entre manos Insaurralde. Ahí vamos a ver qué pasa.

- Se lo voy a decir.

- ¿Y no probaste con darle plata a alguien? - Preguntó Espeucipo, notoriamente más delgado que antes de viajar a Norteamérica.

- Claro que probé, pero los campesinos dicen que no, que muchas gracias, que ahora ellos también van a ser gente importante, poderosa.

- ¿Qué les habrán prometido? - Intervino Verón, mirándolos con sus ojos fríos e inexpresivos.

- Aquí hay algo más - Murmuró el Juez - y no lo vamos a saber si no compramos a alguien del círculo más cercano a Insaurralde.

- ¿Uno de sus apóstoles? - Contestó el Turco - ¡Imposible! ¡Son todos jóvenes y fanáticos!

- Son todos pobres y muertos de hambre - Corrigió Aristóteles - ¿Vos creés que se resistirían a un bolso repleto de billetes? Ofrecéles una estancia, cualquier cosa, si tampoco es que vamos a cumplir después.

- No hay peor cuña que la del mismo palo - Dijo Espeucipo, mirando sin querer a su primo Aristóteles - Quizás uno de los más íntimos amigos de Camilo pueda lograr lo que vos, Turco, no pudiste nunca.

- ¿Por cierto - Comentó el Juez - ¿Cuántos son esos apóstoles?

- Yo conté diez.

- Suficiente para plantarle un Judas entre ellos. ¿No es el modo en que los judíos acabaron con Cristo? Bueno, si ellos pudieron con el enviado de Dios, no veo por qué nosotros no vamos a poder con el enviado del loco Terámenes.

Se separaron al rato, sin los amistosos abrazos de otros tiempos. Desde que ninguno confiaba en el otro, ocupaban más tiempo en vigilarse que en reunirse, así que se había vuelto normal que después de un encuentro cada uno corriera a analizar y confirmar lo que habían dicho los demás. Esa noche, por ejemplo, Aristóteles tenía cita con una vidente, una mujer famosa que atendía en Foz. Vivía en la parte baja del morro de Saravá, en una casucha desvencijada que le servía de pantalla, pues su verdadero hogar era un chalet hollywoodense, camino a las cataratas. «No se fíe de nadie», le dijo la pitonisa, para variar, «Ni del militar ni del sindicalista». «¿Y las elecciones?», preguntó Manfredini, lleno de ansiedad, «¿Qué debo esperar para el día de las elecciones?». La adivina - se llamaba Anita Pesoa y era prima de Lucrécio - vaticinó: «No ese día, pero sí el día antes, cuando usted se verá muy favorecido por cinco casualidades. Aguárdelas». Y él regresó al pueblo más tranquilo, seguro de que las cosas irían mejor. Y así pareció: a mediados de Junio, el Turco anunció que había sobornado a uno de los amigos de Camilo. Tarde, de todos modos. Para entonces, Sandra ya le había pasado a Laida todos los detalles de la cooperativa rural.

 

LXXXVIII

 

El Juez Cinoscéfalos ya no se parecía en nada al que era cuando llegó al pueblo, veinte años atrás.  Arrasados por chanchullos y comilonas, habían desaparecido para siempre los ideales de los primeros tiempos, el porte aristocrático y la brillantina que le domaba el pelo, librándole la frente con aire doctoral. Había engordado tanto que no encontraba traje que le sentara bien, así que se aficionó a las guayaberas, incluso en invierno. El pelo, lacio y canoso, le caía desordenado sobre las orejas, confiriéndole un aspecto extraño, bisontino. Inmenso, cruzaba la plaza bamboleando sus ciento cincuenta kilos de osamenta, saludando aquí y allá a los vecinos, que aunque no lo querían, al menos procuraban no ganar su enemistad. «Viejo pervertido», decían las beatas, persignándose a sus espaldas como si hubieran visto al diablo. «Maldito buitre», susurraban los hombres, tratando de esquivarlo. Nadie lo apreciaba y sin embargo, tampoco perdían ocasión de congraciarse con él, por lo que no había suceso que no contara con su presencia paquidérmica. «No podíamos dejar de invitarlo», se excusaban los anfitriones, en secreto, viéndolo devorar empanadas a manos llenas. «Es un hombre poderoso y algún día puede sernos útil su amistad», filosofaban, no sin razón. Pero el Juez no se acordaba de nadie, como si jamás hubiera visto al reclamante que llegaba a su estrado, queriéndole recordar la noche en que cenaron juntos o el día en que, mire la casualidad, se encontraron del mismo lado de la mesa en el casino cual. Indiferente, despachaba el asunto sin involucrarse, salvo que el otro tuviera el tino de acercarle una oferta concreta, un diezmo razonable que inclinara la balanza de su lado. En tales ocasiones, Usía recobraba en el acto la memoria. Guardaba el dinero en un bolsillo, abría su caja de habanos y daba por cerrado el caso, diciendo: «Como diría Maquiavelo, la ley no debe acordarse del pasado, sino proveer al futuro». Y se masajeaba la barriga, riendo feliz con la ocurrencia ajena.

Sin embargo, no lo criticaban por hacer lo mismo que hicieron todos los demás, en cinco siglos de historia. Nadie hablaba mal de su inmensa fortuna, amasada a fuerza de contubernios y mamotretos jurídicos. Ni siquiera, hay que ver, le achacaban las veces que libró a Aristóteles de una bien merecida condena. No, lo que indisponía a la gente no eran las malas artes del Juez, sino el misterio de su soltería. ¿Cómo podía ser, decían los más insidiosos, que un hombre tan rico y bien establecido no tuviera una novia, una amiga o lo que fuera para justificar el muro que rodeaba su casa? ¿Qué escondía, cada fin de semana, apartándose del mundo en su mansión? Comenzaron a circular los chismes. «Hombre soltero y maduro, maricón seguro», lanzó alguien y la versión se extendió con rapidez, pero perdió fuerza cuando llegó hasta Nuria, que la cortó en dos con una carcajada. «¿Invertido el Juez? ¡A otra perra con ese hueso!», exclamó, en plena fiesta de año nuevo.  «¡Yo sé que las tiene bien puestas!» Pero después de ella, nunca se le conoció otra amante, jamás, como si viviera aferrado a un celibato que sólo abandonaba de tanto en tanto, visitando el Pussy Queen con sus amigos  del alma. Esas visitas al burdel calmaban los ánimos del pueblo, pero no por mucho tiempo. «Es raro», insistían, calculando cuántas semanas pasaban entre un desahogo y otro. «Ningún hombre normal aguanta tanto tiempo” Y la polémica renacía. Lo cierto era que el Juez se hacía ver en el Pussy Queen con el único objeto de guardar la apariencia, pero no porque fuera un invertido, como zaherían las malas lenguas. Su secreto, compartido en exclusividad con el Turco Julián, comenzó poco después de que librara a Manfredini del Comisario. Su actuación fue tan meritoria, que los amigos lo premiaron regalándole la imponente casona a la que Cinoscéfalos se trasladó de inmediato, sorprendido de que el ascenso social tuviera tal velocidad. A la semana siguiente, el mismo Turco le llevó una mujer para que oficiara de ama de llaves, mucama, cocinera o lo que el Juez quisiera. Se llamaba Rosa Pastrana, era de la más absoluta confianza y tenía una hija de doce años llamada Carmelina.

Quizás fuera porque los tres llegaron a la casa al mismo tiempo, sintiéndose tan perdidos en la enorme mansión el dueño como sus empleadas. Tal vez, en cambio, se debiera al extraño apego por las casualidades trágicas que caracterizaba al pueblo. Por lo que fuera, sucedía que el Juez, estirado y cirupítico de la puerta hacia afuera, se volvía gentil y amistoso cuando quedaba solo. Trataba a madre e hija como a compañeras del mismo naufragio. Desayunaba, almorzaba y cenaba con ellas cada vez que estaba en casa, llegando al extremo de ubicarlas en un cuarto contiguo, como si fueran parientes. Nadie lo supo nunca, ni siquiera Nuria, que entonces lo visitaba con frecuencia. Rosa se encerraba en su cuarto con la hija y no salían hasta la mañana, cuando un Juez hambriento y satisfecho las llamaba a desayunar. Una noche, después de una cabalgata particularmente salvaje, Cinoscéfalos creyó advertir un leve ruido en la puerta, como si se acabara de cerrar. Envuelto en una sábana, salió a mirar, pero no encontró a nadie. Supuso que habría sido una corriente de aire, pero ya no pensó lo mismo a la segunda ocasión. Tuvo la absoluta certeza de que alguien los observaba. «Debe ser Rosa», pensó, entre molesto y divertido. «Al fin y al cabo, es de carne y hueso», se dijo, liberándola de culpa y cargo. «No es anormal que tanto ajetreo la motive». Pero no le dijo nada a la amante. Sentía que tenían un secreto en común, él y la mucama, así que en adelante se acostumbró a dejar la puerta entreabierta, cada vez que él y Nuria se quitaban la ropa y se abrazaban riendo entre las sábanas. Poco a poco, sintió que el espionaje le agregaba erotismo a sus encuentros, de modo que actuaba para la intrusa. Cambiaba de pose, se exhibía en la plenitud de sus fuerzas y exageraba las embestidas como para ganarse un aplauso, sabiendo que cada embate era apreciado también desde la oscuridad. Por momentos se tentaba y de reojo, echaba unas miradas fugaces hacia la puerta, como para asegurarse de que ella siguiera allí. Y ahí estaba, apenas una sombra entre las sombras. Pegada a la pared y sin moverse. Ahí estaba.

Rosa tenía algo más de cuarenta años, cuando llegó de Foz para servir en la casa del Juez. Morena y regordeta, bajita y con el pelo recogido en un rodete, nada en su apariencia revelaba la sensualidad que Cinoscéfalos le imaginaba, así que le dio por mirarla con más atención, esperando descubrir algún gesto, por mínimo que fuera, que demostrara de día lo que los unía de noche. Pero ella jamás dejó escapar nada, lo que a los ojos de Usía volvía la situación aún más perfecta. El juego, secreto y excitante, duró casi tres meses y terminó del modo más inesperado, un sábado a la tarde. El Juez, que llevaba un par de semanas sopesando los beneficios de incorporar a la curiosa de un modo más explícito, había corrido las cortinas del cuarto hasta dejarlo a oscuras y se disponía a acostarse, cuando apareció Carmelina con una taza de té. «Decíle a tu mamá que no estoy para nadie, por lo menos hasta las cinco», dijo, seguro de que Rosa interpretaría el real sentido de la frase: «Se dará cuenta de que estaré disponible hasta esa hora», calculó, excitándose con una sensación nueva. «¿Qué importa si es fea?», filosofaba, abriendo la cama. «¿Qué interesa que sólo sea una mucama gorda y cuarentona? Su gratitud la volverá una amante maravillosa y leal». Apagó la luz del velador, se metió entre las sábanas y aguardó hasta que lo venció el sueño. Creyó, o mejor dicho soñó, que lo despertaba un pajarillo. Tal vez un gorrión, andando con pasitos suaves sobre su pelo revuelto, bajándole por el cuello, los hombros, jugando a picotearle el pecho y a hacerle cosquillas por la barriga. Después, como si pasara de un sueño a otro, sintió la calidez de otro cuerpo pegándose a su piel. Otra pierna sobre su pierna. Otra respiración en el aire oscuro de la siesta. Acabó de despertarse cuando la mano intrusa, curiosa y atrevida, incursionaba por las bolsas escrotales. Abrazó a la mujer, buscándole enseguida las intimidades, pero la sintió demasiado leve. Por demás pequeña y delgada. Ardiendo en deseos confusos, supo que no era Rosa. «No se preocupe, Doctor», le dijo una voz al oído, jadeando por muchas razones. «Mi mamá volverá recién a la nochecita». Aturdido, el Juez comprendió entonces que era ella, la niña, quien estaba allí.

- ¿Qué hacés aquí? ¿Estás loca? - Gimió, recitando de memoria la página que correspondía al estupro. Ella se le prendió con brazos y piernas, buscándole la boca con torpeza. «No me eche, Doctor, que no se lo voy a decir a nadie», dijo, atragantándose con la frase que había practicado cien veces, “¡Sólo quiero pinchar!”. El Juez se quedó espantado, sintiéndola serpentear como una anguila, buscar, palpar, atrapar, ir y venir bajo las sábanas con la torpe ansiedad de las primerizas, pidiendo y ofreciendo como si supiera, contándole al oído que había sido ella quien lo espió noche tras noche, consumida de curiosidad. Envuelto en llamas perversas, Cinoscéfalos se fue relajando del rechazo inicial, igual que con los jamones de Aspasia y los regalos del Turco Julián. Puesto de costado, para no aplastarla, jugó con ella a que Pulgarcito entraba y salía de la cuevita, paseando con dos dedos hasta derramarse sin restricciones sobre la pancita flaca. Dos horas más tarde, cuando por fin abandonó el dormitorio, la niña resplandecía de una felicidad difusa. El Juez, en cambio, estaba aterrado, jurándose que se desharía de ella con urgencia. Sin embargo, la pícara Carmelina permanecería tres años como amante del magistrado, llegando a entusiasmarlo tanto que ni siquiera Nuria pudo volver a la mansión. En cuanto a Rosa, si alguna vez lo supo, no lo dejó traslucir. O tal vez lo ignoraba, quién sabe, pues los fines de semana se iba a Foz y dejaba a su hija en manos del jefe, con toda naturalidad. En recompensa, el Juez le duplicó el sueldo, la llenó de regalos y la trató con una deferencia que hubiera hecho sospechar a cualquiera, pero nadie se enteró porque nadie llegaba nunca hasta la casa de Usía.

El sueño terminó del mismo modo imprevisto y simple en que había empezado. Un día, Carmelina se fue y no volvió, dejando a su amante desconsolado y con un tremendo dilema a resolver. Acostumbrado por completo al amor infantil, aficionado hasta la perdición a su pequeño cuerpo y a la perversidad del romance, no sólo no podía olvidarla, sino que le resultaba imposible el reemplazo. Nuria, que tuvo por entonces un breve regreso, le parecía demasiado grande, habituado como estaba a la estrechez. Rosa le llevó entonces a una segunda hija, llamada Rosabunda, que se quedó un año y medio y a la que cambió por una sobrina de once años, bautizada Eréndira en honor a la heroína de un cuento famoso. La sobrina fue reemplazada por una pariente lejana llamada Ema, de sólo diez años, que llegó a festejar los quince en la propia mansión del Doctor, tras lo cual se fue para siempre. También se fue Rosa, cuando se le terminaron las hijas, las sobrinas y las conocidas que entregaba al Juez. Para entonces, entre sobresueldos y regalos había ahorrado lo suficiente para vivir sin trabajar el resto de su vida. La audaz Carmelina, ya de treinta años, había sacado buen provecho de lo aprendido en el lecho del Doctor, casándose con un aristocrático militar paraguayo y asentándose en Asunción. Rosabunda, menos eficiente en las artes de alcoba, sólo había logrado pescar a un ex seminarista, pero también estaba casada y feliz por el tiempo en que su madre decidió el retiro. Todas fueron felices, para descalabro de los moralistas que supieron la historia. Carmelina, Rosabunda, Eréndira, Ema y las otras veinticuatro niñas que pasaron por la cama del Juez a lo largo de dos décadas, hubieran quedado para siempre en el más oscuro de los secretos, si no las hubiera sacado un día a la luz la última que las sucedió.

- No sé qué voy a hacer sin usted, amiga mía - Dijo el Juez, la tarde en que Rosa se despidió rodeada de bolsos y regalos de última hora. Llevaban casi veinte años juntos y se conocían tanto como pueden hacerlo dos personas en su situación, pero además se apreciaban por sobre las respectivas conveniencias. Antes del abrazo final, Cinoscéfalos le metió en el bolsillo un cheque extra con varios ceros y ella le retribuyó con un obsequio que él lamentaría el resto de su vida:

- No lo dejaré solo, Doctor. El lunes llegará aquí una niña digna de usted. Tiene doce años y se llama Afrodita Cáceres, pero le dicen Piraña.

Fue la única vez, en tanto tiempo, que Rosa Pastrana mostró de modo explícito que conocía las especiales apetencias de Cinoscéfalos. Afrofita Cáceres, alias Piraña, adquiriría con rapidez una habilidad superlativa, superando con creces a las anteriores y en apenas cuatro meses terminaría por volver loco al Juez, destruyendo para siempre la paz de sus días. Cinoscéfalos acababa de iniciarla en los secretos de la Postura Perpignan cuando llamó Espeucipo para decirle que tenía una copia del contrato pergueñado por el Juez Scarpa. Eran los últimos días de Junio y faltaban menos de cinco meses para que estallara la Guerra.

 

LXXXIX

 

Del mismo modo en que Terámenes no hubiera llegado tan lejos sin la participación decidida de Camilo, éste tampoco habría tenido el éxito que tuvo sin el apoyo incondicional de Aquiles, que sostenía la obra de Los Descalzos incluso a riesgo de fundir el corralón. «Ese chico comunista te va a llevar a la ruina», le decía, proféticamente, su madre, las pocas veces en que abría la boca para decir algo. «Si no fuera que es la única manera que veo de causarles algún daño a Caballero y Manfredini, te aconsejaría que no seas tan mano suelta con la escuela», advertía Ulises, que se había hecho cargo de la distribución y las cobranzas en el negocio de su amigo. Pero no eran los únicos que actuaban así. Epaminondas había cedido la totalidad del dinero cobrado por la muerte de Filoxena, más los cheques mensuales que Aristóteles le enviaba por hacerse cargo de Niké y la pequeña Candela. «No se me ocurre nada más agradable que colaborar en la guerra con dinero aportado por el propio enemigo», decía, sonriendo con una picardía que no le era habitual. Sin embargo, no dejaba de reconocer el peligro en ciernes ante el único que lo visitaba de tanto en tanto. «Me temo, mi buen amigo – le decía al Comisario, muy afligido - que todo esto nos llevará a la desgracia, tarde o temprano». El policía creía lo mismo, pero no sabía cómo decírselo a Camilo, dando por hecho que no escucharía. «Lo que hace este chico es por demás peligroso - comentaba en voz baja - y si Verón no ha reaccionado aún es porque está tomando impulso, pero ¿qué podemos hacer?»

- Ya no podemos volvernos atrás - Sentenció Terámenes, un sábado en que fueron con su preocupación hasta la escuela rural - Ahora mismo, Camilo está en un asentamiento donde hasta hace poco la gente vivía en cuevas. Con la ayuda de Aquiles, construirán en un par de semanas casitas económicas, pero casitas al fin. ¿Ven allá, al fondo, ese barracón que antes no estaba? Lo levantamos para albergar a los chicos que vendrán de allí. Son como doscientos ¿Qué vamos a hacer? ¿Dar por terminada esta obra sólo porque sabemos que van a reaccionar contra nosotros, tarde o temprano? ¡Jamás!

- Nadie pone en duda el valor y la justicia de lo que se hace, padre - Dijo Pericles, mirando hacia las barracas - pero nos preocupa la suerte de Camilo como si fuera la de un hijo. ¿Quién lo protegerá, si ésto explota?

- Camilo es aún más que un hijo para mí - Dijo de pronto Terámenes y la voz se le quebró, pese a la dureza con que arrojó la frase, como si fuera un desafío - ¡Nada de ésto si hubiera hecho sin él, sin su fuerza, sin sus ganas, sin su coraje! ¿Creen que no me doy cuenta del riesgo que corre? ¡Rezo por ese chico a cada segundo del día! ¡Le pido a Dios que las balas que le tiren me peguen a mi, no a él! ¡Pero no lo moveré del camino que abraza con tanta devoción! ¿Piensan que me haría caso, si le pidiera dejar todo por su seguridad personal? ¡Se reiría! Camilo es como Icaro, no dejará de volar hacia el sol...

- Hasta que el calor le derrita las alas - Murmuró el Doctor, meneando la cabeza.

- La gente lo protege - Explicó Terámenes - Nadie puede llegar hasta él sin que sepa antes.

- ¿Cómo que no? ¡Yo llegué hasta él! - Exclamó el médico.

- Ya lo sé. Camilo sabía que usted iría esa mañana. Todo su grupo vigiló que nadie más llegara hasta él ese día. ¿Lo ve? Los hombres del Turco Julián llevan meses intentando saber algo y no lo han logrado. No esta vez, porque ahora tenemos un sistema.

Pero el padre Terámenes se equivocaba en grande, pues Julián también tendía sus redes y aunque con demora, comenzaba a saber poco a poco los secretos de la nueva organización. «Todos los campesinos firmaron como socios de la cooperativa», anunció, entre dientes, en una reunión a la que sólo asistieron Manfredini y el Juez. Espeucipo estaba enfermo y Verón faltó sin aviso, aunque se sabía que andaba de maniobras con la tropa. «¿Y qué dice nuestro espía? ¿Se anima o no a pegarle un tiro a Insaurralde?», preguntó Aristóteles, que en los últimos tiempos hacía poco por disimular el fastidio que le provocaba el secuaz. «No, ni por todo el oro del mundo», respondió Julián, que tampoco sentía la menor estima por su jefe. Cinoscéfalos, autor de la idea, miró su reloj y vió que ya era hora de volver con Piraña, así que se puso de pie. «Ya le plantamos un Judas, qué bien» - dijo - « Ahora hay que cuidarse más, porque seguramente también hallaremos a uno entre nosotros» No sabía, el pobre Juez, lo acertado que estaba. Y lo mucho que tendría que ver él mismo en el asunto. «¿Y Nuria? ¿Qué dice Nuria?», preguntó Manfredini, haciéndole una seña al Juez de que esperara un poco. ¿Qué apuro tenía, después de todo?

- Nuria dice que Aquiles le cuenta lo que hace, pero nada de lo que va a hacer - Respondió el Turco - pero está atenta a cualquier buen dato que surja.

- ¿Sí? Pues ojo con ella, no sea que termine siendo nuestro Judas - Murmuró Usía, que como buen hombre del Derecho, se especializaba en las partes torcidas de la gente.

Sin embargo, Nuria aún les era fiel, pues no le había contado a Aquiles ni una sola de las mil trapisondas que conocía de sus jefes y además hacía lo posible para convencerlo de que no ayudara más a Terámenes. «Es una locura - le decía, más o menos día de por medio – ¡En cualquier momento, ese loco de Verón les caerá encima con su Ejército y no quedará ninguno, ni siquiera el sacerdote! ¿Pero no lo ves, realmente no te das cuenta? ¡Bastará con acusarlos de subversivos! ¡Eso será suficiente para apretar el gatillo!” Pero Aquiles no creía y sonreía manso. Desde que estaba enamorado, no imaginaba que nada malo pudiera ocurrirles jamás.

 

XC

 

Isabel quedó conmocionada. Miraba a su hijo, sentado al otro lado de la mesa y seguía sin creer lo que acababa de oir. Por primera vez en su vida, le dieron ganas de abofetearlo. Camilo estaba cabizbajo. El pelo, largo y castaño, caía desordenado sobre sus hombros. Ella dejó su silla y rodeó la mesa, yendo a sentarse a su lado. Con una mano, le sacó el pelo de la cara. Con la otra, se quitó una lágrima.

- ¿Y por qué no me lo contaste antes? - Preguntó - ¿Qué te crees tú, carajo, decirme que tienes una hija de seis meses, así como así? ¿Y dónde está? ¿Quién es la madre?

Camilo se lo dijo. Le contó todo, desde la noche en que mataron a Perímetro por suplantarlo hasta el día en que el Doctor le fue con la noticia, allá por Febrero. Cuando nombró a Niké Manfredini, Isabel sintió un ramalazo de miedo en las entrañas, un mal augurio.

- ¡Ay, Madre de Dios, qué destino el nuestro! - Murmuró, abrazando a su hijo. Tenía los ojos llenos de lágrimas - ¿Y por qué no vino Epaminondas a contármelo? ¡Debió hacerlo! ¿Cómo es que tiene a mi nieta en su casa y no me lo dice?

- Yo le pedí que no lo hiciera - Dijo Camilo - Verás, madre, ni siquiera yo pude ver a la niña más que tres veces, en todo este tiempo. Niké me odia, casi tanto como yo a ella, pero la hija se nos ha quedado en el medio ¡No sabemos qué hacer! ¡Voy a verla y ella me la niega! ¿Y qué haría yo con una niña, de todos modos?

- ¡Lo mismo que hice yo contigo! - Exclamó Isabel, furiosa. Corrió la silla hacia atrás, fue a buscar su abrigo y al instante ya estaba apagando las luces y cerrando las puertas. Tomó a su hijo de un brazo y ordenó: - ¡Vamos ahora mismo a verla!

Carápulo y Efigenio se sorprendieron de verlos salir tan apurados. Aguardaban en la vereda, pues habían pensado ir luego hasta lo de Terámenes. «Cambio de planes», dijo el líder, secamente. «Vayan ustedes, que después los alcanzo». Efigenio se negó. «Vamos contigo, adonde sea». Camilo se encabronó. «Esto es privado, muchachos, voy solo». Carápulo le dijo, en un murmullo: «Acá, solo, no anda ninguno, por más que seas vos el jefe». Y Camilo cedió, aunque de mala gana. Al rato llegaban los cuatro a la casa del médico. Isabel golpeó la puerta, dos, tres veces. Aguardaron un buen rato, hasta que apareció el médico. «Sí que tardaste, Camilo», dijo, haciendo pasar a madre e hijo a la sala, en tanto los guardaespaldas se quedaban afuera. «Espérenme acá, que voy a ver si Niké ha terminado de bañarla. Después les hago un café”. «Nada, nada», se impacientó Isabel, «¿Dónde están? ¿Arriba? ¡Voy contigo!» El Doctor, que durante tantos años había soñado con la noche en que ella entrara a su casa por primera vez, la vio subir las escaleras como si se supiera el camino de memoria y entrar al dormitorio sin pedir permiso, justo cuando Niké salía para ver quién había llegado. «Es la madre de Camilo», dijo Epaminondas y los ojos de la joven relampaguearon. Abrió la boca para decir algo insultante, pero la suegra fue más rápida. Al ver a la niña en la cuna, dormida, sonrió de un modo tan dulce, que Niké no se atrevió a echarla. «Voy a hacer un poco de café», dijo el anfitrión, dejándolas solas y a puerta cerrada. Casi una hora más tarde, Isabel bajaba las escaleras con la beba en los brazos, triunfante.

- Dice Niké que sos un canalla y tal vez tenga razón - Dijo, dejando a Candela en brazos del sorprendido Camilo - pero desde hoy podemos llevar a la niña a casa todos los sábados y siempre y cuando Epaminondas nos lleve y traiga en su coche.

Camilo besó a su hija, luego hizo lo mismo con su madre y hasta se dio maña para estrechar la diestra del Doctor, que resplandecía de dicha. A través de la ventana de la sala, Efigenio y Carápulo miraban la escena sin entender.

 

***

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 20

 

(Donde se tejen y destejen las traiciones políticas, mientras Aspasia insiste en

conocer la cara más amable del pecado, el Juez pide ayuda para el amor e Isabel

sorprende al pueblo paseándose por la plaza con su nieta)

 

LXXXVI

 

 

E

speucipo mandó a llamar a su hijo Miguelito a finales de Julio, cuando se hizo evidente que la enfermedad avanzaba y no podría sostener mucho más tiempo su intendencia. La reunión, planteada sin previo aviso en un despacho de la Municipalidad, era secreta. «Nadie, pero absolutamente nadie debe saber que dejaré el cargo a fin de año», explicó, apuntando a su hijo con un cigarro apagado. Sin embargo, Aristóteles lo supo de inmediato, avisado por el Turco Julián, que tenía espías en todas partes. «¡Espeucipo está loco!», vociferó, rabioso. «¿Cómo se le puede ocurrir nombrar Intendente a ese papanatas? ¡Nos va a fundir a todos, con sus mariconadas!». Enseguida se enteró Verón, aunque por otros medios. Astuto como era, antes de hablar con Caballero prefirió reunirse por separado con el Juez, que no sabía nada y al que también le pareció un grave error el candidato. Hicieron un pacto: harían todo lo que tuvieran que hacer para que Espeucipo convocara a elecciones. Recién entonces, fue a ver a Manfredini y le planteó sus dudas: «¿Debemos permitir que la familia Caballero siga en el poder a cualquier costo o llegó la hora de que lo deje en nuestras manos?». Aristóteles, que dividía los sentimientos entre el parentezco y los negocios, prefirió saber un poco más: «¿Qué dice Cinoscéfalos? ¿Puede Espeucipo  nombrar a su hijo sin elecciones?». Verón sonrió satisfecho. Comprendió que el Intendente se había quedado solo, así que no tuvo empacho en expresar algunos de sus más profundos pensamientos:

- Sólo puede seguir con nuestra ayuda, es decir, trampeando en las elecciones. La pregunta no es lo que puede o quiere él, sino lo que queremos y podemos nosotros. Vos y yo, porque el Juez carece de ambiciones políticas, así que olvidate de tu primo y contestame esta pregunta: ¿Serías Intendente o no?

Aristóteles sonrió, recordando el par de veces en que Espeucipo lo había advertido sobre el Coronel, diciendo que el día en que saliera del cuartel sería para comérselos crudos.

- No, a mí la política no me interesa - Mintió - ¿Por qué? ¿Vos sí serías?

- No - Falseó Verón, para no ser menos - Pero si nuestro amigo está tan enfermo, uno de nosotros tendrá que hacerse cargo del puesto antes de que caiga en manos de un extraño que nos tire abajo el negocio. No jodamos con Miguelito, que sabemos muy bien que no puede ser.

- A ver si nos ponemos de acuerdo, entonces - Dijo Aristóteles, encendiendo un puro con extrema delicadeza - Cuando decimos un extraño, nos referimos a cualquiera que no sea ni vos, ni yo, ni el Juez. ¿Correcto?

- Correcto.

- Pero ninguno de los tres tiene ambiciones políticas.

- A la mierda, la política no es una ambición, sino un deber.

- Creo que éso no te lo creés ni vos mismo, dejáte de joder.

Claro que Espeucipo tenía sus propios alcahuetes, así que pronto se enteró de las secretísimas conversaciones de sus mejores amigos y reaccionó de inmediato, contratando a los monaguillos Arcadio y Sansón para encuestar al vecindario sobre una sola pregunta: «¿Aceptaría a Miguelito Caballero al frente de la intendencia de Nueva Atenas?». Con audacia repentina mostró sus cartas de un sólo golpe y con resultados sorprendentes: un ochenta por ciento de la población veía con buenos ojos al impensado candidato. Invadido por esa furia fría que lo caracterizaba, Verón contraatacó y pensó que tal vez no fuera tan mala la idea ver Intendente a Miguelito, mucho más fácil de fagocitar que los otros dos, si es que lograba enemistarlos lo suficiente. En pocas horas cambió la táctica y llamó por teléfono al Juez, a quien dijo: «Ponéte en contacto esta noche con Espeucipo, pero sin decirle nada que yo te dí la idea. Hablá con él, que deje la intendencia en tus manos. Vos sos el único que cuenta con toda mi confianza y apoyo». Luego, telefoneó a Espeucipo y le advirtió: «Ojo, que tu primo y el Juez andan planeando algo raro. Si no me equivoco, en cualquier momento te va a llamar Cinoscéfalos para hablar de quedarse con la intendencia de tu hijo. Cuidado con ellos». Pero aún faltaba el detalle final, que consistía en hablar con Aristóteles y prevenirlo contra el magistrado: «Sospecho que se va a cortar solo, arreglando por aparte con Espeucipo». El tortuoso Verón había saltado a la arena, tal cual lo había previsto Espeucipo tantas veces. Sin embargo, durante un par de semanas hasta él mismo llegó a creer que el militar era la única persona en quién podía confiar, pues los datos que le había dado resultaron exactos: el Juez lo llamó para pedirle la intendencia y Aristóteles aceptó, aunque a regañadientes, haber hablado con Cinoscéfalos para plantear una estrategia conjunta. Tragándose el anzuelo, olvidó las sospechas y pidió ayuda al Coronel para apuntalar la candidatura de Miguelito, de paso que mantenían a raya al primo y al Juez. “Contá conmigo”, mintió el militar. Para comenzar, llamaron al periodista Reyes y le pasaron el dato que todo el mundo ya tenía: Caballero se preparaba para dejarle el puesto a su hijo. Salió publicado tal cual, a los dos días, en el Diario Regional. «Pondremos a la gente del lado de Miguelito», explicó Espeucipo, tosiendo de rato en rato. «No podrán contra la opinión pública». El plan era simple, así que podía haber resultado, pero Aristóteles también pasó a la ofensiva. Con el mayor sigilo, envió al Turco Julián a convencer a Miguelito de que el puesto no era para él, cosa que el alcahuete cumplió a cabalidad. “Mirá, nene...”, le dijo, hablándole en voz baja mientras le pasaba un brazo sobre los hombros, “hay gente mala, mafiosos de lo peor, que nos hicieron saber que publicarán fotos tuyas de aquella tarde en el barco. ¿Te acordás? Sabés a lo que me refiero. No sé cómo las obtuvieron, pero las tienen y no puedo ir a contarle éso a tu viejo, así que vos verás. Me parece que lo mejor es que renunciés a tu candidatura ahora mismo”. Y el nene renunció, qué iba a hacer. Espeucipo lo insultó de arriba a abajo, furioso y decepcionado. «¿Y ahora?», gritaba, pateando puertas de un lado a otro de su casa. Helena cortó por lo sano. Compró un pasaje a Río de Janeiro y envió al hijo de vacaciones, con órdenes de no volver hasta que todo pasara.

-¿Te das cuenta, Helena? - Se lamentaba el Intendente, atragantándose de a ratos con la tos - ¡Ahora no tengo más remedio que confiar en uno de mis tres amigos! ¿A cual elijo?

- Hay demasiado en juego como para que los sigas considerando amigos - Respondió ella, con lógica inapelable - Si estás decidido a renunciar, que por lo menos el cargo quede en la familia. Mejor Aristóteles que ese Juez raro y ese militar con fama de asesino.

Espeucipo estuvo de acuerdo. Llamó a su primo y le sirvió en bandeja la candidatura, con la advertencia de que debía mantener el secreto a toda costa:

- Voy a convocar a elecciones - Explicó - pero no ahora, sino a mediados de Setiembre, para que nadie tenga tiempo de competir. Por el momento, ya que mi propio hijo no quiere sucederme, vamos a hacer correr la bola que no renuncio. ¿Entendés? Y el treinta de Noviembre, justo después de la procesión de San Crispinito, vas a ser el  Intendente de Nueva Atenas.

- ¿Y Cinoscéfalos? ¿Y Verón? - Preguntó Manfredini haciéndole un gesto a Laida para que escuchara por el otro auricular.

- Que el Juez se dedique a lo suyo y que el militar siga en su cuartel - Respondió Caballero -¿Para qué vamos a hacer crecer a los enanos?

Aristóteles colgó el auricular, muy satisfecho. Quedaban aún cuatro meses, margen suficiente para cumplir las metas que se había propuesto ese año, librarse para siempre de Camilo Insaurralde y regresar a Niké a la casa familiar. En ese orden. Con respecto a la niña nacida de la desgracia, pobre bastarda, ya vería después qué hacían con ella. Todo a su tiempo. Quizás, con los años, las cosas volverían a ser como fueron una vez.

 

XCI

 

Enorme y blanco como una ballena, el Juez se desparramaba en la cama y llamaba a Piraña con un silbido, que subía de tono conforme se demoraba la niña. Le gustaba que lo viera así, imponente, en la plenitud de sus fuerzas y con el ariete en punta, listo para entrar en acción. Piraña llegaba al cuarto, observaba con la boca abierta y luego se iba acercando despacio, soltando a cada paso una risita malévola. Al principio, Cinoscéfalos dejaba sobre la almohada el libro de Las Cien Posiciones y jugaban a elegir páginas al azar. «Hoy vamos a hacer ésta, Pirañita, ¿qué te parece?», decía él y ella simulaba que le daba vergüenza, pero corría a traer el despertador y lo ubicaba en el piso, pues Usía le daba cinco pesos por cada minuto de besos. Flaquita, morena y sin curvas, era de una agilidad extraordinaria, fuerte y resistente. Aprendía rápido y compensaba su fealdad con una voracidad fuera de todo recato, así que no pasó mucho para que la alumna empezara a superar al maestro. Pura instinto y audacia, descubrió el poder que tenía sobre el Juez y lo usó a discreción, sin privarse de nada. A veces lo llamaba al despacho, a media mañana: «Juez, estoy caliente, véngase ahora o no sé qué voy a hacer». Y el Juez abandonaba culpables e inocentes para volar a su casa y encontrarla en la cama grande, desnuda y comiendo dulce de leche. Era insaciable de un modo que él jamás había visto, al punto que ni siquiera Nuria, en sus mejores tiempos, podía comparársele. Incapaz de cansarse, cabalgaba a un ritmo imposible de seguir, hasta que el Juez echaba unos bufidos de agonía y se quedaba seco, boqueando de espaldas. «Venga, déle, quiero otro», decía entonces la malvada, mordiéndole las orejas. Bamboleando su flacidez angustiada, él se levantaba a refrescarse la cara y ahí nomás regresaba a la niña, que lo aguardaba expectante y con las piernitas abiertas, igual que una araña en su tela. Y como es natural, comenzó a fallar. Afligido, viajó de incógnito a Foz y consultó con la dueña del burdel Dois Angus, quien tenía fama de saberlo todo sobre el comercio carnal. Por supuesto, sólo dijo que no hallaba forma de conformar a su novia, que le llevaba la cruda ventaja de la juventud. “¿Es muy joven?”, preguntó la Madame, oliendo a mezcla de tabaco y carmín. El Juez se puso tan colorado, que no precisó responder. “A veces, el problema con las muy jóvenes es que no acaban, por eso quieren tanto”, dijo la mujer, “Son ideales para trabajar en un burdel, pero no para el noviazgo”. Cinoscéfalos pagó el equivalente a una francesa y no volvió a preguntar más, resignado a lo que fuera a pasar.

Orgulloso de la pasión que provocaba en su amante, tardó en comprender que empezaban los problemas. No sólo llegaba tarde a Tribunales y se retiraba antes de tiempo, sino que andaba con sueño en todas partes. Se dormía en las reuniones. Cabeceaba en los almuerzos. «Es que me paso las noches revisando expedientes», se excusaba, sospechando que no le creían. Y claro, a medida que crecían los requerimientos de Piraña, perdía más y más las fuerzas. Una noche, después de intentarlo una y otra vez, descubrió que no había modo de templar el instrumento, vencido por el cansancio. Nada funcionó, ni los besitos de Caperucita, ni los chuponcitos del Lobo, ni las patitas de Pulgarcito metiéndose una por cada cuevita, así que no tuvo más remedio que recurrir al Doctor Epaminondas. «Si andás haciendo desarreglos», fue el consejo del galeno, «acordate de que la mejor medicina es volver a la normalidad». De todos modos, le recetó un complejo vitamínico que ayudó un poco, pero no mucho, pese a que por su cuenta triplicó la dosis. Buscó yuyos milagrosos en el mercado del puerto, polvos afrodisíacos con los curanderos y hasta se amaneció, de lunes a viernes, en el matadero municipal, a fin de no perderse los huevos de toro recién cortados, rosados y tibios, que se devoraba ahí mismo, con cuchillo y tenedor. Todo lo probó y le sirvió más o menos, pues no había nada que pudiera igualarlo a Pirañita. “Cálmese, amigo”, le dijo un día un changarín del puerto, contratado para conseguirle huevos de yaguareté amazónico, “Y no se olvide de que hay que cuidar la quena, porque la serenata es larga”. Pero el Juez no lo escuchó. Obsesionado por satisfacerla, acudió a todos los trucos imaginables, pero ella siempre quería un poco más. A veces, por librarse de la exigencia, desaparecía de la mañana a la noche y la niña lo perseguía por teléfono, urgiéndolo a regresar aunque más no fuera un rato. «¡Juez, venga ya mismo, que estoy caliente!», clamaba y él volvía, asustado y cumplidor. Cuando Pirañita cumplió trece años, la animó a pedir cualquier regalo, lo que quisiera, sin fijarse en el precio. Ella preguntó si podía pedir tres cosas. Naturalmente, el Juez accedió.

- Quiero que contrate una cocinera, porque ya me cansé de cocinar - Dijo, sentada sobre las piernas de su patrón - y también una mucama para que limpie, porque ya me cansé de limpiar. Y quiero que se case conmigo.

- ¡Pero hija! - Exclamó Cinoscéfalos, sorprendido - ¡Tenés trece años!

- ¿Y qué? - Respondió ella, pellizcándole una tetilla - usted es Juez y puede hacer lo que quiera.

- No, no, hay cosas que la ley le prohíbe incluso a los jueces.

Piraña sonrió.

- ¿Si o no? Es mi cumpleaños.

- Bueno, sí, pero no se lo vamos a decir a nadie - Dijo Usía, cerrando los ojos mientras ella le pasaba la lengua por la palma de una mano.

Para el tiempo en que Espeucipo nombró a Aristóteles sucesor de la intendencia, un pequeño batallón de mucamas, cocineras y jardineros ocupaba la casa de Cinoscéfalos, cumpliendo sucesivos pedidos de la niña. Pirañita los observaba trabajar desde el balcón, saludaba agitando las manos y luego iba a sentarse en el centro de la enorme cama, a ver televisión. De tanto en tanto, abría el cajón de la cómoda y buscaba el papel que le había inventado el Juez, diciendo que eran marido y mujer. Feliz de la vida, se paraba frente al espejo y jugaba a quitarse la ropa poco a poco, como le había enseñado Usía. Ahora que no tenía nada que hacer, solía quedarse pensativa, mirándose los pezoncitos erectos, la barriga chata, el oscuro mechoncito del pubis. Le gustaba estar así. Sin cubrirse, caminaba hasta el balcón para que la vieran también un poco los jardineros, azorados por la precocidad de la niña. Ella les daba la espalda, simulando ignorarlos. Luego bajaba El libro de las 100 Posiciones del placard y recorría una a una las imágenes, sintiendo un cosquilleo húmedo, cargado de tensión. Miraba el teléfono. Y llamaba al Juez.

 

XCII

 

Furioso, el Coronel bajó del camión militar y cruzó a las zancadas la sala de la intendencia, llena de vecinos a esa hora. Sin hacerse anunciar, abrió sin miramientos la puerta del despacho y encaró a Espeucipo, que firmaba unos papeles que le iba pasando un secretario. Sorprendido por la interrupción, el Intendente hizo una seña a su amanuense y se quedó a solas con la visita, que taconeaba impaciente en un rincón. «¿A qué se debe el honor?», preguntó, acomodándose con cuidado en un sofá.

- ¡Hay que parar de inmediato ese asunto de la cooperativa! - Explotó Verón, sin dejar de taconear en el mismo sitio - ¡Esta vez, ese cura bolchevique fue demasiado lejos! ¡Voy a hacerlo pedazos, a él y a todos los subversivos que lo siguen!

Espeucipo soltó una risita condescendiente y respondió:

- Pará, quedáte tranquilo, ya lo tenemos bajo control. No es tan grave como te parece.

- ¿No? ¡Es una reforma agraria, prácticamente! - Vociferó el militar, haciendo un ademán nervioso con los brazos - ¿Qué querés? ¿Que nos hagan una Cuba acá mismo? ¡Ese cura es un Fidel en potencia!

- Pero dejáte de joder - Dijo el Intendente, abriendo la caja donde guardaba los habanos - No es más que una cooperativa y ni siquiera la van a poder implementar. ¿No ves que soy yo el que tiene que firmar la autorización? ¡Basta con que no la autorice para que no funcione!

- Ustedes, los civiles, siempre creen que se lo saben todo - Masculló el Coronel, meneando la cabeza con desagrado - ¡Quizás no lleguen a ser una cooperativa, pero van a actuar como si lo fueran, que es lo mismo! ¡Acá tenemos que cortar el mal de raíz! ¿Por qué no firmás un decreto ordenando al Ejército aniquilar la subversión, sin especificar más nada? ¡Vas a ver cómo le caigo a esa escuela y no dejo piedra sobre piedra!

- Calmáte, hermano, calmáte - Insistió Espeucipo, buscando un cigarro por todas partes. No encontró ninguno, porque el médico se los había prohibido - No podemos salir a matar gente. ¿Qué querés, te pregunto yo ahora, que todo el mundo ponga sus ojos en Nueva Atenas? Además, te guste o no, no tenemos ninguna prueba de que el cura y sus subversivos sean lo que vos decís que son.

- ¿Y cómo estás tan seguro?

- Tenemos gente en su círculo más íntimo, por éso estoy seguro de que no tienen armas de ninguna clase. Ni siquiera literatura marxista, nada. Sólo es una escuela y ésa es la verdad, Verón, por mucho que a mí tampoco me guste. ¿Por qué no nos dedicamos a nuestros negocios y nos olvidamos de ellos? Además, que te quede claro que yo no voy a actuar sin pruebas.

- ¡Pero Espeucipo! - Gruñó Verón, tomándose la cabeza de modo teatral - ¿Qué importa éso? ¡Una vez que la arrasemos, yo te aseguro que voy a encontrar todo un arsenal y toda una biblioteca, hasta fotos autografiadas por Stalin, lo que se te ocurra pedir!

- Ya sé, ya sé, pero no es el modo en que vamos a hacer las cosas. Legalmente, no van a poder avanzar ni un sólo paso y mientras tanto, tarde o temprano, vamos a lograr descabezar al grupo liquidando al que ya sabés.

- A Camilo Insaurralde.

- Claro. Muerto el perro se acabó la rabia.

El Coronel se sentó en un sillón, resoplando. Había pedido permiso a la superioridad para arrasar la escuela rural y le respondieron que no sin una orden del gobierno civil de la región. Y el gobierno civil no quería saber nada. «Hipócritas», pensó, haciendo crujir los nudillos. «Políticos de mierda».

- ¿Y en qué quedó la candidatura de tu hijo? - Preguntó de pronto, sorprendiendo por segunda vez a Espeucipo.

- Eh...- Dudó el Intendente, rascándose la nariz - No habrá nada de éso. Por ahora, la única candidatura será la mía. Lo pensé mejor y no voy a renunciar, un poco de tos la tiene cualquiera.

- ¿Y Aristóteles? ¿Y el Juez? - Siguió Verón, repitiendo la curiosidad de Manfredini, dos semanas atrás - ¿Qué dicen ellos?

- ¿Y qué van a decir? Mi primo Aristóteles es un socio comercial y lo seguirá siendo - Respondió Espeucipo - En cuanto al Juez, dejémoslo mejor en su Tribunal. No hay que dejar crecer a los enanos, mi amigo.

Verón esbozó una sonrisa, pero no quedó conforme. Con absoluta claridad, comprendía que nunca le permitirían salir de su cuartel. Allí lo mantendrían, alejado del verdadero manejo de las cosas, fuera del alcance de los negocios más grandes. «Para este desgraciado, enanos somos todos menos él», sospechó, pero prefirió no decir nada. ¿Para qué? Era un guerrero, no un político y el único modo de llegar al poder tendría que ser por las armas. «Es cuestión de tiempo», se dijo, mirando sin interés un cuadro que representaba la fundación del pueblo. «Cuando acabe con los comunistas y salve a Nueva Atenas de ser pasto de la subversión internacional, nadie se atreverá a negarme la intendencia. Me caerá en las manos como fruta madura». Espeucipo lo miraba con los ojos entrecerrados, preguntándose qué estaría pensando Verón. De pronto, se hallaron las miradas y los dos hombres sonrieron, cada uno de ellos convencido de haber engañado al otro.

 

XCIII

 

A los veintinueve años, soltera y sin haber tenido nunca un hombre, Aspasia perseguía a Arcadio con la sutil persistencia de una experta. Lenta, pero inexorable, lo rodeaba con su presencia, acostumbrándolo de a poco a la idea de que alguna vez, de algún modo, caería el uno en los brazos del otro. Día de por medio, almorzaba con el cura y sus acólitos. Dos veces por semana se quedaba de noche, hasta bien tarde, con la excusa de actualizar los libros bautismales. Ella, que se había educado en el racionalismo ateo de Arístipo y nunca había oído el Padrenuestro, se hizo dueña de la sacristía, gerente del atrio y supervisora de misas, yendo y viniendo con tanta autoridad que el cura Rigoberto, que ignoraba el verdadero motivo de tanta actividad, terminó por nombrarla Coordinadora Laica, un cargo sin sueldo pero con un poder inmenso, pues le permitía disponer del monaguillo casi a voluntad. El problema era que Arcadio no se inmutaba. O simulaba. Tímido hasta la exasperación, bajaba los ojos apenas llegaba Aspasia y le respondía con monosílabos, por lo que ni siquiera podía conversar con él. Andaba como si huyera, deslizándose con pasos sigilosos, fuera del alcance de las otras personas. A veces hablaba un poco con Sansón, el monaguillo cama afuera, o sonreía ante una broma del párroco, pero se estremecía si era Aspasia quien lo llamaba. Cumplía el encargo, siempre rápido y bien, para enseguida desaparecer otra vez, cual alma en pena. Solía pasar el tiempo en lo alto del campanario, mirando el horizonte como si esperara la llegada de alguien. A la siesta se encerraba en su cuarto, donde tenía un catre, dos sillas y un viejo ropero que le regaló la Cooperadora. Nadie entraba allí, ni siquiera Sansón, que era lo más parecido a un amigo para el misántropo. Los domingos a la tarde, cuando la parroquia se quedaba vacía, baldeaba el piso de su cuchitril, pero ni aún entonces dejaba la puerta abierta. «Debe guardar bajo la cama el cadáver de alguien», bromeaba Sansón, pero Aspasia pensaba que escondía algo peor. Al verdadero Arcadio.

Un sábado a la noche, aprovechando que el párroco había viajado a Foz para la procesión de San Ponciano, Aspasia se quedó a dormir en la capilla. «Es esta noche o nunca», pensó, «Salvo que el monaguillo sea marica». Despachó a Sansón poco antes de las ocho, cerró puertas y ventanas, apagó las luces del atrio y se sentó a matear en la cocina, aguardando los acontecimientos. Quizás Arcadio fuera un tipo raro, pero jamás faltaba a la disciplina. Desayunaba a las cinco. Almorzaba a las doce. Merendaba a las seis. Se duchaba a las nueve y se acostaba a las diez, llevándose un mate a la cama. Apareció – pues - a las nueve menos cinco, descalzo y con un toallón alrededor del cuello. Pasó junto a la cocina como una sombra, entró al baño y se encerró con llave. Aspasia contuvo la respiración. ¿Qué haría ahora? Su plan consistía en entrar y atraparlo desnudo, así como sin querer, pero el mozo le había echado doble llave a la puerta. Aguardó, con el alma de un hilo, a que él abriera la ducha. Luego se levantó en puntas de pie y fue a arrodillarse frente al ojo de la cerradura, como había hecho tantas veces. Arcadio, quien sabe por qué, tenía la costumbre de trabar la puerta y quitar la llave, dejándola después junto al jabón, bien a la vista. Era tal su obsesión por ocultarse, que con la ropa cubría la ventanita que daba a los fondos. Sólo le faltaba apagar la luz para que nadie, ni siquiera él mismo, pudiera ver las prominencias que lo habían expulsado de la santidad. Sin embargo, al quitar la llave dejaba abierto el único resquicio por el que podía ser espiado, el hueco mínimo y exacto que Aspasia aprovechaba, sigilosa, con la garganta seca y el corazón desbocado. Inmóvil, sin atreverse siquiera a parpadear, aprendía de memoria las formas del cíclope, viéndolo desafiar la gravedad y elevarse tenso como un obelisco, proyectando una sombra vigorosa sobre la pared. «Tiene que ser esta noche, tiene que ser esta noche», se repetía, a medida que el monstruo crecía y se volvía más amenazador. Abandonó su trinchera, calculando que en cualquier momento acabaría el baño. “¡Ahora o nunca!”, susurró. Corrió hasta el cuarto de Arcadio, creyendo que podría meterse en la cama del monaguillo y esperarlo allí, a vencer o a morir. Pero la puerta estaba cerrada. Cruzó el patio de vuelta, a toda prisa. El muchacho salía del baño, vestido y con el toallón colgando de una mano. Trató de esquivarla.

- Ah, Arcadio, ya que te veo te pido un favor - Dijo ella, dominando de algún modo el temblor de su voz.

- Si señorita - Respondió el acólito, mirando al piso. Parecía asustado.

- Como el padre no está, yo voy a quedarme a dormir en su pieza, pero necesito que me despertés a las cinco y media de la mañana ¿Te vas a acordar?

- Si señorita.

«Menos mal que tenía un plan de contingencia», pensó ella, viéndolo desaparecer en la oscuridad del patio. Apagó las luces restantes, incluso la de la tumba del primer Intendente, entró al cuarto del párroco y se quitó la ropa. Rápidamente, se acostó. La cama del padre Rigoberto era ancha y mullida, pero el elástico se hundía en el medio y sus fuelles hacían tanto ruido que resultaba imposible no despertarse a cada rato, a no ser que uno durmiera duro como tabla. No era el caso de Aspasia, por supuesto, que se había desnudado con la intención de que Arcadio la encontrara así al día siguiente. Pero no podía dormir. Muerta de calor, se destapaba. Temblando de frío, se volvía a cubrir. Y no sabía cómo acomodarse. Boca abajo le daba miedo, era como que la estuvieran espiando. Boca arriba no podía cerrar los ojos, pues le tentaba mirar hacia la puerta. Se tapó la cabeza con la almohada y entonces le dio por pensar que a las cinco y media aún no habría salido el sol, así que Arcadio no vería que ella estaba en cueros. Decidió encender una luz, pero ¿cual? Probó con el foco que colgaba del techo, pero era una barbaridad. Tanta luz hubiera despertado incluso a los vecinos. Intentó con la lamparita que estaba al lado de la cama, pero era vieja y parpadeaba, iluminando y oscureciendo cada dos o tres segundos, lo que le desconcentraba el sueño. Saltó de la cama y encendió la luz de un pasillo, gran solución, pero entonces descubrió otro problema. No le gustaba cómo se veía desnuda. ¿En qué pose se pondría para resultar atractiva? Boca abajo y con las piernas abiertas parecería una rana. Si las cerraba, parecería un cadáver. De costado, flaca y desgarbada como era, ni siquiera se vería como un cuerpo. Boca arriba no, era poco natural y horrible, insoportable. Acabó por enfriarse y empezó a estornudar, de modo que cuando Arcadio apareció a despertarla, ella dormía tapada hasta la coronilla y ni siquiera lo oyó.

Aún le duraba la frustración de esa noche cuando regresó Miguelito de su viaje a Brasil. Apareció por El Areópago con una caja de bombones de abacaxi y le dio a Aspasia el abrazo que a nadie más podía dar, salvo a su madre. «Sos la única persona a la que extrañé», le dijo, apretándola tanto que le hizo crujir los huesos. Aspasia, que hasta cinco minutos antes no hacía más que pensar Arcadio, supo de pronto que lo había extrañado un montón y le dieron unas terribles ganas de besar a Miguelito a la vista de todos. Pero no se animó. Eligió algo peor, enamorarse hasta la médula del único hombre que no le convenía.

 

XCIV

 

Después de varias semanas sin verse y en las cuales la única relación entre ellos era la mutua sospecha, volvieron a reunirse el Intendente y sus socios. Ya no eran los mismos de antes, cuando se encontraban en el departamento de Nuria y jugaban al truco, contaban cuentos y planeaban negocios fabulosos, champagne en mano. A mediados de Agosto, todo había cambiado. Espeucipo sobrevivía acorralado por la enfermedad que lo desbarataba, Aristóteles rumiaba su fracaso familiar y Verón entrelazaba alianzas y conjuras, mientras Cinoscéfalos ocupaba cada vez más tiempo en atender la endiablada voracidad de Pirañita. Sin embargo, fueron puntuales cuando Caballero los convocó a una asamblea de urgencia, un sábado a la noche, en el despacho municipal. El Turco los hizo pasar al recinto, cerró la puerta y se quedó del lado de afuera, montando guardia.

- Muchachos, ha llegado la hora de hablar sin pelos en la lengua - Comenzó el anfitrión, haciéndole una seña a su primo para que apague el cigarro - Estoy enfermo, no me será posible seguir de Intendente y mi hijo no va a sucederme, lo que significa que todos nuestros negocios están en peligro. Esta es la verdad.

- Todo eso ya lo sabemos, andá al grano - Interrumpió el Coronel, que lucía muy extraño esa noche, pues había cambiado el uniforme por ropas de civil. En secreto, practicaba ya para el día en que fuera el Jefe Comunal.

- Tenés razón - Dijo Espeucipo, con cierta tristeza. Siempre supo que Verón terminaría por perderles el respeto a todos - El tema es que debemos elegir nosotros mismos al sucesor, antes de que venga otro y nos arruine. Yo sugiero que sea Aristóteles.

- ¿Por qué él? - Preguntó, de inmediato, el militar. Se había puesto tenso, expectante.

- Porque si fueras vos, por ejemplo, perderíamos el apoyo insustituible que significa tener al Ejército cubriéndonos las espaldas - Respondió Espeucipo, con una rapidez que hizo evidente una larga planificación de la respuesta - y lo mismo pasaría si fuera Cinoscéfalos: no hubiéramos podido hacer ni la mitad de los negocios de no haber contado con un tribunal propio. De ustedes tres, el menos imprescindible es mi primo, por éso debe ser él.

- Me parece lógico - Aceptó el Juez, mirando de reojo su reloj pulsera.

- Me parece demasiado lógico - Ironizó Verón, sin ocultar su disgusto - No digo que no sea cierto lo que acabás de decir, pero da la casualidad que dejás el cargo máximo dentro de tu familia. Eso me huele mal, Espeucipo y te lo digo en la cara. Algo me dice que lo decidiste hace mucho y que recién lo decís ahora porque queda poco tiempo para fin de año. ¿Cuándo será la elección?

- Estás bailando antes de que suene la música, Verón - Intervino el Juez, a quien en realidad le daba lo mismo que fuera uno u otro - ¿Para qué le buscás la quinta pata al gato? Por más que fuera cierto lo que estás insinuando, lo cierto es que vos y yo cubrimos puestos claves en el negocio, así que dejáte de joder, chamigo.

Verón empalideció tanto que los labios se le pusieron grises, pero dominó la furia que sentía e incluso sonrió, displicente, antes de otorgar su aceptación:

- Es cierto. Tienen razón. Que sea Aristóteles, pues.

- ¡Bien! - Aplaudió Espeucipo, aliviado - En cuanto a lo demás, será como siempre. Una sola lista, un solo candidato y el triunfo seguro.

- Bueno, muchachos, yo tengo que hacer - Dijo el Juez, levantándose de su sillón. Le había prometido a Pirañita una caja de galletas Mil Delicias y temía que cerraran el mercado.

- Y yo que te iba a invitar a cenar - Bromeó Verón, que parecía repuesto de su chiripioca violenta.

- Eh, no, gracias, yo no salgo de noche - Respondió Cinoscéfalos, mientras el Turco abría la puerta. El Coronel dijo algo así como «ya será otro día» y fueron separándose otra vez, cada cual por su lado. Sólo se quedaron los primos, mirándose entre sí y sonriendo. En apenas unos minutos, se habían sacado el gran peso de encima.

Al sábado siguiente, a la misma hora en que Espeucipo hacía un último e inútil intento de convencer a Miguelito, Cinoscéfalos se ponía de pie en medio del bar repleto y anunciaba de modo oficial la renuncia del Intendente y el llamado a elecciones para el 30 de Noviembre, con Aristóteles Manfredini como delfín. Se hizo un pesado silencio en la concurrencia y todas las miradas enfilaron hacia la mesa que compartían Verón, el Turco Julián y el feliz candidato. Pomposo, el Juez levantó su copa y pidió un brindis por el futuro de Nueva Atenas. El Turco comenzó a aplaudir y algunos lo siguieron. Al fondo del Areópago, bebía una cerveza Aquiles Farjat, haciendo tiempo hasta que fuera hora de ir a buscar a Nuria. Observaba la escena con los puños cerrados, maldiciendo en voz baja. De pronto y como si fuera una revelación, sintió que su destino sería luchar contra ellos de una vez por todas. Y fue ahí que decidió pelearles la intendencia a muerte.

 

XCV

 

A León le dio mucha gracia el puesto de asesor político, de modo que reía con ganas al recordar la visita de Aquiles Farjat. ¿Disputarle la intendencia a Manfredini? ¡Absurdo! Si alguien tuviera la más mínima chance de ganarle, ya se encargaría Julián de silenciarlo para siempre. Era una locura, sin dudas, pero de tanto pensarlo le empezó a gustar la idea «Después de todo, ¿por qué no?», se dijo hacia la tardecita, poco antes de que volviera Clara. «Finalmente, lo mío se limitará al papel de monje negro. Yo seré el ideólogo y ellos pondrán la cara. Bien mirado, no es mala idea». Se lo dijo a Clara, apenas ella volvió de Foz. Al principio, estuvo encantada.

- Nunca he visto a Manfredini - Dijo, sentándose con las piernas cruzadas en el sillón favorito de León - Jamás hablé con él, pero me sobran motivos para desear que fracase en cualquier cosa que intente, así que ¿por qué no complicarle la candidatura?

- Complicársela no va a bastar - Corrigió León - Hay que ganársela.

- Si te oyera mi madre diría que es imposible ganarle algo a Manfredini.

- No sé si es tan imposible - Murmuró León, observando los libros de la biblioteca - Y tampoco sería la primera vez en la historia. Yo creo que se puede.

Clara sonrió, pues no quería contrariarlo. A veces pensaba que León seguía tan ingenuo como cuando partió a buscar a su padre, once años atrás. «Cree que la vida real está en los libros», suspiraba, viéndolo sumergirse durante horas en las páginas de algún mamotreto. «Se parece a Lucrezio Pesoa, enfrascándose durante días en sus poemas. O a Maximiliano Saldívar, metiéndose de cabeza en la producción de la finca». Dejó a León en la sala, inmerso en sus sueños políticos, se dio una ducha y comenzó a preparar la cena, que después tuvo que llevársela al living, porque no había forma de separar a León de su lectura, una vez empezada. Clara, que había sido deseada hasta la exageración por los hombres, lo vió tan concentrado que no quiso interrumpirlo ni para avisarle que se iba a dormir. «En el fondo, con todos pasa lo mismo», pensó, abrazada a la almohada. «Lucrezio era capaz de destinar semanas enteras a un versito, pero conmigo no duraba ni dos minutos. Maximiliano me tenía a cualquier hora, en cualquier sitio, pero su vida no era yo, sino su trabajo. Con León es igual. Dice que me ama, pero su verdadero mundo está en la biblioteca. A nadie le interesé, en realidad. Ni siquiera a ese gordo horrible que ofrecía fortunas por mi virgo. Maldito Manfredini. ¡Si él no me hubiera despreciado! Pero él prefirió a su otra hija, la desgraciada ésa que ocupa el lugar que me pertenecía a mí, por haber nacido primero ¡Ay, Dios me permita vengarme!»

En el absoluto silencio de la casa, León cerró el libro y se quedó pensativo, mirando por la ventana. Una leve brisa soplaba desde el río, meciendo el ramaje de los árboles del patio. «Si mi padre viviera», murmuró, sonriendo, «Se autotitularía doctor en ciencias políticas y se pondría al frente del movimiento». Tal vez debiera escribir a Cipriano Pereyra y al Doctor Manuel Fagúndes, invitándolos a visitar al pueblo y ser partes de la odisea. Dejó el libro en el estante, apagó las luces y caminó hasta el dormitorio, donde Clara dormía boca abajo, abrazada a la almohada. León se sentó a su lado y le acarició el pelo. Le gustaba verla así, vulnerable y cálida bajo la tela del camisón. Los pies descalzos fuera de las sábanas. «Esta es la oportunidad de llevar a la práctica todas las teorías que leí», dijo de pronto, como si ella pudiera escucharlo. «Es el momento de comprobar si esas teorías funcionan, si las utopías existen o si todo no es más que palabrerío para llenar libros». Se levantó, inquieto y fue a pararse frente a un espejo. Dijo así:

- Voy a pelear contra Manfredini, pero no por él. Voy a hacerlo por mí. Quiero saber de una buena vez y por todas, quién soy.

Clara suspiró, encogiendo una pierna y estirando la otra, como hacía para estar más cómoda. A veces odiaba que él amara tanto cosas que ella no compartía. Simuló dormir.

 

XCVI

 

Aristóteles no había ido ni una sola vez a ver a su nieta, en los siete meses que pasaron entre el nacimiento y su candidatura. Tampoco había respondido al teléfono, las dos veces en que Niké se atrevió a llamarle. Rabioso, sintiéndose traicionado por el fugaz amor de ella por Camilo, no era capaz de perdonar y el castigo incluía a Laida, que tenía prohibido visitar a la exiliada. Isabel, en cambio, iba todos los días, pese a la hostilidad que seguía mostrándola la nuera. Jugaba con la beba, le daba el biberón, la bañaba, feliz de verla convertirse en una niña hermosa y llena de vida, ajena a los odios que había despertado. Muy pronto, el pueblo se llenó de habladurías. «¿Vieron que la gallega visita todos los días al viudo?», era el principal comentario de las vecinas, escandalizadas por lo que consideraban un final anticipado del luto conyugal. «No hacen más que blanquear una relación que ya lleva más de veinte años», decían otros, con sentido práctico. Pero el día en que Isabel salió por primera vez con Candela, Nueva Atenas quedó sin aliento. ¿Quién era esa niña y de dónde la habían sacado? Nadie, por supuesto, conocía la historia. «Deben haberla adoptado, porque el médico nunca tuvo hijos con la finada», explicaban los más cercanos. Indiferente, o demasiado dichosa como para advertir cualquier chisme, Isabel cruzaba la plaza con la nieta en brazos y saludaba a todos con naturalidad. Conociéndole el carácter, ninguno de los curiosos se animaba a preguntarle nada, pero no pasó mucho para que algo de cierto hubiera en las habladurías. «Debe ser hija del tal Camilo, si es igualita», se decía a su espalda. Candela tenía unos grandes ojos negros, el pelo castaño y la piel muy blanca, igual a la madre. Pero era su sonrisa, ese modo pícaro en que miraba riendo, lo que la hacía tan parecida al padre.

- Qué bonita niña, Isabel - Le dijo una mañana el cura Rigoberto, a la salida de misa- Ya me habían dicho que tenías una, pero sólo ahora la veo ¿Quién es?

- Se llama Candela y es la hija de mi hijo Camilo.

- Que Dios te la bendiga - Saludó el sacerdote, que con buen juicio consideró oportuno no hacer más preguntas. La noticia, no obstante, corrió como pólvora encendida. ¡Camilo Insaurralde, a quien nadie veía desde hacía meses, tenía una hija! El Turco Julián resplandeció con la buena nueva y corrió a contársela a Aristóteles: «¿Para qué vamos a seguir persiguiendo a Camilo, si ahora podemos hacerlo venir cuando nos dé la gana?», especuló, «¡Bastará con raptar a la niña y a la madre!» Manfredini pegó un terrible puñetazo en la mesa y amenazó: «¡Nunca más me vas a volver a hablar de ese asunto o juro que yo mismo te pego un tiro!». El Turco se calló la boca sin pedir razones, pero entendió en el acto que la niña debía ser fruto de aquella famosa noche, cuando baleó a Perímetro González por error. «Seguro, hace todo lo posible para que nadie sepa quién le embarazó la hija», calculó, acertando más que nunca. ¡Ese sí que era un as en la manga! ¿Quién pagaría más por él? Desechó a Espeucipo, porque si estaba tan enfermo como parecía, pronto no tendría relevancia alguna en Nueva Atenas. Apartó también al Juez, pero por otras razones. Rosa Pastrana, su antigua recomendada, le había pasado otro gran secreto a cambio de unos billetes. Se reía solo el Turco, cada vez que pensaba en ello. «Antes de lo que se imaginan, a este equipo de cuatro le van a sobrar al menos dos», murmuró, conduciendo su camioneta rumbo al Regimiento.

- ¡Así que Camilo Insaurralde es el yerno secreto de Aristóteles! - Susurró Verón, caminando alrededor de la mesa de su despacho - ¡Esto puede cambiar mucho las cosas!

- Si me lo permite - Dijo Julián, que se había pasado treinta años sirviendo a verdaderos maestros de la intriga - a mi me parece que Aristóteles terminará pactando con Camilo y el cura comunista, por éso Espeucipo lo dejó fuera de la candidatura a usted y al Juez. Así como van las cosas, muy pronto van a reemplazar a Cinoscéfalos por Scarpa, ése que le hace los papeles a Terámenes...

- ¿Ah, sí? ¿Y a mi? ¿Por quién me van a reemplazar? - Exclamó el Coronel, más furioso de lo que nunca se había mostrado en público - ¡Antes los mato uno a uno!

- Ese asunto de las elecciones es una trampa, Coronel - Continuó el Turco, hundiendo cada vez más el dedo en la llaga - Cuando Aristóteles sea Intendente...

- No sigás, Turco, que ya sé lo que me vas a decir - Interrumpió el militar, deteniéndose de golpe - ¿Vos creés que no lo he pensado? Apenas Aristóteles gane la intendencia les va a autorizar la cooperativa a cambio de utilizar los terrenos de la escuela rural, total, a estas alturas, el peor enemigo se ha convertido en alguien de su propia familia. ¡El muy hijo de puta!

- No creo que le sea tan fácil - Dijo el capanga, disfrutando el éxito de su insidia.

- Claro que no - Sonrió Verón - porque lo que realmente va a suceder es que todo el negocio me va a quedar a mí y a los que me fueron fieles.

El Turco Julián sonrió, complacido. Su triunfo era total.

 

***

 

Capítulo 21

 

(Se acercan las elecciones y mientras el clima político se enrarece cada vez más,

se cumple la profecía de Jándula Marcó del Pont. Curiosamente, en medio de tanta

ambición mundana, alguien desempolva los Diez Mandamientos)

 

XCVII

 

C

omo no había regresado al pueblo desde que fuera a conocer a su hija, Camilo permanecía ajeno a la efervescencia que había causado el anuncio del Juez, oficializando la renuncia de Espeucipo. Aislado en la pequeña casa que ocupaba con su perro Muralla, pasaba días y noches planificando innumerables detalles con el ingeniero Ruiz, discutiendo de filosofía con Terámenes o conversando con sus amigos, que acampaban por ahí en el más completo desorden. Los sábados despachaba a todo el mundo, lavaba los pisos, tendía la única cama y recibía a Isabel y a Epaminondas, que le llevaban a Candela para el fin de semana. Entonces, el Camilo apasionado, radical, obsesivo, dejaba su lugar a alguien que muy pocos llegarían a ver. Apenas la niña llegaba y empezaba a reir, él se transformaba, la llevaba de aquí para allá sobre los hombros, hacía mil morisquetas y se dormían juntos, después de almorzar. Con ella en brazos, era por fin el que hubiera sido si no se cruzaban en su vida las ideas, los sueños, las ganas impetuosas de cambiar al mundo. Sólo a veces, cuando se acordaba de quién era, le decía al oído:

- Lo que tu papá hace no es sólo por los chiquitos pobres, que no tienen qué comer. También lo hace por vos, para que mañana vivas en un mundo mejor que éste.

Isabel suspiraba, mirando para otro lado. Tenía la esperanza de que el contacto con la hija apartara a Camilo de las ligas agrarias, la cooperativa y todo aquel asunto que tantos peligros traía. Lo veía jugar, convertirse en niño otra vez, y los ojos se le llenaban de lágrimas, preguntándose qué podía hacer para salvar a su hijo del destino. «¿Cuándo será?», le había preguntado, quince años atrás, a Jándula Marcó del Pont. «Primero dejará su descendencia», le había dicho el vidente. «Y no será antes de que haya sangre en los pies de los descalzos». Isabel se desgarraba, pensando que lo primero ya estaba cumplido. ¿Cuánto faltaría ahora para lo segundo? ¿Y después, cuánto más hasta el final, sangriento e inevitable? «No voy a poder soportarlo», sentía, temblando de pánico cada vez que alguien llegaba hasta su casa, temiendo que le llevaran malas noticias. Le pidió a Aspasia que hablara con él, que lo convenciera de abandonar la locura revolucionaria y trabajar en cualquier cosa, llevando de una buena vez la vida normal de la gente común.

- Es imposible hablar con tu hijo, nadie sabe dónde está - Le respondió ella, después de un par de intentos - Además, vos sabés cómo es. Si le llego a decir algo sobre abandonar sus asuntos me va a sacar corriendo...

- La única persona que lo hubiera apartado de ésto es Niké - Comentó el Doctor un sábado en que regresaban solos, pues Candela se había quedado con su padre hasta el domingo - pero está tan enojada con él y él con ella, que ni vale la pena el intento…¡Bueno, basta de temores!

- Cuando Camilo era un niño - Dijo Isabel, afligida por los presentimientos - nada me daba miedo. ¿Se acuerda?

- Claro que sí. Decía todo el tiempo que del miedo no sale nada y que si usted o el padre de Camilo hubieran tenido miedo, él nunca hubiera existido.

- Se me había dado por creer que mi hijo era indestructible y que ningún mal lo podría alcanzar, pero desde que Jándula...

- Oiga, Isabel, ese Jándula Marcó Del Ponto no era Dios. Pudo errar en lo que le dijo y por cierto, yo no creo en videncias ni cosas por el estilo. ¿Hizo alguna profecía sobre mí?

- Es difícil saberlo.

- ¿Por qué? ¿La hizo sin nombrarme?

- Dijo que había tres hombres visitando mi casa - Contestó ella, cruzando los brazos sobre el pecho - y que uno viviría, uno moriría y uno desaparecería.

- ¿Tres hombres? - Preguntó Epaminondas, sorprendido.

- Usted, Pericles y Filipo González.

- Ah, claro. Así que sólo uno va a quedar...je, je, je...- El médico se rió, sin dejar de atender el camino. Un escalofrío le recorría la espalda.

Llegaron a Nueva Atenas de nochecita, cargando cada cual sus propios temores.

 

XCVIII

 

Enojado, el cura Terámenes dominaba a duras penas su vozarrón, yendo y viniendo por la salita como un león enjaulado. Se había reunido a la mañana con Espeucipo y éste le confirmó su negativa a autorizar la Cooperativa Rural. De nada sirvió que el sacerdote interpusiera cada uno de los argumentos filosóficos que tenía en mente, que llevara en su auxilio al Evangelio, que recitara la Constitución o que amenazara a Espeucipo con el fuego del infierno. Mientras los Caballero fueran gobierno, no habría nada que hacer al respecto. «Esas son ideas comunistas, padre, y haría muy bien en olvidárselas antes de que lleguen a oídos del Vaticano, que está tan lejos, o de Verón, que está tan cerca», fue la definitiva respuesta del jefe comunal, dando por terminada la entrevista. Afuera, a bordo de una destartalada camioneta prestada por uno de los campesinos, aguardaban las noticias Camilo, Efigenio y Carápulo Tinguitella. Cuando lo vieron salir del edificio, revoloteando con malos augurios la sotana negra, comprendieron que todo el trabajo del Juez Scarpa terminaría en un cajón.

- Esto nos pasa por idiotas - Dijo Camilo, encendiendo el motor - ¿Dónde se ha visto que una revolución se gane con abogados?

- ¡Vamos de aquí! - Rugió el cura, haciendo crujir en un puño las cuentas de su rosario.

Ninguno volvió a decir ni una palabra hasta que estuvieron en la escuela, junto al resto del grupo. Apoyado en la pared, Camilo esperó que el director relatara su fallida entrevista y luego ocupó su lugar, en el centro de una rueda formada por sus amigos. Con una mezcla extraña de amor, respeto y desafío, miró a los ojos del sacerdote y dijo:

- Si realmente queremos transformar el mundo, no podemos seguir aguardando a que nos den la autorización para hacerlo.

- ¡Así es! - Exclamó Efigenio y los demás aplaudieron.

- ¿Cuántas veces lo hablamos? - Continuó Camilo - ¡Siempre dijimos que llegaría el día en que veríamos que todo lo hecho sería insuficiente! Bien, muchachos, el día llegó. O encontramos otro modo de hacer las cosas o nuestra famosa Banda de los Descalzos perderá definitivamente su razón de ser. Si la ley no es capaz de resolver los problemas, hay que cambiar la ley. O infringirla.

- ¿Cual es la propuesta, Camilo? - Preguntó Terámenes, viendo que se hacía realidad lo que siempre había temido. Su alumno favorito, por fin, había decidido ocupar el lugar del maestro.

- Propongo enfrentar abiertamente a Espeucipo Caballero.

- Bien, pero ¿cómo?

- Cortemos todos los caminos, hasta el más pequeño que haya. Dejemos aislado por completo al pueblo, para que ni un tomate pueda entrar al mercado. Saquemos la producción de nuestra gente a Foz. ¡Vamos a sitiar al Intendente hasta que no tenga más remedio que ceder!

- ¡Eso es! - Apoyaron todos.

- No estoy de acuerdo - Intervino Terámenes, preocupado - Nos van a mandar al Ejército y acabarán con nosotros así de fácil ¿No ves que es éso lo que están buscando? ¡Verón sólo necesita una mínima excusa para caernos encima!

- Pues no le temo a Verón.

- No se trata de temer o no, sino de que sirva para algo hacerlo - Respondió el sacerdote, dudando por primera vez de su influencia sobre los muchachos - En este momento, más importante que enfrentar a Caballero es conseguir que la gente que ha confiado en nosotros no pierda las esperanzas. Hagámonos fuertes, primero. Para pelear siempre habrá tiempo.

- Eso es muy cierto - Dijo Manganeso Ruiz - Hay que esperar.

- ¡De ningún modo! - Exclamó Camilo - ¡Hay que hacer! Pero no dejo de hallarle razón al padre, aún no somos fuertes como para un enfrentamiento abierto. En vez de cortar rutas, podemos boicotear los cargamentos para que no lleguen, lleguen tarde o con pérdidas ¡Volvámoslos locos! ¡Que no sepan a quién responsabilizar de sus problemas! ¿No permiten funcionar la cooperativa? ¡Hagámoslo de todos modos! ¿Qué van a hacer? ¿Detener a cada campesino? ¿Cortar ellos mismos las rutas? Si les pegamos por todos lados y desde todos los ángulos, tarde o temprano tendrán que ceder. ¿Queríamos justicia social, muchachos? ¡Salgamos entonces a ganarla por la fuerza!

- ¡Acabemos con ellos! - Exclamó Efigenio y el grupo se unió en una ovación.

Terámenes sonrió, pero no dijo nada. Camilo había retrocedido de su idea inicial, aunque rápidamente pasó al ataque otra vez, ampliándola y profundizándola de un modo que no encontrara obstáculos. Era lo que había hecho siempre, cambiar el plano de la discusión hasta pisar una plataforma en la que hallaba ventajas. Ceder al mismo tiempo que acumulaba fuerzas. Retirarse, pero sólo para caer enseguida con más ganas. «Me dio la razón, pero en el fondo ya no cree que la tenga», pensó, con cierta tristeza, sabiendo que no podría sujetarlo más. «Finalmente, es lo que les enseñé todos estos años: la razón del maestro dura hasta que el alumno puede hallar sus propias razones». Se retiró un poco, dejándolos discutir con pasión sobre cómo implementar las nuevas estrategias. «¿Qué más puedo hacer?», se preguntó, acariciando la cabezota negra de Muralla. «Mi trabajo era darles las alas, pero el vuelo les pertenece sólo a ellos». Creyó que estaban en un punto sin retorno, pero a mitad de los preparativos sucedió algo que cambió de modo repentino las cosas.

 

XCIX

 

A mediados de Setiembre, Aquiles había reunido un pequeño grupo que incluía a amigos, parientes y conocidos, colaboradores de emergencia en su carrera política. Ulises sería secretario y propagandista. Aspasia fue elegida tesorera y Arístipo, jefe de reclutamiento, mientras que su tío Arquímides II obtuvo el puesto de asesor en asuntos rurales. El equipo se completaba con León, que finalmente había decidido unirse. A modo de bienvenida, Aquiles obsequió una botella de whisky a cada uno y León guardó la suya en la biblioteca, sin saber que en pocas semanas más sería la causa de su mayor desgracia. Fue él, de todos modos, quien dio la idea de incorporar a Camilo a la campaña, con lo que terminó de cerrar el círculo de la fatalidad. Aquiles pensó que era una buena idea. ¿Por qué no ir por ayuda a los Descalzos, si los había apoyado cada vez que se lo pidieron? Fue a ver a Terámenes, quien se mostró feliz con la idea, pues imaginó que sería la solución a todas sus angustias ¡Sus queridos muchachos lucharían contra Caballero a través de una candidatura, sin meterse en locuras irreversibles! «Vaya ahora mismo a ver a Camilo y dígale que va de parte mía», sugirió, dibujando un mapa que le entregó con instrucciones de romperlo apenas encontrara la casa. «Cuanto menos personas sepan donde vive, más seguro va a estar», dijo, ignorando que el Turco Julián ya tenía un croquis similar y hasta un listado de las chacras que el grupo visitaría esa semana.

Camilo desmalezaba su pequeña plantación de tomates, cuando oyó los ladridos de Muralla, anunciando visitas. Candela estaba sentada a la sombra de unas parras silvestres, jugando con un osito que le había comprado Isabel. Camilo la levantó, sentándola sobre los hombros y la niña se estremeció en un cascabel de alegres carcajadas. Alguien golpeaba las manos. «¡Ahí voy!», dijo, preguntándose quién sería. Sus amigos pasaban sin anunciarse. Le sorprendió encontrarse al dueño del corralón, quien tampoco disimuló la extrañeza que le causaba la escena: ¡llegaba en busca de un revolucionario y en su lugar hallaba un niñero de lo más burgués! ¿No le habían dicho, además, que el muchacho vivía protegido por una compleja red de simpatizantes y oculto por completo, a salvo de cualquier amenaza? Sin embargo, no veía a nadie más por los alrededores, la pequeña casa lucía solitaria, sin siquiera una cerca que la protegiera. En cuanto a los guardaespaldas, sólo estaba el perro, enorme y negro, sin apartarse un paso de su dueño. Camilo vestía unos vaqueros viejos y desteñidos. Estaba descalzo y con el torso desnudo, pese a que aún no hacía mucho calor y llevaba el pelo bastante largo, detalle que era común en los alumnos de Terámenes.

- Me dijo el padre que te diga que me envía él - Advirtió Farjat, pasándole el mapita dibujado en un papel. Camilo sonrió y le hizo una seña para que entraran a la salita. Había unos sillones de mimbre, una mesita desvencijada y casi nada más, salvo por el bolso de la niña, estampado en flores multicolores.

- Se llama Candela y tiene ocho meses - Dijo Camilo, bajando a la criatura de sus hombros y sentándola sobre las piernas - Es mi hija.

- Debe ser el primer secreto de este pueblo que dura tantos meses - Respondió Aquiles, sonriéndole a la criatura.

- Oh, ya no es tan secreto - Aseguró Camilo.

Se sentaron en los sillones de mimbre y Aquiles pasó a explicar en pocas palabras el motivo de su visita, agregando que sólo tenía dos meses para conseguir un apoyo que le permitiera derrotar a Aristóteles, hazaña sólo sería posible si Camilo volcaba los campesinos a su favor. A cambio, prometía un programa de gobierno que pusiera fin a cien años de injusticias. «Es un trato simple» - concluyó -  «Ustedes me apoyan y yo me encargo de que todo aquello por lo que están luchando se convierta en realidad, por medios legales». Camilo se quedó observándolo, mientras Muralla los miraba desde la puerta. Tal vez, al fin y al cabo fuera lo mismo, pensó. Revolución de los votos, pero revolución al fin. «Acá hay muchísimo por hacer», dijo por fin. «Un programa de gobierno común y silvestre no servirá de nada. Necesitamos algo verdaderamente radical. ¿Estás dispuesto a hacerlo?». Aquiles asintió.

- En tal caso - Dijo Camilo, sin disimular la ansiedad - reunámonos mañana al mediodía en lo de Terámenes  ¡Vamos a elaborar un programa tan bueno que no habrá nadie que no lo quiera!

Aquiles se puso de pie, satisfecho de que le hubiera resultado tan fácil convencer al principal aliado. Se dieron un abrazo, sellando el pacto que en poco tiempo más los llevaría a la muerte. Muralla ladró, excitado.

 

 

 

 

C

 

Aristóteles se enteró dos días después, gracias al traidor que Julián había conseguido entre los Descalzos. «¡Esto será una guerra a muerte!», vaticinó, sin saber que tenía razón. Estaba furioso, pues una vez más se le cruzaba Camilo por delante. Yendo y viniendo con las manos a la espalda, encargó al alcahuete que buscara por todos los medios una manera de desacreditar al líder ante sus seguidores, o bien algo que los decepcionara, haciéndoles ver la inutilidad de sus esfuerzos. «¡Tenés que ver el modo de arruinar la reputación de ese tipo!», repetía, fuera de sí. Era tanta su rabia, que aceptó que no sería mala idea raptarle a la hija, cualquier cosa con tal de sacarlo del medio. Pero enseguida aclaró que era sólo un decir. Verón, en cambio, estaba encantado. «Ojalá gane Farjat con la ayuda de ese comunista», exclamó, apenas el Turco le fue con la noticia. «Ellos me librarán de Aristóteles y yo libraré al pueblo de ellos. Será como matar tres pájaros de un tiro». El Turco asintió, aunque entendía que cada vez sería más difícil servir por igual a dos amos. De todos modos, como no se decidía aún por cual jugarse, decidió continuar traicionando a ambos: “Si nuestro plan es que Manfredini no gane la intendencia, podemos aprovechar a mi espía no sólo para sacarle información, sino también para dársela.  Cuanto menos ignore Farjat de su rival, más fuerte será”.

Verón estuvo de acuerdo, así que el capanga se fue de inmediato a continuar sus intrigas. Subió a la camioneta, manejó cien kilómetros hacia el norte y se detuvo frente a la chacra de Rómulo Oporto, primo lejano de Popea, la dueña del Hostal. Don Rómulo era un hombre viejo y medio doblado en dos por el peso de los años. Vivía allí con dos sobrinos que le ayudaban en un campito que más parecía un potrero, mal trazado y sin alambrar, aunque les servía para extraer unos cuantos cientos de kilos de maíz por año. El Turco se detuvo a la vera de la propiedad, mirando en derredor. Los muchachos se empeñaban en romper los terrones con una pala sin mango. A la sombra de un árbol, rumiaba una vaca macilenta, rodeada de perros sin raza ni esperanza. Era el sitio perfecto. «¡Eh!», llamó y los sobrinos dejaron de carpir para acercarse, desconfiados. «Ya trabajaron mucho por hoy, así que tomen, aquí tienen cincuenta pesos para irse por ahí y dejar a los mayores hablar a solas». Los sobrinos recibieron el billete sin ninguna timidez y desaparecieron al trotecito, seguidos de lejos por los ojos vacuos del tío. El Turco Julián sonrió, acercándose al dueño de casa. «Dicen que mañana van a andar por aquí los Descalzos», dijo, sentándose frente a la silla donde aguardaba Rómulo, masticando tabaco. El hombre asintió. El Turco miró a su alrededor durante unos minutos. No se veía a nadie. Sonrió.

A la mañana siguiente, bien temprano, llegaron Camilo, Carápulo y el Chato Ortiz, seguidos de cerca por Muralla. Se sorprendieron  de no ver a nadie fuera de la casa, pues se notaba que ni siquiera habían ordeñado a la vaca. Don Rómulo estaba en el catre, tapado por un poncho, pero los sobrinos no aparecían por ninguna parte. «Parece que el viejo está enfermo y los muchachos se han empedado un poco», dijo Carápulo. «Mejor empezamos por nuestra cuenta». Se quitaron las zapatillas, colgaron las chaquetas bajo el alero y fueron a buscar las herramientas que estaban junto al aljibe. «Alguna gente confunde colaboración con beneficencia», murmuró el Chato, metiéndose descalzo en el lodo frío de la mañana. «Y solidaridad con estupidez», añadió Camilo, «Pero no importa, vamos a lo nuestro. Prometimos carpir este potrero y éso mismo vamos a hacer ahora». Entonces, Muralla comenzó a ladrar, frenético. Un ladrido tras otro, sin parar. «Algo le pasa a ese perro», dijo Camilo, que lo conocía bien. De pronto, el Chato soltó un grito. Algo se le había clavado en un pie. Carápulo fue en su ayuda, pero no llegó muy lejos: al primer paso sintió un dolor lacerante en las plantas. Camilo se quedó inmóvil. Acababa de sentir algo filoso, incrustándose en su talón derecho. “Calma, muchachos, ya caímos en la trampa, así que salgamos de ella lo mejor posible”, dijo. Comenzaron a retroceder, paso a paso, dejando un reguero rojo tras ellos. Muralla no paraba de ladrar. «Algún hijo de puta metió vidrios entre el barro», rabió Carápulo, quitándose una esquirla brillante con los dedos. Se sentaron sobre el pasto, con los pies llenos de sangre. En ese momento, Muralla salió de la casa arrastrando el poncho que habían visto un rato antes, cubriendo al viejo. «¡Muralla! ¡Dejá éso!», ordenó Camilo y el perro no le hizo caso. Iba a gritarle de nuevo, pero entonces advirtió que la prenda también estaba tinta en sangre. Sobre el catre, el muerto abría la boca y los ojos, con una mano crispada en el aire. “Mejor nos vamos, algo me dice que nos van a colgar este finado”, dijo el Chato. Dejaron la chacra en silencio, sangrando los pies descalzos.

El Comisario tuvo que pedir prestada una camioneta al Intendente, pues no había otro modo de ir hasta la chacra del crimen a traer al cuerpo. «Fue un caso  muy extraño», recordaría años más tarde Casimiro Reyes. «Una llamada anónima alertó al Juez que Camilo y sus amigos habían asesinado a Oporto, pues el viejo los había trampeado desperdigando vidrios rotos por los surcos en los que ellos iban a trabajar ese día». Pero pronto nacieron las dudas. ¿Por qué haría tal cosa don Rómulo? «Porque en realidad los campesinos odian a esos comunistas que van a complicarles la vida», fue la explicación que dio Aristóteles, especulando ante el auditorio del bar. Podía ser ¿Por qué no? Aunque nadie creyera que Camilo fuera un asesino, todo era posible. ¿Acaso no era hijo de una extranjera cuyo pasado se ignoraba? Tal vez la gente hubiera terminado por aceptar la idea, pero entonces hubo una segunda llamada anónima, esta vez al Areópago: «Ese Camilo no tuvo nada que ver, pues a Rómulo lo mató un enviado de Manfredini, que le pagó cincuenta pesos a los sobrinos del muerto para que le dejaran el campo libre. Cuando Camilo llegó al rancho, el viejo llevaba casi un día de finado».

- Y así mismo fue - Corroboró el Doctor Epaminondas, que había firmado la defunción tras observar el impiadoso tajo en la garganta. A su lado, el Juez y el Comisario oficiaban de testigos del acto – Fíjense bien. ¿Lo ven? Las articulaciones ya están duras. Este hombre se murió ayer, cuanto menos. ¿Qué decís vos, Cinoscéfalos?

- Que nos vamos rápido, porque ya empezó a heder.

- ¿Oyó, Comisario? Su señoría reconoce que este crimen no es de hoy, sino de ayer.

De modo que el asesinato quedó en la nada y el viejo fue enterrado sin que se culpara a nadie por su muerte, pues no había cómo comprobar la veracidad de ninguna de las llamadas. A los tres días reaparecieron los sobrinos, jurando una absoluta ignorancia, lo que cerró el caso. «Un acto estúpido», publicó Casimiro Reyes, recapacitando el asunto con cierta filosofía. «Una muerte que no le sirvió a nadie y que pasará al olvido sin dejar huellas sobre otro destino que el del propio muerto». Pero no sería así, en un pueblo acostumbrado a vivir de casualidades. Al Turco Julián le sirvió para ganar puntos frente a Manfredini, que además de premiarlo con un cheque de cinco mil pesos le encargó que hiciera correr su versión por toda la ciudad, asustando a los electores con un futuro sangriento si ganaban Aquiles y su aliado criminal. Sin embargo, también se decía que era el propio Manfredini el instigador del crimen, cometido por encargo para perjudicar al rival electoral.

- Realmente, tengo que felicitarte - Le dijo Verón al Turco, estrechándole la mano - Fue una gran jugada ensuciar a la vez a Aristóteles y a Farjat, por no nombrar a Camilo ¡Por más que ni el Juez ni el diario acusaron a nadie, lograste que la gente dude de los tres por igual!

El Turco sonrió con modestia, simulando creer que no merecía tantos elogios. En realidad, estaba seguro de que había sido una jugada brillante, digna del secreto premio al que aspiraba.

 

CI

 

La muerte de Rómulo Oporto, tan descolgada y fuera de lugar, cayó pronto en el olvido de los hechos aislados, como si nunca hubiera ocurrido. Sin embargo, fue causa de muchos sucesos que vinieron a continuación, asuntos de apariencia desconectada, pero que unidos tuvieron una decisiva incidencia sobre el espantoso final. De no ser por el crimen del chacarero, Cinoscéfalos no se hubiera lanzado a la política, Verón no hubiese tenido argumentos para sacar a sus soldados del cuartel, el Turco no habría sido nombrado Jefe de Policía y los sobrinos del muerto, Acacio y Pantagruel, no hubieran terminado sus días de tan horrible manera. «Todo empezó con esa muerte sin sentido», diría alguna vez el Doctor Epaminondas, enterrando a Pablo Lechín. ¿Habrá sido así? Lo cierto es que los errores, despropósitos y casualidades siguieron sumándose de un modo extraño, tejiendo la madeja de la que nadie podría escapar. «Las grandes desgracias comienzan en pequeños detalles, por éso no las vemos hasta que es demasiado tarde», advirtió por esos días el padre Rigoberto, con una clarividencia que nadie tuvo en cuenta. «No se refería a lo que después sucedió, sino a la limpieza del atrio», contradijo Arcadio más tarde, restándole méritos desde el exilio, cuando el Diario lo fue a entrevistar para su crónica mensual.

En curiosa sincronía, Terámenes tuvo un sermón de tintes parecidos, allá por la misma época: «Así como todo el universo cabe en un sólo átomo, todas las posibilidades se contienen en cada segundo. Todo el bien y todo el mal son posibles en un instante y hasta el paso más leve causa ecos en el infinito». Tales fueron sus palabras, aunque hay que ver que fueron Aspasia e Isabel las más conmocionadas por la treta de Julián. El lunes del asesinato, Isabel vió bajar a Camilo de la camioneta en que llevaban al muerto y el corazón se le quedó helado. Detrás de su hijo saltaron al piso Carápulo y el Chato Ortiz, rengueando. Los tres tenían los pies manchados de sangre. «¡Oh, Dios, la profecía!», murmuró ella, llevándose una mano a la garganta. Camilo la abrazó con la cara llena de risa, como si nada pasara. «No te preocupés», le dijo, apoyándose en su madre para dar un saltito. «Sólo pisamos unos vidrios que algún imbécil dejó por ahí, no es nada serio». Isabel estaba pálida, ahogada por la angustia que llevaría hasta el final de la guerra. Curó las heridas de los muchachos sin decir una palabra, temiendo que al abrir la boca ya no pudiera contenerse más. «¿Qué voy a hacer?», se preguntaba. «¿Cómo puedo yo librarlo de lo que le va a ocurrir?» Al anochecer, apareció Efigenio en un camioncito y se los llevó a los tres, rumbo a la escuela rural.

- No te pongas tan mal, madre - Murmuró Camilo, estrechándola esta vez de un modo diferente - Sólo ha sido una casualidad.

Pero la única casualidad que ella estaba dispuesta a asumir era la que la había traído al pueblo, dos décadas atrás. «Le juro que creí que iba a Grecia», recordaba de tanto en tanto, riendo con Epaminondas, pero aquel día la venció el espanto. Cerró su casa y corrió hasta el Areópago, para hablar con Aspasia. «Ya sucedió», le dijo, con la respiración acezante. «Hoy hubo sangre en los pies de los Descalzos». Miguelito, que desde que había vuelto de Brasil no se separaba de su amiga más que para irse a dormir, le acercó una copa de jerez y la invitó a sentarse. Arístipo los miró desde la barra, sabiendo que algo malo ocurría. «Acaban de decir por ahí que Camilo y sus amigos mataron a alguien», respondió Aspasia, incrédula. «¿Qué es lo que está pasando?». Isabel contó lo que sabía, que no era mucho. Enseguida llegó Pericles y agregó el resto, asegurando que el Juez cerraría el caso sin acusar a nadie, pues no tenía a quién. «Tratan de enemistar a Camilo con sus campesinos», dijo después, elevando la voz para que lo escucharan todos.

- Lo grave es que se ha cumplido una vez más la profecía de Marcó Del Pont - Murmuró Isabel, temblando por la ansiedad - ¡Tienen que ayudarme a alejar a Camilo de todo ésto, antes de que sea tarde!

- Ahora será más difícil que nunca - Dijo Pericles, meneando la cabeza con preocupación - Su hijo acaba de prometerle a Farjat que lo apoyará en la campaña. Ha de ser por éso mismo que le pusieron esa trampa ¿quién? Supongo que Manfredini.

- Voy a hablar con mi padre - Intervino Miguelito, pese a que nunca había visto a Camilo -Debe convencer a Aristóteles de terminar con este asunto ¡Al fin y al cabo se trata del yerno!

- Ya van a ver que todo terminará saliendo bien - Dijo Aspasia, bebiéndose el jerez que Isabel no había probado. Entrelazó sus dedos flacos con los de Miguelito y agregó - En este mundo no hay nada que el amor no pueda vencer.

Miguelito sonrió, mirándola de un modo que sorprendió a Isabel y dejó tieso al Comisario, que siempre había escuchado bromas sobre la difusa virilidad del muchacho. Aspasia dejó escapar un suspiro, sintiéndose dueña del mundo. Al rato, caminaban los cuatro rumbo a la casa de la viuda. Las mujeres iban adelante, cuchicheando. Los hombres, un par de metros más atrás, comentando las posibilidades políticas de Aquiles. La angustia sobre el destino, pese a todo, a veces se amortiguaba con la marcha rutinaria de los días. «Parece buen chico ese Miguel, aunque sea hijo de quien es», comentó Isabel, pellizcándole un brazo a la amiga. «Y por la forma en que te ha mirao, se diría que ya son novios». Aspasia soltó una risita cómplice, como hacen las muchachas cuando se enamoran. «Es lo más bueno que hay», respondió, sonriendo de oreja a oreja. «Pero aún no somos novios, lo que se dice novios. Aunque no falta mucho para que así sea ¿quién lo hubiera dicho, no?». Estaba feliz y no era para menos. Soñaba despierta con el momento de decir a todos que era la prometida de Miguel Caballero. Ella, nada menos, la que nunca había merecido el interés de ningún varón. Se le había endulzado el carácter, antes tan hosco, cerrado como el de la madre. Arístipo, que la había visto crecer rodeada de libros y de complejos, no acababa de creer en el cambio. «¿Será posible?», se preguntaba, frunciendo el seño cada vez que los veía salir, alegres como adolescentes. «¿Desde cuándo le gustan las chicas a Miguelito?». La esposa, que de tan parca sólo hablaba cuando no había más remedio, comentó una noche: «Es la primera cosa normal que hace esta chica en treinta años; no sé si preocuparme o no». Lejos estaban ambos de suponer las desgracias que traería el romance, cuando el despecho empujara a Aspasia hasta los huevos del seminarista Arcadio.

 

CII

 

Los días comenzaron a transcurrir con tal intensidad, había tanto por hacer y tanta gente haciéndolo, que Octubre pasó por Nueva Atenas sin que nadie lo viera, empujado por el tráfago de mil acontecimientos. Para comenzar, Aristóteles empapeló cada pared del pueblo con afiches que lo mostraban sonriendo, abiertos los brazos en un gesto ambiguo. «Saluda a los nuevos tiempos», decían sus admiradores, imitando el abrazo en plena calle, cuando se encontraban unos a otros. «Pero qué va a saludar, sólo está tratando de sostener la estantería», bromeaban los partidarios de Aquiles. «Sabe que se les vendrá abajo si gana Farjat». Pero la pegatina no fue más que el inicio y a partir de allí, no hubo descanso para nadie. Cada media hora, una caravana de vehículos cruzaba el centro a bocinazo limpio, desparramando folletos, promesas impracticables y una sensación de inquietud en la gente, que veía cambiar aceleradamente el mundo. Aristóteles, que a lo largo de su vida sólo se había dejado ver en los grandes acontecimientos, recorría las calles a pie, hablaba con los vecinos, besaba niños y hasta compartía un mate con los más confianzudos. ¿Quién lo hubiera dicho, un mes atrás? Seguro de su triunfo, pasaba la mitad del tiempo en la municipalidad, como si ya la sintiera suya y atendiendo de metiche asuntos que aún no eran de su incumbencia, aunque –juraba - pronto lo serían. Zalameras, las empleadas lo llamaban ya «Señor Intendente», todas menos Isabel, que no lo miraba ni de lejos. Atraído por la novedad, el periodista Reyes se instaló una semana en la pensión de Popea, escribiendo la primera de sus muchas crónicas sobre la histórica elección. Generoso y campechano, Aristóteles lo invitaba a almorzar en el bodegón del puerto, rodeado de marineros que testimoniaban el arraigo popular del candidato. Bien comidos y bebidos, subían a la camioneta para recorrer los barrios, visitar escuelas, controlar dispensarios y sacarse fotos de ocasión con los vecinos. El reportero se quedó encantado, convencido de que Manfredini era la maravilla que decía ser, pese a las habladurías. «El empresario designado para suceder a Caballero reúne todas las condiciones para llevar a Nueva Atenas a su época más gloriosa», aseguró, zapateando sobre una vieja Olivetti, cuando volvió a la redacción. Su reportaje fue tan favorable, que el Turco Julián le envió un cajón del mejor whisky importado, junto a una grabadora nueva, contrabandeada de Taiwán. El pueblo parecía convertido en una gran kermesse, pues hasta globos de colores repartían los hombres de Manfredini. Sin embargo, por debajo de la alegría, su cara menos amable continuaba en acción, tejiendo alianzas incluso cuando había que emplear algo de fuerza para lograrlas. Encabezados por el Turco, un batallón de cobradores salió a rastrillar el pueblo para recordar a cada deudor las cuotas atrasadas, los alquileres vencidos, las hipotecas pendientes de un hilo. «Todo será perdonado si gana Manfredini», explicaba, achicando sus ojitos de halcón. «Pero si pierde, van a perderlo todo, así que ya lo ven: somos socios».

Este comienzo avasallante contrastó con la pasividad del otro candidato, al que no se le vió el pelo por ningún sitio durante las primeras semanas de la campaña. «¿Dónde está Farjat? ¿Qué se ha hecho? ¿Cómo espera ganar así?», preguntaban sus partidarios, creyendo que el opositor se echaba atrás. Sólo los íntimos sabían que Aquiles estaba recluido día y noche en el solar de los Ortega, diseñando un programa que le asegurara el apoyo de los campesinos. Después de dos semanas de intenso trabajo, el resultado era un mamotreto de cien páginas, complejo y poco práctico, incapaz de convencer a nadie. De la rabia, Aquiles partió su bolígrafo por la mitad.

- ¿Cómo puede ser que no saquemos nada en limpio? - Exclamó, cosa rara en él, que era tan tranquilo - ¡Es imposible prometer sólo lo que se puede hacer! ¿Cómo me van a votar, si ofrezco cosas para dentro de diez años y Aristóteles las ofrece para ya mismo?

- No tiene sentido escribir un programa de cien páginas cuando la mayoría de la gente a la que lo dirigimos no sabe leer - Dijo Ulises, con bastante razón.

- Creo que erramos el procedimiento - Comentó Terámenes, estirando las piernas bajo la mesa - No se puede aprender la Biblia antes de saber los Mandamientos.

- ¡Eso es! - Apuntó Clara, desde la cocina. Todos se dieron vuelta a mirarla - ¿Por qué no escribir Los diez Mandamientos del Campesinado y repartirlo por todas partes?

Los hombres se miraron entre sí, León cerró poco a poco cada uno de los libros que tenía abiertos sobre la mesa, Aquiles metió bajo un sillón su mamotreto de cien páginas y Terámenes soltó una risita. Ulises codeó con disimulo al candidato y Camilo se puso tenso, interesado en la idea:

- Primer mandamiento - Dijo, poniéndose de pie - queda prohibido pagar a los campesinos con vales para mercaderías.

- Borrá prohibido - Sugirió León - o vamos a parecer dictadores.

- Ahí va, entonces: todo campesino tendrá derecho a percibir un salario por su trabajo y a cobrarlo en moneda de curso legal ¿qué tal?

- Suena bien - Se regodeó Aquiles - ¡Con éso ya le complicamos la vida a los terratenientes! ¡Vamos, vamos! ¿Cual es el segundo?

- Toda estancia que ocupe a más de diez familias debe procurarle educación primaria a sus hijos - Soñó el cura, mirando al futuro - o pagarle un plus al campesino para que pueda enviar a los chicos a estudiar.

- ¡Caballero y Manfredini pondrán el grito en el cielo - Rió León - ¡Te aseguro que ninguno de los dos votará por nosotros!

- Ojo, muchachos, que esto no es contra ellos, por muy desgraciados que sean - Dijo el cura, mirando a uno por uno - Buscamos la justicia, no la venganza, por más que las reinvindicaciones siempre se parezcan demasiado al resentimiento.

- Padre, no es el idealismo lo que derrotará a Manfredini - Señaló Camilo - Es el hambre de la gente quien lo vencerá. Y el hambre provoca rabia. Resentimiento. Odio.

- Lo sé, pero no de nuestra parte - Aclaró Terámenes - y como dirigentes, tenemos la obligación moral de encauzar de buen modo la rabia de la gente, por más justa que sea.

- Tienen razón los dos - Apuró Aquiles - ¿Cual será el tercer punto?

- Legalizar la cooperativa, por supuesto - Respondió León. Todos asintieron.

- ¿Y qué tal si creamos un seguro de salud para la gente? - Intervino Clara, sirviendo galletas con picadillo - Los terratenientes pagarían un abono mensual al municipio y el hospital público se encargaría del resto.

- Anotálo, Aquiles - Dijo Camilo - Es un punto muy bueno.

- ¿Y qué les parece el quinto? - Intervino Ulises - Reducir a sólo dos meses la conscripción de los campesinos, pues son más útiles en la chacra que el cuartel.

- Ese también me gusta - Murmuró Aquiles, anotando a toda prisa - ¿Y el sexto?

- Aquí va uno bien revolucionario - Dijo Camilo, sonriendo con malicia - Que el diez por ciento de las cosechas de las grandes estancias quede para los trabajadores, los que lo aportarán a la cooperativa para su propio beneficio.

- A cambio, la municipalidad disminuirá el mismo diezmo en impuestos a los estancieros - Calculó Aquiles, anticipándose al escándalo que provocaría el sexto mandamiento.

- ¿Y quién te ha dicho a vos que Manfredini o Caballero pagan sus impuestos? - Preguntó Ulises, riéndose - Mejor andá pensando en otra compensación.

- Hablando de impuestos - Intervino Terámenes, levantando una mano - ¿Por qué no destinamos el diez por ciento de los impuestos anuales a obras sociales para el campo?

- Lo haremos, para lo cual habrá que ver primero cómo los cobramos - Respondió Aquiles, anotando el séptimo artículo.

- Es fácil - Dijo Camilo, que seguía de pie - Cambiemos impuestos atrasados por tierras para los que no las tienen y ya demostraron que serán capaces de producirla.

- Ese será el octavo - Dictaminó Aquiles, aliviado de haber resuelto tan rápido lo que durante dos semanas parecía imposible - ¡Sólo nos quedan dos mandamientos!

- También debiéramos pensar algo para la ciudad - Opinó Clara, sentada en la silla que había dejado libre Camilo - Al fin y al cabo, aquí también se vota.

- Esta mujer piensa demasiado, León, cuidado con ella - Dijo el cura y todos rieron.

- Sí, la verdad es que resultó mejor asesora que vos - Agregó Ulises, palmeando la espalda del dueño de casa - ¡Y dicen que los hombres nos ocupamos del futuro y ellas de la ropa!

  León suspiró con satisfacción, mirando a Clara. Ella grabó ese gesto para siempre, pues era la primera vez que alguien la admiraba por algo que no tuviera que ver con su cuerpo. Sonrió, deseando que todos se fueran pronto para poder quedarse a solas los dos, sin más ropas que el sudor ni más futuro que el próximo suspiro.

- A ver si les gusta el noveno mandamiento - Dijo entonces León, como para ponerse a la altura de su mujer - Vamos a reducir el presupuesto militar en un ochenta por ciento, que es lo que se roba Verón, para con esa plata asfaltar en un año todas las calles secundarias.

- Por mí, encantado, total, Verón ya nos odia de todos modos - Bromeó Camilo - y antes de que alguno se desanime, aquí mismo va el último mandamiento: de cada carga de contrabando confiscada, el veinte por ciento será para el denunciante y el resto irá a beneficio del hospital, que volverá a ser público y gratuito.

Todos aplaudieron, menos Aquiles, que sabía que el cumplimiento de este artículo dejaría sin trabajo a su novia. Anotó la audaz propuesta de Camilo, preguntándose cuánto les cambiaría la vida el manifiesto. El padre Terámenes estaba en silencio, quizás pensando en lo mismo. Llegaba la hora de poner en práctica lo que había enseñado toda la vida, ideas que pasó a sus alumnos para que levanten vuelo, impulsadas por su mejor pupilo. Debería haberse sentido contento y sin embargo, estaba triste, como si presintiera que el éxito de sus enseñanzas acabaría con los sueños de todos.

 

***

 

Capítulo 22

 

(En el que todos los que no se conocían se conocen por fin, suscitando nuevos amores,

odios y desconfianzas. Se lleva a cabo el primer acto político de la Revolución y sucede

algo totalmente inesperado y muy poco después, un nuevo crimen)

 

CIII

 

A

 través del delator que el Turco tenía entre los Descalzos, Aristóteles conoció muy pronto los argumentos que Aquiles usaría en la campaña, pero supo también que tenía que ganar a como diera lugar o sus negocios se irían abajo uno detrás de otro, arrasados por el dominó del resentimiento popular. «¡Esto es comunismo puro!», exclamó, arrojando el panfleto con los mandamientos sobre el escritorio de su primo. «¿Por qué no le decimos a Verón que arrase con ellos de una buena vez? ¡No podemos arriesgarnos a perder!». Espeucipo leyó los diez artículos, frunciendo el seño cada vez más. Ya le había costado creer que Farjat presentara su candidatura, pero que se volviera tan radical lo sacaba de quicio ¿Por qué los atacaba así, de un modo tan agresivo y directo? Resultaba una locura, pero tampoco era cuestión de ir por ayuda al cuartel, lo que podría equipararse a ir por lana y volver trasquilado «Si Verón acaba con ellos, se las arreglará para acabar también con vos, acordate de mis palabras», respondió, después de meditar un buen rato con los ojos cerrados. Ultimamente, se cansaba hasta de estar en su silla. Todo se le hacía cuesta arriba, le costaba esfuerzo, como si la vida se resistiera a brotar de sus pulmones vencidos. «No confiés en él, primo, hacéme caso. No podés pedir ayuda al zorro para cuidar tus gallinas, lo que hay que ver es quiénes son los que asesoran a Farjat y comprarlos para nuestra causa, ¿o vamos a olvidar ahora que no hay arma más eficaz que el dinero?». Aristóteles hizo un gesto de resignación:

- Esos tipos están determinados a acabar con nosotros - Dijo, con una voz tan amarga que sorprendió al Intendente - A la familia de Farjat la fundió el padre del Turco Julián, a la de Ulises la arruinó Fedípides ¿te acordás? Entre él y el Turco liquidaron al viejo Sófocles, el prestamista. ¿Quiénes podrían odiarnos más?

- ¿Odiarnos a vos y a mi? Ninguno. Odian al Turco, en todo caso, no a nosotros - Interrumpió Espeucipo - A todo esto ¿Y si nos deshacemos del Turco?

- ¿Ah, sí? ¿Y cómo? ¿A quién le encargamos el trabajito? - Se impacientó el candidato, removiéndose incómodo en el sillón - Sólo nos queda la posibilidad de hablar con ese tal Valdéz, que parece ser el ideólogo de los malditos mandamientos.

- Hay otra posibilidad, primo, por más que no te guste - Dijo Espeucipo, conteniendo las ganas de toser - Acá, entre nosotros, te lo voy a decir: debieras hablar con tu hija y que ella hable con Camilo. Vos sabés cómo son estas cosas y...

- ¡Basta! - Explotó Aristóteles, rojo de furia. Su enojo era tan virulento que le temblaba la boca, como si las palabras se pelearan entre sí para salir todas al mismo tiempo - ¡No se te ocurra volver a sugerirme algo así, nunca más! ¡Jamás en mi vida voy a volver a mirar a esa desgraciada! ¡Y mucho menos para que interceda por mí ante Camilo Insaurralde!

Espeucipo meneó la cabeza, sin disimular la pena que le daba el asunto. Niké era su sobrina, la niña - le dijeron que se llamaba Candela, pero no estaba seguro - era su nieta o algo parecido. La actitud de su primo podría arruinar la legendaria solidez de la familia y comprometer una herencia que había crecido durante más de un siglo, pero ¿qué podía hacer? Al fin y al cabo, a él tampoco le había ido muy bien con sus hijas - todas se casaron y se fueron al extranjero - y mucho menos con Miguelito, de quién se decía ahora que andaba noviando con la horrible hija de Arístipo, el del bar.

- Bueno, al menos no es maricón, como siempre temí - Murmuró, sin darse cuenta.

- ¿Qué? ¿De qué hablás? - Se sobresaltó Manfredini, todavía molesto.

- Eh, nada, nada - Respondió el Intendente, súbitamente atacado por la tristeza - sólo me preguntaba que será de nuestras familias mañana, cuando ni vos ni yo estemos aquí.

Aristóteles se levantó del sillón y salió del despacho sin despedirse, pues nada detestaba más que la melancolía ajena. Cruzó la sala municipal sin saludar a nadie, olvidándose por un momento de su papel amable. Isabel lo vió pasar, grande y agresivo, como si fuera a comerse el mundo. «¿Será que nada le duele, a este hombre?», se preguntó, observando al millonario subir a una camioneta y partir a toda velocidad. Y no era la única en pensarlo. «Si alguna vez tuvo corazón, ya se olvidó de qué lado del cuerpo lo llevaba», comentaba Laida, cada día más afectada por el drama de la familia. «Siempre fue un tipo duro», recordaba su primo, sin ánimo de criticar, «Pero se ha puesto peor. Nada le llega». Sin embargo, Aristóteles estaba lleno de sentimientos, ahogado por ellos, aunque determinado a no mostrárselos a nadie. Se moría, por dentro, de ganas de volver a ver a su adorada Niké. La extrañaba de un modo espantoso, pero no hallaba el modo de perdonar lo que consideraba una traición. De noche, sin que nadie lo viera, estacionaba la camioneta frente a la casa del médico y se pasaba largos minutos mirando hacia arriba, buscando el perfil de su hija en las ventanas del primer piso. Luego, ya en su casa, gritaba, maldecía, se cagaba en todos los santos y juraba que jamás volvería a verla, mientras un incendio le quemaba el alma. Su amada Niké era lo único por lo que él hubiera dado la vida, pues ni siquiera Laida le importaba gran cosa. Pero Niké no estaba, él mismo la había echado y estaba escrito que no volvería a tenerla nunca más. Pensaba en ella cuando llegó al Regimiento «Rolando Serrano» y seguía pensando en ella cuando le dijo a Verón que debía arrasar la escuela de Terámenes hasta la última piedra, antes de que sus diez mandamientos llevaran a Farjat a la intendencia.

Pero el Coronel tenía otros planes. ¿Por qué iba a hacer la guerra para entregar el triunfo a Aristóteles? Para él, cuánto mejor si ganaba Aquiles y quitaba del medio a Manfredini, ya que de Espeucipo se estaba encargando el cáncer. Después sí, saldría del cuartel a salvar al pueblo de ese Intendente comunista, subversivo y vendepatria, quedándose a cambio con el cargo, la gloria y los negocios de sus viejos amigos: “No puedo usar al Regimiento para eliminar a tu competidor, Aristóteles, dejáte de joder ¿Me estás pidiendo que arruine mi carrera por un grupito que no llega a veinte tipos? ¡Ni loco! ¿Por qué no le pagás a Farjat para que retire su candidatura?”. Y el atribulado empresario se quedó mirando al militar, pensando cuánta razón tenía Espeucipo al desconfiar de él. La vieja sociedad, esa que tantos beneficios les había dado a los cuatro amigos, estaba muerta. O al menos, agonizante. «Este desgraciado está jugando su propio partido», murmuró, cruzando malhumorado el portón del cuartel. «Con más razón ahora, tengo que hallar el medio de que Farjat no llegue a las elecciones, pero ¿Cómo hacerlo? Si lo hago matar, todo el mundo va a sospechar de mi», calculó, antes de que el rostro se le iluminara con una idea que le pareció grandiosa. Estacionó la camioneta en el muelle principal y antes de bajar encendió un cigarro. El humo, aromático y picante, siempre le calmaba los nervios y a él no le gustaba que el Turco Julián lo viera nervioso. «No hay que mostrar las debilidades a los sirvientes», decía, «Y mucho menos a un sirviente como Daud».

- Ese tipo al que le estás pagando - Dijo, sentándose frente al escritorio donde Julián atendía los asuntos del sindicato - el que traiciona a Insaurralde. ¿Estás bien seguro de que nos podemos fiar de él? ¿Cómo sabés que no nos delata a nosotros también?

El capanga se encogió de hombros. Aristóteles sintió que se le subía la sangre a la cabeza, pues el otro andaba cada vez más confianzudo. «Hasta ahora nos dio datos muy precisos», respondió Daud, jugueteando con un bolígrafo.

- Quiero que le pagués lo que sea, no importa cuánto, para que mate a Camilo antes de las elecciones.

- No veo por qué no - Respondió el Turco, sonriendo. Se le ocurrió que bien podría hacerlo él mismo y quedarse con la recompensa - A él, que está adentro, le será más fácil que a uno de afuera.

- Pero escucháme bien, para que no haya errores - Dijo Manfredini, señalando a su empleado con un dedo acusador - Una vez cumplido el encargo, ese tipo tiene que morirse de inmediato, dejando una carta en la que acusa a Farjat por el crimen.

El Turco volvió a sonreir. Era un plan tan sencillo, que podría decirse que estaba cumplido. Lo que no le quedaba claro era si le convenía o no. Cuando los cuatro socios aún estaban unidos, dos veces le habían encargado acabar con Camilo y había fallado. Ni siquiera consiguió involucrarlo en el crimen del viejo Oporto, un mes atrás. Ahora, sin embargo, el cumplimiento se veía mucho menos imposible, pero ¿valía la pena? Quizás fuera mejor consultárselo a Verón.

 

CIV

 

Pero no todo era política, para bien del universo. La vida, la vida normal de la gente común, seguía sus propios senderos entre el vértigo de las elecciones y la locura de la ambición. Isabel trabajaba en la municipalidad, Epaminondas cuidaba a sus enfermos, Pericles patrullaba las calles caminando y Nuria pasaba las noches en brazos de Aquiles. Aspasia y Miguelito continuaban su platónico romance, el cura Rigoberto organizaba la procesión y Popea mandaba a pintar los cuartos de su hospedaje, previendo un aluvión de clientes para fin de mes. Cada cual, como se ve, tenía de qué ocuparse y no faltaban, tampoco, los problemas. Efraín Fernández, jubilado bancario y abuelo de Niké, supo en los primeros días de Noviembre que su nieta no estaba en Buenos Aires, como le seguían mintiendo, sino en Nueva Atenas y criando a una hija. Ofendido por el engaño, exigió a Laida que le dijera dónde vivían la nieta y la bisnieta, cargó un bolso con regalos de urgencia y se fue esa misma noche a la casa del médico, acompañado de la esposa. “¡Y parece que fue ayer que el desgraciado de Aristóteles se presentó con su caja de cigarros castristas para mi y el jueguito de marfil para vos! ¿Te acordás?”, comentó, apurando el paso con la emoción desbordada  ¡Una bisnieta, carajo, y no sabíamos nada!”. Por coincidencia - nada extraña en un sitio como Nueva Atenas - llegaron a mitad de una pequeña fiesta organizada por Epaminondas, que festejaba los nueve meses de Candela con una cena sorpresa. Niké estaba de un humor tan terrible que no había aceptado salir del dormitorio, así que el Doctor hizo pasar a los Fernández al piso superior. «Niké, abrí por favor, alguien quiere verte», llamó. «¡Si es ese maldito, ni pienso!», exclamó la muchacha, arrojando algo - tal vez un zapato - contra la puerta. «Soy yo, nenita, el abuelo Efraín», dijo Fernández y Epaminondas se puso celoso. Niké abrió la puerta, se abrazó a sus abuelos y lloró con ellos todo lo que no había podido antes, de puro orgullo. Los hizo pasar y sentados en la cama, les contó del romance con Camilo, del viaje a Buenos Aires, de la noticia del embarazo y de la furia ciega y desproporcionada de Aristóteles, confinándola al exilio secreto en casa del Doctor.

- Pero ésto se acabó - Dijo el abuelo, secándole las lágrimas como cuando era niña - Vamos a hablar con Epaminondas para que te vengas a vivir con nosotros, pero ahora vamos a ver a tu hijita, que me muero de ganas...

Como aún era temprano, en la sala sólo estaban Isabel, Aspasia y Miguelito, riéndose con una historia que contaba el hijo del Intendente. La beba estaba en brazos de su abuela, imitando las risas. Fue en ese momento en que sonó el timbre de la calle, anunciando la llegada del resto de los invitados y agregando confusión a las presentaciones. Niké trató de escapar otra vez, pero el abuelo la retuvo, apretándole con firmeza una mano. «Vos no tenés por qué esconderte de nadie», le dijo en voz baja, justo cuando apareció Terámenes, llenando la sala con su figura. Niké se quedó impactada al verlo, tan inmenso y lleno de pelos, envuelto en una sotana deforme. El viejo cura se iluminó con una sonrisa de ogro bueno, mirando por primera vez a la hija de Camilo, pero no se atrevió a alzarla, pues nunca había tenido un bebé en los brazos y creyó que se le podía desarmar. Se agachó con dificultad y le besó las manitos, murmurando una especie de rezo afectuoso que nadie entendió. Niké sintió una vaga ternura por el sacerdote, aunque odiaba todo lo relacionado a Camilo. Al rato llegaron - todos al mismo tiempo - Aquiles, Ulises, el Comisario, León y Clara, que recién el día anterior se había enterado de que visitarían a su media hermana. «Es hermosa, pero fría y triste», pensó, apenas la vió. Después, no podía dejar de mirarla, buscando rasgos que se le parecieran. “¿Pero qué puede haber en común, más que la desdicha?”. Como al pasar, cruzó varias frases con ella, esperando alguna reacción, algún indicio espontáneo del lejano lazo que las unía, pero no hubo nada. Niké le respondía con la misma indiferencia con que trataba a los demás. «Seguramente, jamás oyó hablar de mi existencia», pensó Clara, recordando los tiempos en que odiaba a su hermana rica, legítima y afortunada. «¿Y de qué le ha servido tener todo lo que ese desgraciado me negó a mí? Al menos, yo soy menos desafortunada». En estas cosas pensaba, cuando llegó Camilo y todos se volvieron hacia él, que parecía incómodo de encontrar tanta gente. «Ya llegó el zaparrastroso», murmuró Niké, dirigiéndose a sus abuelos. Razón no le faltaba, pues Camilo vestía una camisa negra con las faldas fuera del vaquero y zapatillas mugrientas. Llevaba el pelo largo casi hasta los hombros, barba de dos o tres días y un olor a sudor caliente, pues se había pasado la tarde trabajando en una chacra. «Era una sorpresa», explicó el Doctor, pasándole un vaso de limonada. Camilo sonrió. Se puso en cuclillas y llamó a su hija, que cuando lo vió ya no quiso saber nada de nadie más.

- Es un muchacho muy dulce - Dijo la abuela de Niké, cuchicheando al oido de su nieta -¡Mirá cómo lo sigue la beba!

- No es más que un hijo de puta - Respondió Niké, mirando para otra parte.

Clara, que había escuchado cada palabra, se acercó a su media hermana y le dijo en voz baja: «Algún día, tu hija estará orgullosa del padre que tiene ¡Ya hubiera querido yo que mi padre me quisiera como Camilo ama a tu hija!». Los ojos de Niké se llenaron de lágrimas, pero cerró la boca con gesto despectivo.

- ¿Así que ése es el famoso Camilo? - Murmuró Miguelito, apretando con las dos manos un brazo de Aspasia. Se había sonrojado repentinamente - ¡Ahora comprendo por qué lo siguen tanto! ¡Es, es...fascinante!

Aspasia sintió un escalofrío en el centro del corazón, pero pensó que había interpretado mal. Camilo fascinaba, después de todo, se notaba incluso en los ojos de los otros hombres. ¿No lo adoraban Terámenes, Epaminondas y hasta el mismo Pericles, considerándolo el hijo que nunca tuvieron? ¿No lo admiraban Aquiles y Ulises, encantados con su radicalismo romántico? ¿No lo seguían sin condiciones sus Descalzos y centenares de campesinos que sólo lo habían visto una sola vez? Miguelito no tenía por qué ser la excepción, finalmente, sensible como era.

 

 

 

 

CV

 

A cuatro semanas de los comicios, Nueva Atenas estaba empapelada de pies a cabeza con afiches que mostraban al sonriente Aristóteles, a quien las encuestas - encargadas y pagadas por él mismo - daban como ganador. Fue entonces cuando el pequeño equipo de Aquiles entró en acción, organizando una concentración popular para dar a conocer sus Mandamientos. Arístipo apalabró a los clientes del bar, Miguelito visitó a cada pariente enemistado con su padre y Aspasia recorrió los barrios casa por casa, mientras Aquiles y Ulises buscaban apoyo entre los comerciantes, buscando llenar la plaza central. «Déjenme traer a los campesinos y la taparemos», decía Camilo, pero Aquiles no estaba de acuerdo: «Vamos a hacerlo sólo con los de la ciudad, porque es a ellos a los que tenemos que convencer. A los campesinos ya los tenemos», explicaba el candidato, cuyo nerviosismo crecía conforme se aproximaba la hora de la verdad. «Si hay veinte mil votantes en la ciudad - calculaba León - podemos considerar un éxito si llevamos dos mil personas, pero no estará mal si juntamos mil». Aristóteles conjeturaba números similares, reunido con Espeucipo y Julián: «Si meten más de mil personas es que van a ser rivales a la hora de los votos, pero no creo que consigan mucho más ¿Cuánta gente tenés vos afiliada al sindicato?». Daud, que había decidido no seguir con el plan de eliminar a Camilo, respondió: «Ciento ochenta». «Los quiero en la plaza esa noche - ordenó Manfredini - armando escándalo a cada mandamiento que lea Farjat. Quiero que esa reunión termine en un fracaso y cuanto más violento sea, mejor, así la gente lo piensa dos veces antes de meter a un comunista en la municipalidad».

El acto estuvo previsto para las ocho de la noche de un lunes, pero a esa hora sólo había unas veinte personas, así que decidieron esperar un poco más, por lo menos hasta que se juntaran las mil que habían previsto como mínimo. Sin embargo, en vez de crecer el número fue disminuyendo poco a poco, pues los vecinos se retiraban, aburridos de esperar. A las nueve y media, la concurrencia se multiplicó de repente con la gente de Julián, pero estaba claro que de ningún modo se llegaría a juntar más de doscientos espectadores. Aquiles estaba derrumbado, León se mordía las uñas y Miguelito lloraba en silencio, detrás de un parlante. «¿Qué hacemos? ¿Y si lo suspendemos?», preguntó Arístipo, restregándose las manos con angustia. En todas las miradas se advertía el doloroso fracaso. Desde la plaza, las carcajadas de la gente del Turco resonaban en telón de fondo. De pronto, cuando cada uno no pensaba más que en escapar, Camilo y saltó al escenario, tomó el micrófono ante la azorada mirada de sus compañeros y exclamó: «¡Atención, todo el mundo! ¡Buenas noches, vecinos de Nueva Atenas! ¡Estábamos aguardando a ver si llegaba más gente, pero como parece que vamos a ser sólo los que estamos, damos inicio al acto de presentación del próximo Intendente de la ciudad! ¡Demos una calurosa bienvenida al compañero Farjat!». Aquiles se tapó los ojos, Terámenes se agarró la cabeza con las dos manos y León se dio vuelta a mirar a Ulises, que era quien estaba previsto como animador. El grupo de Julián comenzó a gritar: «¡Fuera! ¡Fuera!» y el candidato dudó entre salir o no, pero entonces Camilo retrucó: «¿Fuera? ¡Ya estamos fuera, ciudadanos, fuera de la corrupción y la injusticia que han dominado Nueva Atenas durante más de un siglo! ¡Muy bien dicho, señores! ¿Fuera! ¡Fuera la miseria y la ignorancia! ¡Fuera el contrabando! ¡Gritemos todos juntos! ¡Fuera!¡Fuera!» Los infiltrados se miraron desconcertados. ¿Cómo podía el moderador estar de acuerdo con ellos y animarlos a seguir gritando? Optaron por callarse y Camilo aprovechó la ocasión: «¡Demos la bienvenida al próximo Intendente!». Aquiles no tuvo más remedio que subir al escenario y del modo más inesperado, se hizo silencio. Miró a Camilo, que lucía sereno y con el pelo ondeando por la brisa nocturna. Sonrió, sintiéndose más confiado. Se acercó al micrófono y leyó, con voz clara y firme, el discurso que habían escrito con León, pero cuando llegó al primer mandamiento, se desataron otra vez los gritos de los sindicalistas: «¡Comunista! ¡Fuera de aquí, vendepatria! ¡Andáte a Cuba, Farjat!» Pero los que no respondían a las órdenes de Julián, tal vez unas treinta personas, comenzaron a aplaudir y a replicar los insultos, una cosa llevó a la otra y antes de que el Comisario y los dos Cabos pudieran evitarlo, el mítin se convirtió en una batalla campal.

 

 

CVI

 

Para sorpresa de muchos, el fracaso de la presentación se transformó en un éxito, pues la escasez de concurrentes quedó opacada por la ferocidad de la pelea, provocada - vox populi - por la reacción de Manfredini ante las audaces propuestas de su rival. El escándalo fue tan grande, que al día siguiente no había un sólo vecino que desconociera los Diez Mandamientos y tomara posición al respecto. En realidad, la gente andaba encantada con el asunto, del que no se hubieran enterado sin el estropicio. «Nos salió el tiro por la culata», reconoció Aristóteles, «No sólo les aportamos público, sino también publicidad». Espeucipo se hubiera reído con ganas, de no haber estado con tos durante todo el día. Agotado por el esfuerzo, alcanzó a sugerir: «Ahora no queda más que el miedo. Tenés que decir que Nueva Atenas será un campo de batalla si Farjat llega al poder». Aristóteles asintió, pensando - a su pesar - en lo útil que le hubiera sido tener a Camilo de su lado «Si él no hubiese estado anoche, nadie se habría atrevido a subir al escenario y el fracaso hubiera sido definitivo ¡Qué pena que el destino me haya enfrentado a ese maldito chico!», dijo, atacado por una súbita tristeza. Espeucipo volvió a toser.

Mientras tanto, en la escuela de Terámenes todo era alegría. Los que habían recibido un golpe mostraban las marcas con varonil orgullo, otros festejaban haber salido indemnes y no faltaba el entusiasta que proponía seguir la campaña a puñetazo limpio, pero Aquiles sabía que habían llegado a un paso del abismo y salieron bien parados por la audacia de Camilo, que revirtió la situación. «Tuvimos mucha menos gente de lo esperado – dijo - pero un éxito superior al previsto ¡No sé si preocuparme o alegrarme!». Sentado sobre el tronco al que siempre se retiraba a pensar, el cura escuchaba las bromas, sonreía con el repiqueteo de las carcajadas y veía a los muchachos - sus muchachos - discutir con alegría contagiosa, festejando lo que consideraban un éxito seguro. Los había educado bien. Sobre todo a los que componían el núcleo del movimiento: Camilo y los Descalzos. Cada uno de ellos había asimilado al máximo los años de la secundaria, desarrollando una inteligencia despierta y un carácter firme, capaces de llevarlos a donde quisieran. Sin embargo, también se preguntaba qué clase de destino había creado para esos chicos a los que amaba tanto. Les había inculcado que era posible cambiar el mundo y ahora se proponían a hacerlo, sin medir las fuerzas que enfrentarían cuando el Poder se decidiera a actuar. «Anoche fueron unas cuantas trompadas – pensaba - pero ¿y si hubieran sido balazos? ¡Cada gota de sangre hubiese caído sobre mi cabeza, porque he sido yo quién los ha puesto en este camino!» El viejo sacerdote fruncía el seño y el rostro se le poblaba de arrugas, como si fuera un mapa de innumerables aflicciones. Con los ojos entrecerrados, observaba a Camilo hablando en voz baja con León Valdéz. Muralla simulaba dormitar al sol, pero no perdía detalle de los gestos de su dueño, como si lo supiera en peligro. “Temo por ellos como si fueran míos” – Suspiró el sacerdote, hablándole a su propia sombra en el suelo – “Y me olvido que un hombre sólo pertenece a sus sueños”.

A la misma hora, Verón estaba sentado en la oscuridad de su despacho, solo, bebiendo café sin azúcar y calculando las implicancias de los hechos que le había relatado Julián, momentos antes. Le molestaba que Aristóteles siguiera con su interés de matar a Camilo, algo que esos momentos traería más complicaciones que beneficios. Le incomodaba que el truco de infiltrar provocadores hubiera sido resuelto con tanta facilidad por Aquiles, pero más le preocupaba la aceptación que el programa - irrespetuosamente llamado Los Diez Mandamientos - parecía tener en el pueblo. «Si Farjat ganara por un mínimo margen, aún podríamos hacer algo - razonaba, con los pies sobre el escritorio - pero si arrasara, no me sería fácil volcar a la gente en su contra». Llegó a la conclusión de que era imprescindible quitarle fuerzas a Aquiles, pero sin agrandar con ello a Aristóteles. El crimen del viejo chacarero, tan inútil a los ojos de los demás, a él le había servido para comprobar que el prestigio de Camilo era más sólido de lo que imaginaban, de modo que no iba por ahí la cosa. ¿Qué hacer, entonces? La solución era obvia: incorporar a un tercer candidato. Y cuanto antes. ¿Quién? ¿Y quién otro iba a ser? El único que le quedaba.

Cinoscéfalos no lo podía creer, echado boca abajo en la cama. Piraña estaba sentada sobre su espalda, aguardando a que el Juez recuperara las fuerzas para volverlo a exigir. Ahora se le había dado por jugar a la vaquita y al toro, puesta en cuatro patitas y gritando chillona mientras el voluminoso toro la embestía, mugiendo y bufando hasta caer rendido. «¿Cómo? ¿Que me presente a Intendente?», se atragantó el Juez, atrapando el auricular con las dos manos para que Piraña no se lo quitara. «Aristóteles es el candidato corrupto y Farjat el candidato subversivo - explicó el Coronel, del otro lado de la línea -  o sos la tercera opción, o Nueva Atenas terminará en un baño de sangre, un infierno. Necesitamos un candidato justo, un Juez, alguien que evite crímenes como los de Rómulo Oporto». Pero Usía dudaba, mientras Piraña hacía hombrecitos con los dedos de las manos y le caminaba por los hombros – “¿Te parece que la gente me votaría a mi? ¿Y qué va a decir Aristóteles?”. El militar le dio todas las garantías posibles, prometiéndole apoyo irrestricto ante cualquier contingencia futura: «Sos el único tipo en el que puedo confiar para algo así», le decía y tal vez era cierto, pues Cinoscéfalos no tenía verdadero interés en la política. «Con mi respaldo, no sería nada raro que terminaras ganando. Imaginate éso en tu currículum»

- Pero hay que hacer campaña, discursear, pegar afiches, prometer cosas - Enumeraba Su Señoría, más preocupado por agregarle glorias a su virilidad que a su currículum - Y no sé si le va a gustar a Aristóteles ¿cómo voy a competirle a él, nada menos?

Verón volvía a la carga, asegurándole que él mismo le escribiría los discursos y las promesas, imprimiendo afiches en un mimeógrafo que había en el cuartel «Y por Aristóteles no te hagás problemas, que ya lo va a entender cuando vea que es por el bien de todos. Acá, lo más importante es que los negocios que manejamos no caigan en manos de un tercero y mucho menos si se trata de un comunista apátrida como Farjat»

- Y bueno, qué se yo - Respondió Cinoscéfalos, a quien el comunismo apátrida lo tenía sin cuidado - Si a vos te parece que se puede hacer...

Terminó por acceder, más que nada porque hacía muchos años que había perdido la pasión por litigar y no quería discutir con Verón. Quedaron en encontrarse al día siguiente para ajustar detalles. El Coronel estaba satisfecho. Si todo salía bien - y estaba seguro de que así sería - los tres candidatos se restarían fuerzas entre sí, facilitándole a él mismo el camino hacia el poder absoluto. Abrió un cajóndel escritorio, buscó papel, un bolígrafo y se puso a redactar una lista de promesas tan  irresistibles como impracticables, perfectas para una campaña de urgencia. Luego llamó al Turco y le encargó que ubicara más rápido que ligero a los sobrinos del finado Oporto. «Hay que mostrarle al pueblo que lo que necesita seguridad y justicia, no palabrerío comunista», explicó y Julián comprendió a la perfección. Al día siguiente, Acacio y Pantagruel - únicos testigos del crimen de su tío - amanecieron colgados de un árbol con los bolsillos llenos de copias de los Diez Mandamientos.

 

CVII

 

La tragedia conmovió profundamente al vecindario, que no dudó en echar la culpa a los odios políticos, de ferocidad desatada. «Hace falta que alguien ponga un poco de orden», sermoneó Verón, a la salida de misa, «¿Quién será el candidato capaz de brindarnos justicia y seguridad? Esto no puede seguir así, sin Patria ni Dios», dictaminó con un dedo en ristre y muchos estuvieron de acuerdo. La candidatura del Juez, lanzada con un aviso a doble página pagado por el Coronel en el Diario Regional, pareció ser la respuesta que la comunidad esperaba. Pero además, fue una absoluta sorpresa para todo el mundo, empezando por el propio candidato, que no había imaginado una repercusión semejante. Su despacho se llenó de gente desde temprano y el teléfono no dejó de sonar, sumando adhesiones, obsecuencias y esperanzas: «Entre el contrabandista y el vendedor de ladrillos no sabía por quién decidirme, pero ahora sí que las cosas van a andar», decían sus vecinos, ofreciéndose tanto para pegar afiches como para formar parte del nuevo gabinete. «¡Usted gana seguro, Doctor!», exclamaban los más entusiastas y de pronto, Cinoscéfalos se vió convertido en Intendente, querido y aclamado por un pueblo al que nunca le había prestado atención. «Soy el candidato justo», se dijo a sí mismo, sintiéndose feliz.

Como era de esperar, Verón no tardó en hacerle notar su influencia, enviándole al Sargento Gallinar para oficiar de amanuense y concertándole una interminable serie de entrevistas con los comerciantes, pequeños estancieros y periodistas de pueblos vecinos. Conocedor de los gustos de Su Señoría, tuvo la delicadeza de conseguirle una secretaria que acababa de salir del séptimo grado, una chiquilina flaquita y pícara que se llamaba Leoncia. El Juez estaba a sus anchas, sintiendo que los horizontes del mundo se ampliaban de un modo que nunca creyó posible. Habló y habló, sin parar ni pensar, durante toda la jornada, mintiendo y prometiendo conforme cambiaba el auditorio, haciéndole ojitos a Leoncia y dictándole a Gallinar un sinfín de asuntos que habría que tener en cuenta a la hora de gobernar. «Con usted al frente de la municipalidad, se acabarán las injusticias y las trapisondas», le dijeron varios ilusos, estrechándole la diestra con errado orgullo. Cinoscéfalos inflaba el pecho, mirando a lo lejos con aire mesiánico. «Sí, por qué no – pensaba - ya va siendo hora que Manfredini y Caballero abandonen sus turbios asuntos ¿acaso no podría atenderlos yo mismo, en persona?» Y por primera vez, en muchos años, se pasó un día completo en la oficina, desafiando incluso los insistentes llamados de Piraña, más impertinentes y machacones a medida que las horas pasaban y Usía no se dignaba volver a casa. Furiosa, pasó de la vocesita seductora al chillido histérico, acabando en un llantito infantil y desconsolado, pero el Juez no fue, ocupado como andaba en los asuntos de la política y en pellizcarle el culito a Leoncia.

Aristóteles apareció poco antes del mediodía, rabioso, pero controlado. «No sé qué carajo te pensás que estás haciendo - gruñó, clavándole una mirada de hielo - pero tu jugada sólo servirá para arruinar una sociedad que nos hizo millonarios a los cuatro». Cinoscéfalos resopló, mirando para otra parte. Gallinar se apostó a su lado y Leoncia se puso a temblar, pues Aristóteles era grande y poderoso. «Hacéme caso, yo sé por qué te lo digo - amenazó Manfredini, apuntándolo con un dedo acusador - renunciá a esta estupidez antes de que sea demasiado tarde o te juro que te vas a arrepentir». Pero el Juez no pensaba hacerlo, claro que no, si le habían bastado unas pocas horas para aprender que el poder era mucho más atractivo de lo que había supuesto. Mejor, incluso, que el dinero y casi tan agradable como el ombliguito de Leoncia, asomando tentador por debajo de la remerita escolar. Aguantó la filípica de su ex socio sin prestarle atención, intercambiando de tanto en tanto miradas cómplices con Gallinar y ojitos con Leoncia, hasta que Aristóteles se hartó y se fue, dando un portazo. A las once de la noche, cuando al fin pudo desocuparse del excitante trajín eleccionario y marchar con Gallinar hasta la casa, Piraña lo aguardaba pálida y ojerosa, convertida de pronto en una esposa engañada. El Juez acompañó al Sargento a la habitación de los huéspedes - donde viviría a partir de esa noche - y fue a consolar a la muchacha, que sólo dejó de llorar cuando volvieron a jugar al toro y la vaquita. Al rato, mareado por el agotamiento, Cinoscéfalos se levantó a mirar la hora y enseguida volvió a echarse en la cama, igual que un muerto. «Van a nombrarme Intendente» - explicó - y en dos horas tengo una entrevista con mi equipo de campaña». Abrió la boca en un profundo bostezo, sintiendo que oleadas de un sueño profundo comenzaban a apoderarse de su mente. «Tengo mucho trabajo que hacer - agregó, metiendo una mano debajo de la almohada - y no puedo venir a casa a cada rato, como hacía antes, ni pasarme la noche pinchando, pero ser Intendente es la cosa más grande del mundo, ¿entendés?». Con los ojos cerrados, volvió a ver la cara roja y rabiosa de Aristóteles, amenazándolo con el arrepentimiento si no renunciaba. Sonrió, incluso cuando ya estaba medio dormido. Murmuró: «Es mi oportunidad de llegar a lo más alto, de mandar sobre todos y ser temido y amado, u odiado, me da igual ¡Ahora empiezo a entender!». Antes de caer en la más absoluta inconsciencia, alcanzó a oir por última vez a Piraña, refunfuñando: «Pero Juez, yo necesito pinchar». A la mañana siguiente, mientras se reunía con los asesores que le había enviado Verón, Gallinar llevaba a Piraña casi cien kilómetros hacia el sur, a la chacrita donde había nacido, vivido siempre y de la que había salido para ir a entregarse a los brazos del Juez. La niña bajó del auto dando grititos de alegría y cargada de regalos para todos, como hacen siempre los que vuelven a su valle, después de una prolongada ausencia. El Sargento la dejó allí, entre risas y abrazos, no sin antes jurarle por enésima vez que volvería a buscarla apenas terminara la votación. Don Emiliano Cáceres, padre de Piraña y tío de Efigenio, se quedó un largo rato viendo cómo se alejaba el lujoso vehículo del Juez y preguntándose dónde había visto antes al chofer.

 

 

 

 

CVIII

 

La candidatura del magistrado, decidida entre gallos y medianoche por el pérfido Verón y más exitosa de lo que sus protagonistas soñaron, cayó como un balde de agua helada en el ánimo decaído de Espeucipo, cada vez más enfermo. «Esto es cosa del Coronel», dijo, entre escupitajos sanguinolentos. «¿Te he dicho o no, cien veces, que tarde o temprano mostraría las uñas? ¡Ahora hay que destruirlo a como dé lugar!», exclamó, mientras Aristóteles fumaba un habano con el gesto contraído. Estaban solos, convencidos de haber llegado a punto en el que ya no podían confiar en nadie más. El Intendente se levantó de su sillón y caminó con paso inseguro, rodeando el escritorio para ir a sentarse junto a la ventana que daba a la calle. «Tanto si gana Farjat como si gana el Juez, estaremos acabados», dijo. Tenía la frente cubierta de sudor y una sombra presagiosa le nublaba los ojos, brillantes y afiebrados. «Deberíamos decidir cual es el peor y buscar una alianza con el otro». Aristóteles se atragantó con el humo cubano, pero no dijo nada. En realidad, hacía varias horas que no pensaba más que en lo que su primo acababa de decir. Espeucipo aspiró una dolorosa bocanada de aire y agregó: «Con Verón no hay nada que hacer, acordate cómo despachó aquella vez al gringo Gasparutti. Ahora somos vos y yo los que estamos en la mira, no ese culo roto de Insaurralde». Aristóteles continuó fumando en silencio y durante un rato no se oyó más que la respiración del Intendente, pesada y trabajosa. Afuera, en la calle, los partidarios de los tres candidatos gritaban consignas como gitanos en feria.

- En definitiva - Siguió Espeucipo - Farjat no nos odia ni a vos ni a mi, sino al Turco Julián, que ahora responde al desgraciado de Verón ¿no dicen, incluso, que Farjat es el nuevo amante de la Segovia? Y Camilo, te guste o no, es tu yerno. A estas alturas, nuestros enemigos serían mejores aliados que nuestros amigos.

Aristóteles miró a su primo con los ojos entrecerrados, sintiendo una súbita oleada de furia ante la mención de Camilo. Pero siguió callado.

- Tenemos tres opciones - Continuó diciendo Caballero - O nos unimos a Farjat, o vemos el modo de eliminar la candidatura de Cinoscéfalos o seguimos como vamos, es decir, derechito al desastre.

- ¿Vos creés que no puedo ganar? - Preguntó Aristóteles, sin apartar la vista de la ceniza de su cigarro.

- Francamente...- Espeucipo hizo un movimiento vago con las manos - ellos hacen un gran trabajo en el campo y los campesinos los van a votar, mientras que aquí en la ciudad se van a repartir los votos entre los tres candidatos.

- Esperá un poco, primo, a ver si te entiendo - Interrumpió Aristóteles, cortando la ceniza con un seco golpe del cigarro contra el cenicero - Si Farjat tiene tantas chances, no se va a aliar con nosotros y si el Juez no tiene muchas posibilidades, ¿para qué nos vamos de ocupar en sacarlo del medio?

- Porque el verdadero enemigo es Verón - Respondió Espeucipo - Sacamos del medio a Cinoscéfalos y le quitamos a Verón su medio de llegar al poder, de paso que limitamos la elección a sólo dos candidatos. Si Farjat te gana, cosa muy posible, ya veremos cómo nos amañamos para enredar las cosas.

- ¿Y cómo nos deshacemos del Juez? - Exclamó Manfredini, molesto con la idea de la derrota - ¡Todo el mundo anda encantado con su candidatura, creyendo que los ahorcados del otro día son cosa nuestra!

- Ah, seguro que fue Julián - Respondió Espeucipo, meneando la cabeza - pero no podemos hacer nada. Si ese Camilo dejara de atacarnos...

Aristóteles volvió a encerrarse en un silencio hosco, malhumorado. Había pensado, muchas, muchísimas veces, en pedir a su hija que intercediera para ganarse el favor del indómito muchacho, pero la rabia, el dolor y los celos acababan por confundirle los planes y todo quedaba en la nada. Acostumbrado al poder absoluto, no se convencía de que el mundo pudiera actuar sin su explícito consentimiento. Discutía, amargo y áspero, con la esposa, que se emperraba en querer ver a la nieta, de la que todo el pueblo hablaba. Luchaba, en su interior, con la dulce idea de ir él mismo, pero no se atrevía. Trataba de un modo distante al Turco, su antiguo lugarteniente, al que había empezado a temer y odiar. Con el espíritu agriado, sabía que tarde o temprano tendría que enfrentar la amenaza que representaba Verón y para colmo, como si no le faltaran angustias, el Juez los traicionaba. ¿En qué iría a terminar todo aquello? De pronto y sin que viniera a cuento, se acordó de la cara de Pericles, su viejo amigo devenido en enemigo. ¡Qué lejanos estaban los días en que la vida era una alegre aventura, cuando nada hacía prever que el derrumbe pudiera aparecer, así de pronto, para desbaratarlo todo! “¡Ay, Niké!”, suspiró, sintiéndose viejo por primera vez. No tenía ganas de andar por ahí repartiendo sonrisas y apretones de manos, así que olvidó el proselitismo y se pasó la tarde encerrado en su biblioteca, mirando por la ventana hacia el inmenso jardín, tan impecable como solitario. «Antes, Niké jugaba y correteaba sobre el césped», pensó, embargado por una nostalgia asfixiante. Las trenzas rubias de su hija, brillantes de sol, habían desaparecido, tal vez para siempre. A la noche, Espeucipo lo llamó por teléfono y le pidió que pasara a buscarlo, pero que no llevara la camioneta. El candidato comprendió que no tenían que ser reconocidos, donde fuera que su primo había pensado ir. Tuvo razón, pues fueron nada menos que a casa de Nuria Segovia, donde la mujer los aguardaba, muy nerviosa. «No quiero que nadie los vea aquí», les dijo, sin disimulos de ninguna clase. «Las cosas han cambiado mucho», añadió, como si hiciera falta que lo dijera.

- Eso lo entiendo bien - Respondió Espeucipo, cuya enfermedad lo hacía el más apropiado para la frase - pero en otros tiempos nos debimos mucho el uno al otro, así que no veo por qué no podemos darnos una mano ahora.

El Intendente, que llevaba un sobre de papel marrón, se tapó la boca para reprimir un acceso de tos y luego agregó:

- ¿Ves este sobre? Contiene las pruebas de que el Juez recibió dinero de los Daud para tapar el crimen del padre de Ulises Martínez. Con ésto en la prensa, la candidatura de Cinoscéfalos estará terminada.

Nuria empalideció, dudando en recibir los papeles.

- Ustedes saben bien que yo misma robé los datos que guardaba el viejo - Dijo.

- Como lo sabe todo el mundo, incluido Aquiles - Intervino Aristóteles - ¿Y qué? No te afectará en nada pasárselos ahora y lo vas a ayudar mucho. Lo único que tiene que hacer él es enviar los papeles al Diario Regional y hacerle saber al Juez que fue la gente del Coronel quién se los consiguió. Harás mucho por tu novio y por su amigo, que por fin podrá vengarse de los Daud, sus verdaderos enemigos. Lo harás por ellos.

-Tanto como por ustedes - Replicó Nuria.

- Cierto - Aceptó el Intendente - pero el favor no es entregárselo, sino lograr que el Juez crea que fue Verón el que lo traicionó.

- ¿Y a qué se debe todo ésto? - Preguntó la mujer, tomando el envoltorio - Saben que con esta ayuda, nada podrá impedir que Aquiles sea el ganador...

- En el fondo, éso no nos importa - Mintió Manfredini, muy serio - Para nuestros negocios, el asunto es que Verón no siga acumulando poder a través del Juez. Ya ves, yo te hago un favor a costa de mi propia candidatura, pero vos nos hacés otro a nosotros. Ya nunca nos deberás nada.

Nuria sonrió, preguntándose en silencio cuáles serían los verdaderos motivos del canje. Los primos se retiraron tan sigilosos como habían llegado y ella dejó la encomienda en la mesita del living, sorprendida de que en verdad las cosas hubieran cambiado tanto. Aquiles llegó pasadas las tres de la mañana, después de una agotadora reunión con los Descalzos. Todo marchaba muy bien por las chacras, donde nadie conocía la candidatura del Juez. Abrió el sobre con ansiedad, apenas Nuria le contó la extraña visita. Leyó las páginas en silencio, frunciendo el seño a cada rato y luego dijo, con tristeza: «¡Pobre Ulises, cuánto hubiera dado hace veinte años por tener estos papeles en la mano!». Guardó los documentos, pensativo. «¿Te das cuenta? - preguntó, sonriendo sin reservas - ¡Podremos meter en una celda al Turco Julián y librarnos de un competidor! Es demasiado bueno para ser cierto ¿Por qué harían algo así Espeucipo y su primo?». Puso las hojas en un bolsillo de su chaqueta, le dio un beso a Nuria y se fue a ver a León, que estaría llegando a su casa a esa hora.

- Esto es una bomba de tiempo y ellos quieren que nosotros nos encarguemos de hacerla explotar, pero culpando a Verón - Comentó León, tras leer los papeles - ¿No te parece demasiado perfecto? ¡Acabaríamos de un sólo tiro con tres pájaros de lo peor: el Juez, el Coronel y el Turco Julián!

- Bien puede ser una trampa - Murmuró Aquiles, recibiendo una taza de café que le pasaba Clara - No sé qué hacer ¿Y si nos olvidamos del asunto?

- Bueno, no sé - Repuso León, rascándose la barbilla - Tal vez sí debiéramos usarlo, pero no del modo en que ellos esperan que lo hagamos. Mientras Cinoscéfalos sea Juez, no hará nada contra su mentor ni contra su pistolero; creo que en este momento para lo único que nos sirve ésto es para sacarlo justamente a él del medio.

- Hagámoslo, de todos modos Julián se enterará que tenemos algo contra él; ya lo usaremos cuando se den las condiciones.

Al día siguiente, el mismo León fue a anunciarse al despacho del Juez, quien lo hizo pasar enseguida, muy sorprendido. «¿A qué se debe que el principal asesor de mis enemigos venga a verme?», preguntó, una vez que hizo salir a Leoncia y a Gallinar. «Quizás se deba a que usted no sabe quiénes son sus verdaderos enemigos», contestó León y luego extrajo con toda pompa una copia de los documentos y se la entregó. A Cinoscéfalos le bastó leer el primer párrafo para saber de qué se trataba. Dobló los papeles con parsimonia, tratando de disimular la aflicción. «¿Qué quiere, Valdéz? - dijo por fin – “Sería mejor ir al grano». León lo observaba, algo inseguro aún de la táctica que había decidido utilizar.

- Si estos papeles se hicieran públicos, su carrera estaría terminada - Dijo, pero con un tono más confidente que amenazador - así que no lo vamos a hacer.

- ¿Cómo? - Preguntó Usía, más sorprendido aún - ¿Y qué quieren? ¿Dinero?

- No - Contestó León, con dureza - No nos interesan su dinero ni su enemistad, por el contrario, lo queremos de aliado. Renuncie a su candidatura y apóyenos.

- ¿Qué? - Exclamó Cinoscéfalos, sintiendo que el vientre se le enfriaba y lo atacaba una irresistible urgencia por correr al baño.

- Sólo quedan dos semanas para las elecciones - Dijo León, poniéndose de pie - así que decídase. Es ahora o nunca.

El Juez se tomó la cabeza con las manos, cerrando los ojos. Se echó hacia atrás en su sillón, respiró profundo y luego volvió el cuerpo hacia adelante, apoyando los codos sobre el escritorio. «No tengo escapatoria», murmuró.

- No lo tome de ese modo - Replicó León, observándolo - Si yo fuera su enemigo, estos papeles estarían en manos de mi amigo Ulises o del Diario Regional.

- Bueno - Dijo el Juez, abriendo los ojos después de varios segundos - de todos modos, nunca tuve mucho interés en la política, así que ¿qué debo hacer?

- Llame a Casimiro Reyes y déle la primicia, así le estará siempre agradecido y lo defenderá si alguna vez le hace falta - Contestó León, disimulando el alivio que sentía - Cuéntele que renunció a su candidatura para unirse al Partido de Aquiles Farjat. Eso es todo.

Cinoscéfalos asintió con un movimiento de cabeza y se puso de pie con agilidad, como si acabara de sacarse un peso de encima. Buena parte de su amargura había desaparecido un segundo antes, pensando que podría aprovechar el tiempo libre con Leoncia, ahora que Piraña estaba de vacaciones. Sin embargo, algunas cosas lo intrigaban todavía.

- Dígame la verdad - murmuró, alcanzando a León junto a la puerta - ¿Tanto vale mi apoyo como para que se queden con las ganas de meter preso al Turco Julián, al hermano y hasta al viejo Emir, o hay otra razón?

- Como dice el verso de Hernández, «Hacéte amigo del juez, no le des de qué quejarse, que es bueno tener palenque, ande ir a rascarse»...

- Vamos, no joda, dígame la verdad.

- La verdad es que los Daud existen por culpa suya, Juez, no por ellos mismos - Dijo León, con malicia - Bastará que usted no lo proteja más para que dejen de ser peligrosos.

- También los protegen Verón, Aristóteles y el Intendente...

- Pero sólo usted puede salvarlos de la cárcel.

- Bien, otra cosa más; ¿cómo obtuvo esta documentación? ¿Quién se la dio?

León pensó un breve instante, calculando la respuesta más ventajosa. Por fin contestó: «Nos la envió el Coronel Verón». El Juez se quedó pasmado.

 

***

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 23

 

(En el que a más de uno se le da por hablar del amor, mientras que, para compensar,

un hombre muy poderoso descubre que se ha quedado sin nada. Volviendo al asunto del

amor, se rompen algunas parejas trabajosamente conseguidas)

 

CIX

 

F

altaban nueve días para la Procesión de San Crispinito y uno más para cambiar de Intendente, lo que explicaba el caos que reinaba en el pueblo. El Areópago estaba todo el día - y la mitad de la noche - atestado de parroquianos, la plaza no se vaciaba nunca y hasta la iglesia permanecía abierta las veinticuatro horas, pues había comenzado la novena al santo. Con letras tipo catástrofe, el Diario Regional anunció la renuncia de la candidatura del Juez sólo una semana después de que informara su lanzamiento, pero la verdadera noticia estaba en el pase de Usía a las filas de la subversión, al comunismo apátrida y ateo que comandaba Farjat. «¡Cría cuervos y te comerán los ojos!», vociferó Aristóteles, cuando uno de sus amanuenses le llevó el periódico que publicaba la traición. Contraatacó de inmediato, pagando la edición de un trascendido «de muy buena fuente» que aseguraba que León Valdéz, monje negro de los Farjatistas, se carteaba con renombrados guerrilleros bolivianos, peruanos y colombianos. Fue un escándalo y aunque no todo el mundo lo creyó, bastó para agregar incertidumbre a la confusión general.

De fracaso en fracaso, Espeucipo comprendió que los acontecimientos seguían ya su propia lógica y que tal vez no habría modo de frenarlos, aunque nada perdería con intentarlo una vez más. Flaco, macilento y ojeroso por los embates de la enfermedad, llamó a Casimiro Reyes a su despacho y le dictó una entrevista de contenido trágico, casi un testamento, en el que advertía a Nueva Atenas que «la ciudad se hundiría en un baño de sangre si ganaba Aquiles Farjat, agente de la sinarquía internacional, dominado por el vicio y la degradación a que lo empujaba su ateísmo recalcitrante, capaz de cualquier cosa con tal de saciar su enfermiza ambición de poder». Furibundo hasta donde se lo permitían sus menguantes fuerzas, cargó su artillería de adjetivos altisonantes, frases hechas y ejemplos retorcidos contra Terámenes - «ese cura tercermundista, depravado y bolchevique, un anticristo» -, su alumno Camilo - «ese delincuente juvenil incorregible, marxista antisocial y falso mesías» - y hasta contra el viejo Muralla, a quien llamó «ese inmundo perro cruzado con el diablo, seguramente, por su ferocidad», en fin, que no se privó de nada a la hora de soltar epítetos contra sus adversarios, lo que acabó por sembrar más de una duda entre los conservadores habitantes de la ciudad. «¿Y si fuera cierto?», se decían, unos a otros, bajando la voz con precaución.

En el cuartel, el Coronel ardía de rabia, haciendo cuentas de la situación. Cinoscéfalos, quien siempre le había parecido un idiota, lo había traicionado como si nada, clavándole un puñal que en algo se parecía al que le hundiera Inesita Saravia, aunque en otras circunstancias. Aquella vez, la venganza divina se cruzó en la forma de un camión cañero, pensaba, retorciendo los dedos de las manos, pero del Juez traidor se encargaría él mismo, a como diera lugar. Retiró al Sargento de la casa del magistrado y declaró la alerta al Regimiento, suspendiendo francos y permisos hasta nueva orden. Después, con un enorme esfuerzo para recomponerse, pasó por El Areópago y entre copa y copa, comentó que el Ejército, reserva moral de Nueva Atenas, jamás aceptaría un triunfo de Farjat. Muchos lo escucharon y la amenaza corrió de boca en boca hasta llegar al propio Intendente, que comenzó a dudar si no era eso, precisamente, lo que buscaba el militar. «Esta vez le salió el tiro por la culata - murmuró, sin festejar del todo la renuncia del delfín - pero me temo que pronto meterá el tiro donde siempre lo quiso meter».

Camilo, en tanto, se burlaba de estos asuntos recientes y reía a carcajadas, reflejando al sol sobre el sudor de su torso y tensando los músculos de los brazos al trepar a Candela sobre los hombros. Miguelito lo miraba, embelesado, sintiendo una admiración que superaba toda medida. Se lo comía con los ojos, no se le separaba un instante cuando iban a verlo y rogaba – secretamente - que el líder lo nombrara secretario, amanuense, chupamedias o lo que fuera, siempre que el cargo le permitiera estar ahí todos los días, a toda hora, cubriéndolo con su propio cuerpo si falta hiciera. Enamorado, madrugaba todos los días para buscar a Aspasia y llevarla de aquí para allá durante la jornada, deseando con toda el alma que cayera la noche para llegar a la casa de Camilo y tomarse unos mates de campamento con los Descalzos. Allí, al amparo de las estrellas y fuera del tiempo, el mundo se transformaba en una conjunción perfecta. Eran, pues, felices, y Miguelito sentía que se le estrujaba el corazón al separarse de ellos. «Pienso que nunca vamos a ser más dichosos que en estos momentos», decía, algo sombrío, cuando regresaba al pueblo con Aspasia. Ella le acariciaba la mano con la que metía los cambios y le juraba que algunas felicidades duraban para siempre. «No, mi querida amiga”, rebatía él, pensando que el asunto daba para un poema dramático, “si la felicidad durara, dejaría de ser felicidad; se volvería una rutina prosaica y previsible, otra de las ordinarieces del alma. La verdadera felicidad no puede ser más que la antesala de la tragedia». Y Aspasia, también enamorada, retrucaba con argumentos irreprochables la existencia de la dicha eterna, por más que llegaran al pueblo sin ponerse de acuerdo, se daban un beso en la mejilla y se decían adiós hasta el otro día, cansados e insatisfechos. Ya en la cama, ella se dormía ardiendo en fiebres inconfesables y soñaba con los huevos del seminarista Arcadio, los que por magia onírica terminaban siempre colgando entre las piernas de Miguelito.

El amor”, decía Mariazinha, hablando por teléfono con el Juez Scarpa, “es el modo fino con que llamamos a la arrechura”. Y el Juez reía, pasaba la frase entre sus amigos y todos estaban de acuerdo. “Amar es querer pinchar”, decía Pirañita y cada cual, a su manera, tenía una definición del asunto. “El amor es una apuesta”, decía el Doctor Epaminondas, “y ganar o perder define cómo sigue el camino”. “Amor y desamor no son dos caras de una misma moneda”, había dicho una vez el padre Terámenes, hablando con sus muchachos a la luz de una vela, “sino dos cosas distintas”. Sus alumnos lo miraron, expectantes. “Llamamos amor a la etapa de la ignorancia, aquella en la que lo que sabemos del otro es lo que queremos que el otro sea. Desamor, en cambio, es la etapa del conocimiento, por eso nadie se enamora dos veces de la misma persona”. Aquella noche, Efigenio preguntó “Entonces, ¿un amor contrariado no es amor?”, duda que el cura zanjó con una gran carcajada, antes de decir: “Un amor contrariado es una manera de ahorrar tiempo, teniendo hoy lo que de todos modos tendrías mañana”, pero nunca supieron si lo decía en serio o en broma.

A decir verdad, entre las muchas cosas extrañas que ocurrieron por aquellos tiempos, los amores contrariados tendrían una rara y decisiva influencia, envenenando con su mala estrella el acto eleccionario y empujando al pueblo hacia el fatal desenlace. En los últimos días de Noviembre, quién sabe por qué, se acumularon cuernos, despechos y equivocaciones capaces de confundir al más centrado, comenzando por la tarde en que Piraña regresó y descubrió al Juez, arrobado y babeante, jugando al doctor con Leoncia. Se quedó sin saber qué hacer, parada a la puerta del cuarto con el bolso en la mano, sin atreverse a dejarlo en el suelo. Ellos, los crápulas, no la habían visto, cuchicheando en la cama mientras los dedos de Usía rozaban temblorosos la carne trémula de su nueva pupila. Aturdida, Piraña sintió por primera vez el ardor espantoso de los celos, el odio mortal que precede a la venganza. Soltó un alarido salvaje y después se quedó muda otra vez, mientras Leoncia corría a refugiarse en el baño y el Juez se quedaba donde estaba, rascándose la cabeza con preocupación. La calmó abriendo un tarro nuevo de dulce de leche y luego la llevó a la terminal de ómnibus, despachándola de regreso al valle con unos billetes que – suponía - comprarían el perdón. Sin volverse a mirarlo, la muchacha se fue con una piedra helada en el sitio donde antes le latía el corazón. El Juez suspiró aliviado, viendo desaparecer el ómnibus al final de la calle. No sabía que su mejor alumna volvería una semana más tarde, dispuesta a consumar su venganza.

Aristóteles, que ignoraba que pronto se desquitaría de la traición del Juez, tampoco estaba libre de problemas románticos. Su esposa, harta de la prohibición de ver a la hija, empezó a hacerlo en secreto, acompañando a los abuelos en sus visitas a la casa del médico. Llevaba varios días engañándolo cuando la descubrió, saliendo con la beba en brazos junto a Niké y los bisabuelos. “¡Puta! ¡Ya no me queda nadie en quién confiar!”, gritó, haciendo temblar la vajilla con insultos de estibador, “¡Ahora veo a quién salió tramposa esa desgraciada!”. Y Laida, que no le perdonaba el haberla separado de ellas durante tantos meses, tampoco le disculpó el insulto. Hizo las valijas y abandonó la casa, se fue a vivir con los padres y con ellos mismos le mandó a decir que quería el divorcio. Aristóteles montó en cólera y durante una noche recorrió la mansión destrozando cuanto encontraba al paso, buscando sacarse el dolor de una soledad inesperada. En eso estaba cuando llamó Espeucipo por teléfono, para contarle que el Diario Regional había hecho una encuesta que daba ganador de la intendencia a  Farjat. Fuera de sí y asustado del futuro por primera vez en su vida, cometió el error que lo hundiría aún más, arruinando cualquier posible conciliación.

 

CX

 

León andaba en  las chacras, acompañando a los Descalzos en las interminables reuniones en que explicaban los Diez Mandamientos. Clara, como siempre, se había quedado en casa, preparando emparedados que el marido llevaría al día siguiente, para una nueva jornada. Faltaban nueve días para las elecciones y la tensión los tenía un poco neuróticos, aunque ella mantenía la calma. Le gustaba quedarse sola, andar descalza y recibir a León cuando la noche sumergía al pueblo en un silencio absoluto. Entonces, salían al jardín y se sentaban a conversar bajo las estrellas, jugando a que nadie más vivía en el mundo. «Pase lo que pase - solía decir él - no importará, porque la felicidad no es lo que pasa, sino lo que queda». Y ella sonreía, feliz de haber hallado un lugar donde quedarse. Su vida, pese a la locura de la política, era tan bella como lo había deseado, simple, ni mejor ni peor que la de los demás. Esa tarde, Clara vestía un batoncito blanco, corto y sin gracia, pero que a León le encantaba. Acababa de lavarse el pelo, que aún chorreaba con aroma a manzanas sobre su espalda desnuda, cuando escuchó los tres golpes en la puerta. No le sorprendió, pues desde que andaban en la política los visitantes se sucedían a toda hora, sin discreción alguna. Abrió la puerta y la impresión le paralizó el gesto. Se quedó helada. El hombre alto, ancho y rubicundo, también sintió un algo extraño al verla por primera vez. «¿Puedo pasar?», preguntó, sonriéndole desde la oscuridad de la calle. «Soy Aristóteles Manfredini y quisiera hablar con León Valdéz».

Clara tardó algunos segundos en reaccionar. ¿Cuántas veces había deseado verlo, hablarle o tenerlo cerca aunque fuera un momento? Casi tantas como las que lo había maldecido, odiándolo por su abandono y despreciándolo hasta que el odio se volvió frío y prescindible. Y ahora estaba allí, amable y desconocido. Mucho más ancho y alto de lo que lo había imaginado. «León no está», respondió, haciendo un gran esfuerzo para que las palabras pasaran por su garganta. «¿Puedo entrar a esperarlo?», preguntó Aristóteles, agregando al instante: «Lo que me trae es muy importante».  Aturdida por la sorpresa y la indecisión, Clara retrocedió y él interpretó que le decía que sí, así que pasó a la casa. Ella encendió las luces de la sala y le señaló uno de los sillones, pero enseguida se arrepintió y dijo: «Mire que no volverá hasta dentro de cuatro o cinco horas, se fue al campo». Aristóteles no parecía escucharla. Sólo la miraba. De pronto, a plena luz, ella le recordaba a alguien de otros tiempos, cuyo nombre se le había olvidado. «¿Cómo te llamas?», preguntó, sorprendido de no haberla visto antes. Era demasiado hermosa para pasar desapercibida. «Clara», dijo ella, perpleja por la situación. «¿Sabés quien soy yo?», tanteó él, acostumbrado al temor que provocaba en la gente simple. «No», respondió ella, dejándolo solo. Aristóteles suspiró. La mujer olía a frutas y a hembra joven. La casa, sencilla y limpia, estaba en silencio. ¿Cómo no estarse a gusto allí, a salvo de su angustia? ¿Por qué no era así, como esa casa, su casa? Se ubicó en uno de los sillones y cerró los ojos, sintiendo que el motivo que lo había llevado hasta allí carecía de importancia. El odio, las próximas elecciones, la traición del Juez, la enemistad de Verón, la ausencia de su hija y hasta el divorcio, impuesto por Laida, se le antojaban asuntos lejanos y absurdos. Todo lo importante, al fin y al cabo, carecía de importancia estando solo.

- Qué vida de mierda - Murmuró, alzando la botella de whisky que descansaba en un estante. La destapó, tomó una tacita de cobre que había comprado León en Tarija, la llenó hasta el tope y comenzó a beber - Al fin y al cabo, este infeliz de Valdéz tiene mucho más que yo.

Pasó una hora, o tal vez un poco más. Clara estaba en la cocina, sin atreverse a regresar al living y decirle al hombre que era mejor que se fuera. Lo había pensado bien y no quería que le dijera a León lo que había ido a decirle. No quería que volviera otra vez y si pudiera escoger, elegiría no verlo nunca más. ¿Para qué? Por culpa de Manfredini, su madre había tenido que hacer la vida en Foz, para alimentar a la pequeña bastarda. ¿No la había amenazado, incluso, con meterla presa si se atrevía a reclamar? Sintió una oleada de rabia y enseguida, una tristeza profunda. Le dieron ganas de llorar. Cada vez que odiaba a su padre, le dolía el alma de un modo horrible. ¿Por qué tuvo que aparecer, que llegar hasta su casa, si ella ya se había acostumbrado a su inexistencia? Comenzó a llorar, tapándose la boca con una mano para que su tristeza no alcanzara los oídos del hombre que la causaba. De pronto, volvía a sentirse niña e indefensa, incapaz de sostener la pena con la que había nacido. Cerró los ojos, deseando que el tiempo pasara y el hombre se fuera, que se diera cuenta de que no era bienvenido allí, que sólo abriera la puerta y se marchara para siempre, en silencio, sin despedirse de la muchacha que le recordaba a alguien sin recordarle a quién.

- Si fueras mía, jamás te dejaría sola - Dijo de pronto Aristóteles, recostado contra el marco de entrada a la cocina. Tal vez llevaba ahí un largo rato, porque la miraba de un modo raro y sin dejar de bambolearse, como si fuera al mando de su barco contrabandista. Sonriendo, le mostró la botella casi vacía y agregó - Ese León es un idiota y ya me bebí todo su whisky, así que me voy. Decíle que le traía una gran oferta.

Clara volvió a ruborizarse y un zumbido le ahogó los oídos. Pasó junto a él para abrirle la puerta de calle y Aristóteles la siguió, atraído por su aroma a manzanas frescas. Clavó la mirada en la espalda de la muchacha, la deslizó por su cintura como si la estrechara y sintió un deseo insensato por sus caderas jóvenes, por sus piernas y sus pies desnudos. No supo lo que hacía, tal vez porque estaba borracho. O no pudo evitarlo, porque se sentía solo y desgraciado. Atrapó a la mujer por los brazos, la arrastró contra una pared y comenzó a arrancarle el vestido, besándole por la fuerza la cara, la boca y el cuello. Aterrada, Clara sintió los violentos zarpazos sobre la tela y antes de que pudiera gritar o defenderse, se vió levantada en vilo y arrojada sobre un sillón. Quiso dar un alarido y la voz se negó a salir, sofocada por el espanto. Lo golpeó con todas sus fuerzas, pero era en vano. Manfredini le apretaba el cuello con una mano, resoplando como si el corazón estuviera saliéndose por su boca. De pronto, se dejó caer sobre ella y gimió «¡Te amo! ¡Te amo!» Clara comenzó a llorar de un modo tan desesperado, que él se detuvo.

- ¿Quién te entiende? - Murmuró, hablando con dificultad - Primero me seducís y después te echás atrás. ¿Acaso no sabés quién soy?

Clara temblaba de tal manera, que tardó varios segundos en articular la frase que había querido decir desde que él llegó a la casa:

- ¡Claro que sé quién sos, desgraciado! ¡Sos vos el que ignora quién soy yo!

Aristóteles se puso de pie, mirándola con el desprecio confuso de la borrachera. Se había bajado el pantalón y el calzoncillos a la altura de las rodillas y la rubicunda pinga le colgaba flácida, como acobardada. «Me recordás a alguien, pero no sé a quién», murmuró, buscando a su alrededor un zapato que se le había salido. Tartamudeó, incómodo, «No sé quién puta sos, pero si fueras mía no te dejaría sola jamás, je, éso sí que es cierto...».

- ¿Si fuera tuya no me dejarías sola? ¡Canalla mentiroso! - Gritó Clara, liberada por fin de la agonía del miedo. Saltó del sillón, cubriéndose con los restos del vestido - ¿Por qué no hiciste éso cuando dejaste embarazada a mi madre?

Aristóteles se quedó mirándola con extrañeza, como si le costara muchísimo comprender el significado de las palabras. Después, de un modo apenas perceptible, hubo una luz de pánico en sus ojos azules y su rostro, siempre bermejo, palideció por completo.

- ¡Por Dios, que ésto lo vas a pagar! - Exclamó la mujer y se escabulló de la sala, dejándolo más solo que nunca. Aristóteles sintió que se ahogaba. Terminó de vestirse a toda prisa y salió de la casa tropezándose con las paredes que se le cruzaban, golpeándose una pierna contra la puerta de calle y doblándose en dos para vomitar en el jardín. El Turco Julián lo encontró a la madrugada, borracho como una cuba y tirado de bruces al fondo de un barracón del puerto. Se preguntó qué ganaría con la muerte de su antiguo patrón, pero llegó a la conclusión - sabia, sin dudas - de que no convenía dejar al Coronel como único dueño de su destino. Llamó a un par de marineros amigos y entre los tres, cargaron al candidato y lo llevaron en una camioneta hasta su mansión.

Y sólo quedaban ocho días para las elecciones.

 

CXI

 

El Comisario quedó muy sorprendido, pues no recordaba un caso así en su carrera policial. ¿Dónde se había visto que alguien entrara a una casa, golpeara a la dueña y huyera sin robar nada? «Tiene que ser una provocación», repetía, husmeando con sus ayudantes en busca de pistas. «Cosas de la política». León no le prestaba atención, observando al Doctor hablar en voz baja con Clara. En la sala, Aquiles y Ulises bebían café en silencio. De rato en rato, como una letanía, se oía otra vez la misma frase, repetida por Clara hasta el cansancio: «No conozco al que me atacó y tampoco me dijo nada, ya está, ya pasó». Se le notaban huellas rojizas en los brazos y en el cuello, pero se mostraba tan serena que al cabo todos terminaron por convencerse de que tenía razón. Después de todo, decían, no había ocurrido nada. Pero no era cierto y cuando volvieron a quedar solos, León sentó a Clara en la cocina, sirvió dos tazas de té y le dijo, mirándola a la vez con ternura y determinación: «A mí no me vas a decir lo mismo que a los demás, quiero saber la verdad absoluta; ¿quién fue?». Ella bajó los ojos, sin atreverse a mantener el engaño. Sabía que él se había dado cuenta de que había mentido sobre el atacante. «¿Fue alguien de Foz o alguien de aquí?», preguntó León, tratando de mantener la calma, mientras mil conjeturas pasaban por su cabeza. «No voy a decirte quién fue», respondió ella, después de un prolongado silencio. El perdió la paciencia, recordando de pronto la traición de Margarita. «¿Qué me estás ocultando?», gritó, golpeando la mesa con una mano abierta. «¡Casi te matan y vos te callás la boca! ¿De qué se trata esta mierda? ¿Acaso me estás engañando con alguien? ¿Es que todas son unas putas?», vociferó él, que siempre era tan calmo. Insistió durante el resto de la noche y en todos los tonos, hasta que se hartó de gritar y fue a acostarse a la sala, dando un portazo.

Ella se quedó llorando en la cocina hasta que comenzó a amanecer, tan herida por lo que le había hecho Aristóteles como por los dichos del marido. Se levantó de la silla, fue al dormitorio, llenó un bolso con ropa y cuando el sol comenzaba a salir, abandonó a León. Temiendo encontrarse otra vez con Manfredini, cruzó de prisa el pueblo empapelado y llegó hasta la terminal de ómnibus, donde compró un pasaje a Foz. Había decidido irse con su madre y no regresar hasta que el último rastro de amargura se hubiera evaporado. O hasta que León fuera a buscarla, sumiso y arrepentido, que ya vería cómo le hacía pagar la desconfianza. Sentada en un banco de la dársena, vió que aún le quedaban tres horas en blanco, un largísimo tiempo de angustia antes de que el ómnibus saliera del andén. ¿Qué podría hacer? ¿Adónde ir a amortiguar la espera? ¡Se sentía tan profundamente triste y herida! Apretaba los labios, pretendiendo evitar que el llanto subiera por su garganta y se volviera incontenible, arrasador. Oscuras ojeras temblaban bajo el peso de lágrimas que no se parecían a otras lágrimas que ella recordara. No había vergüenza igual, ni miedo que se le pareciera a éste. Miró a su alrededor, convencida de que hasta la última persona del pueblo sabía de su desgracia, pero la terminal estaba vacía. Sólo el vendedor de pasajes, leyendo el diario, la acompañaba en su infortunio. ¡Oh, Dios! ¿Qué haría León si lo supiera? ¿Cómo reaccionaría? ¡Quizás fuera una suerte que desconfiara de ella, pues evitó tener que contárselo, decirle que había sido Aristóteles, nada menos, borracho con la bebida que no hacía mucho les regalara Aquiles.

- No volveré nunca a este pueblo maldito - Dijo de pronto, hablando tan alto que el vendedor levantó la vista del diario y la miró unos segundos.

Clara le dió la espalda, alzó el bolso y se largó a andar a paso lento, recordando que una vez su madre había jurado lo mismo. «¿A qué volver?», se preguntaba, «¿Para qué?». Había soñado, tan en secreto que nadie más lo supo, que en Nueva Atenas conocería por fin a su padre y que él le pediría perdón, contrito por tantos años de abandono. Había fantaseado con hacerse amiga de Niké, la hermana que aborrecía desde siempre, heredera rica y legítima, dueña absoluta del amor del padre. No fue sólo por amor que siguió a León en su regreso al pueblo. También habían pesado los sueños, hondos y dulces, amargos y eternos, de recuperar la infancia, de volver a ser la que nunca fue. Pero nada se cumplió. La enorme mansión que nunca se abrió para su madre tampoco estuvo abierta para Clara. Su hermana, odiada y envidiada, no era más que una muchacha hosca y sin brillo, atada a un yugo miserable. Su padre, imaginado de mil modos distintos, se presentó como un borracho obsceno, un perverso sin paz ni dignidad. ¿Para éso había venido? ¿A qué, pues, regresar? En ese momento, con los ojos cegados por el llanto, vió con claridad el abismo que se abría para Nueva Atenas. Tal vez fuera una revelación, una luz premonitoria advirtiéndole la desgracia que se avecinaba, la sangre y la lágrima, la muerte y el luto, el viento vengador que pondría fin a todas las historias inconclusas. Vió a Isabel desgarrada, a Niké Manfredini cubierta por un lodo fétido y a Camilo atravesado por un alarido espantoso, vió gente corriendo entre el humo de los disparos y en un torbellino de furia, vió también al cura Terámenes, luchando contra una hiena de múltiples cabezas. Pero no vió a León, aunque supo, por el frío que le paralizaba el alma, que León estaba muerto. “¿Y qué puedo hacer ahora?”, gimió, descubriendo de pronto que había caminado sin darse cuenta y que estaba frente a la casa del médico. No supo qué hacer, pero pensó en la pequeña Candela, que crecería sola, sin el amor de un padre, igual que la tía bastarda. ¡Lo que Aristóteles le había hecho a su primera hija, ahora lo sufriría la nieta! «Y bueno, qué puedo hacer», repitió, pensando que la suerte estaba echada. Miró su reloj. Eran las siete de la mañana y aún le quedaban dos horas para marcharse. Se le ocurrió llamar a la puerta del Doctor. «¿Por qué no?», se dijo, mirando hacia la ventana donde tal vez estaba Niké, aún durmiendo. «Tal vez sí se pueda hacer algo». Cruzó la calle con la mirada fija en la pared donde brillaba la chapa del Doctor. Golpeó con los nudillos sobre la puerta y le pareció que el sonido llenaba toda la ciudad, vacía a esa hora. Al rato apareció Epaminondas y se sorprendió de verla allí, aunque no hizo ningún comentario, sólo la invitó a pasar. “Vení, Clara, vamos a desayunar en la cocina”, dijo, tomando el bolso y dejándolo a un costado de la sala. “Niké acaba de colar un café buenísimo”.

La sala aún estaba a oscuras y no se oía ruido alguno, pero el olor del café llegaba cálido hasta Clara, que sintió el aguijonazo de la pena. Hubiera querido volverse de inmediato hasta su casa, hacer el desayuno y reir con León, jugar con él como si nada hubiera pasado, pero el orgullo le quemaba todavía. Las lágrimas, ardientes y amargas, volvieron a asomar a sus ojos, así que se detuvo a quitárselas para que Niké no las viera. «Si no hubiese comprado el pasaje», pensó, “tal vez me quedaría”, pero ya era tarde. Niké no disimuló lo raro que le resultaba verla allí a esa hora, pero tampoco dijo nada. Clara se sentó en una de las sillas y decidió que tampoco tenía por qué andar fingiendo, si su cara y la ropa arrugada hablaban por ella. Su hermana, en cambio, se veía serena. Vestía un pijama blanco y llevaba el pelo recogido con una trabita de niña. Se veía más delgada, tal vez porque el atuendo le quedaba grande. La miró con intensidad, mientras la muchacha acomodaba los utensilios del desayuno. Se veía a gusto allí, como si estuviera en su verdadera casa.

- Oye, Niké – Dijo Clara y el Doctor supo que se trataba de algo privado e importante. Alzó su taza de café y salió de la cocina, murmurando una excusa innecesaria. Niké se dió vuelta y se quedó mirando a la visita, sin mucho interés – me marcho del pueblo y quién sabe si volveremos a vernos, así que me gustaría decirte dos cosas...

Niké se sentó frente a ella y recién cuando pudo observarla bien de cerca, Clara pensó que tenían un cierto parecido. Tal vez la frente amplia y despejada. Quizás las cejas, fuertes y decididas. En una de esas fuera el corte del mentón, igual al de Aristóteles. O tal vez sólo se parecían en la tristeza profunda, desconsolada, que por una u otra razón ambas tenían ese día. «Antes de que vos nacieras - comenzó diciendo Clara - tu padre enamoró a una mulata hermosa llamada Mariazinha y tuvieron un romance que duró varios meses». Niké bajó la mirada de modo inexpresivo, buscando la azucarera. «Después, quién sabe por qué, se separaron - añadió Clara, dudando cómo seguir - y no volvieron a saber más nada el uno del otro, pese a que, bueno, pese a que hubo una hija que les nació al poco tiempo». Niké levantó otra vez la mirada y sus ojos azules estaban fríos, como si el asunto no tuviera que ver con ella. Tomó una tostada de un plato, dio un mordisco y respondió, con tono indiferente:

- Así que tengo una hermana por alguna parte y el cerdo de mi padre nunca me lo dijo, por lo que deduzco que mi madre tampoco sabe nada. Bien, en realidad me importa un carajo, pero ¿Cómo lo sabés vos?

- Bueno, mucha gente lo sabe - Mintió Clara, que al notar el desinterés de Niké había perdido las ganas de contarle más.

- ¿Ah, sí? - Dudó su hermana, con aire socarrón - ¿Y por qué viniste a decírmelo?

- Porque quizás haya otras cosas que todo el mundo sabe y no te las cuenta - Dijo Clara, después de pensar algunos segundos la respuesta - como por ejemplo, que Camilo nunca supo que a vos te habían mandado a Buenos Aires; él siempre creyó que lo abandonaste después de servir de cebo para la emboscada en la que mataron a su amigo.

- ¡Esto es ridículo! - Exclamó Niké, apoyando su taza contra el plato - ¡Ni nos conocemos y estás aquí diciéndome idioteces que no sé de dónde sacaste! ¿Pensás que me hacés un favor? ¡Pues gracias! ¡Ni el maldito puerco de mi padre ni el desgraciado de Camilo me importan un carajo!

- El maldito puerco de tu padre amó a una sola persona en su maldita vida: a vos – Susurró Clara, con una voz que apenas se oía – Y en cuanto a Camilo, es desgraciado, sí, pero porque no se perdona que hayan matado a su mejor amigo mientras estaba en tu cama.

- ¿Y a mi, qué?

- Que acá van a pasar cosas, Niké, cosas trágicas - Una lágrima bajó por las mejillas de Clara - Y lo terrible es que tal vez haya también una única persona que podría hacer algo para evitarlo.

- ¿Y me vas a decir que ésa soy yo? ¡Pero por favor! - Niké estaba furiosa, le temblaba la quijada, de la rabia - ¡Nunca voy a ceder, nunca me voy a rendir, por más que ese par de malditos grite, patalee, me insulta o reviente como un sapo!

Clara se encogió de hombros, pero su mirada estaba más triste. Se puso de pie y dijo:

- Tal vez sea justo que tu hija pase por todo lo que pasó tu hermana, ésa que tu papá nunca quiso ver, jamás, ni por un segundo ¡No sabés cuánto lo siento por ella!

Dicho ésto, le dio la espalda y fue por su equipaje. Epaminondas no estaba por ninguna parte, así que alzó su bolso, abrió la puerta y salió a la calle. Doblaba ya en la esquina cuando el médico bajó las escaleras y se sorprendió de no encontrarla. Niké estaba junto a la ventana, mirando hacia afuera. «¿Qué pasó? ¿Se fue Clara?», preguntó el Doctor, intentando descubrir en los gestos de Niké los motivos de la inesperada visita.

- Si - Murmuró la muchacha - y recién me doy cuenta de lo que vino a decirme.

Epaminondas notó que los ojos de Niké comenzaban a llenarse de lágrimas, pero no quiso preguntar nada. Salió a la vereda para ver si aún podía alcanzar a Clara y al rato volvió a entrar, desalentado. «Qué lástima», repitió. Media hora más tarde, Clara abandonaba el pueblo sintiendo que cometía un error, aunque no tenía fuerzas para echarse atrás. A través del vidrio de la ventanilla veía pasar las fachadas de Nueva Atenas queriendo creer que su partida era sólo un interludio, un breve descanso para el alma. No tardaría en estar de regreso, juraba, secándose los ojos con el dorso de una mano. Volvería a los brazos de León, a su sonrisa apacible. A los aromas del patio de la casa, al rozar tenue de las páginas de un libro. Y a Niké, tal vez, que ya meditaría en lo que habían hablado. Mañana todo habrá pasado, susurró, ignorando que no habría un mañana. Clara sólo regresaría a Nueva Atenas cuando ya fuera demasiado tarde y nunca más vería a su hermana, a quien el destino había empezado a contarle las horas.

 

CXII

 

Faltaba sólo una semana y serían los siete días más confusos que se puedan recordar. Más cerca de la derrota que del triunfo, Aristóteles redoblaba sus chantajes, furioso como un tigre que defiende los últimos metros de su selva. Espeucipo invertía fortunas en trascendidos que el Diario Regional publicaba a toda página, anunciando el caos definitivo si ganaba Farjat, «ateo comunista que se burla de los sagrados Mandamientos, pisotea la ley con cooperativas mafiosas y degrada la moral del pueblo manteniendo una extraña amistad con otro solterón, ese tal Ulises Martínez». Era el colmo, pero de nada se privarían los primos para robarle un voto al enemigo. «¿Salario básico?», despotricaba Aristóteles, refiriéndose al primer punto del programa de Aquiles. «¡Mentiras! ¡No es más que un modo de mantener vagos y malentretenidos a costa de los vecinos más honestos, los que de verdad trabajan!». Y algunos le creían. «¿Un seguro escolar? ¿Y para qué sirve éso?», gritaba y otros más lo escuchaban. «¿Una cooperativa? ¡Invento comunista!», vociferaba y no faltaba el que lo tomara en serio. «¿Un seguro de salud para los campesinos? ¡Una excusa para que esos vagos trabajen cada vez menos y fundan a Nueva Atenas!», rabiaba y más de uno lo tenía en cuenta. «¿Y el servicio militar, símbolo del honor viril y patriótico, por qué lo quieren reducir, eh? ¡Para que no haya quien controle sus trapisondas marxistas!», rugía y siempre hallaba alguien dispuesto a creer que estaba en lo cierto. Y seguía, recorriendo el pueblo de la mañana a la noche, amenazando y seduciendo, injuriando y alabando, prometiendo una vida maravillosa a sus amigos y un infierno mortal para los que se atrevieran a la oposición. Luego, pasada la medianoche, regresaba a su caserón solitario y se emborrachaba mirando las fotos de Niké cuando era niña. Lloraba el ogro, golpeando puertas y paredes, rompiendo los adornos contrabandeados en los buenos tiempos y maldiciendo la hora en que una hija se fue y otra volvió, hundiéndolo las dos en su miseria.

Así estaban las cosas, por entonces. En el campo contrario, tampoco Aquiles pasaba por su mejor momento. El grupo notaba que cada cosa que se hacía o decía era sabida de inmediato por Manfredini, lo que implicaba un delator. Ningún secreto duraba más que unas horas y hasta los más escondidos se sabían en tiempo record. La traición era evidente, sólo faltaba descubrir quién era el Judas. «Disculpáme, hermano - dijo Ulises, en sesión ultra secreta con Camilo y Terámenes - pero desconfío de Nuria. No me creo la historia de que se hizo buena de un día para el otro». Y Aquiles se puso colorado y bajó la mirada. ¿Y si fuera cierto? «Yo no le cuento nada», balbuceó, sabiendo que nadie le creería, aunque era cierto. «A mi me llama la atención que el Intendente la utilizara para enviarnos los documentos contra el Juez», dijo el cura. «Quizás nos está vendiendo», añadió Camilo, ignorando que el espía era uno de sus mejores amigos. Aquiles, sin saber que su novia guardaba aún cierta fidelidad a sus antiguos patrones, tuvo que aceptar que lo mejor era separarse por un tiempo de ella, sólo por las dudas. El tema era cómo decírselo. No quería herirla de ningún modo y después de mucho pensar, tomó la peor decisión y eligió ser sincero. «Vos y tus amigos pueden irse a la mismísima mierda», fue el lacónico comentario de Nuria, que con un portazo dio por terminada una relación prometedora. Aquiles sintió que el alma se le salía del cuerpo, pero no podía hacer otra cosa y mucho menos perder el tiempo en lamentos, pues al día siguiente tendría que presentarse con el Juez en campaña. «Qué desgracia, hermano - decía de rato en rato - está visto que nunca se puede tener todo». León, que también se había quedado solo, encendía un cigarro y respondía, filosofando: «Será que el único modo de ir lejos es caminar solo, compañero». Camilo, que siempre tendía a burlarse de las cosas serias, agregaba: «Creo que la misoginia de Terámenes comenzó a hacer efecto en nosotros, pobres mortales» y al cura le daba una rabieta: «¿Y quién te ha dicho a vos que soy misógino?». Pero, de todos los amores contrariados, ninguno sería tan determinante sobre la estrella del pueblo, como el de Aspasia. En un minuto mortal y cuando sólo faltaban tres días para la procesión y cuatro para las elecciones, la hija de Arístipo vió derrumbarse el castillo de sus sueños, destruidos para siempre con la confesión que venía pidiendo, rogando y suplicando, desde el día en que descubrió que Miguelito estaba enamorado. Lo veía sonrojarse, lánguido y gentil, cada vez que la llevaba a las reuniones del grupo, en casa de Camilo. Lo sentía vibrar, suspirando un amor que se negaba - quién sabía por qué - a revelar, cuando ella hacía lo posible y lo imposible para animarlo a soltarse. Pero él callaba a último momento, se mordía la lengua o escondía el poema que había escrito la noche anterior, dejando para otro día la declaración que todos daban por hecha, pues «no podía ser que esos dos no acabaran de novios, andando todo el día juntos». Hasta que una noche, Miguelito cedió al acoso permanente de Aspasia y se lo dijo, temblándole la voz por la emoción:

- ¡Es que el mío es un amor imposible!

Aspasia comprendió, llena de ternura. Era una cuestión entendible: ¿qué no diría la gente al confirmarse el romance del rico heredero con la hija del dueño del bar, por más Areópago que fuera? Durante horas, le habló de la fatuidad de las diferencias sociales y de lo poco y nada que a ella le importaban, porque lo que valía era el interior de las personas y no la herencia que pudieran dar los padres, rematando con un juramento que ella no dudaría en comer pan y cebolla, si llegara el caso. La noche final, ella le había pedido que estacionara la camioneta a la entrada del pueblo, en un punto ciego donde nadie podía verlos, para el caso en que la pasión desbordara las conveniencias. Estaba decidida a que pasara lo que tuviera que pasar, cualquiera fuera el costo, pero mientras llegaba el desborde se tomaban de las manos, lagrimeaban de tanto en tanto y suspiraban al mismo tiempo, unidos por el pánico a la confesión, tan esperada y clamada. «¿Vos creés que uno debe llevar su amor hasta las últimas consecuencias, sin que le importe nada de los demás?», preguntó por fin Miguelito, cuando el alba se acercaba. «¡Absolutamente!», respondió ella, recostando su cara flaca sobre el pecho palpitante del muchacho. Miguelito suspiró más hondo que nunca, cerró los ojos y dejó escapar la ansiada declaración:

- ¡Entonces te lo voy a decir, Aspasia, amiga mía! ¡Me muero de amor por Camilo!

Ella sintió que el aire abandonaba sus pulmones para siempre, que un ardor insoportable le quemaba los ojos y que el frío del espanto le estrujaba las tripas, convirtiéndola en un guiñapo sin fuerzas para seguir viviendo. El corazón, que hasta segundos antes latía desbocado, se le había quedado quieto, perdido entre las costillas. No supo qué decir. Enmudecida, se quedó sonriendo para afuera y llorando por dentro a los gritos, hasta que él puso en marcha la camioneta y la devolvió a su casa. Esa fue la última vez que se vieron, pues al día siguiente hizo decir que estaba enferma cuando Miguelito fue a buscarla y ya no salió de su casa hasta el día de la procesión, cuando la atraparon con los huevos del monaguillo Arcadio entre las manos.

 

 

***

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 24

 

(A pocos días de que se inicie la Guerra, alguien se anticipa abriendo

fuego contra uno de los candidatos. Llega a Nueva Atenas un viajero en plan de

vacaciones, sin la menor idea de en qué se está metiendo)

 

CXIII

 

C

uando sólo faltaban tres días para que el pueblo acudiera a las urnas - mandadas a hacer a las disparadas en una carpintería de Foz - quedaban pocas dudas de que el gallardo ganador sería Aquiles, pese a los desesperados esfuerzos de Aristóteles por restarle votos. «¿Qué es éso de regalar el diez por ciento de las cosechas a los campesinos? ¡Nada más que socialismo barato y demagogo!», bramaba, en alusión al sexto Mandamiento de los Descalzos y consiguiendo que algunos vecinos se plegaran a sus temores. Pero incluso en la ciudad, muchos veían con buenos ojos el estrafalario programa, hartos de vivir bajo el poder absoluto de los Caballero, los Manfredini y los Daud, paradigmas de la corrupción regional. En el campo, la exaltación no conocía límites. Hasta el más pobre preparaba su mejor ropa para el día de la votación, organizaba con quién dejar los chicos y en qué trasladarse a la escuela que le había sido asignada. «¡Ganaremos!», era el grito en cada chacra, tras cada recodo del camino, junto a cada surco abierto a la tierra roja y generosa. «¡Viva Camilo!», hurraban los jornaleros, repetían sus mujeres y multiplicaban sus desharrapados hijos, vivando al paso de los Descalzos, siempre de aquí para allá. Al mediodía, donde se detenían se agolpaba la gente para desearles suerte y prometerles su apoyo y las muchachas jóvenes para ver a Camilo, cuya apostura se había hecho famosa entre las casaderas. «Cuando esto termine», solía bromear Efigenio, «vamos a salir con Camilo a conseguir chicas, sin perdonar a ninguna». Para contrariar un poco, el Manganeso Ruiz proponía meterlo en una jaula y pasearlo por los barrios, cobrando entrada. El padre Terámenes, que nada se perdía, los observaba con el seño fruncido, cubierto de aflicciones de la cabeza a los pies. Sentado a la sombra de un alerito campero, estiraba sus largas piernas, bebía litros de agua del pozo y repartía bendiciones, medallas y estampitas de San Crispinito, a un paso de la procesión. Aquel día, el último de la campaña, un campesino se llegó hasta donde estaba Camilo y pidió hablar con él. Era un hombrecito viejo y enjuto, cubierto con un poncho de lana pese al calor de Noviembre. Le dijo lo siguiente:

- Nosotros, que nunca hemos tenido en quién confiar, hemos aprendido a confiar en ustedes. Nosotros, que nunca esperamos nada de nadie, lo esperamos todo de ustedes. No nos fallen, Camilo, porque son todo lo que nos queda.

Camilo no supo qué responder, con los ojos nublados por una emoción tan evidente, que el hombrecito lo estrechó en un abrazo muy festejado por el público. Luego, Camilo fue a sentarse junto a Terámenes, que había visto la escena desde su sombra. «¿Qué pensás?», preguntó el cura, notando la turbación de su pupilo.

- Pienso en lo que deberíamos hacer si Aquiles pierde la elección - Dijo el muchacho, con la mirada más sombría que nunca le hubieran visto.

Pero Aquiles no podía perder, decían todos. Y mucho menos después del éxito resonante que obtuvo en su segundo acto público, hablando en la plaza ante una multitud, como si el destino quisiera compensarlo por el fracaso anterior. A su lado, el Juez sonreía triunfal, olvidado de la sucia treta con que lo habían reclutado una semana atrás. Hipócrita por vocación, declaró a diestra y siniestra que su renuncia se debía al convencimiento de que Aquiles era el mejor candidato, lo que le valió por primera vez en su vida el mote de «honesto», justo cuando menos lo era. Al fondo de la plaza, oculto en un camioncito del sindicato, Julián observaba la romería del acto con preocupación. Sabía que Aquiles tenía pruebas de su papel en la muerte de Sófocles y no dudaba que se lanzaría en su persecución, apenas fuera nombrado Intendente. Espeucipo y Aristóteles ya no confiaban en él, Cinoscéfalos se había pasado al enemigo y hasta Verón estaba en la picota, por más que sonriera con la frialdad de siempre, murmurando que todo marchaba viento en popa. El Turco no le creía, así que empezó a prepararse para lo peor. Quemó los archivos comprometedores, puso a resguardo lo que no podía quemar y convocó de urgencia a su hermano Fedípides y a un selecto grupo de antiguos pistoleros que los habían secundado otras veces: Agripino Malatesta, el Chapa Barrios, el Botija Salcedo, Robustiano Van Gogh, Raúl Mendonça y Elvio Antúnez, a los que se sumaron Cipriano Mancuello y el Tuerto Ozuna, la flor y la nata de la marginalidad nuevateniense. «Gane quien gane - les advirtió, repartiéndoles armas y municiones - no estamos seguros de qué pasará con nosotros, así que vamos a protegernos por nuestra cuenta». Decidieron quedarse en el local del sindicato, atrincherados, aguardando los acontecimientos. «Quién dice que no termine quedándome yo con la intendencia», pensaba, dispuesto a aprovechar cualquier circunstancia. En algún momento se le había ocurrido que era el candidato perfecto para representar por igual a sus tres jefes. No era mala idea, pero no se atrevió a plantearla, ocupados como andaban todos en celarse unos a otros.

- Vamos a perder - Dijo Aristóteles, con una amargura a la que no le faltaba lucidez. A su lado, Espeucipo fumaba un habano pese a la estricta prohibición médica y miraba por la ventana. Parecían haber envejecido diez años en los últimos meses y se veían desganados, apáticos, sin el ímpetu que los había caracterizado en otros tiempos. Un ambiente de resignada derrota flotaba en el despacho municipal, al que llegaba nítido el discurso que Aquiles decía en la plaza - Algo me dice que esta vez no habrá ningún golpe de suerte que nos salve, primo.

El Intendente asintió, moviendo gravemente la cabeza. Sin embargo, justo en ese momento, la suerte subía por las escaleras con el rostro descompuesto por la rabia. Empujó la puerta del despacho con violencia y se plantó, acezante, a tres metros de Aristóteles:

- ¡Maldito! ¡Asqueroso canalla! - Exclamó la suerte, mirando a Manfredini con ojos llenos de odio.

- ¡Mariazinha! - Murmuró Aristóteles, sintiendo la heladura del miedo en las tripas. Llevaban más de veinte años sin verse, pero hubiera sido imposible que no se reconocieran el uno al otro, pese a lo mucho que habían cambiado. El hombre que ella recordaba era todo un dandy. Alto, delgado y elegante, siempre sonriente, lleno de vida, nada que ver con la figura maciza que apenas se movía en su sillón, balbuceando excusas. «¡Cuántos años han pasado!», pensó Aristóteles en un segundo, confrontándola con los recuerdos. Ella tampoco era más la hermosa muchacha que bailara en el camarote del barco. Su cuerpo, antes perfecto, parecía ahora sobrar o faltar por todas partes, como si lo hubiera descuajeringado el tiempo. Claro que estos pensamientos no duraron más que la pequeña porción de un segundo, o quizás menos.

- ¡Cómo pudiste hacerle eso a tu hija! - Exclamó la mulata y la fugaz tregua terminó. En su mano derecha apareció una pistola y al instante se oyeron varias detonaciones. Manfredini cayó hacia atrás, derribando la silla sin poder creer que ella había ido hasta allí a matarlo. Pasmado, Espeucipo vió a la mujer soltar el arma y llevarse las manos a la cabeza. Aristóteles yacía inmóvil, caído detrás del escritorio.

- ¡Dios mío! - Exclamó el Intendente, soltando el cigarro - ¡Lo mató!

Mariazinha retrocedió un par de pasos, espantada. «¡Por fin se hizo justicia en este pueblo de mierda!», dijo y emprendió la huída. Bajó las escaleras salteándose los escalones, cruzó corriendo el hall de la municipalidad, salió a la calle y se mezcló con los cientos de parroquianos del acto de Farjat, pero no fue muy lejos. El Comisario la detuvo al poco rato en la terminal, donde hacía la cola para comprar un pasaje a Foz. A esa hora, la noticia del atentado ya había corrido de boca en boca y el estado de conmoción era absoluto.

 

CXIV

 

El periodista Casimiro Reyes metió un dedo largo y huesudo por el agujero que la bala había dejado en la chaqueta y lanzó un silbido. Meneando la cabeza, fue a marcar con el mismo dedo un orificio en la pared y dejó salir otro silbido, impresionado. «Cinco disparos», dijo, mezclándose con los policías que tomaban notas en la escena del crimen. «¡Cinco disparos y ningún acierto! ¿Cómo es posible una suerte así?». Junto a la ventana, como para que lo viera la multitud desde la vereda, Aristóteles fumaba el habano que un rato antes había dejado caer su primo y sonreía. «La suerte defiende al justo», respondía a cada comentario, sobreactuando un poco. Pericles lo miraba con sorna, aguantándose las ganas de contradecirlo. Mudo de asombro, Espeucipo se tapaba la boca con una mano transpirada y buscaba el sexto orificio, pues él había oído seis tiros. Circunspecto, el Juez revisaba el arma y tampoco lo podía creer: a sólo cinco pasos de distancia, Mariazinha no había acertado ni un sólo tiro.

- No hay caso - Murmuró - nadie muere en la víspera. Vamos a tomarle declaración a esa mujer para saber qué bicho le picó. ¿Por qué te dispararía?

- De éso mismo quería hablarte, viejo amigo - Respondió Aristóteles, sintiendo que le renacía la confianza de sus mejores momentos - La mujer que me disparó es la suegra de León Valdéz, lo que evidencia que se trata de un atentado político.

- ¡Pero dejáte de joder, Aristóteles! - Gruñó Cinoscéfalos - ¿Cómo se te ocurre que vamos a mandar una vieja para que te mate? ¡Es ridículo!

- ¿Y acaso pensás que alguien te va a creer que no fue así? - Retrucó el candidato - ¡Te estoy ofreciendo dejar el interrogatorio para después de las elecciones, así no perjudicás las chances de tu amigo!

- ¿Y desde cuándo te dan estos ataques de nobleza? - Ironizó el Juez, que no podía imaginar un motivo para el desaforado ataque - No veo por qué, justo ahora, vas a privarte de la ocasión de echarnos barro encima.

- ¡Qué rápido se han ido nuestros veinte años de amistad! - Dijo Aristóteles, suspirando con fingida tristeza. Luego asentó una mano sobre la espalda del magistrado y agregó - La presencia de la muerte hace cambiar muchos conceptos, amigo mío; quizás no sea tan importante la intendencia, después de todo.

Y Cinoscéfalos le creyó, así que ni se molestó en ir a ver a la detenida, enviada por la tarde a Foz para mayor seguridad. Lo malo fue que, al no hacerlo, se perdió la oportunidad de enterarse de la verdadera causa del estropicio. A falta de denuncia, Pericles y sus ayudantes, los cabos Cárdenas y Ortega, dejaron la investigación en suspenso, con lo que Aristóteles quedó a salvo. Sólo faltaba convencer al periodista. «No voy a denunciar a esa pobre loca - explicó, regalándole al paso una caja de puros jamaiquinos - así que mejor sería no publicar nada de lo sucedido. ¿Para qué crearle más zozobras a la gente?». Casimiro agradeció el obsequio y olvidó por el momento el incidente, pues ya podría publicarlo más adelante, cuando las elecciones hubieran quedado atrás.

- ¡No te entiendo! - Dijo Espeucipo una vez que volvieron a quedarse a solas, mucho más tarde - ¿Por qué no aprovechaste esta inmejorable ocasión de aplastar a Farjat?

- Todo a su tiempo, primito - Respondió Aristóteles, metiendo el dedo en el agujero que un proyectil había dejado en su silla - Si se publicaba mañana, Farjat contestaría de algún modo, daría cualquier excusa. Pero si lo hacemos el mismo día de las elecciones, ya no tendrá tiempo de nada. Entonces sí, lo haremos pedazos.

-¿Y la mujer? ¿Qué quiso decir con eso de tu hija? - Preguntó el Intendente, cuya confianza también había mejorado con la suerte de su primo.

- ¿Y qué se yo? ¡Pobre loca! – Respondió Aristóteles, maravillado de las extrañas vueltas de la vida. La suerte se había puesto de su lado otra vez. Las cosas, pensó, tal vez no salieran tan mal como sospechaba en los últimos tiempos.

León se enteró del escándalo en la gasolinera del valle y no dudó que el asunto tenía relación con el ataque sufrido por Clara, noches atrás. Llamó a gritos a Aquiles, que negociaba con el dueño del lugar un crédito para los campesinos, le contó lo que acababa de oir en la radio y de inmediato se volvieron al pueblo. Fueron directo a la Municipalidad, donde el cabo tenía órdenes expresas de no dejar pasar a nadie. Rodeados de curiosos, preguntaron por la mujer que había hecho los disparos y supieron que había sido enviada a Foz, pues se temía una conspiración internacional.

- Seguí vos con el proselitismo - Dijo León, revisando la billetera para ver cuánto quedaba -Yo me tomo un colectivo a Foz para ver qué puedo hacer.

- ¡Dejáte de joder! - Respondió Aquiles, tomándolo de un brazo - ¡Yo te llevo!

Y fueron, nomás, los dos amigos, sin avisarle a nadie. Se abrieron paso entre centenares de simpatizantes de ambos bandos y salieron a la ruta cuando empezaba a caer la siesta de aquel viernes de locura. Apagaron la radio de la camioneta para no escuchar las estridentes consignas de Aristóteles, arengando a la gente a no votar por el comunista Farjat, ateo, apátrida y castrista. A los costados del camino, el verde soleado se extendía plácido hasta las primeras estribaciones de la sierra. El cielo, límpido y sereno, no presagiaba aún la tormenta que pronto estallaría. A León le dio por pensar en Clara y un hondo sentimiento de culpa le estrujó el corazón. ¿Por qué no confió en ella? ¿Por qué no fue a buscarla enseguida, evitando de paso la venganza? Estaba seguro, sin una pizca de duda, que el atacante de esa noche fue Manfredini. O alguien mandado por él, cuanto menos. Sólo así se explicaba el atentando, feroz y absurdo, de su suegra. ¡Menos mal, dentro de todo, que erró los balazos! Llegaron a Foz a media tarde, pero en la comisaría no les permitieron ver a Mariazinha, incomunicada hasta nueva orden. El Comisario, un viejo cliente del bodegón, los hizo pasar a su despacho, cerró la puerta y dijo en confidencia:

- Ella está bien, yo me encargo de que nada le falte. Además, tengo entendido que no van a presentar cargos todavía, así que si tienen algún amigo abogado, vayan a verlo ahora mismo y seguro que la saca en un santiamén.

Corrieron a la camioneta y volaron hasta el bodegón en busca de Clara, pero no la hallaron. Sólo estaba la Negra Simona, llorando a mares porque Mariazinha no la había dejado ir ella misma a encargarse del asunto «¡Yo no erraba ni una bala, se lo juro!», repetía, sorbiéndose los mocos. «¿Y Clara?», preguntó León, sintiendo que el vacío de su alma se ensanchaba. «Anda por ahí, el culo a la bulla, buscando un picapleitos», respondió la mujer. «Mejor nos vamos a Iguaçú», dijo Aquiles. «De este lío sólo nos puede salvar Scarpa». Cruzaron, pues, la frontera, buscaron al Juez y lo pusieron al tanto. Scarpa frunció el seño, afligido. «El problema es que no tengo jurisdicción allá», dijo, rascándose la barbilla. «Aunque podemos ir a ver al Doctor Saldívar, que no puede decirme que no en nada». Sin pérdida de tiempo, viajaron los tres a Foz, a donde llegaron cuando comenzaba a anochecer. Resultó que Saldívar era padre del ingeniero Saldívar, el antiguo novio de Clara, atrapado semanas atrás con una carga de acetato. «Según él - explicó Scarpa - por orden de Manfredini, pero Aristóteles se lavó las manos y lo dejó preso en Iguaçu». Mientras esperaban al abogado, terminó de contarles la historia: «La cosa fue que vino a verme este hombre, desesperado, interpuse ciertos papeles donde corresponde y el muchacho salió en libertad, pero el proceso sigue, así que ahora me necesitan más que antes». León sonrió, meneando la cabeza. «¡Qué vueltas raras tiene la vida!», dijo. «Oh, sólo son casualidades», rió Scarpa. Acompañados del abogado Saldívar, fueron y vinieron de la comisaría a la casa del fiscal, interpusieron ciertos papeles justo ahí donde correspondían y Mariazinha volvió a su casa pasada la medianoche. Entre lágrimas nerviosas y risas algo forzadas, se cruzaron las gracias de rigor y León quiso abrazar a Clara, pero esta se revolvió arisca, sin dejarse tocar. Aquiles miraba una y otra vez su reloj, preocupado porque aún tenían que viajar a Iguaçú, dejar al Juez en su casa y regresar a Nueva Atenas, donde con mucha suerte estarían de madrugada. Solucionado - al menos por el momento - el estropicio, no hacía más que pensar en todo lo que podría haber ocurrido en su ausencia. Clara no se quiso despedir, pobre, sin saber que nunca vez vería de nuevo a León.

 

CXV

 

Si hubo un momento en el que Camilo presintió la tragedia que se cernía, debió ser el viernes. Estuvo taciturno, ensimismado, como si un oscuro presagio ocupara toda su atención. «Sólo estaba cansado», diría meses más tarde el Doctor Epaminondas. «Camilo no creía en las premoniciones y todo lo que se diga al respecto es un invento». Sin embargo, otras personas que lo vieron ese viernes también lo notaron extraño, como si disimulara una aflicción muy grande. «Sentí que quería decirme algo», confesaría alguna vez Aspasia, en los breves lapsos de lucidez que de vez en cuando le permitía la locura. «Pero yo estaba tan mal en aquellos días, oh, Dios, odiaba a Camilo por entonces» El atentado contra Manfredini los había desquiciado, pues nadie podía asegurar que el arrebato de Mariazinha no terminara por arruinarles el esfuerzo realizado con tanta determinación. Surgieron, además, infinidad de detalles de último momento, decisiones que había que tomar en ausencia del candidato, asuntos que dirigir, cambios de última hora, en fin, que el mundo parecía haberse vuelto loco. Frente a la escuela, docenas de campesinos hacían sus pedidos de postrimerías, prometiendo el voto a cambio de una ayudita para los remedios, para el par de zapatillas o por un puesto en la Municipalidad. «No sé quién me mandó a enseñarles el amor a la Democracia», gruñía Terámenes, pero Camilo no lo escuchaba, absorto en secretos pensamientos. De pronto, a media tarde se escabulló de todos y regresó al pueblo. Sorprendió a su madre, que no lo esperaba. «Casi se me rompe el corazón cuando lo veo aparecer en la puerta de la cocina, con un paquete de medialunas bajo el brazo», diría después Isabel. «Se me heló el vientre, nada más verlo allí». Se quedó con ella hasta la noche, recordando las mil anécdotas de la infancia como si nada más le importara. Riéndose de a ratos, abrazándola como si hiciera mucho tiempo que no la veía o como si supiera que ya no la vería más. Porque así nomás sucedió. Aquella fue la última vez que madre e hijo estuvieron juntos y cuando él se marchó, sonriéndole desde la oscuridad del patio, Isabel supo que el tiempo de la profecía estaba a punto de cumplirse.

A las nueve en punto de la noche, según recordaría siempre Epaminondas, Camilo llegó para visitar a Candela, que a esa hora dormía. «Fue una pena, pues tenía unas ganas inmensas de estar con su hija y Niké no quiso saber nada de despertarla, así que se tuvo que conformar con verla desde la puerta, porque la madre tampoco le permitió entrar a la habitación». Sin embargo, como en un día tan raro sólo podían suceder cosas extrañas, cuando Camilo bajó las escaleras para marcharse, Niké bajó con él, diciendo: «Estuvo mi hermana, a verme. Dijo que vos no sabías que yo me había ido a Buenos Aires inmediatamente, después de esa noche». Camilo se detuvo sobre el último escalón, esperó a que ella estuviera a su lado y respondió:

- Después de esa noche pasaron muchas cosas, pero la única importante está durmiendo allá arriba. Nosotros, me refiero a vos y a mi, ya perdimos importancia.

El Doctor, que había escuchado la breve conversación, se acercó a ambos y abrazándolos al mismo tiempo, murmuró:

- ¿Y no les parece que aún están a tiempo de volver a entenderse?

Niké bajó la mirada, ruborizándose. Camilo sonrió con tristeza, se desprendió del abrazo del amigo y siguió andando hacia la puerta de calle.

- Ya es tarde para todo - Dijo.

Aspasia lo vió llegar al bar cerca de la medianoche, indiferente a las miradas sorprendidas del vecindario. Era raro verlo allí y además a esa hora. Más extraño aún que estuviera solo, sin sus amigos de siempre. Ni siquiera Muralla iba con él. Se abrió paso entre la clientela, ganó un lugar en la barra y pidió una gaseosa. «Parecía triste», diría después Aspasia, recordando la noche en que lo vió por última vez. «Se quedó un buen rato, tal vez una hora. Me preguntó si yo sabía que Niké tenía una hermana y le respondí que nunca había oído hablar de éso. Pensé que era una de sus bromas y me hizo dar rabia, así que dejé de prestarle atención. Después no lo ví más, no sé a qué hora se marchó».

Corría ya la segunda hora del sábado y el Areópago comenzaba a vaciarse poco a poco. Una suave brisa barría en las veredas los afiches de los candidatos y hacía flamear los pasacalles, colgados de pared a pared. En la capilla, el cura Rigoberto despertaba a sus acólitos para los últimos preparativos, pues a las tres de la tarde empezaría la procesión. En casa de Arístipo, Aspasia se quitaba la ropa y se acostaba pensando en cómo tener un desquite. Amargada por la desilusión, maldecía la hora en que Camilo se había cruzado entre ella y Miguelito. Los odiaba a los dos, de pura impotencia, rumiando que no pasaría mucho hasta que hallara un modo de vengarse. Apagó la luz y la ira, de pronto, cedió paso a un deseo irrefrenable, de esos que tuercen destinos. Para poder dormir, cerró los ojos pensando en la procesión de San Crispinito y entonces, sin querer, recordó los huevos del monaguillo. Un sudor cosquilleante le estremeció el vientre, como si le indicara el modo de quitarse la espina del despecho. ¿Por qué no? Si no era con Miguelito, sería con otro. Y cuanto antes, mejor. «Lo haré mañana», murmuró. «Lo haré mañana». A las afueras del pueblo, Camilo Insaurralde se alejaba caminando a buen paso, rumbo a la escuela de Terámenes. No regresaría a Nueva Atenas nunca más.

 

CXVI

 

Contentísimo, con una vieja Rolleiflex colgada del cuello y un bolso marinero a la espalda, a la media mañana del sábado llegó el Doctor Fagúndes. Alto y moreno, había dejado atrás la época en que los hombres aún tratan de aparentar juventud y el descuido se le notaba a simple vista. Una barriga generosa y una papada sin afeitar le daban, por así decirlo, el aspecto común del vecindario. La vieja guayabera, en cambio, descosida y vuelta a coser en diez partes, se veía fuera de lugar en Nueva Atenas. Ni hablar del resto del atuendo, caribeño y cincuentista. El sombrero alón que alguna vez fue blanco, haciendo juego con los pantalones, claros y arrugados. Y los zapatos, puntiagudos y a dos colores, últimos sobrevivientes del año en que dejó Lima para irse al leprosario. Sonriendo de oreja a oreja, estiró el cuello para descubrir a León entre la muchedumbre que atestaba la terminal y apenas lo vió, soltó una carcajada. León se quedó sorprendido, sin poderlo reconocer. «Debe haber aumentado treinta kilos en el año que llevo sin verlo», pensó. «Si hasta parece otra persona, más alegre». Bastó que lo estrechara en un abrazo para que todos los recuerdos se le cayeran encima. El Doctor Fagúndes olía, incluso allí, a esa mezcla de sudor y selva que León revivía de noche, cuando volvía a soñar con Yolanda. Cerró los ojos un segundo, aspirando el aroma del humo que espantaba los jejenes. No pudo decir nada, invadido por el espanto de los dolores viejos. Y estuvo a punto, vaya jugarreta de la desmemoria, de preguntarle por ella, como si no supiera que había desaparecido hacía años.

- ¡Oye! ¿En serio vamos a hacer la revolución? - Exclamó el médico, arrojando el equipaje a la caja de la camioneta de Aquiles, prestada en la ocasión - ¡Mira que son las primeras vacaciones que me tomo en treinta años!

- Bien, ésa es la idea, siempre que ganemos - Respondió León, sin notar que acababan de cruzarse con el Cabo Ortega, que grabó en su memoria la frase para luego escribirla en el cuaderno de novedades: «El susodicho Valdés y el extrangero hablavan de haser la rebolusión y acomodavan una bolsa sospechosa en la camioneta. Se paresía a un vulto de arma mento». Así, tal cual, la leería el Coronel dos días más tarde. Menos mal que el Cabo no oyó el resto de la conversación:

- ¿Siempre que ganemos? - Dijo Fagúndes - ¡Ah, entonces no hay peligro! Las revoluciones auténticas sólo estallan cuando todo está perdido.

El Doctor Epaminondas, que había oído la versión de que los Descalzos tenían contactos con el comunismo internacional, sintió un escalofrío cuando vió pasar la camioneta por la calle del consultorio. ¿Quién sería el personaje que acompañaba a León? Si ya lo ponía nervioso la procesión de la tarde - sería la primera vez que cumpliría con el santo sin la presencia de Filoxena -, la imagen del desconocido terminó por arruinarle el ánimo, agudizando la sensación de desgracia. Fue cuando apareció Isabel, con cara de haber dormido mal. El médico recordó la mañana en que la vió llegar por primera vez, veinte años atrás.

- ¿Será que alguna vez terminará toda esta idiotez de la política? - Dijo ella, cerrando la ventana que daba a la calle. Un grupo de simpatizantes de Manfredini cantaba un estribillo contra el padre Terámenes. El médico sonrió. Invitó a la mujer a sentarse en el banquito de los pacientes y él se ubicó detrás del escritorio, como si Filoxena aún viviera.

- Todo terminará mañana, gane quien gane - Respondió, pues no valía la pena contagiarle el presentimiento - Además, le cuento que Camilo y Niké hablaron anoche por primera vez y estoy seguro de que terminarán por entenderse.

- ¡Vaya! ¡Esa sí que es una noticia! - Suspiró Isabel, pero enseguida se le llenaron los ojos de lágrimas - ¡Quizás esa muchacha pueda librar a mi hijo de su desgracia!

Epaminondas abandonó la neutralidad de su asiento, rodeó el escritorio y se acuclilló frente a la mujer que había amado sin esperanzas durante tantos años. Tomó sus manos y aunque no dijo nada, ella comprendió lo que hubiera querido decirle. Agradeció con una sonrisa triste y después murmuró:

- Quizás un día todo sea diferente.

Se quedaron en esa posición un largo rato, comentando las visitas que había hecho Camilo la noche anterior, discurriendo sobre las chances de Aquiles en la elección del domingo y terminando con el parentezco entre Clara y Niké, las hijas de Manfredini. El Doctor, tan serio casi siempre, cuchicheaba con los ojitos llenos de picardía e Isabel reía. Eran, finalmente, dos viejos amigos, más unidos por las vivencias de media vida que por la esperanza de una pasión otoñal. Allí, en ese mismo sitio, él la había visto quitarse la ropa por primera vez y se enamoró para siempre. ¿Qué quedaba, tantos años después, de aquel flechazo inevitable? Las miradas cómplices, las manos entrelazadas y un afecto más allá de toda prueba. La amistad, en suma, de dos solitarios en medio del naufragio. Habían pasado, dignamente, el tiempo en que el pecado aún era posible y estaban en paz con sus conciencias. Nada podían reprocharse, salvo el haberse contenido, pero ya ni aquello significaba nada, al fin de cuentas. Podían mirarse el uno al otro sin reservas. Al rato, cuando el médico quiso ponerse de pie, las coyunturas de las rodillas le dolieron tanto que Isabel tuvo que ayudarlo a sentarse en el banquito de los pacientes. Rieron los dos, las últimas risas de aquel verano aciago.

 

CXVII

 

Nunca se supo, por más que investigadores de diversa laya hurgaron durante décadas en los archivos municipales, cual fue el comienzo del culto a San Crispinito. Hubo, sí, indicios de que la primera procesión la organizó el inefable Pisístrato, quien sabe si antes o después de volverse loco. Leónidas Caballero, tataranieto del nieto de uno de los fundadores del pueblo y fundador a su vez de la dinastía de intendentes, juraba que San Crispinito era el santo familiar de Don Diego, quien olvidó la estampita en el apuro por marcharse, después de crear Nueva Atenas. Anaxágoras Pereyra, maestro y dueño de la primer biblioteca, despotricaba que todo era una farsa, pues no había habido jamás un santo con ese nombre: «Fue un invento de Pisístrato, loco como una cabra: un día se le dio por adorar a un crispín de esos que andan por el monte, volando en bandadas. Parece que el pobre bicho tuvo la mala suerte de quedar atrapado entre las pajas del techo, algo que a Pisístrato le pareció una señal divina. Agarró al pajarito, lo crucificó a la entrada de la casa y le rindió honores de santo hasta que las hormigas se lo comieron. Estaba chiflado, ya se sabe, pero no más que sus vecinos, que organizaron un sepelio en broma y enterraron al crispinito bajo una cruz que decía «Aquí yace San Crispín». Muchos años más tarde, muerto ya Pisístrato, un intendente más chalado que él resucitó al falso beato y decretó  el desfile con una imagen de San Fermín, total los santos son más o menos iguales. Así comenzó todo, según me lo contaron. San Crispinito es otra casualidad, un error más en este pueblo de mierda». Pero haya sido cual fuera su origen, no queda duda de la importancia que pronto adquirió el evento, principal actividad del pueblo hasta que llegó el televisor. Para entonces, el santo tenía no sólo su tradición, sino también rasgos propios, debidos a la inventiva de un serbio que pasó por el pueblo pintando retratos, allá por mil novecientos. A la pintura, de estilo desvalido y andrógino, como se estilaba entonces, le siguió una estatua de madera tallada por un luthier guaraní, constructor de arpas mágicas. Esta fue la imagen que recorrió Nueva Atenas durante décadas, hasta el día en que a Aquiles le sudaron las manos y el santo cayó al suelo, perdiendo la nariz contra el asfalto.

Esa mañana, bien temprano, el padre Rigoberto había presentido que las cosas no saldrían bien, pese a que nunca se había visto tanta gente rodeando la capilla y aguardando la salida del santo por la puerta principal. Un ejército de vendedores invadía la plaza, superponiendo las ofertas de estampitas, velas, chipas, yuyos para la culebrina y radios portátiles. Periodistas y peregrinos disputaban por la sombra del atrio, pues se veía que el sol pegaría duro a la hora de la procesión. Un poco ajena al fervor religioso, Aspasia iba y venía persiguiendo a Arcadio, Sansón repicaba las campanas cada diez minutos y todo parecía estar en orden, hasta que apareció Aristóteles. Vestía de blanco. De pies a cabeza, todo era blanco en él, menos la piel colorada y la intención, más negra que nunca. «Padre», dijo, inclinándose con una humildad sospechosa, «Solicito el honor de cargar con el santo durante la procesión». El cura se quedó con la boca abierta. Nunca, en sus treinta años de párroco, había visto a Manfredini en misa. Mucho menos en la procesión. «No, no puedo...», balbuceó, «Ya me lo ha pedido Aquiles Farjat». A Aristóteles le acometió tal acceso de furia que se le trabó la quijada y cuando quiso volver a hablar no salió más que un gorgoteo ahogado y confuso. Le brillaba la frente por el sudor y las manos se le amorataban, de la fuerza con que cerraba los puños. Los rasgos se le contorsionaron en un espasmo cardíaco.

- Usted no puede decirme que no - Dijo al fin, consiguiendo transformar su mueca de infarto en una sonrisa infame - y no sólo porque de mi bolsillo salió cada teja que cubre el techo de su iglesia, cada centímetro cuadrado de pintura, cada mosaico para los pisos. Sería más que ingratitud, padre, sería una traición.

Tras un breve conciliábulo, llegaron a un acuerdo y el santo sería llevado entre los enemigos irreconciliables, para regocijo del vecindario. A las dos en punto y bajo un sol implacable, el padre Rigoberto bajó los escalones del atrio abriendo la procesión. Siguiéndolo a dos pasos, Arcadio y Sansón bamboleaban los inciensarios y precedían a Aspasia, que portaba el cáliz sacramental. Sacerdotes, diáconos, hermanos y monaguillos venidos de otros pueblos seguían a continuación y detrás de ellos se alineaban las beatas más antiguas, los ancianos ilustres, las directoras de escuelas y colegios y al fin el Comisario, con uniforme de gala. Recién entonces aparecían los alumnos de la Acción Católica, rodeando con una gruesa cuerda roja la imagen del santo, sostenida a media altura por los candidatos. Aquiles, tan trajeado como el rival, iba tenso y expectante, algo forzado en su postura piadosa. «No importa lo que vos y yo pensemos de la procesión», le había dicho León, asesorándolo al respecto, «Interesa lo que piense la gente y a todo el mundo le va a gustar verte allí, levantando la estatua». Había sido una buena idea; si no se les hubiese ocurrido, Manfredini les hubiera sacado ventaja a último momento, adueñándose del santo ante a la multitud. Espeucipo, pese a los achaques de su enfermedad, seguía en orden de aparición, junto a su esposa, al Juez y al Coronel. De inmediato y en abigarrada formación, se integraban a la fila los comerciantes exitosos, las enfermeras del hospital y diversas asociaciones civiles. El padre Terámenes, naturalmente, no había sido invitado. Estaba proscripto desde el año en que dijo que él era servidor de Dios y no de un espantapájaros de madera, inventado por algún vivo para soponcio del beaterío.

Salió, pues, la procesión, hormigueando por las calles de Nueva Atenas. La gente saludaba el paso del santo aleteando pañuelitos blancos y el padre Rigoberto dirigía el novenario, igual que todos los años. Contritos y solemnes, los promesantes arrastraban los pies con piadosa parsimonia, respondiendo en voz alta las letanías heredadas de Pisístrato. Marchando a paso lento, llegaron hasta la esquina del hospital, doblaron a la derecha tres cuadras y después pusieron rumbo a la plaza, escenario del Pacto de Fidelidad Anual. León, el Doctor Fagúndes y Ulises observaban el paso de los feligreses desde el techo del Areópago, invitados por Arístipo. Protegidos del solazo por una loneta verde, bebían con disimulo limonada fría y comentaban en voz baja los resultados de los últimos sondeos. «Ganamos seguro», decía León, escudriñando el gentío en busca de Clara. «En el campo, todos los votos son nuestros y aquí en la ciudad, no menos de la mitad, así que no sé de qué se ríe Manfredini». Ulises le hizo una seña despectiva a Aristóteles, que justo en ese momento había levantado la mirada y los había descubierto cuchicheando. Sonrió el empresario, amable, como si viera a sus mejores amigos. «Mirá cómo saluda el desgraciado», murmuró Ulises, «No debieran quedarle ganas después que el Juez se pasó a nuestro bando ¿será que no entiende que sus días de impunidad están contados?». Fagúndes, sin ningún interés en la política, se limitaba a seguir con los ojos a una morena alta y madura que se abría paso desde la vereda contraria, intentando llegar hasta el santo. Era Nuria Segovia. Aquiles también la vió, más hermosa que nunca. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué ese interés en acercarse? El padre Rigoberto, que de tanto en tanto giraba la cabeza para controlar la marcha de San Crispinito, la descubrió cuando trataba de pasar por debajo de la cuerda. Se veía tensa, como si se trayera algo grave por dentro. Y entonces ocurrió la desgracia: Aquiles perdió la concentración y sintió, en un segundo fatídico, que la estatua resbalaba de sus manos y quedaba suspendida en el aire. Aterrado, quiso asegurarla con un rápido movimiento, pero fue tan brusco que el santo dio una vuelta, se le escapó también a Aristóteles, giró de un modo raro y después cayó de cabeza sobre la calle. Su nariz voló, limpiamente, por entre un bosque de piernas. Un «¡Oh!» de espanto se adueñó del gentío y la procesión se detuvo, sin que los que venían más atrás comprendieran qué pasaba. Aquiles tardó en reaccionar, permitiendo que Manfredini rescatara al santo y lo elevara en alto, para alivio de la multitud. Casimiro Reyes, que seguía la marcha cámara en mano, apretó el obturador y obtuvo una foto magnífica, otra casualidad que tendría graves consecuencias. Al ver que el santo volvía a comandar el acto, la concurrencia soltó un murmullo cargado de suspiros, pero el daño ya estaba hecho. El incidente había desorganizado el desfile y ya no hubo forma de volverlo a la precisión anterior. En la confusión, los chicos de la Acción Católica perdieron el cordón bermejo, los ancianos ilustres fueron atropellados por el pueblo raso y los clérigos forasteros se extraviaron por calles desconocidas. En el desparramo que siguió, el resto de la columna equivocó el rumbo y regresó a la capilla antes de tiempo, con lo que el suceso perdió el brillo que le quedaba. Empapado de sudor y vergüenza, Aquiles se entreveró con los promesantes, mientras Aristóteles paladeaba un triunfo inesperado, llegando él solo a depositar la estatua en el altar. Ahí nomás comenzó la Misa de Acción de Gracias con la capilla medio vacía, pues la mayor parte del pueblo - ignorando el accidente - aguardaba el paso del patrono.

Aristóteles, que no escuchaba una misa desde su primera comunión, se arrodilló piadoso y juntó las manos, dando gracias a quien correspondiera por su diabólica suerte. ¿Qué más podía pedirle a un día tan propicio? Hizo un repaso mental de la jornada, tratando no traslucir demasiado su felicidad. Lo había despertado el teléfono en plena madrugada. Era el Turco Julián, informándole que el abogado Demóstenes Santaclara, cuñado de su hermano Fedípides, había sido nombrado Juez Electoral. «Por un cheque de cincuenta mil, está dispuesto a volcar a nuestro favor una elección reñida», explicó, reforzando sin disimulo la palabra «nuestro». Aristóteles no dudó en autorizar un pago inmediato. Revitalizado con la buena nueva, saltó de la cama, sintiendo que los astros volvían a moverse a su favor. Encendió las luces de la mansión vacía, despertó a los guardias y ordenó a la mucama un desayuno festivo. La inesperada casualidad le había devuelto la confianza en sí mismo, reforzada con la idea - genial, de último momento - de cargar al santo en la procesión. Ahí nomás, ordenó que le plancharan el traje blanco, cepillaran el sombrero y lustraran los zapatos con los que completaba el juego. Acababa de vestirse cuando llamó otra vez Julián. «¿Se acuerda de Piraña, la mocosa que vivía con el Juez?», preguntó, siguiendo con su doble juego. Aristóteles la recordaba, así que el Turco pasó a explicar: «Casualmente es prima de uno de mis informantes, quien me dijo que la chica está dispuesta a declarar su vida íntima con el sinvergüenza a cambio de treinta mil y por mil más nos dará su certificado matrimonial. El Juez ya es pan comido». Aristóteles saltó en la silla, exclamando: «¡Que venga ya mismo!». Quedaron en encontrarse al mediodía, para ubicar al periodista y participarlo de la reunión. «¡Voy a enterrar a Cinoscéfalos para siempre!», festejó, mientras buscaba pilas para el grabador. Fue entonces cuando la suerte y la casualidad le sonrieron por tercera vez. En el cuarto de Niké, al fondo de un cajón, encontró la carta que ella había escrito dos años antes, ciega de rabia, acusando a Camilo de violación. En un primer instante, Aristóteles tuvo que apoyarse en la pared, nublados sus ojos por una rabia igual. Pero sólo fue un momento y enseguida se calmó, comprendiendo el potencial de la misiva. Soltó una breve carcajada y guardó la carta en un bolsillo del saco. Más tarde, cuando llegó el periodista, lo hizo pasar a su despacho y le dijo: «Usted es la única persona que puede salvar a Nueva Atenas de las garras de la degradación moral y yo voy a darle las armas para lograrlo, pese a que involucran a dos personas a las que quiero muchísimo, uno de mis más grandes amigos y mi propia hija». Una hora después y sin poder creer el peso de las noticias que llevaba, Casimiro Reyes reservaba por teléfono un espacio central en la edición del domingo. ¡Camilo un violador y el Juez un depravado! ¡Eran las pruebas de que el comunismo internacional, inmoral y ateo clavaba sus garras en la indefensa ciudad! ¿Podía haber pruebas más irrefutables? ¡Era la noticia del año! ¡Qué suerte había tenido!

Lo mismo pensaba Aristóteles, terminada la procesión. Henchido de optimismo, saludaba a los vecinos en el atrio mientras recordaba la noche en que la pitonisa tiró las cartas y le leyó el futuro. «Cinco casualidades», había predicho. A las seis de la tarde del sábado sólo contaba cuatro: un Juez Electoral amigo, la aparición de Piraña, la carta de Niké y el accidente de Aquiles. Aún faltaba la quinta.

 

 

 

CXVIII

 

Después del agobiante calor de todo el día, hacia el atardecer comenzó a nublarse. El padre Rigoberto contemplaba con tristeza el rostro desnarizado del santo, mientras en la capilla susurraba aún el coro de los piadosos. Repantigado en un rincón, Arcadio miraba sin ver el espectáculo de las rezadoras y Sansón bostezaba apoyado en el confesionario principal. Los clérigos vecinos se habían marchado, así que la iglesia había vuelto a quedar para ellos solos. Estaban cansados, un poco hartos incluso, esperando que se hicieran las ocho para empezar a apagar las luces, ahogar las velas y despachar a los promesantes hasta el año siguiente. Sólo Aspasia permanecía atenta. Concentrada en sus propios planes, iba y venía acomodando bancos y sillas que los parroquianos dejaban libres, igual que hacía en el bar de su padre a la hora del cierre. Sabía, porque todos los años sucedía lo mismo, que las damas de la Acción Católica aparecerían en cualquier momento a buscar al padre para tomar el té y que Rigoberto la dejaría a cargo de los monaguillos. Había notado que Sansón, de rato en rato, miraba con disimulo el reloj, señal de que no veía las horas de mandarse a mudar. Entonces sí, nada se interpondría entre ella y Arcadio.

A las siete se desató un viento tormentoso, que aceleró el desbande de los feligreses y provocó un suspiro en Aspasia, quitándole el aire. Entonces llegaron las Damas Católicas, frescas y perfumadas como si no hubieran seguido la procesión. El padre las recibió disculpándose por el accidente que le costara la nariz al santo, pero ellas prometieron que le comprarían una nueva. Una de ellas, mire usted, conocía a un correntino que hacía maravillas con la gubia sacramental. San Crispinito recibiría una atención de primera y no quedarían ni rastros del porrazo. Aliviados los ánimos, el padre se quitó la ropa de misa, descolgó un paraguas y pidió a sus acólitos que esperaran un poco más y luego cerraran todo, pues debía cumplir con el té de Acción de Gracias. «No se preocupe por nada», se adelantó Aspasia, «Yo me encargo». Tal cual había calculado, apenas se marcharon el cura y las mujeres, el inquieto Sansón trepó a la bicicleta y desapareció a todo tren, dejándola libre. Sólo faltaba deshacerse de la treintena de rezagados que rezaba en voz baja, a los pies de la estatua sin nariz.

Afuera, de pronto, tembló la luz azul del primer relámpago. Encorvando la espalda, Arcadio se puso a barrer los costados de la nave central. Seguía siendo el mismo tímido de siempre, receloso hasta la exageración. Cada vez que los ojos ardientes de Aspasia lo encontraban, él miraba a otra parte, como si le aterrara la inevitabilidad del encuentro. ¿Se habría dado cuenta? Con aprehensión, quedaba boquiabierto cuando alguien salía y rápidamente recorría con la vista al resto, como si contara cuantos quedaban. En la penumbra, sus ojitos simiescos chispeaban de un temor raro, de presa perseguida, lo que lo volvía más torpe. De puro bruto nomás, terminó por apurar el desenlace sin querer, apagando la mitad de las luces con un manotazo involuntario. Entonces se fueron casi todos. Quedaron dos viejitas de luto, absortas en una plegaria inacabable y ni cayeron en cuenta que estaban en penumbras. Aspasia tomó la caña con el capuchón de apagar las velas y en segundos oscureció el altar. Sólo quedaba una bombilla, roja y eterna, honrando la tumba de Leónidas. El silencio, a no ser por el bisbiseo de las rezadoras, era absoluto. De tanto en tanto, una ráfaga de viento empujaba los postigos de las ventanas, golpeándolos contra la pared. Y muy poco después, se soltó la lluvia. Las ancianas abrieron sus ojitos vacuos, sobresaltadas, se miraron entre sí y a una sola voz se levantaron, persignándose a las apuradas. Con pasitos cortos y desparejos, corrieron hasta la puerta principal, pero les bastó ver el furor del agua para recular enseguida, sin atreverse a cruzar el atrio. Arcadio dejó la escoba apoyada en el batisterio y salió en busca de un viejo paraguas negro, muletto del principal que usaba el padre.

- ¡Eh! ¿Adónde vas? - Exclamó Aspasia, con voz chillona - ¿No ves que hay que cerrar todo?

- Voy a acompañarlas a cruzar la plaza - Respondió el monaguillo, sin volverse.

Aspasia lo vió desaparecer en la oscuridad y la angustia le llenó el pecho. ¿Y si no regresaba? No, Arcadio era demasiado responsable como para abandonar la capilla en ausencia del cura. Volvería, sin duda, aunque fuera el mismo Satanás quien lo esperara afuera. Respiró hondo. Miró a su alrededor, para asegurarse de que no quedaba nadie y luego cerró las ventanas, apagó incluso la bombilla mortuoria, trancó la puerta principal y fue a sentarse en la sacristía, dejando abierta la puerta que daba al patio. Sus muslos flacos estaban empapados de un sudor caliente, le temblaban las manos y los pezones se le habían erizado tanto, que ya dolían. La brisa, cada vez más húmeda, entraba por oleadas y le daba escalofríos, hondos espasmos que presagiaban una noche inolvidable.

Pasaron varios minutos. La lluvia crepitaba entre el ramaje del patio y el piso embaldosado, creando ecos extraños. Aspasia paraba las orejas, aguardando las pisadas de Arcadio. ¿Por qué se tardaba tanto? La plaza estaba ahí nomás, ya debiera haber vuelto. Se lo imaginaba en la vereda, impávido, helándose bajo el agua por no atreverse a volver. Quizás, el muy idiota, esperaba que le abriera la puerta principal. Se puso de pie, cruzó la nave a oscuras y fue a mirar para el lado del atrio, pero ni señas del acólito. Regresó a la sacristía y tuvo la impresión de que San Crispinito la miraba fijo, culpándola por sus pensamientos. «Yo no soy de madera», murmuró, soltando una risa atrevida. Entonces tuvo otra idea: «¿Y si pasó directamente a su cuarto, el cobarde?». Miró hacia la piecita del fondo, donde las luces seguían apagadas. «Tal vez sería mejor asegurarme», pensó, sintiendo en la sangre el instinto de la cacería. Salió al patio, corrió bajo la lluvia y llegó hasta el pequeño cuarto. Empujó la puerta y para su sorpresa, ésta se abrió. Pero no había nadie. Entonces sí, oyó pasos. Giró la cabeza y vió a Arcadio caminando sin apuro, un poco pegado a la pared para protegerse del agua, rumbo a la sacristía. Llevaba el paraguas bajo un brazo. Aspasia cerró la puerta y regresó a la capilla.

- Cómo llueve, ¿no? - Dijo, esforzándose para que no le temblara la voz. Ambos estaban empapados, a no más de tres pasos de distancia el uno del otro, con el corazón galopándoles por la ansiedad. Aspasia aspiró con todas sus fuerzas y sintió el olor a sudor y a lluvia, a incienso y a sexo, entrándole por los poros. Pensó en Miguelito y al instante, la rabia le dio coraje para estirar las manos y abrazar al monaguillo, clavándole la quijada en el pecho y las uñas en la espalda. El muchacho se quedó inmóvil, sin atreverse a respirar, pero entonces a Aspasia le fallaron las piernas y él no tuvo más remedio que sostenerla, sentándola luego en una silla. La mujer abrió los ojos, temerosa de que huyera su presa, pero Arcadio continuaba allí, acezante, sin saber qué hacer. Se miraron a la cara, descubriéndose un idéntico miedo. De pronto, a través de la ropa mojada del acólito, Aspasia descubrió que el enorme gato se había despertado, desperezándose en su asombrosa magnitud. Se le secó la boca, ante la sola idea de tenerlo tan cerca. “¡¡Aaahhh!!”, gimió y la voz no parecía la de ella. Envuelta en llamas, se abrazó a las caderas del monaguillo, apretando la boca, la nariz, los ojos, apretándose con el cuerpo entero contra el bulto caliente y disparatado. Al fin, cuando ya lo sintió seguro, alargó unos dedos trémulos por entre la ropa del monaguillo, tardando una eternidad en desarticular la bragueta. Desencajada, soltó el último botón y el felino se abrió paso de golpe, igual que esos muñecos de chanza, que saltan al destapar una caja. Feliz de haberse vuelto puta al fin, Aspasia miraba al muñeco y el muñeco la miraba a ella con su único ojo, brillante de tensión la calva rojiza, sólido el tronco como un ariete imbatible. Dejó caer el pantalón de Arcadio y el cíclope salió completo, dejando al descubierto los huevos portentosos, tan grandes que necesitó las dos manos para poderlos atrapar. Maravillada, en ningún momento oyó los pasos que llegaban por el corredor, suaves, disimulados sin querer por la humedad de las baldosas.

Así fue que la descubrieron, aferrada con pasión a los huevos del seminarista, el padre, las damas de la Acción Católica y el periodista Casimiro Reyes, llegados fuera de hora para hacer una foto del santo sin nariz. Una de las beatas soltó un alarido y al mismo tiempo estalló el disparo del flash. «¡El comunismo entró a la casa de Dios!», sentenció Casimiro, mientras el párroco arrojaba una sotana sobre la vergüenza del monaguillo. La dama que había gritado se tapaba la cara, pero las otras admiraban con los ojitos bizcos, sin poder creer tanta generosidad. Dos vecinos que habían entrado siguiendo al cortejo se santiguaron y el cronista corrió a tomar su autobús, repitiendo una y otra vez: «¡Manfredini tenía razón! ¡Este pueblo cayó en las garras del demonio!». Por detrás del periodista se fueron las beatas y siguiéndolas a ellas, los vecinos. Cuando por fin acabó el desparramo, Arcadio corrió a ocultarse en su cuarto y sólo se quedaron en la sacristía Aspasia y el padre, mirándose el uno al otro con la boca abierta.

 

***

 

Capítulo 25

 

(Por fin, después de tantos preparativos, se celebran las elecciones y la gente

vota masivamente por el perdedor. Camilo Insaurralde decide que ha llegado

el momento de hacer verdad lo que aprendió en la escuela y así es como comienza

la Guerra de los Descalzos)

 

CXIX

 

V

ictorioso, con el santo sin nariz en lo alto y una amplia sonrisa en el rostro, Aristóteles brillaba en la portada del Diario Regional con algarabía premonitoria. Al fondo, en un oscuro segundo plano, Aquiles se veía cabizbajo y confuso, como si se supiera perdido sin remedio. Para rematar su desgracia, a pie de página se podía leer un título por demás prometedor: «Grave decadencia moral en los opositores: sus líderes violan, corrompen menores y fornican en una iglesia». A doble página central, la carta escrita por Niké « entregada por su propio padre, con lágrimas en los ojos» se reproducía de pe a pa, sin ahorrar insultos ni maldiciones. El reportaje a Piraña no tenía desperdicio, mostrando al Juez como un copulador perverso, capaz de las peores argucias para saciar sus instintos. Sin embargo, lo más grave era el último recuadro, agregado a la hora del cierre. Con estilo burlón, pero preciso, el redactor no dejaba dudas sobre lo que había visto en la sacristía, prometiendo la publicación de la foto para el día siguiente. El efecto fue inmediato y devastador. La edición se agotó en minutos y a media mañana no se hablaba en Nueva Atenas más que de Aspasia y de los huevos del seminarista Arcadio.

Conocedor experto de la psicología del vecindario, Espeucipo exclamó a la salida de misa: «¿Quién se atreverá a votar por esa gente, después de lo ocurrido?¡Un tipo que no pudo mantener al santo patrono diez minutos no podrá sostener el gobierno cinco años! ¡Y ni hablar de lo que ha publicado el diario! ¿Quién querrá votarlo, repito?¡Sólo quien quiera que el pueblo se hunda en el infierno!». Filipo González, que en ese momento pasaba por el atrio buscando quien le vendiera un diario, se detuvo en seco cuando escuchó la frase. Apoyándose en las muletas, respondió, alzando bien la voz: «Yo conozco a Camilo Insaurralde y puedo asegurar que lo que escribió esa chica es una falsedad, puro veneno de pendeja despechada». Los feligreses que se habían quedado a parar la oreja quedaron indecisos, pues Camilo les caía bien. Espeucipo replicó: «Bien, supongamos que la pobre dama ha exagerado un poco, pero ¿cómo justificar la inmundicia del principal asesor de Farjat, ese Juez cuyo nombre ya ni recuerdo?». Popea, admiradora de Usía desde que era un jovencito recién llegado, contestó a su vez: «Andá a saber si lo que dijo esa Piraña es cierto ¿Y si resulta que es ella la pervertida?». El Intendente, que no en vano era el último de una larguísima saga de políticos, devolvió el golpe en el acto: «Quizás usted quiera decir que todas las mujeres de este pueblo son mentirosas, señora, cosa que yo no comparto. Pero en todo caso: ¿qué me dice de Aspasia, mano derecha de Farjat y pescada en la iglesia desovando a la gallina?». Los curiosos estallaron en carcajadas, con lo que se zanjó el asunto: la caída del santo pudo ser un accidente; las acusaciones de Niké, nada más que un arrebato, pero lo de Aspasia no hallaría justificación alguna. Al pecado, ahora se le agregaba el ridículo, que era mucho peor.

- De última, cualquier cosa puede perdonarse - Remató Espeucipo, sintiendo que empezaban a fallarle las fuerzas - ¡Menos una ofensa a la Casa de Dios!

- ¡Pero déjense de pavadas! - Gritó Filipo, blandiendo en el aire una de las muletas - ¡Más ofenden a Dios con tanta hipocresía!

- ¡Nada de política en la iglesia! - Advirtió el padre Rigoberto, secundado de cerca por un malhumorado Sansón. Arcadio ya no estaba; había sido expulsado y a esas horas marchaba rumbo a quién sabía dónde.

Esto sucedió a la salida de la primera misa, mientras el vecindario se agolpaba frente a la intendencia, pues había llegado el día de la votación. Los sufragistas, endomingados y ansiosos, formaban una fila que se estiraba hasta llegar a la esquina, daba una vuelta completa a la manzana, pasaba otra vez frente al portón de entrada y terminaba desorganizándose en la plaza, donde una multitud aguardaba desde muy temprano. El ambiente era tenso, pero tranquilo. Vecinos de toda la vida, parientes muchos de ellos entre sí, intentaban convencerse unos a otros hasta último momento, recordando las mil trapisondas de Aristóteles o alabando sus virtudes empresarias, destacando la honestidad de Aquiles o escandalizándose de la inmoralidad de su equipo. ¿Quién era mejor? ¿Qué era peor? «Nada peor que tu mujer de confianza ande hurgueteando huevos ajenos», decían los manfredinistas y hasta los farjatistas reían, pues no era tan serio el asunto. No lo parecía, al menos, hasta que empezó a correr un nuevo rumor. Alguien dijo, quién sabe quién, que el padre Rigoberto le negaría la hostia al que votara por Aquiles Farjat, «el candidato de la pornografía y el caos». La amenaza, incluso en un pueblo en el que pocos comulgaban, era grave y sin duda tuvo su influencia en lo que pasaría después.

A las nueve en punto, pese a todas las habladurías, el abogado Santaclara autorizó la apertura del portón y el primer sufragista se deslizó al patio municipal, libreta en mano. Era un momento histórico. Adentro aguardaban, alrededor de una mesa cubierta por un mantel blanco, el Juez Electoral, el Comisario, el Sargento y un veedor por cada candidato, Ulises representando a Aquiles y el Turco Julián a su oponente. Casimiro Reyes estaba trepado a una escalerita, fijando la escena para la posteridad. Detrás del periodista, sobre otra mesa, dos cajas de maderas esperaban los votos del vecindario. El método era simple: el sufragista tomaba un papel en blanco de una pila colocada al efecto, escribía el nombre del candidato elegido y se lo pasaba al Juez, que lo mostraba a los veedores antes de introducirlo en la urna correspondiente. La derecha para Aristóteles Manfredini y “la izquierda para esos zurditos de mierda”, a decir del Coronel.

- ¡No puedo creer que por fin haya llegado el día! - Dijo León, cruzando la plaza rumbo a la Intendencia. Intentaba animar a Aquiles, muy afectado aún por los sucesos de la víspera. Junto a ellos, el Doctor Fagúndes tomaba fotografías y guiñaba espasmódicamente los ojos a las damas.

- Lo que yo no puedo creer es lo mal que nos ha ido últimamente - Murmuró el candidato, acomodándose por milésima vez el nudo de la corbata  – Ni ganas de levantarme, tenía hoy.

- ¡Oye, anímate pues, ni que fueras a un velorio! – Le gritó Fagúndes, trepado a un banquito de la plaza.

- ¿Sabías que mi suegra fue presa? - Comentó León, un poco en broma y un poco en serio, dirigiéndose al Fagúndes - Le metió unos tiros a nuestro contrincante.

- Bien, a éso yo le llamaría apoyo familiar - Respondió el médico, sin dejar de mirar hacia el gentío de la plaza - Además, ¿dónde se ha visto una revolución sin tiros?

- A ver si se callan con el asunto de los tiros, que me ponen más nervioso - Dijo Aquiles, agradeciendo los aplausos espontáneos de un grupo de chicos.

Entraron los tres al patio de la intendencia y Ulises les hizo una seña para que se acercaran. «Vamos ganando cuarenta y nueve a cuarenta y dos», susurró, disimulando la satisfacción. Una señora que estaba escribiendo su voto en ese mismo momento, levantó la cabeza y preguntó: «¿Qué me dice de las fiestitas que se da su amigo el Juez, don Farjat?». Aquiles enarcó las cejas y meneó la cabeza, pero no dijo nada. Otra mujer, situada a mitad de la fila, estiró el cuello e interrogó a su vez:  «¿Es cierto lo que cuenta el diario sobre Camilo? ¡Tan bueno que parecía!». León intervino para responder: «No dude que ya vendrá Camilo a poner las cosas en su sitio, señora, mientras tanto, sugiero que no difamemos a los ciudadanos que no están aquí para defenderse» «¿Y lo que hizo anoche la descarada esa del Areópago?», insistió la primera sufragista, entregando su papelito al Juez Electoral. «Quizás ni Camilo ni el Juez hicieron nada», dijo otro vecino, «Pero a Aspasia la vió medio mundo». Aquiles sonrió, tratando de restarle importancia al asunto, pero no tardó en decretar la retirada.

- ¡Hay que decirle al Juez que venga a poner la cara! - Gruñó mientras salían, creyendo que la acusación no era más que otra infamia - Y habrá que avisarle a Camilo, para que esté preparado.

- ¿Y Aspasia?

- Déjenla donde está, que de nada nos va a servir ahora. ¡Pobre chica!

- ¿Y ahora? ¿Adónde vamos? - Preguntó Fagúndes, que parecía divertirse en grande.

- A lo de mi tío Parquímedes - Respondió Farjat - Allí aguardaremos el final.

Parquímides II, aunque viejo y decrépito, había organizado un batallón de mensajeros que cruzaban el pueblo en bicicleta, actualizando a cada rato la marcha de la elección. La madre de Aquiles, que de tan anciana se había vuelto casi transparente, los miraba anotar los datos en una pizarra y movía la cabeza con desdén; ella no creía mucho que pudieran cambiar al mundo. Hacia el mediodía, los números parecían darle la razón; de un módico cuarenta y nueve a cuarenta y dos habían pasado a un aflijente quinientos doce a seiscientos nueve, pero en contra. Manfredini ganaba por noventa y siete votos.

- Los huevos de Arcadio nos van a costar muy caros - Murmuró el candidato, sintiendo que su gran oportunidad comenzaba a evaporarse. Hacia la media tarde, la tendencia negativa se acentuó y cuando aún faltaban dos horas para cerrar la elección, Aristóteles se mantenía al frente con una diferencia de casi trescientos votos. Sus opositores sólo podrían salvarse si, en el campo, Camilo arrasaba con sus Descalzos.

 

CXX

 

Aquel primer domingo de Diciembre, el campo fue una fiesta. Desde mucho antes que saliera el sol, los campesinos aguardaban en abigarrada multitud la apertura de la escuela rural, donde estaban citados a votar. El cura Terámenes, que se había pasado la noche preparando mate en cantidades industriales, rezó una misa de campaña llena de optimismo, pues nadie dudaba que el triunfo sería arrasador. A las ocho y media y bajo una silbatina estruendosa, llegaron los veedores del partido rival, nada menos que Verón y Fedípides, hermano menor del Turco. Altanero, el militar se abrió paso golpeándose las botas con la fusta y al llegar a la mesa donde estaban las urnas, exclamó: «¡A votar, carajo!», convirtiendo los silbidos en carcajada general. Camilo, veedor por la oposición, fue a sentarse justo a su lado, sonriendo con picardía. “Reíte nomás”, dijo el Coronel, simulando que lo saludaba, “Pronto se te va a terminar el circo, ya vas a ver”. Camilo le devolvió la mirada, intensa y burlona, pero calló. Prefirió levantar las manos y saludar a un grupo de labriegos que hacía coro desde el terraplén. Familias enteras seguían llegando desde los confines del valle, con los hijos sobre los hombros y agregando color y bullicio a la mañana. Reían y chanceaban, festejando por anticipado. Ninguno de ellos sabía nada de las acusaciones publicadas por el Diario Regional, aunque tal vez fuera justo decir que no les habría importado, de todos modos. Camilo trabajaba de sol a sol, igual que ellos. Aquiles los había apoyado siempre y más de un pobre le debía el techo de su rancho. El cura Terámenes, medio loco y rezongón, les bautizaba los hijos cuando nacían, los educaba cuando crecían y estaba siempre ahí, enorme y sin condiciones, igual que una montaña. ¿Qué podrían decir, Espeucipo y los suyos, para ponerse a la altura? Menos que nada, por éso los votos fueron sucediéndose uno tras otro sin caer ni uno solo en la urna reservada a Manfredini. Cada uno de ellos ganaba una ovación, una alegría insensata que hacía crecer el odio en los ojos del Coronel, una furia ciega que sólo se redimiría con sangre.

- Pese a lo que dijo, parece que el circo va para largo - Comentó Camilo, cuando la cuenta iba cuatrocientos noventa y cinco a cero y aún faltaban miles por votar.

- ¡Ustedes no pueden ganar! - Fue la inmediata respuesta de Verón, lanzada entre dientes - Y aún si ganaran, jamás podrían gobernar.

- ¿Ah, no? Pues dígaselo a ellos - Retrucó Camilo, señalándole el mar de gente que los rodeaba - Son ellos los que ganarán. Son ellos los que gobernarán.

- Ustedes no entienden nada de política, muchacho - Murmuró Verón, con sorna - ¿Qué importa quién gane? Sólo puede gobernar quien tiene el poder y ustedes no van a tenerlo nunca, por más que llenen de votos las malditas urnas.

- El poder es la gente - Dijo Camilo, poniéndose serio por primera vez.

- No - Replicó el militar, más serio aún - El poder soy yo. La gente es una ilusión.

- Bien, como sea; a estas elecciones las ganará la gente.

- ¡Je! Con el tiempo, nadie recordará quién ganó.

Fedípides, que había escuchado todo, intervino con una frase de desconcertante certeza:

- No importa cuánta gente haya ahí afuera, pues sólo votarán los que logren hacerlo antes de las seis de la tarde, hora en que terminará el sufragio.

- Bien, ganaremos seis mil a cero en vez de veinte mil a cero - Dijo Camilo, aunque el cura le hacía señas de que no les siguiera la corriente - ¿Cual es la diferencia? ¡Ganaremos, de todos modos!

La fiesta siguió. Camilo llamó a sus hombres y los instruyó para que la gente se apurara al escribir el nombre. «Que pongan Farjat, nada más», explicó, calculando que con algo de esfuerzo podrían sufragar diez personas por minuto, más o menos. A las seis en punto, cuando Verón se puso de pie y golpeó la mesa con la fusta, la urna que se había dispuesto para Aristóteles continuaba vacía, mientras que en la otra se amontonaban miles de papelitos de apoyo a los Descalzos.

- ¡Arrasamos! - Exclamó Camilo, de cara a la multitud. Una exclamación inolvidable hizo vibrar los cimientos de la escuelita rural.

 

CXXI

 

Lo que sucedió después, entre las seis de la tarde del domingo y las diez de la mañana del lunes, quedará para siempre en el misterio. Durante esa noche, mientras los partidarios de Aquiles festejaban una victoria incuestionable, el Juez Electoral llegaba a otra conclusión: para Santaclara, Manfredini había ganado con amplitud, según él «porque la gente comprendió a tiempo los riesgos que corría con los inmorales de la oposición». Convocado a las nueve en punto al despacho municipal, Aquiles no podía creer el informe presentado por Espeucipo. En una pizarra ubicada sobre la pared del fondo, el Turco Julián escribía los números lapidarios:

Resultados en la escuela rural: Farjat: 3.297, Manfredini: 3.350.

Resultados en la Municipalidad: Farjat: 2.673, Manfredini: 4.178.

Totales: Farjat: 5.970 - Manfredini: 7.528

Aquiles empalideció. Aristóteles bebía café en el balcón y lo observaba en silencio. No hacía más que pensar en que la pitonisa había acertado con su vaticinio: habían sido, nomás, cinco las casualidades de su increíble fortuna. Sonreía leve, el ganador, con aire satisfecho. Casimiro Reyes, invitado en honor a sus valiosos servicios, paseaba por la sala con aires de nueva importancia. «¡Pero no puede ser!», exclamó por fin Aquiles, «¡Si estábamos ganando de punta a punta!». Las conversaciones se acallaron. Espeucipo sonrió, condescendiente. «Así es la democracia», explicó, «Se gana y se pierde». Confundido, Aquiles dio media vuelta y salió a la calle, donde los partidarios de Manfredini comenzaban a reunirse entre cánticos y papel picado. «¿Cómo que perdimos?», balbuceó León, que aguardaba en la vereda junto al Doctor Fagúndes. En ese mismo instante llegó Ulises, furioso: «¡Ahora entiendo por qué habilitaron sólo dos mesas! ¡Fuimos unos idiotas!». Aquiles se tomaba la cabeza con las manos, repitiendo una y otra vez la misma letanía: «No puede ser, no puede ser». Subieron a la camioneta y se quedaron en silencio, mirando hacia afuera el festejo de la oposición.

- La verdad es que acá, en la ciudad, perdimos como en la guerra - Dijo Ulises - El asunto de Aspasia nos liquidó.

- ¡Pero en la escuela sacamos miles votos! - Gritó Aquiles, rojo de furia - ¿Dónde fueron a parar?

- Hay que anular las elecciones - Sugirió el Doctor Fagúndes, tragando con dificultad un trozo de pan de miel - En mi país se hace a menudo.

- ¿Cómo? ¿Apelando a quién? - Casi sollozó Aquiles, derrumbándose sobre el volante - ¿A  Cinoscéfalos? ¡Con lo que publicó el diario, no se animará ni a salir de su casa! ¡Ya está! ¡Perdimos y a otra cosa!

Volvieron a quedarse callados, sin saber qué decir. Era el final. Aquiles puso en marcha la camioneta y se dirigieron al Solar de los Ortega, donde León preparó el amargo café de la derrota. Nadie hablaba. De pronto, se oyó un par de golpes en la puerta y Ulises fue a mirar quien era. «A que no adivinan», dijo luego, meneando la cabeza, «Nuria Segovia está ahí». Aquiles se acomodó el pelo con una mano y salió a recibirla. La mujer, pálida y nerviosa, quiso abrazarlo, pero él la eludió. «¿Qué pasa, que no estás celebrando con tus amigos?», preguntó. Nuria sonrió con tristeza y respondió:

- Quise advertírtelo, esa tarde en la procesión, para éso me acercaba. Pero justo se te cayó el santo. Después ya no pude encontrarte por ningún lado.

- ¿Y qué querías advertirme?

- Que Santaclara es cuñado del Turquito. Estaba en venta y Aristóteles lo compró. Yo sabía que te iban a robar la elección.

- ¿Y cómo lo hicieron?

- Los votos que envió Terámenes nunca llegaron a la Municipalidad, pues Verón los cambió en el camino por otros que ya tenía preparados. ¿Qué campesino será capaz de reconocer su letra de otra parecida? Y para colmo, Manfredini ganó de verdad aquí en el pueblo. Ese asunto de Aspasia...

- Bueno, ya está, terminó la revolución.

- ¿Y nosotros, Aquiles? ¿Qué va a pasar con vos y conmigo?

- No sé, Nuria, no estoy de ánimo para hablar de éso...

Y éso pareció que sería todo, pero entonces comenzaron a suceder otras cosas extrañas. Apenas se había ido Nuria, llegó el Comisario. Estaba sin afeitar y con el uniforme arrugado, como si aún estuviera viviendo el día anterior. Saludó con un gesto seco, recibió una taza con café que le ofreció Fagúndes y dijo: «Parece que tenemos problemas».

- Chocolate por la noticia - Murmuró León - Ya sabemos que perdimos.

- No me refiero a eso - Replicó Pericles - Están llegando malas noticias desde el interior: los campesinos no aceptan al nuevo Intendente. La gente se está juntando en la escuela de Terámenes y Manfredini me envió a echarlos de allí. Habrá lío.

Aquiles se dejó caer sobre una silla, derrumbado.

- Hay que hablar con Camilo, la gente lo escuchará - Dijo León, mirando la hora en el reloj de la pared. Pensó que si se apuraba, todavía podía tomar el ómnibus y llegar a Foz pasado el mediodía. Pero aún faltaba la peor parte del informe:

- Lastimosamente, no me aguanté las ganas de decirle a Manfredini que es un tramposo hijo de puta y que si la gente no lo quiere, por algo será - Anunció el Comisario, con la mirada perdida -y el desgraciado me despidió.

- ¿Cómo? ¿Cómo que te despidió?

- Ya no soy más el Comisario, muchachos. Esa fue la primera ordenanza de Manfredini Intendente. Me echaron en cara que no pude hallar a los asesinos de Rómulo y sus sobrinos, cosa que el Turco se comprometió a hacer de inmediato. El nuevo Comisario es él y a esta hora se debe estar preparando para ir con sus matones a desalojar la escuela.

León le pegó un puñetazo a la pared, Aquiles meneó la cabeza y Ulises se quedó con la boca abierta. El Doctor Fagúndes, en cambio, resplandecía: «¿No se dan cuenta – preguntó - que esto significa que aún no está todo perdido? ¡Vamos a calmar al pueblo y después vemos cómo pasamos al contraataque!». Se quedaron mirándolo. «¡Claro! ¿No lo ven?», insistió el médico, «Si la gente estuviera conforme con ésto no habría nada que hacer, en cambio...». Aquiles se puso de pie y dijo:

- Amigo, disculpe, pero usted está medio loco. Aquí ya no hay nada que hacer.

- Mi media locura garantiza la media verdad de mis dichos - Replicó Fagúndes, sonriendo -¿No me habían invitado a una revolución? Si pretenden ganarle a la injusticia, no se pueden sentarse aquí a esperar que la injusticia se rinda. Fíjense bien, pues: los campesinos están dando el ejemplo ¿qué vamos a hacer, compadres, dejarlos solos?

- Tiene razón, tal vez no todo esté perdido - Convino León - ¿Por qué no vamos a lo de Terámenes a ver qué sucede? Por lo menos los vamos a apaciguar.

Así comenzó todo otra vez. Subieron a la camioneta de Aquiles y partieron de inmediato, sin imaginar que en vez de calmar los ánimos terminarían por exacerbarlos, llevando la situación a un punto sin retorno. Un candidato derrotado, un Comisario despedido, un ideólogo abandonado por su mujer y un amigo de toda la vida, Ulises, que veía evaporarse la oportunidad de la venganza. Estos eran los hombres que se proponían restablecer la paz en Nueva Atenas. A ellos se agregaba un médico idealista de vacaciones y para completar el plantel, pasaron a recoger a Parquímides II, perdiendo con ello la última chance de evitar la desgracia. Oculto bajo la chaqueta, el anciano llevaba el revólver que había comprado su hermano casi veinte años atrás, para matar al pérfido Emir. Le había cargado los seis tiros, pensando que ya era hora de estrenarlo.

 

CXXII

 

Camilo escuchó ladrar a Muralla y se asomó a la ventana de la cocina. Por el camino, una multitud venía marchando en dirección a la casa. Eran campesinos y reconoció a la mayoría de ellos, pero se sorprendió de verlos armados con palos y machetes, caminando en silencio. Hombres, mujeres y chicos en pie de guerra. Tuvo un mal presentimiento, así que abrió la puerta y salió al jardín, expectante. Apenas lo vieron, los labriegos apuraron el paso hacia él. Algunos corrieron, incluso. Se oyó un grito: «¿Qué va a pasar ahora con todas las promesas, eh, Camilo?», y un coro de protestas subrayó la frase. Muralla ladró con más furia y su dueño lo detuvo con un chistido.

- ¿De qué se trata todo ésto? ¿Por qué no me lo explican, primero? - Preguntó, bajando por el terraplén. Le dijeron que el nuevo Intendente no era Farjat, sino Manfredini. Camilo suspiró hondo, recorriendo con la mirada los rostros cargados de resentimiento. «Y ustedes, ¿cómo se enteraron tan pronto?», inquirió, ganando tiempo para poner en orden sus ideas.

- Esta mañana temprano - Respondió Sixto Ottamendi, padre de Pajarito Triste - pasaron Cipriano Mancuello y el Tuerto Ozuna avisando que todos los que apoyen a Farjat o a Camilo serán expulsados de las tierras, por orden del nuevo Intendente.

Camilo miró su reloj: eran las ocho de la mañana, una hora antes de la fijada por Caballero para informar el resultado de la elección. Eso significaba que Manfredini lo sabía desde antes, quizás desde siempre. Todo, entonces,  había sido un gran engaño. La elección, las promesas, la dulce utopía de un mundo diferente.

- ¡Nos dijiste que estarías siempre con nosotros, Camilo! - Exclamó Sixto, después de informar que había enviado a su hijo a buscar al resto de los Descalzos -  ¿qué vamos a hacer ahora? ¿Qué van a hacer ustedes?

Camilo volvió a respirar profundo, mirando esta vez hacia lo lejos, donde empezaban las sierras y el horizonte se volvía azul. Respondió con voz firme:

- Vamos a resistir, carajo, qué más.

Un murmullo excitado estremeció a la gente y Camilo contó cuántos hombres había a su alrededor. Setenta y dos. Separó a los  más jóvenes y los envió a recorrer el valle, para citar a todos a la escuela rural. «Apúrense, antes de que la amenaza de Manfredini cause efecto», ordenó. Luego dejó un par de muchachos en su casa «Por si viene alguien más, los mandan inmediatamente a la escuela» y partió con los restantes a toda marcha. El viejo cura se sorprendió al verlos llegar, pero no dudó que algo había salido mal. Cuando se lo explicaron, apartó a Camilo a donde nadie pudiera escucharlos y le preguntó:

- ¿Y ahora qué, muchacho? ¿Qué estás intentando hacer?

- Lo que aprendí en esta escuela, padre - Respondió Camilo - voy a llevar la verdad hasta sus últimas consecuencias.

- Eso está muy bien, pero ¿cual verdad?

- La que todos nosotros, usted, yo, los campesinos, sabemos: acá hubo trampa. Manfredini no ganó, ganamos nosotros.

- Si, éso ya lo sé, ¿y qué? Era algo que podía ocurrir. Lo que quiero saber es qué estás intentando hacer al respecto.

- Nosotros le enseñamos a la gente a resistir, ¿ya lo olvidó? - Contestó Camilo, mirándolo fijamente - Le dijimos que no había por qué aceptar la pobreza como algo natural, que había que organizarse y luchar para salir adelante. Nosotros, padre, nosotros les enseñamos a rechazar los abusos del poder ¿qué quiere que haga ahora sino continuar al frente, hasta el final? ¿Cómo voy a dejarlos solos?

- Bien, o sea que vamos a resistir.

- Así es.

- ¿Y cómo?

- Como ya dijimos una vez: cerrando todos los caminos, aislando al pueblo hasta que Manfredini renuncie o acepte nuevas elecciones.

- Manfredini es peor que Caballero. Sacará al Ejército.

- En tal caso, padre, resistiremos al Ejército, pero llegó la hora de demostrar hasta qué punto somos capaces de llevar adelante nuestras convicciones.

- Eso está muy bien para vos o para mí, pero ¿y la gente? ¿Te has puesto a pensar que esta rebelión puede terminar a los tiros? ¿Estás listo para cargar en la consciencia la muerte de alguien? ¡Esos tipos que ves ahí tienen hijos, tienen una esposa, una familia que mantener! ¿Vamos a llevarlos a una guerra? ¿Estás listo para cargar con éso?

Camilo, que se había sentado en un banquito, se levantó con brusquedad.

- No, no lo estoy – Respondió - Pero no tengo alternativa. ¿Acaso debo abandonar a los que creyeron en mí?

- ¡Carajo, Camilo, eso es pura soberbia! – Rugió el cura - ¡No confiaron en vos, sino en las verdades que les transmitimos y esas verdades siguen siendo ciertas!

- Bien; tengo derecho a seguir sosteniéndolas, entonces.

- Sí, pero no tenés derecho a llevarlos a ellos hasta el final.

- Padre, ya estamos en el final.

Se escucharon ruidos y voces airadas, así que salieron a ver qué más sucedía. Un centenar de labriegos enardecidos cruzaban el portón de la escuela, enarbolando machetes. Efigenio, Segundo y Pajarito Triste iban al mando, armados con unos palos que parecían de escoba. Al rato, mientras Terámenes y Camilo trataban de ubicarlos con un cierto orden, llegaron Bienvenido y Temóstecles, a la cabeza de un grupo mucho más numeroso. Poco más tarde se unieron Carápulo, el Chato Ortiz y Mefístoles Saravia, al tiempo que los manifestantes pasaban ya los seiscientos. Eran las diez de la mañana del lunes. A las once, los rebeldes sumaban más de dos mil.

- Padre, ¿ve? ¡La masa está con nosotros! – Dijo Camilo, excitado.

- Cuidado, Camilo - Advirtió Terámenes, mientras la multitud vociferaba consignas cada vez más agresivas - Acordate que la masa no piensa.

Pero, a esas alturas, Camilo sólo oía sus propias voces interiores. Trepó a una mesa y durante veinte minutos arengó con pasión al gentío, elevando la adrenalina. «¡Ha llegado el momento en que no daremos otro paso atrás!», dijo, esforzándose por hacerse oir a lo ancho del patio.«¡Hemos sido mansos durante demasiado tiempo, compañeros, pero hoy vamos a decir basta! ¡No queremos que nos engañen más! ¡Abajo Manfredini! ¡Farjat intendente!». Y en medio de la ovación, cayó la policía. No fueron muchos, al principio. Apenas el Comisario Julián, de civil, y los Cabos Ortega y Cárdenas, de uniforme. Armados con fusiles, los tres. Camilo bajó de la mesa y salió a enfrentarlos, seguido a las apuradas por Terámenes y el resto de los Descalzos.

- ¿Qué hacés vos acá, Julián? - Exclamó Camilo - ¡No veo cerca ninguna mujer a la que puedas golpear o provocar miedo!

Por un momento, pareció que el muchacho se abalanzaría sobre el Turco, pero los Cabos se interpusieron, amartillando sus armas. «¡Alto! ¡Alto!», gritaron a la vez. Terámenes apartó a Camilo y encaró al nuevo Comisario:

- ¡No se les ocurra entrar con armas, desgraciados, ésta es una escuela cristiana!

- ¡Estamos cumpliendo una orden del Intendente!- Contestó Julián, sin retroceder- ¡Desalojen este patio! ¡Todo el mundo a sus casas!

- ¡El único Intendente que reconocemos es a Aquiles Farjat! - Gritó alguien.

- ¡Fuera de aquí o les rompemos el alma! - Agregaron otros, hasta que el griterío se volvió un rugido atronador. Aterrados, los Cabos recularon sin miramientos, pero el Turco permaneció firme, apuntando con su fusil al pecho del cura.

- Se lo advierto, padre - Dijo - Esto va a terminar muy mal.

En ese momento, una sombra veloz se abrió paso entre la muchedumbre. Era Muralla, estirando su cuerpazo negro en un salto increíble y cayendo sobre Julián. Fue todo tan repentino, que nadie pudo reaccionar. Mucho menos el Turco, que se vió de espaldas en el suelo, desarmado y con los salvajes colmillos contra la garganta. Temiendo que abrieran fuego contra su perro, Camilo cometió entonces el error que le costaría la vida: se avalanzó sobre Muralla y lo apartó de su presa, tirándolo del collar. Apenas liberado, Julián corrió a refugiarse en la camioneta municipal, ante el júbilo de los campesinos. Los Cabos, sin saber qué orden seguir, corrieron tras él.

- ¡Lárguense! - Gritaban todos, pero el Turco no se fue. Furioso, temblando de humillación, llamó por radio a Nueva Atenas y pidió refuerzos. Camilo comprendió que el incidente estaba lejos de solucionarse, así que llevó a Muralla al fondo de la escuela y lo encerró en un cuarto vacío. El cura Terámenes lo siguió hasta ahí, preocupado:

- Cuidado, Camilo, no te dejés llevar por las provocaciones - Dijo - Mirá que Verón debe estar deseando caernos encima y sólo espera una excusa.

- Ya lo sé - Respondió Camilo, con mucha tranquilidad - Voy a hablar con la gente.

- ¡Camilo! - Exclamó entonces Carápulo Tinguitella, cargando el fusil de Julián - ¡Llegan más enemigos!

- ¡Nada de armas en mi escuela! - Rugió Terámenes y de un manotazo desarmó a Carápulo. En ese mismo momento, otras dos camionetas se estacionaron junto al portón de entrada. El sacerdote dejó el fusil detrás de una puerta y se apuró en alcanzar a los dos muchachos. Muralla ladraba, furioso, desde su encierro.

- ¡Tranquilos, tranquilos todos! - Ordenó Camilo, haciendo señas con los brazos - ¡Adentro, vamos, no les den excusas para dispararnos!

Armada hasta los dientes, la flor y la nata de la mafia fronteriza bajaba en ese instante de las camionetas. Camilo reconoció al Chapa Barrios y al Botija Salcedo, viejos amigos de Julián, junto a Robustiano Van Gogh, Raúl Mendonça y Elvio Antúnez, pistoleros de Foz. Los más conspicuos capangas de Manfredini - Cipriano Mancuello y el Tuerto Ozuna - también eran de la partida. Terámenes salió a enfrentarlos:

- ¡No tienen ningún derecho de venir aquí! - Gruñó, señalándolos con uno de sus dedos gruesos y deformes.

- ¡Tenemos órdenes! - Retrucó el Turco, retomando la iniciativa - ¡Despejen de inmediato o van a tener problemas!

Los labriegos respondieron con una estruendosa rechifla y algunos levantaron piedras para arrojar sobre los invasores. Para empeorar la situación, justo en ese momento llegaron Aquiles y sus amigos. Parquímides II, al ver tanta gente armada, no necesitó pensar mucho para bajar con su viejo revólver en mano:

- ¡Turco Julián! ¡Date por muerto! - Exclamó y ahí nomás apretó el gatillo. Quién sabe por qué no murió el Turco, aquel lunes extraño. Por segunda vez en pocos minutos, salvó su vida con la misma injusta milagrosidad con que Aristóteles esquivó las balas de Mariazinha. La media docena de plomos agujereó el costado de una camioneta y desató el escándalo. Los capangas abrieron fuego contra el viejo, que hubiera pagado cara su locura si no se interponía a tiempo el Doctor Fagúndes, empujándolo al suelo. Durante un lapso indefinible, nadie entendió lo que pasaba, pues unos y otros corrían a los gritos, mezclándose en un mismo polvo agresores y agredidos. Volaron palos, piedras y puñetazos, se oyeron decenas de disparos, pero cuando Terámenes logró reimplantar la paz, no había más que algunos heridos leves y ningún baleado. Igual que un Moisés gigantesco, el cura separó las aguas de la descomunal gresca y retrasó lo que ya estaba escrito. Con vozarrón imperioso, impuso silencio a los beligerantes. La mitad de los hombres del Turco había perdido sus armas y corría camino abajo, pero la otra mitad se parapetaba tras las camionetas, recargando la munición. Muchos campesinos huían a través del monte, espantados por los tiros, pero muchos más se preparaban para resistir el asalto final, comandados por Camilo. Terámenes vió que las manos de su alumno estaban manchadas de sangre y algo se le quebró en el alma. Gritó: «¡Basta, por Dios! ¡Basta ya, a todos!». Temblando de rabia y dolor, el viejo sacerdote bajó por el terraplén y tomó al Turco de un brazo:

- ¡Fuera de aquí, imbécil! - Rugió - ¿No ves lo que pueden lograr tus malditos fusiles?

Tal vez sin que nadie lo esperara, Julián bajó su arma e hizo una seña a sus hombres para que hicieran lo mismo. Estaba sucio, desgreñado y con sangre en la boca y la nariz, producto de un trompazo que había logrado asestarle Ulises. Miró al cura de un modo raro, con una mezcla de respeto y amenaza, pero enseguida subió a uno de los vehículos y el grupo emprendió la retirada. Los campesinos que aún quedaban en pie de guerra, quizás unos ochocientos, estallaron en una victoriosa ovación.

 

CXXIII

 

Hacia la media tarde de ese mismo día, ya no quedaba nadie en la región que no supiera que Aquiles había perdido y que los «diez mandamientos» jamás serían puestos en práctica. Un rumor amargo campeaba en el valle, aquí y allá se hablaba de hacer algo, pero no quedaba claro qué.  Sin embargo, uno a uno los campesinos dejaban los surcos y marchaban hacia la escuela de Terámenes, cabizbajos y frustrados, rabiosos, buscando una respuesta. Antes del anochecer, había allí no menos de tres mil de ellos, acampando en silencio mientras el cura y los Descalzos decidían qué hacer a continuación. Dijo Terámenes:

- Esto ha ido demasiado lejos y tenemos que detenerlo aquí mismo, antes que suceda algo peor. ¿Qué esperamos? ¿Que maten a alguien?

- La gente no acepta la derrota - Respondió Aquiles, meneando la cabeza con tristeza - pero yo veo que no hay qué más hacer. Hay que decirles que se vayan a sus casas y que se olviden de todo este bello sueño de la justicia, la igualdad...y todo éso.

- No estoy de acuerdo, para nada - Intervino León - Cuando hablamos de justicia social, de educación, de una vida más digna, ¿de qué hablábamos? ¿Eran sólo mentiras para ganar una elección o de verdad creíamos en éso?

- Por supuesto que creemos - Respondió Ulises - y nada me enfurece más que dejar a esos desgraciados tan impunes como siempre, pero ¿qué podemos hacer?

- Ir a la revolución armada, si tienen huevos - Refunfuñó Parquímides II, molesto aún porque le habían confiscado el revólver.

- Dejáte de joder, tío - Dijo Aquiles - Hoy no murió nadie de milagro. ¡En cualquier momento se nos aparece Verón por acá!

- ¿Pero no estábamos de acuerdo en resistir al fraude? - Preguntó el Chato Ortiz - ¿Y cómo carajo se supone que nos vamos a resistir si no es por la fuerza?

- Tenemos cinco fusiles - Informó Carápulo.

- ¡Nada de armas! - Intervino Terámenes - ¡Tenemos suficiente razón como para no precisar la fuerza! Y además, ésto es una escuela ¿qué se han creído, eh?

- Padre, cuando Verón venga por aquí no se va a detener ni ante nuestras razones ni ante la bandera de la escuela - Anunció Chavarría, profeta sin saber - y si vamos a resistir, cuanto más cosas de nuestro lado haya, mejor. Yo que usted mantengo a los fusiles bien a mano, por las dudas.

- Ni hablar - Negó el cura, tajante - Mañana voy al pueblo a devolverlos a la Municipalidad y a exigirle a Manfredini que no se meta más con nosotros.

- ¡Eso es una locura! - Exclamó Efigenio y todos estuvieron de acuerdo pero el sacerdote no cedió. Entonces habló Camilo, que había estado escuchando con mucha atención:

- A mí, sin embargo, me parece una buena idea.

- ¿Justo vos, Camilo, decís éso? - Preguntó, algo socarronamente, León.

- Sí, justo yo - Contestó Camilo, pensativo - Devolver las armas relajará las tensiones y nos dará tiempo para poner en marcha mi plan.

- ¿Y cual plan es ése? - Preguntaron todos a la vez.

- El padre tiene razón: hoy no murió nadie de milagro, pero quizás mañana ya no haya otro milagro - Dijo, poniéndose de pie - y nosotros somos responsables de lo que le pase a cada uno de esos campesinos que está ahí afuera, esperando a que les digamos qué hacer. Acá somos dieciséis, pero creo que cuatro no deben participar del plan: el padre, Pericles, el tío de Aquiles y Aquiles mismo. Los demás, si están de acuerdo, organizaremos la resistencia aislando por completo al pueblo hasta que Manfredini convoque a nuevas elecciones o bien, hasta que se vaya al carajo.

Estuvieron de acuerdo, a excepción de Parquímides II, que se negó a marchar: «No necesito que nadie me ande cuidando el culo», anunció, de modo que convinieron en mantenerlo allí. El plan, de todos modos, era simple: los Descalzos se dividirían en cuatro equipos, los que a su vez dirigirían grupos de campesinos para cortar las rutas que comunicaban al pueblo con el mundo.

- En cada punto habrá quinientos o seiscientos campesinos  - Explicó Camilo - que no dejarán pasar nada, ni una bicicleta. ¿Cuántos soldados tiene Verón? ¿Cien? Bien, no dudará en mandarlos, pero entonces nos vamos a retirar pacífica y falsamente, pues apenas ellos se vayan volveremos a ocupar el mismo sitio. Los volveremos locos y les ganaremos sin armas, como dice el padre.

- ¿Y si disparan? - Preguntó Pajarito Triste, como si supiera que pronto lo iban a matar.

- No lo harán - Respondió Camilo, quizás por no tener que explicar cual era la segunda parte de su plan.

- ¿Y yo? ¿Qué hago yo? - Se angustió Aquiles, mientras el grupo se ponía en movimiento. Su tío temblaba de rabia al ser dejado de lado.

- No podés poner en riesgo tu legítima candidatura - Dijo León - Volvé al pueblo, no te separés ni un metro de Pericles y esperá los acontecimientos. Seguramente, en una semana más serás el Intendente.

Aquiles, que no sabía que en una semana más estaría muerto, sonrió. Cruzó el mar de labriegos con Pericles y emprendieron el regreso a Nueva Atenas. Los que se quedaron, incluído el entusiasta Doctor Fagúndes, formaron los grupos y después Camilo se encaramó en una mesa para hablarle a la gente. Fue un discurso breve, pero se hizo entender en algo esencial: iban a resistir, sí, pero evitando confrontaciones armadas. «¡Hasta la victoria!», exclamó al final, con un gesto más belicoso que lo que daba a entender su oratoria. Enseguida salió el primer grupo, comandado por Ulises, León y Fagúndes, feliz con la aventura. Terámenes, en cambio, los vió partir con un nudo en la garganta. La imagen de los hombres saliendo en cerrada formación le trajo recuerdos antiguos, imágenes de cuando espiaba a los republicanos marchando al combate y preguntándose cuantos de ellos regresarías con vida. Al rato salió el segundo grupo, guiado por Mefístoles, Segundo y Pajarito Triste. El tercer pelotón salió un poco después, a las órdenes de Bienvenido, Temóstecles, el tío Parquímides II y el Chato Ortíz. Sólo quedaba el batallón que comandaría Camilo, secundado por sus lugartenientes de siempre: Efigenio y Carápulo. Antes de que salieran al camino, el cura lo llamó y le dijo:

- Hay dos cosas que aún no sé: por qué me diste la razón en el asunto de devolver las armas, cuando sé que no estás de acuerdo...

- ¿Y la otra?

- Cual es la segunda parte de tu plan.

Camilo se rió. Por aquellos días, tenía el pelo bastante largo y una sombra de barba en el rostro. Miró al sacerdote con un cariño más evidente que otras veces y respondió:

- Le dí la razón porque tiene razón, aunque es cierto que no estoy de acuerdo: esos fusiles nos van a hacer falta, pero no importa. En cuanto a la segunda parte de mi plan, sólo se lo diré si me veo obligado a ponerlo en práctica.

Y dicho ésto se marchó. Regresaría unos días más tarde, en pie de guerra y para ponerlo al tanto de la segunda parte del desastre. Curiosamente, la estrategia de aislar al pueblo estuvo a punto de dar resultado, pues los vecinos comenzaron a impacientarse y a protestar, presionando sobre Aristóteles para obligarlo a negociar con Aquiles.  Los soldados que movilizó Verón, en tanto, se volvieron locos corriendo de un punto a otro, desalojando centenares de rebeldes de un camino que quedaba despejado media hora y volvía a ocuparse apenas ellos marchaban a disolver otro bastión. El miércoles, miles de labriegos se habían unido a la resistencia, negándose a vender su producción al supermercado de la viuda Pane. Nada saldría del campo ni llegaría a Nueva Atenas hasta que se hiciera justicia. Ni un pasajero. Ni una carta. Ni una llamada telefónica siquiera, pues los alzados cortaron las líneas y hasta amenazaron con dejar sin agua ni luz a la comunidad, si Aristóteles no renunciaba.

- Bien, ya es hora de acabar con esta farsa - Dijo Verón, el miércoles al mediodía, en visita oficial al nuevo Intendente - Quiero la orden para abrir fuego contra los insurgentes. ¿No saben que hasta tienen guerrilleros extranjeros en sus filas? ¡Ya llegó un tal Fagúndes y pronto llegarán los demás! Vamos a liquidar a esos muertos de hambre…

- Vos estás loco - Le espetó Espeucipo, que oficiaba de consejero del primo.

- Si tus soldados hacen el ridículo corriendo de aquí para allá no es por culpa de esos muertos de hambre - Agregó Aristóteles, más nervioso que nunca - sino por la falta de una táctica de tu parte para ponerle fin a la farsa que tanto te molesta. Pero no será a los tiros. Ya ves que vino el cura y devolvió los fusiles que dejaron tirados tus hombres.

- No fueron mis hombres, sino los tuyos.

- Sí, los míos, porque los tuyos sólo saben correr.

- Váyanse al carajo los dos.

Furioso, el Coronel fue a ver al Juez y le planteó el mismo argumento. Cinoscéfalos, que no había vuelto a salir a la calle desde la publicación de su amor con Pirañita, lo dejó hablar y prometió que estudiaría un modo de firmar la orden, pero apenas el militar desapareció de su vista comenzó a preparar sus cosas para dejar el pueblo. Pensó en ir a buscar a Leoncia, a quien no veía desde el escándalo, pero acabó por cambiar de idea. Metió en un baúl algunos libros indispensables, una pila de expedientes útiles para el chantaje y muy poca ropa, pues la mayoría le quedaba estrecha desde que había empezado a engordar. Menos mal que su dinero estaba a salvo en un Banco de Foz, suspiró, por consejo de la dueña del burdel Dois Angus.

- Los almacenes se están vaciando - Reconoció Espeucipo, afligido por el giro de los sucesos - y más pronto de lo que suponés te van a pedir la renuncia, o un arreglo con Farjat.

- ¿Y qué mierda puedo hacer? - Explotó Aristóteles - ¿Ceder con Verón?

- No, éso jamás. Llamemos al Turco Julián, en todo caso. ¿Para qué es el nuevo jefe de policía, si no? Tenemos que ponerle fin a este maldito asunto.

Llamaron a Julián una vez más y le ofrecieron una fortuna idéntica a la que le habían dado una vez al Juez, cuando salvó a Aristóteles de la persecución de Pericles. «Pero queremos muerto a Camilo en cuarenta y ocho horas», fue la consigna. Y el Turco salió a cumplir el encargo, pero justo en ese momento entraron a escena dos personajes por completo distintos, que ni siquiera se conocían entre sí y que contribuirían - sin querer - a empujar la balanza hacia la tragedia. El primero fue Efraín Fernández, el padre de Laida, quien irrumpió en la municipalidad el jueves por la mañana y enfrentó a su ex yerno con determinación, como para dejarle claro que no le temía:

- ¡Estás llevando al pueblo a la ruina! - Exclamó - ¡Y todo gracias a que ganaste la elección haciendo trampas! ¿Por qué publicaste esa carta de mi nieta si sabés bien que no es cierto lo que dice? ¡Niké acaba de enterarse y está furiosa!

- ¿Por qué? - Preguntó Aristóteles, sonriendo para que la discusión no subiera de tono y enterara a todo el mundo de su triquiñuela - ¿Defiende ahora a ese piojoso?

- Mal que te pese - Dijo el suegro, entre dientes - e incluso si ella odia a ese muchacho, sigue siendo el padre de su hija, ¡pero vos no sos capaz de ver un milímetro más allá de tus ambiciones, maldito seas! ¡Niké te importa un carajo y todo el pueblo simpatiza con ese Camilo Insaurralde!

- Bien, si ya dijo lo que quería, retírese - Interrumpió Aristóteles, secamente - Quizás no lo sepa, pero alguien tiene que arreglar el desastre que está haciendo el piojoso que mi hija defiende.

- ¡Te lo advierto, Aristóteles, te lo advierto! - Exclamó el suegro - ¡No te perdono que hayas metido a mi nieta en ésto! ¡La hiciste quedar como una sirvienta ultrajada, así que publicá una desmentida o lo haré yo mismo! ¡Te doy dos días!

Y salió dando un portazo. Manfredini se quedó en silencio, mordiéndose los labios. Al fondo de la sala, Espeucipo encendió un cigarro.

- ¿Qué decís vos, primo? - Preguntó Aristóteles, sin ocultar la amargura que le había dejado el incidente -  ¿Será cierto que la gente está en mi contra?

- No lo sé, pero es cierto que tu puesto pende de un hilo - Respondió el ex Intendente, en voz baja - A este paso, o se lo queda Farjat o se lo queda Verón.

- Será que ya perdió efecto lo que publicamos en el diario - Razonó Manfredini, buscando un puro en uno de los cajones del escritorio - Nadie se acuerda del Juez, ni de la flaca ésa de los huevos, ni de la carta de mi hija. Ahora sólo estoy yo y si en dos días no arreglo el escándalo, estaré perdido. A mi maldito suegro la gente le va a creer.

- Tendremos que firmarle a Verón la orden que tanto quiere...

- ¿Vos decís que no habrá más remedio?

- No veo otra salida. Salvo que ocurra un milagro.

Pero aquel no era un día muy propenso a los milagros. A las siete de la tarde, después de cruzar el monte en el más absoluto secreto, Pablo Lechín abandonó treinta años de ocultamiento e invadió el pueblo. A su mando marchaban – es un decir - unos trescientos individuos famélicos y desharrapados. Cubiertos de mugre, apestados de piojos y moscas, entraron sin previo aviso por la calle principal, atravesaron la plaza dando gritos y se atrincheraron en el supermercado de la viuda Pane, donde espantaron a los empleados para establecer el cuartel general. Allí los entrevistó, media hora más tarde, Casimiro Reyes. Sacando pecho, mientras sus lugartenientes atesoraban en grandes bolsas toda la comida que podían juntar, Lechín declaró lo siguiente:

- Hace un tiempo, cuando Camilo fue a visitarnos a nuestro pueblo en la selva, le dije que vivíamos tan mal que en realidad no teníamos ninguna razón para vivir, pero que si él nos ayudaba, con gusto hallaríamos una razón para morir por él ¡Y aquí estamos! ¡Viva el comandante Camilo! ¡Muera el imperialista Manfredini! ¡Viva la revolución!

Era lo que faltaba. Una hora más tarde, Verón irrumpió en el despacho del Intendente. Vestía ropa de combate y se había pintado la cara con betún, lo que le daba un aspecto muy raro. Sacó un papel que llevaba guardado en un bolsillo y lo arrojó sobre el escritorio, exigiendo su firma inmediata. Era la autorización para declarar la ley marcial y sacar el ejército a la calle. Manfredini no tuvo más remedio que firmar, tragándose la hiel de su derrota.

 

CXXIV

 

Se hizo la noche.

El Doctor Epaminondas no podía creer lo que veían sus ojos: un viejo tanque Sherman de la segunda guerra mundial, dos camiones militares, un jeep y un centenar de soldados con la cara pintada pasaban frente a su casa, en formación de combate. Al final del batallón, un grueso cañón los seguía a los tropezones, arrastrado malamente por una camioneta doble tracción. «¿Qué está pasando?», preguntó desde la ventana del primer piso y uno de los soldados respondió: «Camilo invadió el pueblo y esta noche vamos a matarlo». El médico trancó la ventana, alzó su maletín y bajó corriendo por la escalera. Abajo, casi junto a la puerta de calle, encontró a Niké, con la beba en brazos. «Dios mío, van a matarlo», gimió ella y se abrazó a la niña. «¡No lo voy a permitir!», exclamó el Doctor y abrió la puerta. Isabel estaba allí. «¿Qué sucede?», preguntó, muy pálida. «¡Van a matar a Camilo!», gritó Niké y corrió hacia adentro. Candela echó a llorar. Isabel, que se había pasado quince años temiendo este momento, crispó los puños y un rictus feroz se le dibujó en la mirada. «A nuestro  Camilo nadie le va a tocar un pelo», dijo el médico, abrazándola por un breve instante. Y echó a correr detrás de los soldados.

- ¡Doctor, doctor! - Se oyó de pronto. Era Pericles, que venía a la carrera por la otra calle. Un automóvil pasó a su lado a gran velocidad, con las luces apagadas - ¡Entren a la casa! ¡Vamos, que hay estado de sitio!

- ¡Hay que salvar a Camilo! - Gritó el médico, temblando de angustia - ¡Dicen que invadió el pueblo y le echarán el ejército encima!

- ¡No, no es cierto! ¡Camilo no está aquí! - Explicó el ex Comisario y regresaron junto a Isabel, que aún estaba en la vereda - ¡Ustedes quédense adentro, que yo iré a ver a Camilo para contarle lo que está pasando! ¡Han declarado ley marcial!

- ¡Ah, no! ¡Yo voy con usted! - Dijo Epaminondas, con firmeza - ¡Y vos, Isabel, te quedás acá con Niké y Candela y no le abren la puerta a nadie!

Por primera vez en más de veinte años, Isabel sintió algo parecido al amor por ese amigo fiel, buenazo, corriendo sin ninguna gracia por el empedrado de la calle, a salvar a Camilo. Sabía, con más fuerza que nunca, que las profecías del finado Del Pont estaban a un paso de cumplirse, pero el dolor y el miedo eran tan grandes, tan hondos, que le costaba intentar una reacción. El peso de la muerte, tan cercana y palpable, oprimía su corazón, le robaba el aire, la dejaba sin vida. Haciendo un gran esfuerzo, levantó los ojos y vió que Niké la miraba desde la cocina. Lloraba.

- ¡Alto! ¡Alto!

Cuando se escucharon los gritos, Pericles se detuvo en seco, pero el Doctor siguió varios metros más, llevado por la inercia y la falta de ejercicio. Sonó un disparo.

- ¡No tiren, hijos de puta! - Exclamó Pericles, pegándose a la pared. El médico se había detenido de golpe, parado en medio de la calle. Agripino Malatesta y el Chapa Barrios aparecieron desde la oscuridad, armas en mano:

- ¿Adónde van ustedes? ¿No oyeron del estado de sitio, carajo? - Preguntó uno de los matones, apuntándoles con un fusil. Epaminondas reaccionó:

- Voy a ver un paciente y mi amigo me acompaña - Dijo, acezante por la carrera.

- ¡Olvídese del paciente! - Gritó el Chapa - ¡Vaya al supermercado, que enseguida tendrá tantos que no sabrá cómo atenderlos a todos!

Tuvieron que cambiar de planes. A último momento y a punta de fusil, enfilaron rumbo al cuartel general del loco Lechín, tan chiflado esa noche como el viejo Ibrahim Farjat, cien años atrás. Sus trescientos guerreros se hallaban desparramados por entre las góndolas, tan bien comidos que les costaba moverse. Eso sí, por las dudas, en la sección ferretería se habían provisto de machetes, hachas, palas, martillos y algunos otros implementos medianamente bélicos, mientras el ejército tomaba posiciones en la vereda del frente.

- ¡Atención, ahí adentro! - Gritó entonces el Coronel, parándose junto a la entrada - ¡En nombre del Ejército de la Patria, ordeno identificarse a quién esté al mando!

Lechín se adelantó un par de pasos, enarbolando un machete nuevecito, cubierto aún por las calcomanías publicitarias. Exclamó, orgulloso:

- ¡Me llamo Pablo Lechín y he tomado este bastión imperialista en nombre del comandante Camilo! ¡Viva la revolución!

- Ya te voy a dar revolución, a vos - Murmuró el Coronel, golpeándose las botas con la fusta. Luego vociferó: - ¡Si no se rinden en tres minutos, los saco a cañonazos!

Dentro del supermercado, los insurgentes levantaron divertidos la cabeza para mirar a través de las vidrieras. Realmente, allá afuera tenían un cañón y les estaba apuntando. «¿Qué hacemos, jefe?», preguntó uno de los subversivos, masticando los últimos restos de un salchichón. «Qué van a tirar estos maricones», respondió el jefe, abriendo una caja de chicles. «Un revolucionario nunca se rinde», agregó, estirando el cuello para observar mejor los aprestos de la soldadesca.

- ¡Les quedan dos minutos! - Advirtió Verón, desde afuera.

- ¡Aquí nadie habla de rendirse! - Le respondió Lechín y sonrió, complacido. Camilo estaría orgulloso de él, pensó. Y agradecido, porque fue el primero en apoyarlo. El único, tal vez. «Fue una buena idea, ¿eh, muchachos?», comentó, risueño. «Pagamos la deuda de honor que tenemos con los Descalzos y de paso nos hacemos de comida para el resto del verano». Detrás suyo, sus hombres amontonaban docenas de bolsas de mercadería y las iban transportando de a poco hacia la puerta del fondo. Huirían por ahí, conforme al plan, una vez que la revolución estuviera asegurada.

- ¡Un minuto!- Gritó el Coronel, haciendo una seña a sus artilleros.

- Bien, vayan saliendo por atrás que yo voy a entretener al milico éste - Dijo Lechín a sus hombres, buscando algún trapo blanco para simular la rendición. Alguien le pasó un repasador y una caña de pescar - ¡Qué van a tirar, milicos cagones!

- ¡¡Fuegoo!! - Ordenó Verón, cuando aún no se había cumplido el plazo. Hubo un segundo de silencio y después, una llamarada salió por la boca del cañón y casi al mismo tiempo, una espantosa detonación que hizo temblar los cimientos del pueblo. Antes de que nadie pudiera entender qué sucedía, el supermercado se conmovió con una explosión infernal y miles de fragmentos de vidrio y mampostería volaron en todas direcciones, multiplicando el estampido inicial con una increíble variedad de pequeños ruidos variopintos. En segundos, todo el lugar se llenó de humo y polvo en suspensión.

- ¡Y tiró nomás, el hijo de puta! - Murmuró el Doctor Epaminondas, destapándose los oídos. Se escuchaban gritos y maldiciones desde el interior del local. Impertérrito, el Coronel se acercó hacia el boquete que había dejado el bombazo y preguntó:

- ¿Estás ahí, Lechín? ¿Vamos a hablar de rendirnos, ahora?

Más sorprendido que asustado, el audaz se quitó el polvo que le cubría la cara y miró en derredor. Sus hombres, despatarrados por todas partes, no parecían estar heridos, aunque se veían aterrados. Les dijo:

- Muchachos, mientras yo hablo con ese putarraco, ustedes vayan sacando la mercadería y la llevan al monte, como quedamos. Después los alcanzo.

Levantó la bandera de parlamento y la hizo flamear sobre su cabeza, para que el enemigo pudiera verla. Verón soltó una risita. Dejó la fusta en manos de Gallinar y entró al supermercado, metiéndose por el agujero del cañonazo. Altanero, recorrió con la mirada los rostros hostiles, volvió a sonreir y luego se acercó a Lechín, que seguía con su repasador en alto.

- ¿Vos sos el jefe de la banda? - Preguntó, casi con amabilidad.

- Soy el comandante Pablo Lechín.- Respondió el rebelde, considerando que el peligro corrido lo facultaba para elevarse el rango. Se sentía aliviado de que el militar tuviera un aspecto tan civilizado. - ¿Y usted, oficial? ¿Comanda la fuerza enemiga?

- Así es - Respondió Verón, sonriéndole como para hacer las paces. Estiró la mano derecha y al mismo tiempo que estrechaba la diestra de Lechín, sacó con la izquierda una pistola, se la asentó en la frente y le voló los sesos de un tiro, igual que hiciera una vez con el Gringo Gasparutti. Pablo Lechín se derrumbó sentado, como si se le hubieran cortado los circuitos. Después de un segundo interminable, su cuerpo se fue deslizando hacia atrás. La sangre saltó por el hueco del cráneo, alegre sangre roja y oscura, que se desparramó por el piso del supermercado. Sus hombres, escuálidos y sucios, quedaron boquiabiertos.

- ¡Sargento Gallinar! - Exclamó el Coronel y al instante irrumpió un pelotón de carapintadas, con el Sargento al frente. Verón les señaló los aterrorizados insurgentes y dijo: - Ahí los tienen. Sin tiros, pero no quede ni uno en pie.

Fue una carnicería, pese a que los trescientos invasores emprendieron una desesperada huída por los fondos y a que muchos de ellos se defendieron con uñas y dientes. Nada pudieron los serruchos, los machetes nuevos, ni siquiera los martillos, contra la ferocidad estudiada y profesional de los soldados, que acabaron con ellos a culatazo limpio, quebrando huesos, rompiendo dientes y hundiendo narices hasta que el salón fue un campo de batalla sangriento y deshonroso. Es cierto que algunos escaparon - no más de treinta - y que el único muerto fue el pobre Lechín, pero nadie puso en duda la palabra de Verón cuando a la medianoche juró, fríamente, que el domingo no quedaría un sólo Descalzo vivo. Encerraron a los vencidos en el canchón municipal y mandaron dos reclutas a enterrar al caído, acompañados por Pericles y Epaminondas, testigos a la fuerza. Poco antes del amanecer, el Coronel hizo arrastrar el cañón hasta la entrada misma de la Municipalidad, como para advertirle a Aristóteles de qué lado estaba la fuerza. En cuanto al tanque, lo hizo estacionar al lado del supermercado y ordenó a los soldados acampar en la plaza, donde esperarían los próximos sucesos. Dos horas más tarde, ya en la mañana del viernes, un campesino llegó al trotecito con un mensaje de Camilo Insaurralde, declarando abierta la rebelión y hasta las últimas consecuencias.

El Coronel sonrió, satisfecho.

 

 

***

 

Capítulo 26

 

(En el que, después de una breve campaña militar, todas las casualidades y los odios

entretejidos a lo largo de veinte años, se dan cita en la escuela rural, donde pronto

comenzarán a suceder muchas cosas terribles, cumpliéndose las profecías)

 

CXXV

 

C

on el corazón desgarrado por la pena, Terámenes veía a los muchachos - sus muchachos - lanzarse al abismo. Si era cierto que había sido la locura de Lechín la que terminara por empujar la desgracia, llevándola a un punto sin retorno, también era verdad que el precipicio al que se asomaban se los había enseñado él mismo, impulsándolos a asumir un liderazgo tal vez demasiado grande y definitivo. Devolver los fusiles, como predijo Camilo, no sirvió de nada; Verón había lanzado el desafío público de acabar con ellos de todos modos. Eran el enemigo natural. Algo mucho más hondo y peligroso que los rivales en una elección a Intendente. Los muchachos - sus muchachos - representaban la utopía, la magia que inquietaba a los hombres desde el principio del Tiempo. Un cambio absoluto de roles. Arriba los de abajo, como en los tiempos de la revolución sesentista. La imaginación al poder, como en los entreveros de los bulevares parisinos. El triunfo de las preguntas sobre el estatismo de las respuestas. Un mundo nuevo, capaz de enceguecerlos con su brillo sin razón. Cuando llegaron las noticias de la disparatada invasión, Camilo comprendió que la suerte estaba echada y envió a los campesinos a sus casas. No fue fácil, pues ellos querían continuar el boicot y el anticipado regreso les sonaba a retirada. «No tiene sentido», dijo él, con firmeza. «Pechos descubiertos contra fusiles, suena muy heroico, pero nunca vamos a ganar. Vuélvanse a sus casas y dejen que nosotros arreglemos ésto». Obedecieron, aunque a regañadientes. Y se pasaron la noche caminando por el valle, con las manos vacías. «Esta también es nuestra lucha, no vamos a quedarnos quietos mucho tiempo», dijo uno de ellos, perdiéndose en la oscuridad. Camilo sintió un nudo en la garganta. Luego reunió a sus compañeros en la escuela y planteó su posición:

- Ellos confían en nosotros, pero por éso mismo no podemos llevarlos al matadero; lo que propongo es que nos alcemos nosotros y nadie más. Si vencemos, el triunfo será para todos. Si perdemos, la derrota será sólo nuestra.

- ¿A qué te referís, exactamente? - Preguntó Efigenio. Hablaban en completa oscuridad, caminando de regreso hacia la escuela. Muralla patrullaba en silencio, olisqueando el aire.

- Terminó el tiempo de las hermosas palabras, de los profundos pensamientos  - Dijo Camilo - Es época de mostrar si somos capaces de convertir nuestras ideas en acción, a cualquier precio. ¿No lo conseguimos del modo legal? Bien, nos quedan otros caminos, si tenemos las agallas...

- ¿Cual es la propuesta? - Se oyó preguntar a León, aunque todos suponían ya por qué lado iba el pensamiento del líder.

- Vamos a armarnos y a enfrentarlos - Respondió Camilo y fue como si un ramalazo de electricidad pasara a través de todos ellos - Sé cómo conseguir fusiles otra vez.

- ¿Y luego? Ellos tienen un ejército - Dudó Ulises.

- Soldados de verdad, no son más de cuarenta o cincuenta - Dijo Carápulo, que en secreto había sido enviado por Camilo a averiguar - el resto son reclutas.

- Pero tienen un tanque de guerra.

- Ah, sí, con dos o tres balas para mostrar en los desfiles, ni nafta les queda.

- Y no podrán andar arrastrando su cañón por todo el valle - Agregó Chavarría, mientras subían por el terraplén que daba al patio de la escuela. Terámenes salió a recibirlos y Camilo lo puso rápidamente al tanto de la situación. Luego agregó:

- De todos modos, por más que tengamos fusiles, mi idea no incluye tirotearnos con ellos, sino dar golpes aislados, aquí y allá, aprovechando que somos pocos y podremos escondernos en cualquier parte. Toda la gente estará con nosotros, no podrán cubrir todo el valle, se los digo, los volveremos locos hasta que tendrán que negociar.

- ¿Y para qué los fusiles, entonces? - Preguntó el cura, sospechando la respuesta.

- Porque no pienso dejarme matar como Pablo Lechín - Respondió Camilo - Por éso nos vamos enseguida, además. Acá podrían rodearnos fácilmente.

- Entonces ¡Estamos alzados! - Exclamó alguien y algunos soltaron unas risitas nerviosas.

Rápidamente, cargaron frutas y bidoncitos con agua para el viaje, pues saldrían en minutos más hacia el único sitio en el que a Verón no se le ocurriría jamás esperarlos: el mismísimo cuartel. Camilo llamó aparte a Efigenio y lo envió a avisar a los campesinos lo que estaba ocurriendo, con la advertencia de que por ningún motivo debían mezclarse en líos con Verón. «Nos encontraremos el sábado por la noche, en el vagón del loco Ibrahim; de ahí veremos qué hacemos», fue la consigna. Efigenio partió de inmediato. Con las primeras luces del viernes, el resto de los Descalzos abandonó la escuela por los fondos, rompiendo monte. El cura los abrazó uno por uno, sin decir palabra. Sólo a Camilo, muy breve, le dijo algo que nadie más pudo escuchar. Luego se fueron, escabulléndose entre el follaje. Cuando se quedó solo, Terámenes se sentó en el tronco que le era habitual, el mismo que ocupaba la primera vez que Camilo llegó a la escuela. Se tapó la cara con sus enormes manos y se quedó allí, pensando mil cosas hasta el momento en que el Ejército llegó a arrestarlo.

 

CXXVI

 

El Regimiento «Rolando Serrano» no estaba tan lejos, pero con la poca experiencia en marchas y los nervios del momento tardaron casi un día en llegar. Agotados y hambrientos, se dejaron caer en un bosquecillo desde el que se podía ver que el cuartel estaba casi vacío. Sólo un guardia a la entrada y quizás un par de docenas de reclutas, diseminados por las barracas. «Habrá que esperar», dijo Camilo y se echó a dormir, sin más trámite. Algunos lograron imitarlo, pero el resto permaneció despierto, expectante. Abajo, entre los soldados, no sucedía nada del otro mundo. Cuando se hizo de noche, los conscriptos desaparecieron y las luces se apagaron. En el portón sólo quedó un vigilante, aburrido y somnoliento, como si la guerra le quedara demasiado lejos. «¿Qué hora es?», preguntó Camilo, despertándose sobresaltado. «Medianoche», respondió León. «Bien, vamos por nuestras armas», dijo Camilo, poniéndose de pie de un salto. Muralla lanzó un gruñido. “Shh, carajo, que es una sorpresa”.

Fue un golpe perfecto, lo que dio la falsa idea de que había sido planeado y ejecutado por expertos. No había nada de éso, claro, sólo la imprevisión de Verón, la audacia de los Descalzos y la ayuda - ésta sí, planeada - de Zenón, que abrió el portón del arsenal y les entregó las armas y las municiones, además de mochilas, cantimploras y alimentos enlatados. «Ahora sí que estamos en campaña», dijo Carápulo, masticando a las apuradas una galleta cuartelera. Muriéndose de la risa, los demás corrían ya hacia el monte, dejando al único guardia atado de pies y manos, vendados los ojos, amordazado y tan asustado que no hubiera hecho nada aún si lo dejaban suelto. A la mañana siguiente, cuando los reclutas despertaron, encontraron al al orgulloso Regimiento pintarrajeado del piso al techo por letras anarquistas: «Verón se la come», «Manfredini corrupto y tramposo», «Viva Farjat intendente», «Gallinar gallina» y otras lindezas por el estilo. Los insurrectos habían volado hacía rato, tragados por la selva que empezaba en la sierra.

- Me dieron un golpe y ya no supe más nada, mi Coronel - Fue la compungida respuesta del centinela, castigado por su debilidad a un mes de calabozo. Verón estaba fuera de sí, ciego de rabia por la humillación recibida. A los veinticinco reclutas que no escucharon nada también los castigó, por imbéciles, a marchas forzadas, descuereos y vigilancia nocturna durante diez días. En cuanto a Zenón, soldado de larga experiencia y confianza, lo hizo declarar varias veces, hasta asegurarse de que no mentía:

- Yo estaba revisando los portones cuando me emboscaron - Perjuraba - Eran tres tipos, con las caras tapadas. Me pusieron un cuchillo en la garganta, ¿Lo ve?... mire el raspón, aquí. Luego me taparon la boca con cinta de embalar y me empujaron al patio para que les abriera el arsenal, pues se nota que sabían que soy el encargado. Cuando me negué, me golpearon hasta que perdí el sentido, mi Coronel. Me desperté atado, ya ve. No sé cómo no me mataron...

Y Verón le creyó, felicitándolo incluso por ser el único que había ofrecido cierta resistencia. No tardaría en enterarse que había sido el mismo Zenón quien puso fuera de combate al centinela, eligiendo además las mejores armas para entregárselas al enemigo. Lo sabría, cuando no, por boca del traidor que Camilo tenía en su pequeña tropa.

Mientras tanto, los Descalzos habían logrado alejarse lo suficiente y hasta se atrevieron entrar a un caserío llamado San Cosme, donde al amanecer reunieron a la población en la plaza. Entre vítores y festejos, Camilo discurseó un rato, anunciando que la revolución seguiría viento en popa hasta que Aquiles asumiera la intendencia. Fue otro éxito rotundo. Las muchachas llevaban flores y dulces a los insurrectos, los hombres les palmeaban la espalda y no faltó quien mandó a buscar un chasirete para retratarlos, pues eran la atracción más grande desde la invención del televisor. Allí pasaron la mañana, almorzaron bajo los algarrobos del patio parroquial, brindaron por la justicia y al comenzar la siesta dejaron a sus fanáticos y volvieron al monte. Los vecinos, emocionados, los despidieron con promesas de lealtad que muy pronto se pondrían a prueba, ya que una hora más tarde cayó el Ejército. No eran muchos, tal vez veinte soldados, debido a que el Coronel había tenido que dividir a sus fuerzas dejando un contingente en el cuartel, otro en el pueblo y un tercero en la escuela, por si aparecía Camilo. Metieron a los hombres en el almacén, encerraron niños y mujeres en un galpón y con el pueblo libre se dedicaron a destruirlo todo, arrasando los ranchitos con saña descomunal.

- ¡Que no quede nada en pie! - Gritaba Verón, descontrolado. Había decidido prender fuego al caserío cuando le llegó otro aviso del espía, advirtiendo que los Descalzos iban hacia el sur y pensaban pasar la noche en el antiguo vagón descarrillado, recuerdo de las andanzas del loco Ibrahim. El rostro del militar se iluminó. Llamó a Gallinar y le ordenó juntar la mayor cantidad posible de soldados y marchar a la antigua estación. Desde allí, bajando por la cañada, no tardarían más que unos pocos minutos en rodear a los insurrectos y exterminarlos.

 

CXXVII

 

En extraña procesión, el Doctor Epaminondas, Isabel, Niké y la pequeña Candela atravesaron el pueblo vacío y silencioso, rumbo a la Intendencia. Era la tarde del sábado, pero no se veía a nadie. Asustada, la gente se había refugiado en sus casas y  las calles estaban desoladas, patrulladas cada tanto por un jeep militar. Nueva Atenas, después de haber sido tan ardorosamente disputada, era tierra de nadie. La plaza, repleta de gente, globos de colores y promesas electorales cinco días atrás, estaba ahora ocupada por el Ejército y su tanque sin nafta. En derredor, las huellas del asalto al supermercado recordaban la tragedia, pues nadie se había atrevido a limpiar los destrozos. Era como si un monstruo terrible anduviera suelto y no hubiese quién saliera a enfrentarlo. La ciudad, antes bulliciosa y alegre, estaba tan muerta como Lechín.  En el despacho municipal, Manfredini y Caballero trataban – sin lograrlo - de comunicarse con el Coronel; nadie más estaba con ellos, pues ni siquiera el personal de limpieza se había presentado a trabajar.

- ¡Aristóteles, tenés que parar todo ésto! - Exclamó Epaminondas, entrando a la oficina. El nuevo Intendente dio un salto en su sillón, sorprendido. Se veía demacrado y confuso, distinto al triunfador implacable de otras jornadas. Miró al médico como si no lo conociera, o como si dudara que se tratara del viejo amigo de toda la vida. A su lado, Espeucipo fumaba un largo cigarro, indiferente a los violentos ataques de su enfermedad. En extremo delgado, pálido y ojeroso, parecía una sombra más, envuelta en el humo. Ninguno de los dos dijo nada, les costaba reaccionar. Pero cuando vieron a Isabel y a Niké, algo cambió en ellos. Aristóteles desvió la mirada. Espeucipo bajó los ojos. Niké se sentó en un sillón, con la niña en la falda, Isabel permaneció de pie.

- No debieron salir - Dijo por fin Espeucipo - Hay estado de sitio.

- Por éso mismo salimos - Respondió Isabel - A ver si se dejan de pavadas y le dicen al demente ése que vuelva a su cuartel y deje de matar gente ¡Sabemos bien cómo se ensañaron con esos pobres infelices que entraron al supermercado!

- ¡Usted! - Exclamó de pronto Manfredini, dando un salto en su silla - ¡Usted tiene la culpa de todo, maldita mujer! ¡Su hijo es el principal causante de esta desgracia!

¡Mentira! - Interrumpió Niké - ¡Son ustedes, tan llenos de ambición y odio!

- ¡Judas! - Rugió Manfredini, dando un terrible puñetazo contra el escritorio. Candela rompió a llorar y Niké se abrazó con ella, escondiendo el rostro.

- ¡Basta! – Gritó Epaminondas, interponiéndose. El tampoco parecía ser el mismo.

Aristóteles temblaba de pies a cabeza, pero poco a poco su rabia pareció esfumarse. Miraba a su hija y a su nieta con el rostro congestionado, sin saber qué decir.

- El problema es que no podemos detener esto - Dijo entonces Espeucipo, pasando por detrás del primo para acercarle una silla a Isabel - Lo cierto es que ya se nos escapó de las manos. Verón y el Turco Julián actúan por sí mismos, sin recibir órdenes. ¿Vos creés que nosotros hubiéramos hecho matar a ese Lechín? ¿O que tenemos algo que ver con la paliza espantosa que le han dado a esa gente? ¡Pues no!

- Bien, ¿y ahora?

- Y ahora no sabemos qué hacer - Reconoció el ex Intendente - ¡No sólo está aislado el pueblo, también estamos aislados nosotros dos, aquí adentro!

- ¡Pero Verón está persiguiendo a los Descalzos por todo el valle! - Exclamó el médico - ¿Qué va a pasar cuando los encuentre? ¡Los muchachos están armados, pero sólo son muchachos! ¿No puede hacer nada Cinoscéfalos?

- El Juez se fue del pueblo esta mañana - Respondió Espeucipo, meneando la cabeza - Y se llevó todas sus cosas, así que suponemos que no regresará jamás.

En señal de impotencia, mostró las manos abiertas y luego salió al balcón, como si hubiera olvidado las visitas. Apoyado en la baranda, se quedó mirando la plaza, absorto ante la horrible soledad de la tarde. «Aquí no hay nada que hacer», murmuró Epaminondas e Isabel se puso de pie. Manfredini seguía en silencio, mirando con extraña atención a su nieta. Niké, que llevaba once meses sin hablarle, preguntó:

- Papá; ¿querés alzar a la beba?

Aristóteles se sobresaltó y los ojos se le encendieron con una emoción repentina, pero negó con la cabeza. Se puso de pie, él también, buscó con manos bruscas un cigarro y se quedó dándoles la espalda, mientras lo encendía. Luego respondió: «Será mejor que se vayan de aquí». Oyó los pasos alejándose por el pasillo, bajando con lentitud los peldaños de las escaleras y perdiéndose entre las sombras de la tarde. Incómodo, secó una lágrima que le surcaba el rostro.

Ya en la calle, el Doctor abrazó a las dos mujeres y sin decir palabra se dirigieron hacia el Areópago, pero estaba cerrado. Golpearon la puerta un par de veces y nadie salió. En realidad, no volverían a ver a Arístipo - mucho menos a Aspasia - por largo tiempo. A Isabel se le ocurrió que tal vez Helena, la esposa de Espeucipo, pudiera hacer algo. La Negra Agustina los hizo pasar a la sala y enseguida apareció Miguelito, muy afligido: «¿Qué se sabe de Camilo?», preguntó, tomando las manos de Isabel con devoción conmovedora. El médico relató lo poco que sabían, remarcando que lo urgente era detener a Verón, antes de que fuera demasiado tarde. Miguelito se tapaba la boca con una mano y temblaba, pero apenas Epaminondas terminó de hablar corrió a llamar a la madre. Helena apareció enseguida, acompañada de Laida. «¡Candela!», exclamó la mujer de Manfredini y se abalanzó sobre la niña, llenándola de besos. «¡Gracias por traerla aquí!», dijo, entre lágrimas de alegría y aflicción. Se sentaron en los sillones y pasaron al asunto principal:

- No hay nada que hacer con Verón - Dijo Helena, acariciándose con suavidad las ojeras - Ese tipo no va a parar hasta quedarse con la intendencia y para éso tiene que acabar primero con los Descalzos. Mi marido lo sabe, aunque tal vez no se lo haya dicho.

- Lo que deben hacer es encontrar a Camilo y sacarlo del valle - Opinó Laida Fernández, con Candela en brazos - pero por lo que sé de él, se volverá loco cuando sepa que el cura Terámenes está preso.

- ¿Preso? ¿Terámenes preso? - Exclamó Epaminondas - ¡No sabía nada!

- Verón invadió la escuela, golpearon al cura y lo encerraron ahí mismo - Explicó Miguelito, temblando sin parar - ¡Díganme dónde está Camilo y yo mismo iré a contárselo!

- ¡Al contrario! - Interrumpió Isabel - ¡No debemos decírselo! ¿No ves que si se entera hará lo que fuera por rescatarlo?

Todos hablaron a la vez, cada cual intentando imponer su propio criterio, pero pronto se vio que, por mucho que discutieran, no había nada que pudieran hacer y todo quedaría supeditado al destino de cada uno. Abandonaron la mansión cuando ya era noche cerrada, caminaron hasta la casa del médico y al llegar a la puerta escucharon, sobresaltados, el eco de unos disparos lejanos, hacia el lado de la escuela rural. Entraron rápidamente.

 

CXXVIII

 

Cubierto de maleza y herrumbre, el vagón descarrilado parecía un refugio muy bueno, sobre todo de noche: ¿a quién se le ocurriría buscarlos allí? Pero Camilo estaba inquieto. Efigenio aún no aparecía. «Tal vez lo atrapó el Ejército», pensó y tuvo un mal presentimiento. Quizás fuera mejor abandonar el escondite. A su alrededor, la mayoría de los muchachos dormía, olvidados de la guerra. Sólo León y Fagúndes conversaban en voz baja, fumando para espantar los mosquitos.

- Te juro que era así mismo, igualito - Decía en ese momento el médico - Delgado, con ese airecito bohemio, medio revolucionario ya, aunque ni siquiera había comenzado a ser el que sería después...

- ¿Qué año era éso? - Preguntó León, que se había pasado el día recordando a Clara.

- Mayo del cincuenta y dos ¡Mira si pasó el tiempo, compadre! - Respondió el médico, con nostalgia - Me acuerdo que le festejamos su cumpleaños, pues era el ídolo del leprosario. Hacía de portero del equipo de fútbol y atajaba bastante bien, pero más que nada lo querían por el modo que tenía de darse con los enfermos; Imagínate, pues, no era común que los doctores confraternizaran con los leprosos y ese loco iba y venía con todos ellos, no sólo con la enamorada que tenía. Así era él. Bueno en la portería, pero un asno en el baile; no distinguía un tango de un fox trot. Por aquellos años estaba de moda un tema que se llamaba «Delicado» y a Ernesto le encantaba, pero no había modo de que lo silbara más o menos bien...

- ¿Pero estás seguro de que se trata del mismo? ¿No te habrás confundido? - Murmuró León, entrecerrando los ojos para ver mejor a lo lejos. Le pareció distinguir un leve destello en lo alto de las lomas.

- Ni duda, compadre, ni duda - Dijo Fagúndes, dejando su fusil sobre el piso del vagón - Esa mirada, te lo juro, pero este chico Camilo se le parece mucho. ¿Quién te dice? Si salimos vivos de estas primeras noches, tal vez alcancemos a ver el nacimiento de otro hombre igual ¡Me parece que fue ayer cuando se despidió de nosotros, río abajo en la balsa que le habían construido los internos! Te lo juro, compadre: apenas ví a Camilo...

En ese instante, Camilo se levantó y comenzó a despertar a la gente. «Arriba todo el mundo», fue lo que dijo, pero se le notaba la ansiedad. Muralla, que dormitaba a su lado, soltó un bufido. Ulises trató de distinguir la hora en la esfera de su reloj: tal vez fueran las tres de la mañana. El tío Parquímides II se desperezó con esfuerzo. «¿Qué sucede?», preguntó, con la voz cavernosa del desvelado. «Algo no anda bien», respondió Camilo. «Efigenio debió llegar hace horas y no vino, así que será mejor adelantar los planes: salgamos de aquí». Los rebeldes alzaron sus mochilas, colgaron los rifles a la espalda y fueron dejando el vagón, donde sólo quedó Parquímides II, por si llegaba Efigenio. «Si a las seis no viene, abandone la posta y camine en línea recta al sur, que nos encontrará», le dijo Camilo y emprendieron la marcha, perdiéndose en la oscuridad del monte.

- Si me viera Ibrahim - Suspiró el viejo, sonriendo en su trinchera. Acariciando el cañón del fusil, sintió un escalofrío que le recorría la espalda. Una mezcla de miedo y alegría, como si al fin lo temido y lo querido se hubieran unido para siempre. El viejo desquite, soñado durante décadas y barrido cuantas veces por la decepción, tomaba de pronto la forma sólida del arma, la posibilidad inmediata del disparo. A los pocos minutos escuchó unas pisadas, acercándose. Quitó el seguro y aguzó los sentidos, tensándose en su posición. Distinguió una silueta, avanzando agazapada a pocos metros. Apuntó con mucho cuidado, rogando que fuera el Turco Julián. «¡Camilo, Camilo, soy yo, Efigenio!», oyó decir. Parquímides resopló aliviado, bajó el fusil y dijo: «Tus amigos se hartaron de esperarte, ya se fueron». Se puso de pie, sonriendo, pero entonces vió que Efigenio no estaba solo. Otras figuras armadas lo rodeaban.

- ¿Qué pasa? - Preguntó - ¿Quién está ahí, con vos?

- Baje el arma, don Parquímides, son amigos - Respondió Efigenio, amistoso, pero algo en su voz lo delató. El tío de Aquiles dudó un segundo y luego quiso salir corriendo, pero ya fue tarde. Un estampido estremeció la noche y el heredero de Ibrahim cayó de bruces, atravesado por un plomo militar.

- Pobre viejo, quedó seco - Murmuró Efigenio, acuclillándose junto al cuerpo - Nos hubiera dicho hacia dónde fueron ellos.

- ¿Y por qué se irían? - Preguntó Gallinar, reponiendo el cartucho - se suponía que estarían todos aquí y sólo estaba este viejo inútil.

- Les dije que si yo no volvía pronto Camilo sospecharía - Contestó Efigenio, mientras Verón y el Turco Julián salían de su escondite y trataban de ver al muerto en la oscuridad. Decenas de soldados fueron apareciendo, poco a poco, hasta rodear el vagón.

- ¿Cual era el plan? - Interrogó el Coronel, intuyendo que la presa no podía estar demasiado lejos - ¿Adónde irían después?

- A partir de aquí íbamos a improvisar - Respondió Efigenio - Ese era el plan.

- La puta que lo parió.

Camilo había vuelto a escaparse por un pelo. Verón dejó un par de soldados con la misión de enterrar el cadáver y repartió a su tropa en tres grupos: el primero, al mando de Gallinar, regresaría al cuartel, por las dudas el enemigo buscara repetir el golpe del día anterior. El segundo pelotón, a cargo del Turco, marcharía a ocupar la Municipalidad, pues no descartaba que Camilo tuviera la audacia de intentarlo. Verón comandaría al resto del Ejército, unos treinta y cinco reclutas, en la persecución de los subversivos.

- ¡Vamos! ¡Muévanse! - Exclamó, pistola en mano - ¡No deben estar lejos!

Estaban mucho más cerca de lo que se imaginaba, pues al escuchar el disparo habían tomado la decisión de emboscarse allí mismo, a no más de cien metros del lugar donde el Coronel iniciaba su marcha. Entre la maleza, Camilo repartía su pequeña tropa a ambos lados del sendero, como si fuera un juego. «Muchachos, ¿se acuerdan de cuando el cura nos habló de Leónidas y el Paso de las Termópilas? ¡Bien, aquí lo vamos a repetir!», dijo. Se echaron boca abajo, secreteándose con gran agitación. «Si vienen siguiéndonos, les vamos a dar la sorpresa de su vida», rió Camilo y León cruzó una mirada de preocupación con Fagúndes: si caía un soldado, ya no habría modo de echarse atrás. ¿Le importaba éso a Camilo? León se lo dijo directamente:

- Si matamos un sólo soldado, habremos cruzado el Rubicón, querido amigo...

- Así es - Respondió Camilo, muy sereno - Allea jacta est.

- Bueno, ahí vienen - Anunció Carápulo Tinguitella, soltando una risita nerviosa.

- ¡Shh! ¡Todos en sus puestos! ¡Ahí vienen!

Fagúndes se persignó, observando de reojo a Pajarito Triste, que dejaba el fusil a un lado y se tapaba los oídos. El Coronel apareció en un recodo y se detuvo en seco, quizás oliendo la trampa. La treintena de soldados se amontonó a su alrededor, acezante y ansiosa. Camilo abrazó a Muralla, obligándolo a echarse al suelo. Los soldados, que habían llegado al trote, seguían inmóviles a pocos metros, sin terminar de entrar en la emboscada. A la tenue luz de la luna, podía verse a Verón escudriñar un lado y otro del camino, muy atento. Hizo una seña y un grupo avanzó al trotecito. León alcanzó a distinguir que uno de ellos llevaba una metralleta antigua, al estilo John Dillinguer. “¡Aquí están!”, gritó alguien y se desató el tiroteo. Pareció que todo explotaba y durante un tiempo indescifrable nadie comprendió nada, pues a los estampidos se sumaban los gritos y a la oscuridad, el espanto. “¡Basta! ¡Silencio!”, gritaba alguien, desesperado. De pronto, tan de repente como se había iniciado, el combate terminó y un silencio terrible se esparció por el monte, entre el humo de la pólvora. Sólo se escuchaban, como en una pesadilla, los ladridos furiosos de Muralla. El Ejército había desaparecido, dejando sobre el campo dos cuerpos casi sin vida.

- Ahora sí que la hicimos, compadre - Dijo Fagúndes, meneando la cabeza con preocupación. Uno de los soldados caídos estaba inmóvil, como muerto. El otro se quejaba, llorando entre dientes. Nadie se atrevía a acercárseles, así que siguieron ahí donde cayeron, con las armas al alcance. Un marasmo profundo, como incrédulo, siguió a la locura del tiroteo.

- Bonitas vacaciones las tuyas - Replicó León, sin dejar de mirar para el lado en que habían huido los soldados. La voz le había temblado un poco.

- ¿Algún herido? - Preguntó Camilo, arrastrándose sobre los codos.

- Pajarito Triste está muerto.

- ¡Ah, mierda!

Ante la mención de la muerte, los Descalzos fueron saliendo uno a uno de sus escondites, arma en mano. Se oyó un sollozo. Camilo llegó hasta donde yacía el cuerpo de Néstor Ottamendi y se quedó mirándolo, profundamente consternado. No se veía dónde le había pegado la bala, pero sin duda estaba muerto. Sus ojos estaban abiertos de par en par, más tristes que nunca.

- Todos supimos que esto podía ocurrir – Dijo alguien y otro soltó una seguidilla de insultos. De pronto, la realidad de la guerra le había puesto punto final a la aventura.

- ¿Qué hacemos ahora? - Preguntó Chavarría, muy agitado.

- Lo que ellos no se imaginan - Contestó Camilo, haciendo un esfuerzo por sobreponerse -Salir del monte y atacar la Municipalidad. ¡Vamos!

- ¿Y qué hacemos con Pajarito?

- Vamos a cargarlo.

- ¿Y con los soldados?

- Déjenlos ahí. Por lo menos no están muertos; ya los curarán los otros.

Fue una marcha penosa, más difícil a medida que aclaraba y podían ver el rostro pálido del muerto, mirando la nada con sus pupilas secas. Agotados y afligidos, decidieron enterrarlo en un bosquecito ralo, a pocos kilómetros del pueblo. Sin permitir la ayuda de nadie, Camilo cavó la fosa con una pequeña pala y luego, entre todos, metieron el cuerpo en el hoyo y lo cubrieron de tierra. «Perímetro González primero y Pajarito Triste ahora», dijo, con amargura. «El que quiera abrirse de esta pelea que lo haga, que nadie lo culpará por éso». Ninguno se ofreció. Desde donde estaban podía distinguirse la torre de la iglesia, los árboles de la plaza, el edificio municipal. “Tan cerca y tan lejos”, murmuró alguien. Se miraron en silencio y luego iniciaron la bajada al pueblo.  Comenzaba el domingo.

 

CXXIX

 

Con los ojos más helados que nunca, el Coronel vociferaba frente al pelotón formado en el cuartel. A su lado, Zenón escuchaba la filípica mirando al piso. Lo tenían atado de pies y manos desde la mañana temprano, luego de que Efigenio Cáceres informara quién había abierto el arsenal. Boquiabierto, Casimiro Reyes fotografiaba la escena sin poder creer lo que estaba ocurriendo. Detrás del grupo y al amparo de un alero de lona, el Doctor Epaminondas daba un vistazo a los heridos. No estaban bien, sobre todo uno de ellos, con un tiro en el pecho.  «¡Miren bien, carajo!», gritaba Verón, señalando con la fusta los catres donde yacían los soldados. «¡A éso nos lleva el comunismo apátrida!». El médico tragó saliva, preguntándose si Camilo había baleado a alguno de esos hombres. «¡A ésto nos llevaron las enseñanzas de ese cura ateo y subversivo!¡Vamos a acabar con ellos!». Los reclutas respondieron con una ovación en la que se mezclaban el miedo y el ansia de la venganza.

- ¿Para qué más sangre, Coronel? - Exclamó Epaminondas, mostrando las manos manchadas - ¡A ésto nos han llevado cien años de injusticias, no las enseñanzas de Terámenes! ¿Por qué no decís la verdad? ¡Son los crímenes y los robos de tus amigos los que provocaron esta guerra estúpida! ¡Sos uno de los principales culpables de estas muertes!

El militar enmudeció, ante la expectativa general. Zenón, pese a la golpiza, aún se atrevió a soltar una risita burlona. El Sargento se avalanzó sobre el médico y a punto estuvo de golpearlo, pero Verón lo detuvo: «Dejálo nomás que hable – dijo - ya veremos qué hacer con él cuando esto termine». Efigenio, que hasta el momento había permanecido en un oscuro segundo plano, esperó que el Coronel no lo viera y se deslizó hasta donde estaba el médico. Se tapó un poco la cara, quiso decir algo, pero el Doctor lo rechazó sin miramientos: «¡Fuera de mi vista, traidor! ¿Cómo pudiste hacerle ésto a Camilo? ¿Ya te olvidás cómo se jugó la vida para sacarte del incendio, aquella vez?». Efigenio enrojeció: «Nunca esperé que las cosas irían tan lejos», dijo, «No se suponía que hiciéramos una guerra de verdad». En ese momento, se escuchó el ruido de varios vehículos que se acercaban. Gallinar hizo sonar un silbato, decretando el zafarrancho, pero entonces vieron que se trataba de la gente del flamante Comisario Julián.

- ¿Qué hacés vos aquí? ¿No te mandé a cuidar la Intendencia? - Rugió el Coronel, encarando con brusquedad a su lugarteniente.

- ¡Pero si usted me mandó a llamar! - Se excusó el Turco, saltando a tierra.

- ¿Qué? ¿Cuándo?

- ¡Hace una hora y media! ¿Acaso no era usted, al teléfono?

- ¡Mierda, no! - Exclamó Verón, tomándose la cabeza con las dos manos - ¿Cuántos hombres dejaste allá?

- Pero jefe - El Turco reculó, nervioso - ¡Me dijo que los trajera a todos!

- ¡No fui yo, estúpido, te has dejado engañar! ¡A estas horas ya deben haber tomado la Municipalidad!

Otra vez sonó el silbato, pero esta vez era cierto el zafarrancho. Los soldados se tropezaban unos con otros en el apuro por buscar sus armas, calzarse el casco, trepar a los camiones y volar al pueblo, donde quién sabe lo que estaría pasando. Pese a la gravedad del momento, Epaminondas no pudo evitar sonreir ante la confusión causada por el engaño. «Ah, este Camilo es único», pensó, rogándole al Cielo que los muchachos pudieran huir antes de que los atraparan.

 

 

 

CXXX

 

Los Descalzos cruzaron la plaza vacía a la carrera y sin que nadie los notara llegaron a la Intendencia, donde un desamparado guardia se rindió de inmediato. El cañón y el tanque lucían sin dueño, como si los soldados hubieran tenido flojera de moverlos otra vez. Con la breve experiencia de su único día de guerra, Camilo dejó al Doctor Fagúndes de campana y distribuyó a los demás en puestos estratégicos: Carápulo, el Chato y Mefístoles en la planta baja; Segundo, Bienvenido y Temóstecles en el primer piso; Ulises en los techos y León por todas partes, como enlace. Al guardia lo metieron en un baño y lo olvidaron, pues del miedo que tenía se puso a rezar en voz alta. En el despacho, Aristóteles y Espeucipo parlamentaban entre susurros. Temerosos de lo que fuera a ocurrir, no habían querido irse a sus casas, ni siquiera por ser domingo y dieron un salto cuando ingresó Camilo, seguido de su perro. Se quedaron helados, sin poder creer lo que estaban viendo. El rebelde dejó el fusil apoyado contra una pared, hizo una seña a Muralla para que se echara afuera y cerró la puerta. Luego, cruzó a paso lento la sala y fue a sentarse frente a ellos. Aristóteles se quedó mirándolo. Hacía años que no lo tenía tan cerca y casi había olvidado cómo era. Lo observó bien. No muy alto, delgado y  pelilargo, vestido con unos pantalones mugrientos y una camisa oscura, con los faldones por fuera. La culata de una pistola sobresalía de un bolsillo, con estilo amateur. «No es más que un chico», pensó, recordando que Laida le había dicho una vez lo mismo. «Un chico jugando a la guerra», repitió en voz baja, notando las manchas de sangre en el pantalón del muchacho. Quizás ya había matado a alguien.

- Ahora entiendo - Dijo Espeucipo, sonriendo con naturalidad - Fuiste vos el que dio la orden de retirada, ¿verdad? Hay que reconocerte la audacia.

- Esta madrugada corrió sangre - Respondió Camilo, ignorando el tono conciliador de Caballero - y van a morir muchos si ustedes no detienen ésto. Ahora mismo, el Ejército debe estar viniendo para aquí.

- El único modo de detener ésto es que dejés las armas y te entregués con tu gente; demasiado daño has hecho ya - Replicó Aristóteles, hablando con amargura. ¡Qué lejos estaba del hombre poderoso que Camilo recordaba!

- Usted se engaña; Verón no se va detener por mí, pues ahora viene también por ustedes y el puesto de Intendente. Si ataca, los matará a ustedes también.

- El chico tiene razón - Aceptó Espeucipo, levantándose a mirar por la ventana.

- ¿Y qué carajo podemos hacer, entonces? ¿Unirnos a su banda de criminales? - Preguntó Manfredini, recuperando algo de su antigua soberbia.

- Renuncie al puesto y nombre Intendente a Aquiles - Dijo Camilo, con firmeza - y convoque a toda la gente, antes de que sea tarde. Verón no dudará en abrir fuego contra los campesinos, pero será muy distinto si los que se le oponen son los ciudadanos de Nueva Atenas. Llame a la gente y salve a esta ciudad de nuevas desgracias: aún estamos a tiempo de salvarnos de esta locura.

- Ah, tenés miedo - Respondió Aristóteles, haciendo una mueca de desprecio - El maldito desgraciado que violó a mi hija tiene miedo de morirse...

Camilo se quedó mirándolo unos segundos, como si no hubiera entendido la frase. Luego se puso de pie otra vez, sacó la pistola y la dejó sobre el escritorio, al alcance de Aristóteles. Entonces se retiró varios pasos, atravesando a su suegro con una mirada helada.

- Yo no hice tal cosa – Dijo, girando poco a poco hasta darle la espalda - Pero si usted lo cree de verdad, haga lo que le corresponde hacer como hombre. La pistola está cargada.

El aire de la sala se tensó de un modo espantoso. Durante algunos segundos, Manfredini permaneció inmóvil, sopesando la altanería del muchacho. Después, de pronto, se avalanzó sobre el arma, la tomó y apuntó a Camilo, temblando de furia. Espeucipo se quedó petrificado.

- ¿Y? - Desafió Camilo - ¿Va a tirar o no? Tal vez sea usted el que tiene miedo.

- ¡Me robaste a mi hija, desgraciado, maldita la hora en que tu madre te parió en esta ciudad! - Gritó Aristóteles y Camilo se volvió de inmediato contra él, furioso:

- ¡No nombre a mi madre! - Exclamó, empujando a Manfredini, que seguía apuntándole. Espeucipo corrió a interponerse entre ellos, mientras Muralla ladraba rabioso detrás de la puerta:

- ¡Basta, los dos! - Gritó Espeucipo, tirando de Camilo con una mano y apartando a su primo con la otra - ¡El problema ahora es Verón! ¡Es cierto que si no se detuvo ante Terámenes, que es un cura, menos se detendrá ante nosotros!

- ¿Qué pasó con Terámenes? - Preguntó Camilo, olvidándose del suegro.

- Verón invadió la escuela y lo tiene preso ahí mismo - Explicó Espeucipo.

- Bien, esta reunión terminó y cada uno sabe lo que tiene que hacer - Dijo Camilo, alzando su fusil y abriendo la puerta. Muralla entró a la habitación y Aristóteles bajó el arma, dejándola sobre el escritorio. Espeucipo se volvió a mirar por la ventana: algo sucedía ahí afuera. De pronto, se oyó un disparo y Camilo corrió al pasillo. «¡Es el Ejército!», anunció Ulises, que acababa de bajar del techo. «¡Le dieron un tiro al amigo de León!». Bajaron por las escaleras tan rápido como pudieron, mientras Caballero salía tras de ellos, gritando: «¡Vayan por atrás! ¡Ahí está mi camioneta con las llaves puestas!». Quién sabe por qué lo hizo y por qué Camilo le creyó, pero hicieron lo que les indicaba. “¡Ay, la puta madre!”, exclamó una voz parecida a la de Carápulo. Se oyó una ráfaga y un par de explosiones raras, que nadie supo identificar. Cuatro balazos atravesaron la chapa del vehículo, justo en el momento en que Camilo, Ulises y el perro se metían adentro. Con la urgencia del caso, puso el motor en marcha, aceleró a fondo y atropelló sin miramientos el portón del fondo. Ya en la calle, derraparon sobre el asfalto, rompieron un faro contra un poste de la luz y frenaron dos metros más allá, para dar tiempo a los demás muchachos a trepar a la caja. Recién entonces escaparon a todo dar, bajo una lluvia de balas. Detrás de ellos quedaba el Doctor Fagúndes, médico alergista en tiempos normales e idealista de vacaciones, muerto en la vereda, con los brazos en cruz. Un soldado le quitó los documentos y demostró con ellos que el conflicto tenía ramificación extranjera: ¡era cierto que la subversión internacional los estaba invadiendo!

 

 

CXXXI

 

La noticia de que Camilo había tomado la Municipalidad corrió tan de prisa, que nada pudo hacer Verón para amortiguar sus efectos. Los campesinos lo festejaban como un triunfo y ajustaban la dureza de la huelga que se había iniciado, pero muchos querían unirse al combate de un modo más expeditivo. El valle era – como suele decirse en estos casos - un polvorín a punto de explotar y a Verón no le quedó más remedio que disponer la mitad de sus tropas en una constante vigilancia. La rebelión, tantas veces incubada y por fin desatada, parecía una fuerza que nadie podría detener. «¡Pavadas!», exclamaba el Coronel, cada vez que alguien sugería dar marcha atrás en el tremendo lío. «¡Yo les voy a dar a esos comunistas, ya van a ver!» Para empezar, hizo fusilar esa misma tarde al Cabo Ferrás, delatado por Efigenio y despenado por los hombres del Turco, pues ningún soldado quiso apretar el gatillo contra el compañero. Lo ataron a un árbol, cerca de la laguna donde Carocito se enamoró de Narciso. Le dijeron que cerrara los ojos y ahí nomás, le metieron dos tiros en el pecho. Sorprendido, pues nunca llegó a creer que la guerra sería una guerra de verdad, agonizó un largo rato, mirando con tristeza en derredor. Desmoralizada, la tropa fue enviada a acampar en la plaza, mientras Verón se apersonaba en la Intendencia a interrogar a Espeucipo.

- ¡No me podés decir que no sabés para qué lado tomaron! – Gruñía el militar.

- ¿Y cómo carajo querés que sepa para dónde fueron? - Protestaba el ex Intendente - Si ya te ocuparon el cuartel y la municipalidad, no sé qué pueda faltarles...

- Se fueron para lo del cura Terámenes - Informó Manfredini, descubriendo que su odio por Camilo superaba su aversión por Verón. Pero el Coronel no le creyó, pensando que los primos se habían confabulado contra él. Para la hora en que tomó en serio el dato, Camilo ya había atacado y tomado a sangre y fuego la escuela, acabando en la batalla con los célebres Agripino Malatesta y Raúl Mendonça. El Tuerto Ozuna, gravemente herido, también estaba fuera de combate, lo mismo que una docena de soldados sin rango. Cuando le llegó la noticia, Verón se mordió los labios hasta hacerlos sangrar y juró, por Dios y por el Diablo, que en veinticuatro horas arrasaría “ese nido de comunistas” con todo lo que hallara adentro. «No quiero a nadie vivo», ordenó, mandando a llamar a los mismos reclutas que horas antes despachara a vigilar los caminos.

Cuando el último soldado abandonó la plaza, Aristóteles abrió un cajón del escritorio, sacó una hoja en blanco y escribió su renuncia sin decir una palabra. Firmó con trazos desangrados y fue a encerrarse en su mansión, más triste, más grande y más silenciosa que nunca. Al anochecer del domingo, sólo Espeucipo permanecía en la Intendencia, ahogado por la tos y cuidando un despacho que ya no era suyo.

 

CXXXII

 

Era la última noche de la guerra.

Cubierto de sudor, sangre y mugre, Camilo fumaba un cigarrillo y hablaba en voz baja con el cura Terámenes, recién liberado. Habían librado una terrible batalla, un tiroteo de dos horas que dejó un tendal de heridos entre los soldados y en la pequeña tropa de los Descalzos. El Chato Ortiz, Temóstecles y Ulises estaban malheridos. Carápulo Tinguitella, viejo y querido compañero de la escuela primaria, había sido herido en la plaza y se les había muerto, de modo que para resistir el ataque final sólo quedaban cinco hombres sanos y algunos cartuchos. Sin embargo, nada parecía desalentar a Camilo, que ilustraba el frente de la escuela con un letrero que decía «Organización Campesina Perímetro González».

- No debiste liberarme - Gruñía el sacerdote, meneando la cabeza con amargura - Nadie vale las vidas que se perdieron esta tarde. Vamos a parar esto, Camilo, vamos a detenernos acá mismo. Ya nos han matado a dos chicos, más el tío de Aquiles y el amigo de León. Dicen por ahí que han fusilado a Zenón. Nuestra pelea, nuestra vida misma, no vale la sangre de los otros, hijo…

- Peleamos por mucho más que la vida de alguien, padre - Respondió Camilo, triste pero firme - Se trata de defender una idea, un sueño que es eterno y que por ahora, sólo por ahora, está representado por nosotros. Mañana estaremos muertos, seguramente, pero de acuerdo al modo en que caigamos nuestro sueño seguirá en pie o caerá con nosotros.

- Te estás poniendo cursi, hijo - Murmuró el cura, sonriendo con pesar - ¿Realmente creés que la muerte puede ser gloriosa? No será más que miedo, sangre y dolor, como hoy.

- Ya lo sé - Dijo Camilo - pero mucho más se perderá si nos echamos atrás; si hacemos éso, la muerte no habrá servido de nada. Yo tampoco valgo la vida de ellos, padre.

- ¿Y éso es motivo para querer morir mañana?

- Yo no quiero morir. No sé si tendré el coraje de enfrentarlo bien.

- Eso es soberbia.

- No; es humildad. Tengo miedo de no estar a la altura de lo quiero representar.

- ¿Y qué es éso?

- La lucha, padre. Quiero representar la lucha de todos los hombres que han luchado antes y de los que lucharán después, cuando ya no estemos aquí. La lucha de mi padre, enfrentándose al mundo desde su arte silencioso. La lucha de mi madre, cruzando el océano para tenerme aquí, en este pueblo y no en otro. ¿Por qué tuvo que ser así? No lo sé, claro, pero no me importa. Todo fue como tuvo que ser.

- ¿Y ese determinismo?

- Ah, de éso se trata, al fin y al cabo. Lo he comprendido, padre. Nuestra libertad es absoluta, a condición de que no exceda ciertos límites. Todo está escrito y previsto dentro de un marco; fuera de él, sólo podemos soñar.

- No es cierto, Camilo. Podrías saltar el muro por el fondo y perderte en la oscuridad, huir a otro país. No volver nunca, ser libre de tu destino. ¡Salvarte!

- Falso, padre. A partir del momento en que saltara el muro dejaría de ser yo mismo. Mi destino no es más que una prolongación de mis sueños, así que, ninguno de los dos viviría sin el otro. Prefiero morir aquí.

- No sé, muchacho, no sé. Presiento que mañana habrá un milagro - Dijo el sacerdote, cruzando sus gruesos dedos sobre el pecho - ¿te acordás cuando Verón me dijo que un Rosario no para una bala? Bueno, tal vez sí lo haga. Rezo intensamente para que Dios impida esta tragedia. Verón no sabe que esta escuela le pertenece a Dios, no a mí.

- Verón está loco.

- Todos lo estamos, Camilo, pero de locuras distintas.

Se quedaron en silencio. Al rato, un rumor de pisadas los puso en guardia. Agazapados en la oscuridad, varios hombres se acercaron hasta ellos. Muralla movió la cola con entusiasmo: eran el Doctor Epaminondas y Aquiles Farjat. «¿Qué hacen ustedes aquí?», preguntó Camilo, disimulando la alegría que le causaba tenerlos cerca otra vez. «¿Acaso no saben que se pudrió todo?». Los hombres se estrecharon las manos en silencio y enseguida el médico hizo llevar a los heridos al dispensario, donado por él mismo en los tiempos en que la guerra era impensable. «Por éso mismo estamos aquí, antes de que Verón cierre completamente los caminos», explicó Aquiles, «Dejamos el auto del Doctor por aquí cerca». Luego pidió un arma y se unió a la guardia junto a León, muy apenado por la muerte del médico de Iquitos. «Pobre loco», decía a cada rato. «Venir de vacaciones y terminar así, muerto a tiros en una guerra ajena». Aquiles, sin poder creer aún en lo que se había convertido la elección a Intendente, respondió: «Algo me dice que para Manuel Fagúndes, esta guerra no le era nada ajena».

- ¿Y vos, Aquiles? - Preguntó León, sintiendo que ya nunca volvería a ver a Clara - ¿Por qué viniste a meterte en la boca del lobo? ¿Para qué?

- Será el destino familiar - Repuso el frustrado candidato - ¿Qué más podía hacer? Todo esto fue por mi maldita idea de ser Intendente, mirá vos; hasta mataron a mi tío, otro loco idealista. No sé, León, quizás sea cierto que uno nunca muere por las razones que quisiera, pero entre todas las razones que se me ocurren ésta no es del todo mala. En fin; aquí estoy, pero espero sobrevivir.

- ¿Cómo supiste lo de tu tío?

- Lo supo Epaminondas, mientras atendía a los heridos del cuartel. ¡Qué locura!

- Tiene razón Terámenes, estamos todos locos. ¿Sabías que hirieron a Ulises?

- ¡No! ¿Dónde está?

- Ahí atrás, con los otros. Andá a verlo.

Con escaso sentido militar, Aquiles dejó el fusil que le acababan de dar y fue a toda prisa hasta donde el médico curaba - es un decir - a los heridos. Su viejo amigo Ulises, compañero de toda la vida, estaba inconsciente. Tenía un tiro cerca del hígado y otro en el hombro izquierdo, con salida por la espalda. «Está muy mal», dijo Epaminondas, con tristeza. Todo lo que había podido hacer era lavarle las heridas y aplicarle merthiolate. Aquiles dejó escapar un sollozo. «¡Dios mío, que no se muera!», murmuró, acariciando la frente del secretario de campaña y recordando cuando iban a la escuela, juntos, montando un mismo caballo. ¿Cómo podían haber sido tan felices, sin darse cuenta? «Andá con los otros, Aquiles, no hay nada para hacer acá», le dijo el médico, empujándolo un poco. «Yo no quería ésto», dijo el candidato, antes de desaparecer en la oscuridad.

Bajo un silencio angustiado, los Descalzos se repartieron las guardias y turnos para dormir.  Cuando a Camilo le tocó descansar - entre las dos y las cuatro – fue a acostarse en la barraca de los estudiantes, en el mismo catre en el que tantos años antes durmiera por primera vez fuera de casa. Recordó aquella lejana noche de la infancia, asustado por la negrura de la noche y los mil ruidos del monte, aquel primer temor de su vida. Cerró los ojos, temblando por un escalofrío que le quitaba el aire. Tenía, otra vez, un miedo atroz.

 

 

***

 

 

 

 

 

 

Capítulo 27

 

(Las ideas no se matan, pues generalmente alcanza con matar a quienes las enarbolan.

Es el final)

 

CXXXIII

 

A

 las cuatro de la mañana se levantó un viento frío y presagioso, anunciando lluvia, aunque poco después amainó. En la escuela rural, el silencio y la quietud eran absolutos, como si no hubiera nadie. Entre la arboleda, en cambio, comenzaban a despertarse las aves y un concierto de trinos brotaba de la oscuridad. Pero no todos dormían. En la cocina, el cura preparaba café, mientras Epaminondas vigilaba el sueño de los heridos. Los centinelas, adormecidos por el peso de una noche demasiado larga, cabeceaban sobre sus fusiles, aguardando el relevo. Camilo abrió los ojos con desconfianza, sorprendido de la quietud que reinaba en derredor. Había estado soñando que el Ejército los atacaba y que el ruido era infernal, así que le costó un poco habituarse a la placidez profunda del amanecer. Todo estaba en una absurda calma, como si la guerra no hubiera sido más que pesadilla. De pronto, un par de chistidos lo pusieron alerta. Tomó el fusil y salió al patio, pegando el cuerpo a la pared de madera. Por el terraplén que bajaba al camino, dos hombres subían al trotecito. Los centinelas dieron el alto y los extraños respondieron con voces amistosas. Camilo observó que se saludaban con abrazos y pensó que debía tratarse de Efigenio, perdido antes de ayer. Echó el fusil al hombro y bajó a ver qué pasaba.

- Tarde, pero seguro - Saludó Efigenio, acercándose. El otro individuo era el ingeniero Ruiz.

- ¿Qué te pasó? Ya te daba por muerto, cuanto menos - Dijo Camilo, estrechando sus manos con alegría. Efigenio respondió que había tenido que hacer un gran rodeo para no ser atrapado, pero que pese a las dificultades había cumplido la orden de avisar a los campesinos lo que sucedía. «La cosa está muy brava allá afuera», agregó, «El Cabo Zenón fue fusilado». El anuncio de la muerte de otro amigo golpeó a Camilo, que cerró los puños con impotencia. «Vengan, vamos adentro que siento olor a café», dijo después, pasando un brazo sobre el hombro de Ruiz.

- Corren malos tiempos para la ingeniería agronómica - Gruñó el cura, cuando los vió aparecer en la cocina - ¿Qué le ha dado a usted, Manganeso? Que el loco de Efigenio aparezca, bueno, pero usted...Lo creía un hombre serio.

- Esta también es mi escuela - Contestó Ruiz, emocionado - Y los que la defienden son mis alumnos, así que lo pensé, lo decidí y... ¿es cierto que hay heridos?

- Murieron Pajarito Triste y Carápulo.

- Ay, Dios, me matarán a mí también - Profetizó Manganeso, tomándose la cabeza.

- Locos, todos locos - Murmuró el sacerdote, repartiendo las tazas de café humeante. Había sido que los recién llegados se encontraron de casualidad junto al portón de la escuela, dudando entre entrar o seguir de largo. «Mirá si nos reciben a los tiros», era la preocupación. Rieron, pese a todo y enseguida salieron a unirse a Aquiles y a León para una nueva guardia. Comenzaba a aclarar.

- ¡Viene una camioneta! - Exclamó Bienvenido Morales, de posta a unos cincuenta metros de la entrada principal. Se soltaron los seguros de los fusiles y se echaron cuerpo a tierra, pero casi enseguida se vió ondear un trapo blanco por la ventanilla del conductor. Era Pericles, acompañado de dos hombres. Dejaron el vehículo cruzado sobre el terraplén y bajaron a las apuradas, armados los tres. Uno de los individuos caminaba con mucha dificultad, apoyándose en un par de muletas. «¿Quiénes son ésos?», preguntó León. Pericles hizo pasar a sus acompañantes y los presentó:

- Camilo, no sé si te acordás de Filipo González...

Recién entonces, Camilo recordó al antiguo enamorado de Isabel, herido para siempre por un balazo del Turco Julián. «Nunca lo olvidaré», le había dicho aquella vez Camilo, pero la verdad es que lo había olvidado y ahora no sabía cómo agradecer una nueva prueba de lealtad. Sin soltar el fusil, estrechó en un abrazo a Filipo, que dijo:

- Te aviso que el Ejército se prepara para caernos encima - Luego, bajando la escopeta que traía a la espalda, señaló su pierna tullida, agregó - Y no pienso perderme la oportunidad de cobrarme esta deuda, muchacho.

- Yo soy Natalio Oviedo - Intervino el tercer hombre, tratando de enfocar a Camilo a través de sus gruesas gafas. Era muy delgado, pálido y de aspecto enfermizo, pero los ojos le brillaban con determinación. Cargaba un viejo Mauser de la Guerra del Chaco, una bolsa con municiones y una rabia vieja y enquistada - Quizás ninguno de ustedes me conozca, pero llevo veinticinco años esperando este momento - Explicó, mostrando una fea cicatriz en la frente - No es sólo que esté con ustedes; Verón y Gallinar me deben ésta y estoy aquí para cobrárselas.

- Esto parece una cooperativa de deudores - Bromeó Camilo - Sólo espero que se den cuenta de que quizás no salgamos vivos de aquí.

- Báh, a nosotros ya nos mataron hace muchos años - Respondió Natalio y Filipo asintió.

- Mejor nos dejamos de filosofía y empezamos a planear una defensa - Interrumpió Pericles, mirando en derredor - quizás yo no sea un general, pero al menos fui Comisario toda la vida y algo entiendo de tiroteos. Vení, Camilo, a ver qué podemos hacer.

A las seis en punto apareció el primer camión militar y se estacionó a unos cien metros, hacia la derecha, donde una treintena de soldados se atrincheró en una hondonada, al mando de Gallinar. «Lo único seguro es que no pueden atacarnos por la espalda», advirtió Pericles, «La loma es demasiado empinada y les llevaría días enteros rodearla o treparla: atacarán por el frente, ya van a ver. No nos van a poder sacar de aquí». Así pues, establecieron una primera línea defensiva amontonando pupitres, mesas, sillas y cuanto cachivache hallaron adecuado. Quizás no fuera muy sólida, pero se veía nutrida y al menos serviría para proteger de las balas al grupo de Camilo, Pericles, Natalio y León. Un poco más atrás, tal vez a unos veinte metros, había una segunda línea, integrada por Bienvenido, Filipo y Aquiles. El resto del batallón, seis hombres de los cuales tres estaban heridos, se abroquelaba en la barraca de troncos, junto al cura y al médico. A las seis y media llegó el segundo camión y se ubicó a la izquierda, cerrando de este modo toda posibilidad de escape. «No importa; en el peor de los casos, siempre podremos salir rompiendo monte. Recuerden que tenemos esa sendita que nadie más conoce», recordó Camilo, observando a la distancia las evoluciones de Verón y los suyos. Calcularon que había unos setenta soldados, más o menos.

- ¡Camilo Insaurralde! - Exclamó entonces el Coronel, utilizando un megáfono. Su voz retumbó durante varios segundos, creando ecos estremecedores por las serranías cercanas - ¡Tienen dos minutos para rendirse o entramos a buscarlos!

El cura Terámenes, que había estado ayudando al médico, salió de la barraca y se encaminó resuelto hacia el portón de entrada, donde lo detuvo Camilo:

- Espere, padre, ¿qué hace?

- ¡Ese bastardo no entrará a mi escuela! - Gruñó el cura, librándose de su protegido y saliendo ágilmente al terraplén - ¡Verón! ¡Venga aquí, de hombre a hombre!

El Coronel lo vió aparecer por el medio del camino, gigantesco y barbudo, ondeando al aire de la madrugada su sotana rasposa. «Ese cura de mierda», murmuró, separándose de la tropa y saliendo al encuentro del sacerdote, que seguía avanzando a grandes zancadas. Sorprendido, Camilo quiso salir tras el director, pero el Comisario lo sujetó, obligándolo a echarse cuerpo a tierra.

- ¡Usted no va a tocar a mis muchachos! - Bramó Terámenes, enarbolando su puño deforme. Cuando ya lo tuvo casi encima, el Coronel sacó la pistola y le disparó a quemarropa, metiéndole dos tiros en el pecho.

- ¡¡¡Nooo!!! - Gritó Camilo y saltó la tranquera. En medio del camino, el cura se tambaleaba frente al cañón del arma, sin terminar de caer. León corrió por el terraplén y enseguida le siguieron los demás, bajando por el camino a tiro limpio. Soltando una carajada feroz, Verón se ocultó en una zanja, mientras sus hombres se quedaban boquiabiertos, mirando la enorme figura bailoteando bajo el sol. “¿Cómo pudo dispararle al cura? ¡Eso es sacrilegio!”, gritó uno de los soldados. “¡Tiren!, ¡Tiren!” ordenó el Coronel desde su escondite, luchando contra el mecanismo de su pistola. Pero los soldados no tiraron, impresionados del Goliath que al fin había terminado de caer sobre el polvo del camino. En ese momento, todo se detuvo. Los muchachos, que habían corrido por el terraplén al rescate de su maestro, se quedaron quietos. Los milicos bajaron las armas, algunos se quitaron los cascos y muchos se persignaron. Hasta Verón quedó a la expectativa, dando por ganada la guerra.

 - Ha muerto el perro, se acabó la rabia – Murmuró.

Entonces, cuando nadie lo esperaba, sucedió el milagro que el muerto había predicho la noche anterior. Y fue curioso que le sucediera a él mismo, que acababa de recibir dos plomazos sobre el corazón. Sacudió vigorosamente la cabeza y se reincorporó sobre un codo. A derecha y a izquierda se oyó un «¡Oh!» de sorpresa. Un segundo más tarde, apoyó una mano en el suelo y logró ponerse de pie, sacudiéndose el polvo de la sotana con un gesto que se veía absurdo en la ocasión. Desde su trinchera, el Coronel estaba boquiabierto: el sacerdote caminaba de regreso a su escuela, un poco titubeante, pero sin duda vivo. «No puede ser», suspiró, esperando verlo caer de nuevo. Pero el cura no cayó, siguió como si nada, hablando en voz baja. ¿Rezaba o maldecía? «¡Mátenlo! ¡Mátenlo!», ordenó Verón, con su arma aún encasquillada. Pero nadie se atrevió a tirar contra el resucitado, que subió por el terraplén y cruzó el portón de la escuela, por fin a salvo.

- ¿Por qué me miran así? - Rumió, enfrentando a sus muchachos - ¡No soy un maldito fantasma!

Todas las miradas se dirigían, sin disimulo alguno, hacia el sitio donde deberían estar los agujeros dejados por las balas. Pero no había nada. Ni una gota de sangre. Sólo el Rosario, tosco y antiguo, colgando sobre el enorme pecho, como siempre.

- ¿Así que un Rosario no para una bala? - Rió entonces Terámenes - ¡Este paró dos!

Aquiles lanzó un silbido de admiración y al mismo tiempo se oyó el griterío de los soldados, lanzados al ataque. Pillados de sorpresa, los Descalzos olvidaron la táctica ideada por Pericles y salieron en desbandada, con el Ejército detrás. Fue un desastre, aunque bastó que Pericles contraatacara para que la soldadesca corriera en sentido inverso. La batalla, intensa y caótica, se convirtió en un cuerpo a cuerpo descomunal, en el que resultaba difícil discernir quién iba y quién venía. Eso sí, nadie pudo mirar desde afuera, ni siquiera el cura, que armado con la manguera de regar el jardín repartía unos terribles latigazos, más guerrero él que los demás. A pocos metros, Camilo se abría paso utilizando el fusil a modo de garrote y el ex Comisario disparaba su pistola, alguna vez reglamentaria, con fría determinación. Gallinar, que había creído en una victoria fácil e inmediata, comprendió que estarían perdidos si no decretaba el escape, así que lo ordenó huyendo él mismo a todo dar. Los soldados, desorientados, no tardaron en imitarlo, arrojándose despavoridos por el terraplén. «¡Los vencimos!», exclamó Camilo, pero después del grito hubo un profundo desconcierto. El patio de la escuela, el mismo en el que antes formaban para escuchar misa y cantar el himno nacional, estaba cubierto de cuerpos ensangrentados. El padre Terámenes, que hasta segundos antes era un león embravecido, dejó caer la manguera y se persignó. «¡Oh, Dios mío!», gimió y llamó a Epaminondas. Algunos soldados se reincorporaron dando tumbos y huyeron por el portón, sin que nadie los detuviera. Otros se quejaban malamente, clamando ayuda. «No tengo cómo atenderlos a todos», se excusó el médico, intentando mantener la calma. «Sería mejor devolver los soldados heridos a Verón». Aquiles salió a pedir una tregua que fue aceptada enseguida por el Coronel, azorado por el fracaso del ataque. Uno por uno, los baleados y los magullados fueron sacados al camino, donde sus compañeros los cargaban en un camión para llevárselos a la ciudad. A tres de ellos no les serviría ya ningún socorro: habían dejado de existir.

- Camilo - Dijo Epaminondas, cubierto de sangre - tengo otros dos chicos muertos y un tercero fuera de combate.

Camilo frunció el rostro y lo miró sin decir nada, temiendo preguntar de quiénes se trataba esta vez. De todos modos, lo supo enseguida: Bienvenido Morales, el orgulloso hijo de un cacique Avá Guaraní y Mefístoles Saravia, a quien de chico le decían Araña Pateada por su defecto en las piernas, se habían ido para siempre, acribillados. Segundo Chavarría, herido en un tobillo, se veía muy mal: «La bala le fracturó el hueso», explicó el galeno, «Y no tengo cómo enyesarlo».

- No podremos resistir otro tiroteo como éste - Dijo León, recargando el fusil - Ya casi no tenemos balas.

- Voy a bajar a hablar con Verón - Dijo el Doctor, con el seño fruncido - Hay que rendirse antes que sea una masacre peor.

- Camilo no va a querer saber nada.

- Allá él. Mi trabajo es salvar vidas y éso es lo que me debe importar.

Dicho esto, se limpió las manos ensangrentadas en el pantalón, calzó su chaqueta dominguera y se deslizó por el terraplén, bajo la atenta mirada de la soldadesca. Tuvo suerte de que nadie le tirara. Verón, que por fin había logrado reparar su pistola, lo recibió en la cuneta, fumando un puro. Se veía tranquilo, incluso con un ligero aire de satisfacción en la mirada fría.

- Elegiste mal el bando - Rió, palmeando la espalda de su viejo amigo de otros tiempos. Con amabilidad, hizo un gesto para que Epaminondas se ubicara junto a él, a la sombra de un molle. El sol había empezado a picar fuerte.

- Vos y yo somos gente grande, tenemos que ponerle fin a ésto – Dijo el médico, metiendo las manos en los bolsillos del pantalón – Nadie quiere esta estúpida guerra, quedate con el pueblo, con la intendencia, quedate con todo, pero dejá salir a estos chicos. Acaban de morirse otros dos. ¿Hasta dónde pensás llegar?

- Hasta que no quede ninguno vivo – Siseó el militar, transformándose de pronto en lo que siempre había sido por dentro – Decíles que se rindan.

- Si yo los convenzo de rendirse, ¿qué vas a hacer vos? ¿Los vas a fusilar, como a Zenón?

El Coronel soltó una risita maliciosa.

- Igual van a morir hoy. Todos ellos. Y si vos no te salís a tiempo, no te garantizo nada.

- Te lo ruego, amigo - Los ojos del Doctor se llenaron de lágrimas – Te lo imploro, dejalos vivir. ¡Son sólo chicos!

- Ah, no, dejaron de ser chicos cuando alzaron un arma - Dijo Verón – Y a ese Camilo, tu protegido, te juro que le voy a meter un tiro en la cabeza, de ése me encargo yo.

- Entonces ¿No hay nada que hacer?

- No.

Con amargura, Epaminondas sacó las manos de los bolsillos y las abrió en un gesto de impotencia. Miró al Coronel, creyendo que aún era posible hallar en sus ojos alguna huella de la vieja amistad, pero no había nada. Sólo un helado desprecio. Giró lentamente para marcharse y de pronto y por única vez en su vida, enfureció. Ciego de ira, le lanzó una trompada con tanta fuerza, que el impulso lo hizo caer de rodillas, errando por completo el golpe.

- Ni para eso servís, pedazo de pelotudo – Murmuró Verón, dándole a espalda para ir a ordenar la tropa. Con los ojos llenos de lágrimas, el Doctor se incorporó despacio y regresó a la escuela.

Eran las siete de la mañana.

 

CXXXIV

 

A las siete y treinta y otra vez con el Sargento al mando, el ejército lanzó su segundo ataque. Los soldados subieron gritando por el terraplén y lanzando una lluvia de balas sobre la escuela, despanzurrando puertas, paredes y ventanas con escándalo enloquecedor. Aterrorizado, el ingeniero Ruíz perdió los estribos y salió corriendo, pero no llegó muy lejos. Cayó a los pocos pasos, muerto de un tiro que le rompió el esternón. Un grupo de militares invadió entonces el patio, encabezados por Gallinar. Natalio los vió llegar, justo por el lado en que tenía su trincherita. Era, por fin, la gran oportunidad que había soñado durante toda la vida. Abandonó el refugio, se plantó a tres metros de su viejo enemigo y abrió fuego, un sólo tiro, asmático y con más humo que ruido, que para colmo no pareció hacer mella en Gallinar. Pese al entrevero, el Sargento reconoció enseguida al odiado Pandulce y le metió tres balas exactas, precisas, que atravesaron a Natalio, matándolo en el acto. Alcanzó a sonreir, muy brevemente, el Sargento, pero cuando quiso dar un paso se le doblaron las piernas y quedó de rodillas. Sin poderlo creer, miró con ojos azorados el boquete que se le había abierto en la ingle y la sangre saliendo a borbotones. «¡Mierda!», balbuceó, asustado, “¡El putito me mató!”. Hizo un gran esfuerzo, se reincorporó a duras penas y alcanzó a llegar hasta el portón de entrada, donde por fin se quedó muerto.

- ¡Ahora sí, echémoslos fuera! - exclamó Camilo y los cinco rebeldes que aún tenían con qué salieron a la descubierta, quemando sus últimos cartuchos. Robustiano Van Gogh, célebre matón fronterizo y antiguo enemigo de León Valdéz, recibió el grueso de la descarga y quedó tendido, mientras el resto de los soldados huía en gran alharaca.

- ¡Rápido, rápido! - Exclamó Camilo - ¡Recojan todas las armas que puedan!

- ¿Y los heridos de ellos?

- ¡Echenlos por el terraplén!

El aire estaba pesado, irrespirable por el humo de la pólvora. Los hombres, sudorosos y ensangrentados, se miraban entre sí, espantados del infierno que los rodeaba. Pericles se acuclilló junto a Natalio Oviedo y le cerró los ojos. Poco más allá, el padre Terámenes cargaba el cuerpo del ingeniero y lo sacaba del campo de batalla. Camilo y León, incansables, se esforzaban en rearmar la barricada, deshecha por la metralla.

- ¿Dónde está Efigenio? - Preguntó de pronto el Doctor, contando a los sobrevivientes. Fue preguntando a uno por uno, pero nadie lo había visto durante la batalla. Preocupados, revisaron cada rincón del patio, sin encontrarlo – Parece que se rajó.

- Se habrá ido por los fondos - Supuso Camilo, meneando la cabeza con amargura - Conoce el senderito secreto. Bueno, por ahí vuelve más tarde. Aún somos cinco para defender la escuela.

- Más los cuatro heridos - Corrigió León.

- Y veintidós cartuchos - Completó Filipo González, acomodándolos uno junto al otro sobre una piedra plana.

- Creo que es el momento de salir por el monte - Sugirió Pericles - Es ahora o nunca

- ¿Y los heridos? - Preguntó Camilo, volviéndose - No podremos llevarlos y Verón no dudará en matarlos si los encuentra. No, amigo, acá no figura el escape como alternativa. ¡O vencemos o morimos!

- Pará, que vencer, no vamos a vencer. Además, yo no digo que escapemos, sino que nos retiremos.

- Para el caso es lo mismo.

- Camilo, seamos honestos - Resumió Aquiles, con una tranquilidad no exenta de firmeza -No digo que no tuviéramos razones, pero llevamos esta locura demasiado lejos y ya no podemos más; ¿qué vamos a hacer con veinte balas? Debiéramos sacar a los heridos de a uno, agruparnos en el monte y después ver qué decidimos. Esta guerra está perdida y de nada sirve que nos hagamos matar, por heroico que parezca.

- No se trata de heroísmo - Respondió Camilo, echándose el fusil al hombro - sino de falta de alternativas: ni a Ulises ni al Chato los podremos mover, así que irse es dejarlos. Por otra parte, ¿qué vamos a decidir en el monte? ¿Un contraataque? Seguiremos siendo cinco locos con veintidós balas.

- No podemos dejarle la escuela a estos hijos de puta - Terció León, limpiándose la cara con la manga de la camisa - Al fin y al cabo da lo mismo morirse en un lugar que en otro. Quedémosnos aquí, que al menos hay sombra.

Camilo sonrió.

- Podríamos aprovechar que todo el Ejército está aquí para salir por el fondo e ir a tomarles el cuartel - Dijo Filipo, con una sonrisita maligna - ¡Sería un golazo!

- Tal vez - Murmuró Camilo, acariciando el hocico de su perro - pero caería la escuela y éso es algo que no pasará, muchachos. La escuela de Terámenes simboliza todo lo que somos, lo que soñamos y lo que queremos hacer por Nueva Atenas ¡A ningún costo debe caer en manos de Verón!

Aquiles abrió las manos y las mostró, como si fuera a decir algo, pero luego se tomó la cabeza y se quedó callado. León levantó cuatro cartuchos y los metió en el cargador de su fusil. Filipo giró la vista hacia el camino, donde los soldados continuaban sus evoluciones. De pronto, Camilo preguntó:

- ¿Alguien sabe dónde están presos los hombres de Pablo Lechín?

- En el canchón municipal - Respondió Pericles.

- Bien; entonces creo que tengo un plan.

Era simple y alocado, como todos los que se le ocurrían. Pericles saldría por los fondos, correría al pueblo y liberaría a los seguidores de Lechín, con los cuales tomaría el cuartel y obligaría a Verón a levantar el cerco sobre la escuela, dándoles tiempo para pensar en algo. «Es una completa estupidez», dijo el ex Comisario, «Pero tal vez por eso mismo funcionará». El padre Terámenes buscó papel y carbonilla, trazó un mapa con el sendero secreto y se lo dio a Pericles, que alzó su escopeta y salió al trote, ignorando que nunca volvería a ver a los amigos que dejaba atrás. Saltó la cerca del fondo, se metió en el monte y desapareció. El Doctor, que velaba con preocupación a sus cuatro heridos, lo vió pasar y tuvo un mal presentimiento. «Adónde irá», se dijo, pero justo entonces sucedió algo por demás inesperado. Oyó voces y pasos presurosos. Se levantó del banquito en el que montaba guardia médica, salió del cobertizo y se encontró con el cura, que se mecía la barba con los dedos y miraba hacia el camino con el rostro descompuesto. No podía creer lo que estaba viendo.

 

CXXXV

 

Apenas comenzaron los tiros, la gente del pueblo supo que la suerte de los Descalzos estaba echada y cada cual se encerró en su casa, aguardando el final. Arístipo Rodríguez cerró el bar, abrió una botella de anís y se metió con ella en el baño, dispuesto a emborracharse. Aspasia olvidó su vergüenza y salió a la calle, pero como no encontró a nadie volvió a su cuarto y se puso a llorar, temblando como si estuviera enferma. «¡Alguien tiene que parar ésto!», dijo el padre Rigoberto en la capilla vacía, pero los santos continuaron silenciosos, como si no lo oyeran. El monaguillo Sansón, reaparecido en algún momento, tañía las campanas con redobles tristes, anunciando el final. Con el corazón desangrado, Aristóteles deambulaba por la casa vacía buscando fotos de su hija, pero no encontró ninguna, olvidado de que las había roto muchos meses atrás. Oyó, a lo lejos, el retumbar del tiroteo y sintió una mezcla amarga de pena y alivio; quizás, pensaba una vez más, muerto Camilo todo volviera a ser como antes, cuando nada amenazaba su mundo perfecto. Destapó una botella de whisky y se sentó a mitad de una escalera, a beber del pico. ¿Por qué Laida no volvía con él, a consolarlo? ¿Por qué Niké no lo perdonaba? ¿Qué debía hacer para que volvieran a ser la familia maravillosa que habían sido? ¿O es que nunca lo fueron, en realidad? Pensó en su hija, en su niña amada, hasta que un dolor indecible le creció como una llamarada en el pecho.

«Esto es el fin de una era», suspiraba Espeucipo, mirando por última vez la oficina que había sido suya más de treinta años. Cerró la puerta despacio, bajó los escalones rodeado del eco de sus pasos y se detuvo frente al saloncito que siempre estaba lleno de gente, allá por los viejos tiempos. Recordó la mañana en que presentó a los funcionarios a Isabel Insaurralde, recién llegada. O la otra en la que ella le pegó un trompazo al Turco Julián. Ahora no había nadie. La huelga general, quién sabe si de miedo o rechazo, vaciaba el pueblo y espantaba a los contribuyentes. «Todo por culpa de las malditas elecciones», farfulló, olvidándose que habían sido idea de él. Salió a la calle, «Maldita enfermedad», gimió. Por la vereda de enfrente vió pasar a su hijo Miguelito, apurado y nervioso. Pensó en llamarlo, pero cambió de idea. ¿Para qué? ¿Qué se dirían? Lo dejó seguir, murmurando cosas incomprensibles. «Ese chico está chiflado», pensó. Metió las manos en los bolsillos del saco y se fue caminando hasta su casa. Del lado de la escuela, habían cesado los disparos.

Miguelito también había visto a su padre, pero simuló no verlo. ¿Qué se dirían? En el mejor de los casos, Espeucipo se enteraría del motivo de su urgencia y le diría que se había chalado, pero Miguel no estaba loco, sólo había tenido una idea que era una locura, una más entre las muchas que se sucedieron por aquellos días. A Isabel, sin embargo, le pareció que el plan era bueno. «En todo caso, no tenemos nada que perder», dijo, echándose sobre los hombros el viejo chal que había traído de España y con el que cubrió a su hijo al nacer. «¿Van donde Camilo? ¡Llévenme también! ¡Yo voy a hablar con ese imbécil!», dijo Niké, alzando a la niña que jugaba en la alfombra. «No. Jamás», retrucó Miguelito, interponiéndose entre ella y la puerta. Se habían criado juntos, eran incluso parientes, pero se miraron como si se vieran por primera vez. Pálidos los dos, llenos de miedo, rojas las miradas por el largo llanto de la noche anterior. «No podemos arriesgar a la beba», dijo Isabel, queriendo interceder, pero Niké no la dejó seguir: «Usted será la madre, pero yo soy la mujer y ésta es la hija, así que nosotras vamos». Miguelito estalló: «¿Acaso no saben las noticias? ¡La escuela está llena de muertos y heridos, no podemos llevar a la nena allí!». Niké dejó a su niña en los brazos de Isabel y respondió: «Tiene razón Miguelito; quédese usted con Candela, que esta vez soy yo la que debe estar con él». Isabel dudó, pero terminó por ceder. Acaso ella, la nuera, tenía razón. Sin saber que se despedía de su hija para siempre, Niké salió de prisa, pues Miguelito ya cruzaba la calle. Isabel los vió correr bajo el sol de la mañana, muerta de angustia.

- ¡¿Qué hacen ustedes aquí?! - Exclamó Camilo, saliendo hasta el terraplén por el que subían las visitas. No sólo estaban Miguelito y Niké, sino también el padre Rigoberto; Nidia, la niñera de su infancia y hasta las señoritas Lilia y Porfiria, sus maestras de la escuela primaria, acompañadas de Manrique, el director. Lo más increíble era que, por detrás de toda esta gente, subía también el mismísimo Verón. Fue un momento extraordinario. De pronto, los dos enemigos se hallaban frente a frente, a un paso de distancia el uno del otro, rodeados de media docena de personas que no tenían nada que ver con su guerra. El Coronel estaba desarmado y sereno, aunque en los ojos le brillaba la misma determinación de siempre.

- Yo los dejé pasar, Insaurralde - Dijo, sonriéndoles a las damas - porque no quiero que se diga que no hice nada por detener esta matanza. Esta es tu última oportunidad.

Camilo se enfureció; saltó sobre Verón y tomándolo de las solapas lo empujó un buen trecho, arrinconándolo contra el portón. «¡Maldito canalla!», gruñó, «¿Qué clase de trampa es ésta?». Niké soltó un grito y las maestras se taparon los ojos, pero el Coronel se limitó a sonreir. «Dejálo hablar, Camilo», dijo Terámenes, llegándose hasta ellos, “Tal vez aún estemos a tiempo”. León y Aquiles, por las dudas, apartó un poco a las visitas. Camilo soltó al militar, pero sin alejarse de él.

- Ellos querían interceder y les permití hacerlo, éso es todo - Explicó Verón, acomodándose el uniforme arrugado por el tironeo - pero te aviso, Camilo, que me vas a pagar caro el atrevimiento. Conmigo no se jode. A ustedes les queda muy poca vida.

- ¿Vino a amenazar? - Gruñó el cura, apartando a su alumno y ocupando él mismo su lugar - ¡Váyase, antes que yo mismo le rompa el cuello!

- Son las once y treinta - Respondió el oficial, controlando su reloj - Les doy cinco minutos. Sólo cinco. O salen todos con las manos en alto o arraso esta maldita escuela con todos los que estén adentro. Ya lo saben.

Dicho esto, pasó junto al cura, bajó por el terraplén y desapareció en una trinchera cavada por sus hombres durante la mañana. «Sí que tiene agallas el desgraciado», reconoció Aquiles. Niké, azorada, no despegaba los ojos de la sangre que manchaba la ropa de Camilo: ¡qué distinto, éste Camilo, al de aquella noche mágica, tantos siglos atrás! ¿Dónde habían quedado sus ojos dulces y risueños? Para los recién llegados, la realidad de la guerra se exponía en todo su trágico esplendor. El patio de la escuela estaba cubierto de mampostería despanzurrada, sangre y vainas servidas. Las maestras, espantadas y arrepentidas de haberse atrevido a ir, se persignaban frente a los cuerpos de los muertos, alineados bajo un techito de tablas deformes. Miguelito contemplaba el escenario de la batalla y se mordía las uñas, cavilando. Manrique dudaba; había creído que podría ejercer su vieja aura de director para influir en Camilo, pero el hombre que veía - mugriento, agresivo y ajeno - no se parecía en nada al niño travieso que competía por el liderazgo escolar. «¿A qué carajo vine?», pensaba, calculando cuántos minutos habían pasado ya de los cinco anunciados.

- No debieron hacer esto, pero se los agradezco - Dijo Camilo, tomando de los brazos a Niké y apartándola un poco - ¿Cómo está Candela? ¿Viste a mi madre?

- Están juntas, en casa del Doctor - Contestó Niké y enseguida endureció el tono - Tenés que acabar con esto, Camilo, por Dios, basta ya de locuras. Ellas te necesitan.

- Eso ya lo sé, pero vos ¿Qué hacés vos aquí? - Preguntó Camilo, mirándola de un modo tan intenso que a Niké le dieron ganas de llorar. Estuvo a punto de decirle que estaba allí porque quería estar con él, pero el orgullo le ganó de mano:

- Vine - Respondió, soltándose - porque no quiero que nuestra hija un día me reproche no haber estado aquí, intentando sacarte de este maldito asunto. ¡Pero seguís siendo un idiota!

Camilo vió que los ojos de Niké se llenaban de lágrimas, así que le dió la espalda, sin saber qué decir. Justo vio a Miguelito, aguardando ansioso, de modo que le espetó:

- ¿Y vos? ¿Qué bicho te picó? ¿Sos de la Cruz Roja o qué?

- El fue el de la idea - Dijo el padre Rigoberto, acercándose - Nos fue a buscar uno a uno para venir a parar esta guerra insensata. ¿Dónde está mi sobrino León?

- Ese señor dijo cinco minutos y ya pasaron dos - Interrumpió Manrique, muy nervioso. La señorita Lilia, que todavía no entendía cómo se había dejado dejar convencer para ir hasta allí, no aguantó más y emprendió la retirada. Y bien que hacía, porque la tregua se estaba acabando. Entre Terámenes y Aquiles, sin decir nada, alzaron a Ulises y lo llevaron hasta la camioneta en la que habían llegado las visitas, tras lo cual hicieron lo mismo con el Chato Ortiz, que también estaba inconsciente. Chavarría y Santacruz, aunque heridos, no quisieron saber nada de la evacuación. «No nació el macho que me levante del suelo», amenazó Temóstecles, gruñéndole al cura desde el catre. «No se preocupe, padre», dijo Segundo, por su cuenta, «Con el pie sano le pegaré una buena patada en el culo al Verón ése, ya va a ver». Terámenes se rió.

- Tío, estuvo bien que vinieras, pero mejor te vas también, ¿eh? - Sonrió León, abrazando al padre Rigoberto. Mi lugar está aquí.

- Tenés que venir con nosotros - Rogó el sacerdote - ¡Vamos, hijo, no le hagás ésto a tu viejo tío! ¿Qué va a ser de mí si te matan igual que a los otros cuatro muchachos? ¿Y Clara, has pensado en ella, pobrecita? ¡Dejate de joder con la revolución y volvé conmigo!

- Verón no podrá tomar la escuela, tío, ya vas a ver...Lo peor ya pasó.

- Ay, León, que el Verón ése trajo un cañón de los grandes y lo están colocando ahí, al frente ¡Déjense de joder, muchachos, en serio!

León sintió un escalofrío en el estómago, tal vez una última advertencia. Un cañón. “¡A la mierda!”. Pero Camilo no quiso saber nada de rendirse y hasta Aquiles se mostró firme, confiado en que Pericles lograría sacarlos del atolladero. «Es cuestión de resistir un poco más», decía, dándole una falsa confianza a la señorita Porfiria, «Ustedes pudieron, pero el ejército no podrá jamás entrar a la escuela». La maestra, ahogada por un sollozo, fue hasta donde estaba Camilo y le dijo, sin atreverse a tocarlo: «¡Ay, hijo, cómo pudo ser que te hayas vuelto comunista! ¿No le tenés miedo al infierno?». Camilo sonrió, sin responder nada.

- ¡Quedan treinta segundos! - Gritó Verón y Manrique comenzó a recular, bajando hacia el camino. La señorita Porfiria lo siguió al instante, muy compungida. La vista de los heridos y los muertos le había descompuesto el alma para siempre. Sólo quedaban el padre Rigoberto y Nidia, la vieja niñera de otros tiempos. Ella sí, abrazó a Camilo, rodeándolo con los mismos brazos con que lo había mecido una vez.

- ¿Te acordás cuando jugabas a Sandokán en el patio, Camilo? - Preguntó - ¡Daría el resto de mi vida por volverte a ese tiempo, hijito!

- Nidia, váyanse ya - Dijo Camilo, separándola con delicadeza - Yo agradezco que haya venido hasta aquí, pero deben irse.

El padre Rigoberto improvisó una bendición, abrazó a su sobrino y bajó sin ninguna prisa por el terraplén. Miguelito y Niké no lo siguieron. «¿Y ustedes?», exclamó Camilo con brusquedad. «¿Qué esperan? ¡Salgan de una maldita vez!». Miguel Caballero cruzó los brazos sobre el pecho y negó con la cabeza. Niké esperó a que Camilo llegara junta a ella para responder:

- Sólo me iré si te vas conmigo...Y si no, pues acá nos matarán a los dos.

- Niké, no puedo irme, si lo hago caerá la escuela.

- ¿Y qué? Mañana levantaremos otra.

- Niké, dejáte de pavadas. Salí ahora mismo, antes que ese infeliz empiece a los tiros.

- No se atreverá, con una mujer aquí dentro.

- Miguelito, por favor, lleváte a Niké de acá.

- Es que yo tampoco me pienso ir.

- ¿Qué? ¡Pero qué estúpidos son! ¡Padre Rigoberto!

En ese momento, justo en ese momento, Manrique apretó el acelerador y la camioneta salió despedida con gran estrépito, huyendo de la línea de tiro. Las tropas del Coronel, como si hubieran estado esperando esa señal, abrieron fuego por tercera vez en la mañana. «¡Tu plan se fue al carajo, Miguelito!», exclamó Niké, mientras corrían hacia el fondo. El cura Terámenes, que por acompañar a Rigoberto se había descuidado, recibió un tiro que le atravesó la mano izquierda de lado a lado, en un perfecto agujero. Sorprendido, se miró la herida y luego, volviéndose hacia Camilo, dijo: «Mirá vos lo que me hicieron los pelotudos ésos». Menos mal que sólo fue una breve ráfaga, una oleadita de balas que se detuvo a los pocos segundos. «¡Esa fue la última advertencia!», gritó Verón desde el camino, «¡Salgan o entramos por ustedes!».

- ¡León, Aquiles y yo en la primera línea, pero nadie dispare! - Ordenó Camilo, recobrando la realidad del combate - ¡Filipo, a la segunda línea! ¡Miguelito, la puta que te parió, lleváte a Niké más atrás y se quedan ahí!

Entonces sí, comenzó la pesadilla final. El cañón – que en realidad era una ametralladora antiaérea, apuntada hacia la escuela - comenzó a tabletear y los plomazos de calibre cincuenta atravesaron con facilidad las barricadas, las paredes, las puertas y ventanas que aún quedaban en pie. Hasta las tejas del techo volaron pulverizadas, con lo que pareció un milagro que el resto de la estructura no se fuera al piso. Las ramas de los árboles, cortadas como por una sierra invisible, caían en lluvia sobre el patio, pero nada fue más grave que la explosión de la cocina, tal vez a causa de un tiro dado a la garrafa de gas. De inmediato, la barraca lindera - la de los heridos - comenzó un incendio inesperado. Tardaron en darse cuenta, pues estaban echados cuerpo a tierra, cubriéndose la cabeza con las manos. Chavarría, que había entrado pupilo cuando su padre lo perdió todo en la timba, quiso huir del fuego saltando sobre el pie sano y recibió en el pecho un balazo enorme, que lo partió por la mitad. Murió en el acto, sin tiempo para lamentarse de nada. El cura, que alcanzó a ver el momento atroz en que la muerte le llevaba otro alumno, lanzó un grito de dolor y corrió a meterse en el incendio, por segunda vez en su vida. Salió medio chamuscado, igual que la primera vez, pero salvó la vida de Temóstecles, que ya se daba por muerto.

Y de pronto, otra vez el silencio. Camilo levantó la cabeza, saliendo de su trinchera. Cerca suyo, León y Aquiles hacían otro tanto, como si les sorprendiera hallarse vivos y sin un rasguño. Unos metros más atrás, Filipo se erguía unos pocos centímetros, mirando en derredor con la cara cubierta de polvo. Miguelito asomaba mucho más atrás, pues había tenido tiempo de llegar con Niké hasta el depósito de leña, donde se habían guarecido. Temblando de pies a cabeza, sacó una mano trémula y levantando el pulgar señaló que estaba bien.

- Muchachos, quédense aquí - Dijo Camilo y se arrastró sobre los codos hacia el sitio donde el Doctor aplicaba paños fríos sobre las quemaduras de «Luna llena», que soportaba en silencio. Los dos jóvenes estrecharon sus diestras y Camilo preguntó:

-¿Qué pasa, hermano? ¿Podés caminar? Me gustaría sacarte de aquí.

- No jodás, Camilo - Sonrió Temóstecles, incorporándose con esfuerzo - A mí dáme un fusil y lleváme ahí adelante. Por protegerme, casi me matan. ¡Si no me saca ese loco del cura…!

- Doctor - Dijo entonces Camilo, poniéndose serio - Esto es una guerra y yo soy el jefe, así que le ordeno que saque a Niké de acá. Llévesela ahora mismo, que Miguelito la seguirá. Esto ya no da para más.

- Je, fui a decírselo recién, en medio de los tiros - Respondió el médico - y me corrió a los insultos. Niké no va a salir, así que yo tampoco.

- Entonces sólo me queda una carta - Contestó Camilo, como si hablara consigo mismo. Se apartó del médico y su herido, reptó unos metros más y llegó hasta las cercanías de la barraca, donde, en medio del humo, el cura daba la extrema unción a Chavarría.

- Me pregunto si aquello en lo que tan profundamente creemos vale todas estas vidas - Dijo Terámenes, sin apartar la vista del muerto - Ya van nueve. Diez, con Zenón.

- Una o diez o mil es lo mismo, padre - Repuso Camilo, sin dejar de mirar al amigo de tantos años - En un hombre vive toda la Humanidad. ¿No nos enseñó éso?

- Si, ¿Y de qué les ha servido? - La frente del cura, ancha y curtida, se estremeció - ¡Mirá a mis muchachos! ¡Miráte a vos, Camilo, todos sucios de sangre! ¿Este es el precio de los sueños, el camino hacia el mundo justo que queríamos? ¡No puede ser así!

- Cristo también murió sucio de sangre y muchos de sus seguidores. Siempre ha sido la sangre el precio definitivo, padre. ¿Acaso no lo sabíamos? Y no crea, ni por un segundo, que no siento la muerte de estos muchachos como la de un hermano. Todos nosotros sabíamos en qué nos estábamos metiendo.

- Sí, pero no es lo mismo saberlo que sufrirlo - Dijo Terámenes - Todo ésto sucede por mi culpa, muchacho. Yo soy quien puso en ustedes la semilla de esta rebelión, pero la misma bala que rebotó en mi Rosario mató a este chico ahora ¡Mirá su pecho! ¡Mil veces hubiera preferido que fuera el mío! ¿Qué viene ahora?

- Que Verón nos matará a todos, si Pericles no llega a tiempo, así que de nada nos sirve la filosofía en este momento - Dijo Camilo, apretándole una mano con afecto.

Terámenes asintió, haciendo un gesto amargo. Camilo siguió hasta donde los alumnos solían amontonar la leña para el invierno. Miguelito estaba cuerpo a tierra, Niké se había escondido en un rincón y desde allí lo miraba, aterrorizada. Enseguida se unieron los tres, en un abrazo aliviado.

- Sólo puedo confiar en vos para esto - Dijo entonces Camilo, pasando un brazo sobre los hombros del hijo de Espeucipo - Necesitamos refuerzos y vas a ir a buscarlos.

- ¿Yo? ¿Cómo? ¿Dónde? - Se entusiasmó Miguelito. Camilo le explicó que debía tomar el sendero secreto que empezaba pasando el arroyo y seguir por el medio del monte hasta llegar a la quebrada, un trayecto sencillo y seguro que tal vez le llevaría dos horas y media, si iba a buen paso. Desde la quebrada le sería fácil distinguir el camino, sólo cien metros más abajo y de allí, dos horas más hasta el pueblo - ¿Y qué hago cuando llegue ahí? ¿De dónde saco los refuerzos?

- Lo primero es llevar a Niké a su casa y luego te vas hasta el canchón municipal, donde el comisario Pericles se prepara para venir con la gente de Lechín. Le decís que se apure.

- ¡Pero si voy con Niké me voy a demorar más!

- Salgan cuanto antes, entonces.

Niké comprendió que el final era inminente. Se puso a llorar. «¡Maldito seas, Camilo!», le dijo, entre lágrimas urgentes, «¡Nunca fuimos nada y ni siquiera me dejás compartir con vos estos momentos!». Pero Camilo no cedió. Miguelito, que lagrimeaba a moco tendido, la tomó de un brazo y la tironeó un poco. «¡No sé para qué vine, desgraciado!», seguía Niké, con un hilito de voz. «¡Te traje lo único que soy y ni te importa, ay, Camilo, mil veces maldita sea la hora en que nos conocimos!» Miguelito se secó los ojos con un pañuelo milagrosamente limpio y recién entonces Camilo miró de verdad a Niké, como no lo hacía desde que mataron a Perímetro González. No la abrazó, es cierto, tal vez porque había perdido el modo, pero le tomó una mano y se la llevó al pecho. «De verdad te digo», murmuró, «que siento un montón que las cosas fueran así, pero recién ahora me doy cuenta cómo sos». Y ella se quedó mirándolo, esperando que dijera otras cosas, pero él le dio la espalda y salió al trotecito hacia la barricada. «¡Vamos, váyanse ya!», gritó, sin volverse, «¡Y besen a Candela por mí!». Miguelito comenzó a correr, alejándose de la escuela y tironeando a Niké, que no tuvo más remedio que seguirlo.

 

CXXXVI

 

Eran las doce del mediodía y los Descalzos se aprestaban a dar el último combate.

El Coronel miró una vez más su reloj y pensó que sus enviados ya debían estar muy cerca. Llamó al Turco Julián, a su hermano Fedípides, al Chapa Barrios y al Botija Salcedo, los que se unieron a Elvio Antúnez y Cipriano Mancuello como guardia personal. Con ellos alrededor, se sentía más seguro. Entraría a la escuela a sangre y fuego, apenas el traidor Efigenio, primo de la famosa Piraña, lograra pasar a la mitad del pelotón por el sendero secreto, ése que sólo conocían los Descalzos. «Calculo que ellos son más o menos siete, en este momento», dijo a su estado mayor. «Deben estar bien atrincherados, pero no esperan que les caigan por atrás». El plan definitivo era todo lo simple que podía ser: apenas se oyeran los primeros tiros, entrarían por el terraplén para tomar a los Descalzos entre dos fuegos. «Los haremos pedazos», se relamió, «Y que quede claro que no quiero a nadie vivo», agregó después. «¿Nadie?», se afligió el Cabo Cárdenas, pensando que entre los defensores estaba su antiguo jefe y hasta un cura ¿no sería pecado matar un sacerdote? «Dije nadie», repitió el militar y entonces se acordó de aquella vez que liberó a Camilo y la tropa explotó en una ovación por el rebelde.

- Y por sobre todas las cosas - Especificó - quiero la cabeza de Camilo Insaurralde, recuerden que ese tipo es algo especial, es un líder, por éso debemos asegurarnos de que no salga vivo de aquí.

- A ése déjelo por mi cuenta - Dijo el Turco Julián, que tenía una promesa de Aristóteles y Espeucipo. La vida de Camilo valía una fortuna.

- Y León Valdéz - Siguió Verón, levantando un dedo índice - No olviden que forma parte de una banda subversiva internacional. Bueno, listo, atentos todos que enseguida les vamos a dar otra rociada con la tartamuda.

- ¿Y por qué no trae el tanque ése que dejamos en el pueblo? - Preguntó el Chapa Barrios - Y el cañón, que no sé para qué lo tenemos si no lo usamos.

- El tanque sólo sirve para desfilar - Explicó Verón, clavándole al preguntón una de esas miradas asesinas que lo hacían temible - y en cuanto al cañón, traerlo hasta aquí nos llevará una semana, así que por ahora seguimos con la tartamuda. ¿Entendió?

En la escuela, mientras tanto, los condenados trabajaban contra reloj para armar una barricada que pudiera resistir el último embate. Al cabo, llegaron a la conclusión de que nada sería tan sólido como para aguantar otra rociada de calibre cincuenta, así que decidieron replegarse al depósito de leñas, donde montarían la primera línea. «Si algo sale mal», explicó Camilo, como si existiera una posibilidad de que algo saliera bien, «nos retiraremos hasta la hondonada del arroyo, que es donde esperarán Terámenes y Epaminondas. Allí nos reuniremos y si empeora, saldremos rompiendo monte hasta donde podamos». Y esa era toda la táctica, salvo que Pericles llegara antes. «Otro milagro, carajo, el problema es que hace falta otro milagro», rezaba el cura, mirando al cielo. El problema, en realidad, era que no tenían balas.

- Cuatro para cada uno de nosotros y dos para el Doctor, por si le hacen falta - Dijo Camilo, preocupado - Nos van a durar como tres segundos, así que la estrategia será apuntar todos al mismo sitio, ¿entienden? Centralizar los tiros contra el primer grupo que entre, así parecerá que tenemos un gran poder de fuego y quizás retrocedan. Bien, es todo lo que se me ocurre.

- Esperen, tengo una idea mejor - Intervino Aquiles, entusiasmado - En el taller de ahí atrás hay suficiente combustible, clavos, bujías, cables y tuercas ¿y si armamos una bomba y la hacemos estallar cuando ellos entren? ¡Van a pensar que tenemos un cañón!

- ¿Y quién va a armar la bomba? - Preguntó León, sonriendo. Había perdido el miedo y la situación le parecía ridícula.

- ¡Yo mismo! - Respondió Aquiles, cavándose la fosa sin saber - ¿Acaso no saben que las bombas son la marca registrada de la familia Farjat? ¡Déjenme intentarlo!

Y ahí se fue, mientras los demás se deseaban suerte unos a otros y tomaban posiciones. Terámenes los miraba en silencio.

- No se preocupe por nada - Dijo Camilo a su tutor - que si ésto se enchiva vamos a recular y a escapar por los fondos. No nos dejaremos matar.

El cura abrazó a su alumno con todas las fuerzas juntas, las del alma y las del cuerpo, como si fuera posible protegerlo con una coraza de amor. Camilo sonrió, turbado, repitiéndole que todo iba a salir bien y ésas serían las últimas palabras que el cura recordaría de él.

Mientras tanto, a toda prisa, Aquiles montaba un bidón de doscientos litros en una carretilla y luego procedía a llenarlo de nafta. Se le había ocurrido que podría utilizar masilla para adherir clavos, tuercas y tornillos la superficie del bidón, el que al explotar desparramaría esquirlas a su alrededor. Transpirado y nervioso, miró su reloj: eran las doce y veinticinco. ¿A qué hora atacaría el Ejército? ¡Si al menos supiera con cuánto tiempo contaba! Pensó en su tío, Arquímides II y se sintió culpable. No debió dejarlo solo en el vagón, pobre viejo, lo habrán matado a sangre fría, sin darle una oportunidad. Nunca la habían tenido, resumió, ninguno de ellos. Como rezaba la maldición familiar, no se terminaba muriendo por las razones que uno quería y todos acababan empujados por la cuesta del destino, de un modo u otro. Desde el bisabuelo Ibrahim, metido a anarquista por consejos del primo Yamil y fusilados luego, para escarmiento. ¿Cual de ellos habrá fabricado la bomba que mató al Cabo Rumínides, único muerto de la sedición de entonces? Poco importaba ya, aunque había que ver lo duro que había pegado la desgracia en la familia. Nunca volvieron a ser lo que fueron, empezando por el pobre Heráclito, condenado a la angustia por ver morir a su padre, desde un árbol cercano al paredón. Lo bajaron del ramaje a duras penas, decían, pues se había quedado absorto, con los ojos clavados en la sangre del piso y el pulgar metido para siempre en la boca. Y Sócrates, progenitor de Aquiles, desolado por la diáspora de los hermanos, perseguido por los Daud y arruinado, preso y muerto de rabia por no apretar el gatillo como corresponde. «Y mírenme aquí», murmuró, «armando otra bomba cien años después ¿Lo estaría haciendo si Nuria no me hubiera traicionado? No, claro que no, estaría con ella en casa» Miró el reloj. Tal vez no llegaría a tiempo. Quizás no funcionaría. ¿Quién dijo, después de todo, que fabricar bombas es algo sencillo? Eran las doce y cincuenta. Al minuto siguiente volvió a repicar la antiaérea y un vendaval de balazos cayó sobre la escuela, despedazando lo que a esas alturas sólo eran ruinas. Un cartelito que decía «La riqueza es enemiga de la Justicia» voló por los aires. Menos mal que el cobertizo de las herramientas quedaba detrás de las barracas, así que no había casi riesgo de ser alcanzado, pensó. Sin embargo, el ruido atronador y la presión de la hora le desinflaron los nervios y el sudor de las manos le entreveró los cables, hizo malos contactos con la batería y la chispa saltó antes de tiempo, haciendo volar juntos al cobertizo y a Aquiles, que cayó a varios metros, despanzurrado. Parece, sin embargo, que no había perdido del todo la consciencia, pues alcanzó a llevarse el pulgar derecho a la boca y así murió, como todos los hombres de su familia.

 

CXXXVII

 

Miguelito sintió que tenía un hueco en el estómago, un abismo helado que le tironeaba las tripas y amenazaba tragárselo, pero se dijo a sí mismo que sólo era miedo, un pánico mortal que le secaba la garganta, le transpiraba las manos y le impedía dar un paso más. Se acuclilló detrás de unos arbustos, tapándose la boca y rogando que a ésta no se le ocurriera soltar un hipo justo ahora. Niké, que venía varios metros detrás, comprendió de inmediato que algo malo ocurría y se detuvo, mirando en derredor. «¡Pst! ¡Niké! ¡Agacháte, estúpida!», urgió Miguelito, haciéndole señas. Niké se encorvó un poco y corrió hasta él. Con el cuerpo pegado al suelo alcanzó a ver, entre el ramaje, al pelotón de soldados que subía la loma a marcha forzada. «¡Conocen el caminito secreto!», le susurró Miguelito y ahí nomás reconoció a Efigenio, trotando al frente. «Mirálo al hijo de puta!¡Le arrancaría los ojos!», murmuró, mordiéndose un dedo con rabia. Los soldados pasaron a pocos metros, resoplando por el esfuerzo y se metieron por el sendero que llevaba a la escuela. «¡Tengo que regresar y avisarles, o los van a matar a todos!», exclamó Niké. «¡No!», se opuso Miguelito, aferrándola de un brazo «¡Dejáme volver a mí!». Hubo algo en la mirada, en el gesto o en la voz del muchacho que dejó al descubierto su amor escondido. Niké se quedó mirándolo absorta, tal vez dos o tres segundos, luego le dijo:

- Parece que Camilo y yo sólo podemos confiar en vos, Miguelito, así que voy a serte franca. Si éste es el final, debo estar allí, junto al papá de mi hija. Y si vos querés a Camilo tanto como yo, cumplí con lo que te pidió y andá a buscar refuerzos. Ya nos juntaremos después, cuando ésto pase.

A Miguelito volvieron a llenársele los ojos de lágrimas, pero la dejó partir. Luego echó a correr hacia el pueblo, desesperado, llorando a los gritos.

 

CXXXIII

 

Camilo miró su reloj por última vez a las tres de la tarde, cuando los movimientos sobre el terraplén indicaban que Verón se aprestaba a lanzar el ataque final. Observó a su alrededor y se preguntó si alguno de ellos quedaría para contarlo. A la derecha, León empuñaba un fusil con los ojos cerrados, como dormitando. En realidad, estaba recordando a Clara, lamentando los años y los besos que ya nunca se darían. La cercanía de la muerte lo había puesto melancólico y desde la madrugada no hacía más que pensar, como en un ejercicio de repaso, en la gente que había conocido durante sus años de exilio. El general Centurión y su inodoro portátil. El Capitán Gauto y su soledad de barco viejo. Yolanda, arrancada de su tumba por un río rabioso. Margarita, la de cama caliente y corazón frío. “Cada persona que conocí fue una puerta abierta a otro destino, pero yo elegí éste”, pensó, imaginándolos en una dimensión distinta. “Si esta tarde me matan, para ellos siempre seré el muchacho que conocieron, pues mi final les será desconocido”, se dijo, sonriendo con tristeza. “¿Dónde va a parar el tiempo cuando pasa?”, le había preguntado Clara una noche, después de hacer el amor. “¿Desaparece o sigue vivo en otra parte de la realidad?”. No supo qué responderle entonces y no supo qué explicarse a sí mismo en la hora final, cuando su tiempo estaba a punto de abandonar para siempre el tiempo de ella.

A la izquierda, Filipo había tirado lejos sus muletas, quien sabe si porque sospechaba que ya no las usaría más. “¿Estaría yo aquí si el Turco no me pegaba el tiro aquella vez?”, se preguntaba en silencio, extrañado de la vulgaridad del destino. Un poco más atrás y escondido tras unas bolsas de papas, Temóstecles, el cuarto soldado del ejército campesino, se veía muy pálido, pero sereno. Cuatro hombres. Cuatro locos para aguantar el ataque mientras rogaban que Pericles apareciera a tiempo. «¿Dónde mierda se metieron Aquiles y su famosa bomba?», preguntó León, mirando hacia el fondo con desconfianza. No se veía mucho, a causa del humo provocado por el incendio de la cocina y la destrucción del cobertizo. «Quizás está herido», dijo Filipo, «Yo escuché una fuerte explosión cuando nos estaban tiroteando con la antiaérea».

Camilo no dijo nada, molesto aún de que Aquiles hubiera hablado de rendirse. Estiró una mano libre y acarició el lomo de Muralla, echado a sus pies. “Todavía no puedo creer que Efigenio nos haya traicionado“, le dijo al animal, que lo miró como si entendiera. Después, ambos volvieron a enfocar los ojos sobre el terraplén. El calor, pesado y sofocante, caía a plomo. Camilo pensó que era una tarde igual a esa otra, cuando saltó la cerca para enfrentar al toro. «¡La cara que puso el Comisario!», recordó y empezó a sonreir. Después se acordó del día en que desafió a Carápulo a meterse al río. Y de cuando el cura le descubrió la huerta de tomates, gracias al chisme de Efigenio. «Ya era así de chico, debió ser él nomás el que nos venía traicionando», murmuró, pero en vez de ponerse triste soltó una breve carcajada, recordando aquella vez que Verón lo acusó de «sovietizarle el Regimiento» y lo metió preso junto a los reclutas. «¡Y encima no quise salir hasta que liberara también a los conscriptos!», rió y Muralla soltó un ladrido. Parecía que conversaban, los dos, ajenos a la tragedia que les aguardaba.

Hacia el fondo del patio, escondidos en la hondonada del arroyo, el Doctor y Terámenes conversaban con ansiedad contenida. Desde su posición podían ver el escondite de los muchachos y también se preguntaban qué habría sido de Aquiles, de quién no habían vuelto a saber nada desde que fuera a preparar la bomba. «Creo que iré a buscarlo», dijo el director, sospechando algo raro. «Vaya usted, yo esperaré aquí», respondió Epaminondas, pero sin prestarle atención. No dejaba de mirar la silueta de Camilo, agazapada bajo el sol. El pelo largo, la camisa arrugada y sucia, los pies descalzos. El fusil con cuatro balas. Sintió un estremecimiento. ¡Otra vez se repetía el número maldito del que tantas veces le había hablado Isabel! Cuatro balas dieron muerte a Jeremías, cuatro velas iluminaron la noche en que nació Camilo, un cuatro de Abril, a las cuatro de la mañana de un jueves. ¿Y no son ahora cuatro los defensores? Miró su reloj: las tres y diez. Se le ocurrió la peregrina idea que si lograba mantener vivo a Camilo más allá de las cuatro de la tarde, el maleficio llegaría a su fin.

- Aquiles está muerto - Anunció el sacerdote, regresando de su exploración - Creo que le explotó su propia bomba.

- Así son en su familia - Respondió el Doctor, persignándose.

Mientras tanto, el pelotón guiado por Efigenio llegaba hasta el alambrado que separaba la escuela del monte. A los pocos metros, el terreno bajaba en una quebradita por la que pasaba el arroyo, a pasos del sitio elegido por él para caer sobre sus amigos. Pero los treinta soldados estaban agotados por la marcha, así que se echaron a la sombra de los grandes árboles, resoplando, cubiertos de sudor y con escasos ánimos de entrar en combate. «¡Vamos, que  se van a rendir enseguida!», los animaba Efigenio, que esperaba el fin de la guerra para escapar de allí y no regresar nunca. Temía encontrarse con Camilo. Le horrorizaba la idea de que alguien le hubiera contado quién lo había vendido. «Lo negaré todo», murmuró, secándose la frente mojada con el dorso de una mano sucia. Se deslizó él también sobre la gramilla, cerrando los ojos. Pensaba en lo que podría hacer con la plata que le había pagado Verón. Se iría lejos, para empezar, a donde nadie conociera su infamia. Se marcharía sin saber nada de lo que pasara en la escuela, pues no le obligarían a entrar allí, a cerrar los ojos de los muertos. De algún modo raro, había conseguido enterrar los recuerdos de su infancia. Nada le quedaba ya. Sólo irse. Viajar por el mundo y nunca, por ningún motivo, recordar esta tarde.

- ¿Acaso vos no sos el amigo de Camilo? - Exclamó Niké, sobresaltándolo. Había aparecido de pronto y, abriéndose paso entre la soldadesca, llegó hasta el traidor. Su rostro estaba desfigurado por el cansancio y la rabia, pero Efigenio la reconoció de todos modos, pese a que la había visto una sola vez, en la casa del médico - ¡Hijo de puta!

- ¡Agárrenla! – Reaccionó Efigenio y uno de los soldados trató de atraparla, pero ella corrió hacia la escuela, gritando: «¡Camilo, Camilo, están aquí!”. Crispiniano Mamaní, un Cabo recién ascendido, salió de atrás de un matorral en el mismo momento en que Niké divisaba la espalda de Camilo y la abatió con un culatazo terrible. La bella Niké cayó desbaratada, con el cráneo partido y la sangre brotando en cascadas por entre su pelo rubio. Estaba muerta.

- ¡Camilo nunca me perdonará ésto! - Sollozó Efigenio, mirando con espanto los ojos abiertos de la muchacha. El Cabo Mamaní se persignó, asustado. Los otros soldados se acercaron a ver a la finadita, llenos de angustia. «Fue un accidente», dijeron varios a la vez, “Ella se lo buscó”.

Entonces se oyó un alarido de animal salvaje que les erizó la piel y los paralizó de espanto. Era el cura Terámenes, arrancando el alambrado a manotazos y avalanzándose sobre el primero de los soldados, a quien alzó en vilo para arrojarlo luego varios metros, partiéndole la espalda contra un molle. Acaso sin saber lo que hacía, giró el cuerpo, cerró los puños, infló el pecho y atravesó la masa de soldados repartiendo mazazos. La mitad de la tropa retrocedió, pero la otra mitad abrió fuego. Se vió volar por el aire a un segundo soldado, que rodó hasta el río, desnucado. Las balas atravesaron una y otra vez la mugrienta sotana de Terámenes, un tiro a sedal le abrió la mejilla, tiñéndole de rojo la portentosa barba, pero nada parecía detener su rabia. Tomó un fusil por el caño y repartió garrotazos hasta que un golpe artero - y muchos otros que le siguieron - lo derrumbaron pesadamente, como si fuera un árbol. Dos soldados estaban muertos, sin ninguna duda, y otros siete fuera de combate, partidas las narices, quebrados los brazos y atacados por un pánico sin remedio. Efigenio estaba a punto de ordenar el desbande, cuando se percató que había comenzado el tiroteo desde el terraplén. «¡Vamos, entremos!», ordenó y los soldados restantes lo siguieron, aunque no muy convencidos. Cruzaron el arroyo sin descubrir al médico, oculto tras unos arbustos, treparon la lomita y se encontraron, por fin, con las espaldas de los cuatro defensores.

- ¡Ahora, muchachos! - Gritó Camilo y los cuatro fusiles estallaron a la vez, disparando en rápida sucesión sus únicos cartuchos. Fedípides Daud, hermano del Turco, cayó al suelo, atravesado por la mayoría de los disparos. Un segundo más tarde, el Chapa Barrios y el Botija Salcedo, los más antiguos lugartenientes de Julián, parecieron tropezar con algo y se fueron de bruces, mortalmente alcanzados. El medio centenar de atacantes pareció dudar, pero entonces se oyó la cerrada descarga que venía del otro lado. Eran los hombres de Efigenio, que habían recobrado el ánimo y tomaban a los Descalzos entre dos fuegos.

Todo pareció suceder al mismo tiempo y quizás fue así. León y Camilo dejaron sus refugios y se lanzaron a ciegas contra la tropa, utilizando los fusiles a modo de garrotes y abriéndose paso en busca de Verón. El Coronel, mezclado entre sus hombres, intentaba apuntarle a Muralla, que había derribado al Cabo Ortega y le destrozaba una pierna a dentelladas. A pocos metros del entrevero principal, Julián caía triunfante sobre Filipo y Temóstecles, que yacían boca abajo, muertos por el ataque desde el río. Entonces cesaron los disparos. León y Camilo se debatían a golpes entre la soldadesca, en un desesperado intento por escapar, pero estaban rodeados. Cubiertos de sangre, aún tuvieron fuerza para saltar la barricada y correr hacia el depósito de leña. Se oyó otra descarga y León soltó un grito y cayó de rodillas, escupiendo sangre. Verón lo remató en el acto, disparándole a la cabeza con su pistola. «¡Camilo, por aquí!», gritó Epaminondas, que había conseguido un fusil y salía a la descubierta, intentando proteger al único sobreviviente. Camilo lo oyó y corrió hacia él esquivando los culatazos de la tropa y seguido por la sombra negra de su perro. «¡Va a lograrlo!», pensó el médico, viéndolo ya a pocos metros y con la mirada fija en el arma que le ofrecía. «¡Corré, por Dios!», exclamó, casi al tiempo en que Verón se detenía para apuntar mejor.

El Turco Julián también creyó que Camilo se les escapaba, pero tuvo la extraña lucidez de no disparar sobre él, sino sobre Muralla. Apretó el gatillo y el animal se arqueó en el aire, atravesado por la bala que le partió el espinazo. Cayó agonizando, con el hocino negro ahogado en sangre. Camilo lo sintió derrumbarse cuando ya estaba a un paso del arroyo, pero en vez de ponerse a salvo cometió el desatino de volver por él. «¡Muralla!», gritó, soltando el fusil que el médico acababa de darle. «¡No, volvé, volvé!», se desesperó el Doctor, pero Camilo no le oyó, enardecido. Llegó junto al perro e intentó levantarlo, creyendo que aún lo podría curar. El Turco Julián disparó otra vez y la bala se clavó en la pierna derecha de Camilo, que ya casi había conseguido levantar al enorme animal. «¡Camilo, vamos!», gimió el Doctor, corriendo hacia el muchacho. Ese fue el momento en que Camilo se estremeció, cerrando los ojos. Julián, que se le había puesto al lado, le disparó tres veces más. Hubo un silencio repentino y el Turco bajó el arma, expectante. Los soldados, que hasta un segundo antes corrían y vociferaban, se detuvieron de golpe. El Coronel gritó: «¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego!». Cipriano Mancuello, pistola en mano, saltó sobre la barricada por si hiciera falta un tiro de gracia. No fue necesario. Camilo Insaurralde se desbarataba en cámara lenta, con su viejo amigo entre los brazos, muertos los dos.

Paralizado por el espanto, el Doctor Epaminondas tardó varios segundos en reaccionar, pero cuando lo hizo, se arrojó a levantar el fusil que había soltado Camilo. Los soldados lo redujeron fácilmente, atándole las manos a la espalda. El viejo médico, enloquecido de pena, rompió a llorar sin consuelo. Eran las cuatro de la tarde, las cuatro en punto del lunes.

- Traigan los camiones - Ordenó Verón, mirando desde cierta distancia el cuerpo de Camilo - Carguen a los muertos y a los heridos y nos vamos de aquí.

- ¡Coronel! ¡Aquí hay otro! - Gritó uno de los soldados, desde el cobertizo arruinado. Había encontrado el cuerpo de Aquiles y lo estaba revisando. En un bolsillo de la camisa, halló el papelito que el cura Terámenes le había dado diez años antes, garantizándole el Cielo a cambio de su ayuda. Riendo, el soldado leyó en voz alta:

- «Certifico que el señor Aquiles Farjat ha donado algunos bienes a la obra de Dios, haciéndose acreedor a un pedazo de Cielo, el cual le es garantizado por la presente. Firmado: padre Terámenes Requena»

Luego rompió la carta en pedacitos y la arrojó entre los demás desperdicios.

- ¡Hagan una pila con todo lo que encuentren de valor! - Dispuso el Turco Julián, eufórico - ¡Lo que todavía sirva es botín de guerra!

Entonces se oyó un chirrido de frenos y un automóvil se detuvo frente al terraplén, en medio de la polvareda y el humo. «¡Bajen las armas!», ordenó Verón, al ver que se trataba de Efraín Fernández, el padre de Laida. Isabel Insaurralde iba con él, desencajado el rostro por la ansiedad.

- ¡Camilo! - Exclamó, ondeando al correr la manta que llevaba colgando en una mano - ¿Dónde está mi hijo? ¿Han visto a Camilo?

- ¡Suban a los camiones! - Vociferó el Coronel, dándoles la espalda. Los soldados corrían cargando cosas, atravesando el humo y el polvo como fantasmas.

- ¡Camilo! ¡Por Dios, donde estás! - Llamó Isabel, sintiendo en el corazón la oscura helazón del miedo. Cruzó el patio tambaleándose, chocando una y otra vez con los reclutas que salían. Y de pronto, lo vió, echado boca arriba, junto a su perro negro. Quiso gritar otra vez, pero ya no pudo. El llanto, el alarido, se quebraron en su garganta y no salieron. Dió unos pasos imprecisos, sintiendo que el alma se le salía del cuerpo y volaba para siempre. Cayó de rodillas junto a su hijo, atravesada por un dolor interminable. Tomó la cabeza inerte entre las manos y la apoyó sobre el regazo, acariciándole el pelo. Con la punta de los dedos, rozó los párpados entreabiertos, sucios de polvo y hollín. «¡Ay, hijo, si pudiera darte la vida otra vez!», sollozó, sabiendo que ya no podría. Su hijo, su adorado niño, yacía igual que Jeremías, como si se hubiera dormido mientras miraba las nubes cruzando el cielo.

- ¡Vamos, que va a llover! - Gritó el Turco Julián, apurando a los rezagados.

Es que se había nublado, repentinamente y un viento raro y frío comenzó a soplar sobre los muertos descalzos. «Pobrecito, le va a dar frío», musitó Isabel, cubriendo a su hijo con la vieja manta española, la misma con que lo recibiera cuando nació. Tapó también a Muralla y casi hizo lo mismo con el rifle, tirado junto a Camilo.

- ¿Ha visto a mi nieta? - Preguntaba en ese momento Efraín Fernández, encarando a Verón - ¡Niké Manfredini, usted la conoce y ella estaba aquí!

- Si quiere hallar a alguien, busque entre los muertos - Dijo el Turco Julián, abriendo la portezuela de un camión. Alguien soltó una carcajada burlona.

- ¡Vamos!- Ordenó el Coronel, sintiendo una sombra de miedo.

Casi junto al primer trueno, se oyó el último balazo en la guerra de los Descalzos. Al Turco Julián se le congeló el gesto en la cara y soltó la puerta que mantenía entreabierta. Azorado, bajó la mirada y encontró el agujero espumoso, humeante, a la mitad de su propio pecho. Quiso darse vuelta para ver quién había sido, pero no tuvo tiempo. Se le doblaron las piernas y se fue al piso, aunque vivió aún unos segundos más, los suficientes como para tomar consciencia de que se estaba muriendo. Nadie le había prestado atención a Isabel, que había pasado entre los soldados con el fusil de su hijo y acercado lo suficiente como para no errar el tiro. Y eso fue todo.

- Déjenla. Quizás hizo justicia - Dijo Verón, cuando los soldados corrieron a detenerla. Le quitaron el arma, el mismo que había dejado Camilo para atender a su perro y la dejaron sola. El Coronel sonrió, ahora sí, satisfecho. La victoria era sólo suya, ya no tendría que compartirla con el eficiente y peligroso Julián.

A las cinco de la tarde, los últimos soldados abandonaron los restos de la escuelita rural. Bajo los árboles, los cuerpos de los Descalzos yacían cubiertos por el polvo de su triste derrota. Junto a ellos, Isabel, Epaminondas y Efraín Fernández, mudos de espanto, lloraban en silencio, cuando un nuevo estruendo los sobresaltó:

- ¡Viva Camilo! - Lanzó una voz muy conocida, desde el camino.

Era un tropel de gente, corriendo y gritando cosas. El Doctor se levantó a ver qué ocurría y Fernández lo siguió. Sólo Isabel permaneció inmóvil, velando con la mirada el rostro de su hijo.

- ¡Ya estamos acá! - Exclamó Pericles, guiando al ejército del loco Lechín para salvar la escuela. Entraron por todas partes, armados de palos, machetes y hasta de alguna pistola robada por ahí. Eran cientos, pero llegaban tarde. Cuando lo comprendieron, dejaron caer su tosco armamento con amargura.

- ¡Ay, Camilo! - Gimió Pericles, al ver el cuerpo del chico que era como su hijo. Le tembló el pecho con un sollozo intenso, devastador, que le quebró el alma. Abrazó a Isabel, palmeó con gravedad la espalda del médico y luego se fue al arroyo, para llorar tranquilo. Fue él quien encontró el cuerpo de Niké y un poco más allá, a Terámenes, milagrosamente vivo pese a sus cien heridas. No se atrevió a decirle al cura que Camilo, el Camilo de todos ellos, estaba muerto.

 

***

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Epílogo

 

CXXXIX

 

A

l día siguiente, las tropas arrasaron el antiguo Solar de los Ortega, el hogar de León Valdéz. Verón hizo quemar todos los libros y cuando Clara - regresada de urgencia - quiso llevarse al muerto, le negó el permiso y la expulsó del pueblo. En ataques sucesivos, pasaron por la casa de Isabel - donde robaron todo lo que hallaron, comenzando por el regalo que nunca supieron para qué servía y que Camilo metió bajo la mesa de planchar - antes de prenderle fuego y reducirla a cenizas. Lo mismo hicieron con el corralón de Aquiles, además de confiscar toda la mercadería y trasladarla al cuartel. De la antigua dinastía de los Farjat sólo se salvó la madre, tal vez porque el Coronel no se enteró que existía, así que sobrevivió a la guerra muchos años más. La venganza del Ejército, sin embargo, no se detuvo allí, sino que continuó durante semanas, destruyendo las chacras de los padres de los Descalzos muertos. Muerto Camilo, nadie se salvó de pagar el pato.

En cuanto a Ulises Martínez y al Chato Ortiz, heridos en la batalla y llevados al hospital por el padre Rigoberto, desaparecieron a la noche siguiente y nadie se atrevió a preguntar qué fue de ellos. Nunca se los volvió a ver, lo mismo que a Pericles, que se marchó del pueblo sin despedirse de nadie, amargado y culpable por llegar tarde. Así se cumplió otra de las profecías de Marcó del Pont, quien predijo que de los tres hombres que rodeaban a Isabel, uno moriría – Filipo -, otro desaparecería – Pericles - y el último – el Doctor – se quedaría con ella.

Pero no sería tan fácil. Ni tan pronto, por más que a Isabel no le quedó más remedio que trasladarse a la casa del médico, después de que el Ejército demoliera la suya. Hundida en un dolor sin nombre, se instaló en el cuarto que fuera de Niké, lo que no hacía más que avivar sus recuerdos, desgarrándole el alma. Epaminondas, desolado por la muerte de «sus chicos», parecía un hombre acabado y casi no hablaban entre sí, aunque vivían juntos. Comían en silencio, lloraban sin hacer ruidos, alejados del mundo que había vuelto a correr afuera.

No fueron, naturalmente, los únicos en cargar con el peso absurdo de la muerte. Laida llegó al campo de batalla esa misma tarde y casi enloqueció cuando encontraron el cuerpo de su hija, muerta por un soldado idiota que quiso hacer un favor. Aristóteles, que sólo lo supo más tarde, soltó un alarido que le partió el pecho, rompiéndole de paso las ataduras del alma. Maldijo a Dios, se quebró las manos golpeando las paredes y a la madrugada se metió un tiro, vencido por el espanto de haber perdido al único ser que amó en su vida. Al cementerio sólo lo acompañó Espeucipo, siempre fiel, quien le dejó una foto de Niké sobre la tumba.

Todo el pueblo, de algún modo, quedó un poco muerto.

El Coronel Verón ocupó la intendencia, tan fieramente disputada, nombrando secretarios a Elvio Antúnez y Cipriano Mancuello. Victorioso, instaló sobre su escritorio la mira infrarroja que una vez le regalara Espeucipo e impuso mano dura en los primeros tiempos, matizando el rigor con alguna que otra sonrisa. Para mejorar su imagen, nombró jefe de prensa a Casimiro Reyes, quien le publicaba crónicas amables en el Diario Regional. Se notaba que hacía un gran esfuerzo por volver las cosas a la normalidad, pero ya nada fue como antes. Muy pronto se vió que ni Antúnez ni Mancuello tendrían nunca el poder del Turco Julián - tan extraordinariamente bueno para el mal - y que ningún artilugio borraría la fama sanguinaria que cargaba el militar. Claro que mucho no le importaba, creyendo que el tiempo estaba a su favor. Pero no fue así. Cuando se cumplió un mes de la tragedia, Isabel y Epaminondas fueron a pedirle permiso para sacar el cuerpo de Camilo - sepultado entre los restos de la escuela - y llevarlo al cementerio, como Dios manda, pero Verón no quiso. Lo prohibió, decretando el destierro para cualquiera que lo intentara.

- Sepultaré a Camilo como corresponde o ese maldito Verón me matará a mi también - Dijo Isabel cuando salieron de la entrevista y el médico estuvo de acuerdo.

Una noche, mientras el pueblo dormía, salieron de la casa y enfilaron hacia el predio donde había estado la escuela rural. Cuidando de que nadie los viera, el Doctor condujo su auto con las luces apagadas, como si aún estuvieran en guerra. Estacionaron el Ford junto al terraplén y bajaron pala en mano. La noche era oscura y un viento frío y amargo barría la hojarasca que cubría las tumbas de los Descalzos. Las ruinas de la escuela fantasmeaban azules, cada vez que una luna huraña echaba su ojeada. Fueron contando los montoncitos de tierra hasta llegar al número cuatro, que era el correspondiente a Camilo. «Aquí es», dijo Isabel, reconociendo en la oscuridad las flores dejadas cuatro días antes. «Comencemos», dijo el Doctor y pensó que era la primera vez que hablaban, en más de cuatro semanas. Encendieron un farol, se quitaron las chaquetas y empezaron a cavar cuidadosamente, casi acariciando la tierra, temiendo lastimar con la pala el sueño del finado. Así estuvieron durante toda la noche, hasta que la bruma de la madrugada iluminó otra vez el rostro de Camilo, envuelta su cabeza en el chal español. Isabel sintió que la muerte volvía a subirle a la garganta y ahogó un sollozo profundo.

De pronto, sobresaltados, descubrieron que no estaban solos. A su alrededor, centenares de personas los rodeaban, observando en silencio. Campesinos de todas las edades, mujeres y niños, los amigos de Camilo y los que sólo habían oído hablar de él, todos estaban allí, inmóviles, como si fueran parte del bosque. Acaso fueran miles, imposible contarlos, si ocupaban la totalidad el predio que alguna vez perteneciera a la escuela.¿Cómo se habían enterado? Isabel no podía reconocerlos, pues los ojos se le llenaban de lágrimas, pero ellos se acercaron. Sacaron del hoyo frío el cuerpo de Camilo, lo levantaron sobre sus cabezas y fueron pasándolo de mano en mano. Pareció que el muerto navegaba, lánguido y tenue, sobre un mar de rostros silenciosos. Igual que Jeremías, veintidós años atrás. «¡Viva Camilo!», exclamó alguien y una enorme ovación estremeció las laderas del valle. “¡Viva Camilo!” Un griterío lleno de dolor, de fidelidad y de esperanza. Bajaron al camino y salieron en procesión para el lado del cementerio y aunque el Coronel lo supo al poco rato, no se atrevió a detenerlos. No hubiera podido, tal vez, porque eran miles, todos los miles que Camilo había querido preservar lanzándose a la guerra él solo, rodeado apenas de un puñadito de amigos.

- ¡Viva Camilo! - Gritaba la gente al verlos pasar, uniéndose al cortejo.

Cientos de vecinos, enterados quién sabe cómo, esperaban en el cementerio, rodeando la tumba recién abierta. Alguien - luego supieron que fue Cipriano Pereira, tallador de Santa Cruz - había dispuesto una lápida labrada con un niño y un perro sobre la frase «A Camilo Insaurralde. Aunque a veces la verdad no sea una razón suficiente». Igual que el médico de Iquitos, había acudido al llamado de León, pero llegó tarde, cuando sólo quedaban ruinas y muertos. Allí estaba Cipriano, pálido y triste, cuando la caravana llegó al camposanto, pasadas las diez de la mañana. Un sol ardiente, bien de Enero, se desplomaba sobre el gentío. Haciendo un último esfuerzo, los cargadores arribaron a la lomita donde aguardaba el hueco. Allí bajaron el cuerpo y empezaron a cubrirlo de tierra, hasta que un murmullo creciente detuvo el trabajo. Isabel levantó los ojos y vió pasar, arrastrando los pies, al cura Terámenes. El dolor, que ya era grande, creció al descubrir al viejo maestro de su niño. Llevaba la melena más larga y desgreñada que nunca; la sotana, siempre roñosa, era un montón de harapos manchados de sangre y barro. El poderoso gigante se hundía de prisa en la vejez y en su rostro, surcado por el purgatorio inacabable de la pena, no podía caber más sufrimiento. Nadie lo había visto en esas cuatro semanas, muchos lo dieron por muerto, pero allí estaba él también, elevando su mano agujereada para bendecir por última vez a Camilo.

- ¡Camilo vive! - Exclamó el viejo loco, mientras el enterrador echaba la última palada e Isabel lloraba sin consuelo.

- ¡Camilo vive! - Respondió la multitud de miles y miles de nuevos Descalzos.

 

CXL

 

- Bien, por fin acabó todo - Dicen que dijo esa noche el Coronel, pero se equivocó otra vez, pues aunque nadie volvió a ver nunca más al viejo Terámenes, a partir de ese día se multiplicaron por el valle las protestas. Los campesinos, callados hasta entonces, se hicieron oir de mil modos, exigiéndole a Verón la entrega del poder. Todas las mañanas, aquí y allá, las paredes del pueblo aparecían pintadas con la leyenda ¡Viva Camilo! y un domingo, al colmo de la audacia, la municipalidad amaneció cubierta con la frase «Todos somos Descalzos». Era demasiado, pero aún no era todo. Cuando Candela cumplió un año, el frente de la casa de los Fernández - donde ahora vivía la niña - fue cubierto por centenares de pequeños ositos, regalos de los amigos de Camilo para la hija del líder. El cumpleaños feliz fue cantado, desde la calle, por miles de voces emocionadas. Rabioso, el nuevo Intendente pensó en ordenar la represión, pero no sabía por dónde empezar. Muy pronto, los caminos estaban bloqueados otra vez, la huelga paralizaba el comercio y los reclutas desertaban, huyendo a Foz. A mediados de Marzo, no quedaba una sola pared sin garabatear y hasta el auto del Coronel aparecía empapelado cada tanto con los Diez Mandamientos. «¡Averigüen quién está detrás de todo ésto!», vociferaba Verón, pero Cipriano Mancuello - que estaba de guardia la noche en que Camilo conquistó a Niké - renunció cuando su propia casa fue pintada con miles de pequeñas palabras que decían «Camilo».

Casimiro Reyes, siempre oportuno, publicó esa semana un titular que decía: «El Espíritu de Camilo manda en Nueva Atenas», provocando una gran conmoción. Las pocas empleadas de la Intendencia que todavía se presentaban dejaron de hacerlo, temerosas de hallarse al muerto en los pasillos. Para exorcizar al fantasma, el Coronel llamó a Efigenio, pero el traidor se colgó de un árbol de la plaza a los pocos días, o lo colgaron, nunca se supo bien.

A principios de Abril, cientos de personas ocuparon los restos de la escuela y comenzaron a levantar una nueva, pese a que Verón amenazó con sacarlos a cañonazos. Ya no le temían.

En Mayo, miles de campesinos se levantaron en armas y rodearon la ciudad, exigiendo la implementación del Programa de los Descalzos. «¿Quién es el nuevo Camilo?», preguntaba Verón, calculando cuánto ofrecer por su cabeza. «Esta vez no es uno, son miles», respondió Elvio Antúnez, antes de presentar la renuncia y refugiarse en Puerto Iguaçú. A fin de mes, los cabos Cárdenas y Ortega también dimitieron, temerosos de lo que les podría pasar cuando cayera el gobierno.

Finalmente, Verón estaba solo. Furioso, iba y venía por la intendencia vacía, o recorría las calles desoladas, saboreando el amargo gusto de su Poder impotente. Un día fue de visita a la casa de Espeucipo, pensando renovar la amistad, pero Helena no lo dejó pasar, argumentando que el marido estaba enfermo. «Decíle que gobernemos juntos», dijo el Coronel, desde la vereda, pero ella cerró la puerta sin decir más nada. El primero de Junio, se plantó con su tanque en la plaza vacía para reprimir una multitud imaginaria. «¡Cómo pueden ser tan ingratos!», clamaba, «¿No los salvé del comunismo, acaso?». Esa misma noche abandonó la intendencia y se marchó al exilio, de donde jamás regresó. Cuatro días más tarde, Miguelito ocupó el cargo que había pertenecido siempre a la familia y prometió que gobernaría con el Plan de los Descalzos. Así volvió la paz.

- Pensar que si hubiera aceptado desde el primer momento, nos habríamos evitado toda la desgracia - Comentó su padre, con amargura, el día de la asunción al mando.

- Es cierto - Respondió Miguelito - Pero se dieron tantas casualidades en contra...

Espeucipo nunca hizo el intento de retomar su puesto. Curado de su enfermedad, que al fin y al cabo no fue mortal, permaneció alejado de la política por el resto de sus días, dedicado a fumar uno tras otro los puros que le habían prohibido.

 

CXLI

 

Aún hoy, cuando la memoria toma la forma de un rito inoportuno y la Guerra de los Des-calzos se hunde en el olvido, el Doctor Epaminondas siente un estremecimiento al pasar por el solar de los Ortega. Apura la marcha, cruza a la vereda de enfrente y va pegando el cuerpo contra la pared sombreada de la iglesia, como si se escondiera. Llega a la esquina y mira en derredor, tal vez buscando a alguien, quizás por costumbre. Mira a través de la plaza, descubre la calle vacía y se persigna, mientras un airecito tibio hace rodar las hojas de los árboles, arrastrando ruidos pequeños. Hacia el lado del río, las nubes han comenzado a juntarse. Parece que va a llover. El Doctor hace un esfuerzo, tratando de precisar la fecha en que enterraron al último muerto, pero no puede. No sabe si fue ayer o si aún lo están velando, oliendo a flores marchitas. Un escalofrío repentino lo asalta. «Serán las ánimas», dice. Luego suelta un sollozo y echa a correr al trotecito, como un fantasma en fuga.

Consumida por los mismos espantos, Aspasia estruja los visillos y le rechinan los dientes, viéndolo pasar. La tembladera le desbarata el pecho, igual que la tarde en que tocó los huevos del seminarista Arcadio, hace justo un año. Aspira profundo, oliendo otra vez el incienso y el sudor del sacristán, hasta que el aire abandona sus pulmones y se le entrevera en las tripas, helándole el vientre. Doblada en dos sobre el sillón de mimbre, abre la boca como si fuera a soltar un grito, pero nada ocurre. Se queda inmóvil, como una fotografía trágica. Al rato, cuando el Doctor Epaminondas ya se perdió de vista, ella vuelve a vagar por los huecos de su mente, pensando en nada. Esta hora es idéntica a aquella otra, cuando las desgracias se soltaron para arrasar al mundo. «Pudimos evitarlo» -murmura Arístipo, mirando a su hija desde la penumbra de la sala contigua- «Pero no hay caso; una casualidad siempre pesa más que la mejor causa». Pasa una mano trémula por la hilera de libros, los mismos que Aspasia devoraba con pasión antes de volverse loca, cierra un puño y agrega en voz alta:

- Nada más que casualidades, una detrás de la otra.

El Doctor, mientras tanto, llega por fin a su casa y suspira aliviado. Allí, entre el dolor y el silencio, se siente seguro, a salvo del acoso de la vida. Abre una ventana y mira con atención las gotas de la lluvia, que han comenzado a caer. La sala, como siempre, está en absoluto silencio. Nadie ha vuelto a reir en ella, desde la noche en que festejaron otro mes de la beba. «Nos hemos muerto todos», piensa el Doctor, cerrando el postigo. Oye los pasos de Isabel en el piso de arriba y el alma vuelve a metérsele en el cuerpo. Sube los peldaños sin hacer ruido, pasa frente al cuarto que fuera de Niké y se queda unos segundos mirando a Isabel. Está sentada frente a la ventana, con una cajita de madera abierta sobre el regazo. «Ha estado leyendo otra vez las cartitas que Niké y Camilo se enviaban cuando se conocieron», piensa. La observa. Isabel se ha peinado hoy, lo cual es un buen síntoma. Las canas de sus sienes, aparecidas hace pocos meses, brillan con la luz que entra por la ventana. Su rostro, pese a la pena que se le ha instalado, luce sereno. Golpea suavemente con los nudillos y pasa.

- Estaba pensando - Dice ella, hablándole como si continuara una conversación anterior o como si creyera que él ha estado allí todo el tiempo - en algo que hablé con Camilo una de las últimas veces que nos vimos, hace poco más de un año.

El viejo amigo se sienta a su lado, dispuesto a escucharla una vez más.

- Estaba muy serio esa noche, lo cual era raro...Me dijo...«Sólo digo, mamá, que un día en que yo no esté tal vez tengas que querer mucho a alguien que no se nos parezca en nada. Ni a vos, ni a mi padre...y ni siquiera a mí. Entonces, los recuerdos no serán importantes a la hora de volver a edificar tu vida.» Qué tontería, ¿no? Mira que decirme esas cosas a mí, que soy su madre. Bueno, tú sabes como es él.

El Doctor Epaminondas sonríe. Ella nunca habla en pasado cuando se refiere a su hijo. Se quedan en silencio, mirando la cajita que ella tiene entre las manos. Afuera, la lluvia se ha ido diluyendo y ahora sólo caen unas pocas gotas, como con desgano. Después de un rato, él vuelve a ponerse de pie. Isabel cierra el estuche, se levanta y lo guarda en un cajón. Mira hacia la calle y agrega:

- Quizás él pensó que tú y yo éramos muy distintos, o tal vez sólo le pareció que yo lo creía así, pero no. Sólo que la vida tiene tiempos que una debe respetar.

El médico se siente turbado, no sabe qué decir, así que carraspea un poco. Luego sale del cuarto y baja por las escaleras, iluminado por una suave alegría. Isabel lo sigue unos minutos más tarde. Se ha puesto, por primera vez, algo de color en las mejillas y una traba nueva en el rodete.

- Oye, nunca salimos, nosotros...- Dice de pronto, con esa tonada castiza que nunca se le fue del todo - ¿Por qué no vamos a buscar a Candela y la llevamos al río? ¡Mira el sol, allá afuera, ha vuelto a salir! ¡Anda, llama a la otra abuela y dile que vamos por ella! ¿O vamos a dejar a nuestra nieta en manos de esos viejos aburridos?

- Tenés razón - Dice él y después se da cuenta de que nunca la había tuteado antes. Aunque la sola idea de salir a la calle le hace temblar las manos, siente que tal vez ya es tiempo de que todo comience a cambiar. Levanta el teléfono, mientras Isabel anda por ahí, hablando y hablando, abriendo los postigos y entonando una canción que piensa enseñarle hoy a Candela.

Afuera, después de todo, hay un día hermoso.

 

 

 

FIN