El Secreto del Asampay

 

 

Por Ricardo Federico Mena

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El Secreto del Asampay

 

 

Año 1720- Encomienda de don Manuel de Villafañe

 

Mocople se había constituido en la persona de máxima confianza de don Manuel en la hacienda. Su impronta destellaba la grandeza y la dignidad que venían impresas en sus genes. Una atávica carga de soles y autoridad imbuía su persona de confianza y seducción. Antiguos fantasmas apasionados susurraban a los oídos de quienes le conocían: están ante un Curaca que aún guarda en sus entrañas los labios tibios del gran Cacique Chelemín.

 

Sin duda Mocople era un digno descendiente del famoso Cacique que hiciera temblar las huestes españolas durante la guerra Calchaquí... Fueron cien años de desesperada resistencia, en que los dueños de la tierra no escatimaron valor, esfuerzos ni imaginación para sacudir el yugo de los conquistadores blancos. Mocople, más que un indio encomendado, había pasado a ser un amigo insustituible en los laboreos de la encomienda.

 

Manuel tenía absoluta confianza en él y, cuando impartía una orden, esta reejecutaba con eficiencia, antes deque sus ecos se disiparan en la misma dirección donde doblan los vientos.

 

Las risas luego de la caída del caballo, apagaron sus sonidos confusos de la misma forma en que se apagan los muigidos postreros de los toros en sacrificio. Ante el advenimiento de la noche, cada uno se dirigió a su cuarto. Mocople estaba cansado luego de una larga jornada y sus pasos, mientras se dirigía hacia el descanso, resonaban diferentes. Apretaba los carillos con una tensión a punto de estallar. El cansancio era en realidad grande, sin embargo, en cuanto se recostó en su camastro, besó a Juana que dormía apaciblemente y la despertó para concretar el merecido momento del amor. Se enredaron apasionadamente ante la mirada incomprensible de uno de sus perros. Muy pronto se durmió, pero los fantasmas de sus antepasados volvieron a visitarlo de la misma manera como se visitan a los viejos amigos.

 

Esa noche de primero de Agosto, despertó en medio de una sudoración rancia y profusa que emergía sin piedad de cada uno de sus poros y parecía socavarle la piel, como si ellos, de alguna manera, hurgaran sus más recónditos secretos. Tenía en verdad muchos, pero éste que se enancaba en el sueño revestía una característica especial nunca antes experimentada. En el sueño el jadeo se había convertido en una especie de rugido que irisaba su cuerpo y tensaba cada uno de los filamentos de su musculatura. Era noche cerrada aún en la encomienda y, a lo lejos, parecían sentirse las voces de los muertos danzando alrededor de las apachetas que los viajeros ofrendaban a la madre tierra. Toda su materia se estremecía.

 

Daba vueltas y más vueltas en la cama que él mismo había fabricado con madera de álamo y tientos de guanaco, mientras afuera el viento se desbordaba lujurioso, empujando la noche hacia los abismos del día.

 

Sentía a su lado un cuerpo caliente que respiraba y que no podía reconocer a la luz de las velas. No era el de Juana, a quién vio mientras abría los ojos, sentada a su lado tratando de despertarlo. Se incorporó en la cama encendiendo otra vela y escrutó detenidamente cada rincón de esa pieza enorme de cuyo techo de cardón pendía un amancay gigante de las montañas. Su perfume enervante no era suficiente para mitigar el olor espeso de la sudoración que con porfía le martirizaba el cuerpo. Comenzó a temblar sin poder discernir el origen de tal efecto y también a preguntarse a qué secretos designios obedecerían esos martirios de la carne. Antes jamás los había experimentado y, a pesar de ser un indio encomendado, era un hombre arrogante y último cacique descendiente del gran Chelemín. Las circunstancias de la historia y los avatares de la vida habían llevado a su pueblo a difíciles resignaciones, pero al igual que el león de la montaña, la llama o el guanaco, ellos mantenían intactos sus instintos de libertad. Era precisamente esto lo que apreciaba en don Manuel de Villafañe, que jamás había sometido las libertades de su pueblo, dejándoles vivir en alegre albedrío, pleno de trabajo bien remunerado que les permitía continuar regocijándose con lo que la naturaleza había puesto en su camino.

 

Esperó desesperadamente la madrugada como si en ella estuviera la visión de Dio. Junto a Juana siguió el rito milenario de sus antepasados recogiendo con esmero la basura de las cuatro esquinas del recinto donde se encontraban; las mezclaron con algunas hierbas aromáticas recogidas del hara y, al quemarlas, espantaban los malos espíritus que parecían aposentarse en su dormitorio. Esa mañana se presentaba con un aura extraña. Un sordo rumor de aguas presurosas que desconocían su desembocadura se esparcía por cada una de sus vísceras. Percibía casi con desaliento la sombra de una extraña y terrible respiración que hacía estremecer el alma. Juana lo observaba inmutable a su lado sin perder ningún detalle, mientras le pareció sentir una extraña emanación que descendía de la montaña.

 

La mañana lo sorprendió más tranquilo, pues nada habían encontrado en ese recinto de adobes con techo de cañas y cardones, que el viento castigaba con implacable rigor. En realidad, al no encontrar algo concreto o físico, dejaba la posibilidad de que ese algo que sentía interiormente sólo fuera subjetivo, no visible, como ocurre siempre con las cosas que no se comprenden o bien que aquella presencia innominada fuera una energía de extraña procedencia.

 

Las supersticiones de sus antepasados dormían en lo que ellos llamaban   ristcha y que no era otra cosa que la intangibilidad de la memoria. Se encontraba en esos menesteres del pensamiento en un obligado día de samana , cuando divisó a cierta distancia la figura enjuta y encorvada de Ataliva, un indio viejo y de edad incierta, fiel como pocos había sobre la tierra. Además ostentaba el galardón de ser su eficaz compañero en la tarea de gobernar a su pueblo esparcido como un rosario de cuentas cobrizas sobre los vericuetos el valle. Era Ataliva, llamado más comúnmente “el Chano”, en quién podía confiar como siempre lo había hecho y referirle las extrañas alucinaciones vividas la noche anterior. Le pareció natural invitarlo a pernoctar en su morada de último curaca  y sobrellevar entre ambos los sobresaltos de la noche. Al caer la tarde y ponerse el sol, el viento, en colérica actitud, comenzó a levantar el oleaje del Mayu, que venía embravecido por una absurda creciente inusual  para la época. No era temporada de lluvias, por lo tanto, la lujuria delirante de las aguas encrespadas les robustecía el pensamiento acerca de que algo extraño flotaba en el ambiente. Escuchaban desde la casa la voz ronca de la creciente, que en su desvarío enviaba sus fantasmas llenas de inquietudes olvidadas.

 

La noche se despeñaba perezosamente desde las altas cumbres hacia los faldeos del cerro, cuando la oscuridad comenzaba a abrazar el paisaje circundante con estremecimientos de horror. Decidieron encender las pocas velas que quedaban, traídas en el último arreo con burros orejanos, capturados en el campo, que luego de cuidadosas dedicaciones, cargaban con árganas repletas de las más variadas mercaderías provenientes de la ciudad.

 

Las velas dibujaban y desdibujaban los más alucinados arabescos, favoreciendo el sortilegio imborrable de una noche para el olvido.

 

Estaban los dos hombres callados junto al brasero donde vaporizaba una pava, jadeando convulsivamente el secreto infinito de sus infusiones serranas, cuando rompiendo el silencio de la noche; Mocople, imbuido de su majestad de curaca, preguntó a su invitado:

-¿Tienes miedo Ataliva?- El anciano, casi sin respirar, contestó:

- ¡Sí, aunque no debiéramos tenerlo! Somos indios experimentados, pero a pesar de eso, lo que me espanta es la posibilidad de que el Supay, me convoque a sus dominios, donde el dolor y el sufrimiento calcinen en un eterno charqui las fibras de mi cuerpo que aún conserva la fortaleza del simbol.

 

Allí la apasionante astucia de la muerte, hace remecer los senos de las mujeres que, al bailar entre las llamas, van ondulando el cuerpo en un desenfrenado concierto de nalgas trepidantes. Las súcubas extienden su sexo carnoso, mientras miran a los recién llegados con ojos suplicantes llenos de miel. Mocople hablaba en su propio léxico ladino, mientras Ataliva creía oler un tufo febril de nalgas y senos amordazados. Él no estaba en edades de deseo, pero con la persistencia de la memoria pensaba que jamás podían ser feas las opulentas diablas, bailando con frenesí en las Salamancas, mientras hacían el amor con Lucifer, quien en el colmo de su voluptuosidad adornaba su sexo con florerillas negras impregnadas de jugos ardorosos. El vértigo alucinante que los giros imprimían a la danza coloraba los aledaños con una espuma de esmaltes hechizados, mientras la memoria le traía el recuerdo de voluptuosos fluidos eróticos. Un viento incontenible abrió las ventanas de cardón por donde asomó la luna gigantesca que iluminó el cuarto, más que la luz quebrada de las velas.

 

La energía, que Mocople sentía respirar como algo vivo sobre su piel, comenzó a moverse en desacompasados movimientos que penetraban por la cuenca desconcertada de sus ojos abiertos hacia lo desconocido. Ataliva se abandonó resignado a esas extravagantes alquimias de la mente y comenzó a transfigurarse, cuando sintió al viejo curaca, interrogar preocupado:

_ ¿Qué está sucediendo?_

 

Buscaba con afán algo para iluminar nuevamente la fantasmagórica escena. Se producía la transmutación de almas según la creencia de la cultura calchaquí. Ataliva dejaba escapar la suya para aceptar serenamente la desconocida fuerza que trajinaba sin sosiego por cada rincón insomne de la casa. Respiraban entre esos muros los vapores ácidos de lo sobrenatural y desconocido.

 

De pronto el indio cambió súbitamente su fisonomía y, levantándose con precipitación de la pequeña silla de tientos que se encontraba aun costado de la cama, avanzó envuelto en gruesas vestiduras de humo, rengueando hacia Mocople, a pesar de que jamás había sido rengo. Sus movimientos producían un ruido seco y monocorde, como quien pisa caracoles secos en playas fantasmales. Era el rítmico arrastrar de su pierna torturada por los dolores de la minusvalía. Mientras caminaba, el dolor hacía brotar de cada fibra de su musculatura una energía fiera que se traducía en la mueca esculpida sobre su rostro de piedra.

 

Balbuceó palabras que Mocople había escuchado pronunciar a sus abuelos y entre las cuales creyó reconocer estas: wairi, puri ,punchau, tiri, guata y taia. Pertenecían al antiguo quichua hablado por las tribus calchaquíes.

 

-No puedo entender lo que hablas- reprochó Mocople-.

 

Su rostro ancho de reminiscencias asiáticas se demudaba al contemplar la metamorfosis de Ataliva, su gesto fiero y decidido.

 

No soy Ataliva!- respondió con voz grave y distinta impregnada con esa solemne autoridad que sólo los hombres de mando podían ostentar. Era una voz con sonoridades de urgencias que parecía venir del infinito, como un latido del tiempo, vibrando en las alas de cada sílaba.

 

_ ¡Soy Chelemín, Señor de los Hualfines y Jefe Supremo de la segunda sublevación de los Calchaquíes! Por cierto imperativo demorado largo tiempo vengo a revelarte la verdad de mi derrota y es tal vez la última oportunidad de hacerlo, de jefe a jefe, puesto que eres el último de mi sangre sobre la faz de la tierra. Quiero que la cuentes como una manera de ordenar la nebulosa de la historia, para lo cual te prometo hablar en una forma acorde a los tiempos que hoy transcurren. Los pueblos indígenas deben integrarse, sin desdoro de su dignidad, a la cultura de los blancos, mucho más avanzada que la nuestra. No deben ser esclavos, sino pares que enfrenten al mismo nivel los destinos inciertos de la humanidad.

 

La presencia del Señor de los Hualfines en el cuerpo de Ataliva adquiría por momentos dramáticos matices, acaso provistos de un carácter solemne y amenazador. La voz hablaba con la misma fascinación de una serpiente de encantamiento, mientras Mocople y Juana escuchaban con la piel erizada en estado de éxtasis aquellas primeras palabras que invitaban a la comunión con almas errabundas. El sortilegio estaba en su apogeo y Mocople, en un estado de febril alucinación, escuchaba cómo la voz con seductora sabiduría, lograba superponerse a las imágenes desaforadas de una multitud de dioses salvajes que habían alimentado su educación saturada de supersticiones.

 

Se sentía flotar en un mundo sin fronteras y sin tiempo, pero se aferró al instinto lúcido de la mente y continuó escuchando sus desventuras. La voz continuó diciendo:

“Es la primavera de 1637 y estoy en el pucará del Asampay, que en el idioma de los blancos quiere decir diablo, tal vez por el subido color rojizo con que las piedras cubren su desnudez. Tengo a mi alrededor un pueblo fiel, los hualfines, tribu de la que me enorgullezco de ser su cacique, y por lo tanto debo cuidarme de la perfidia de los españoles quienes me persiguen sin tregua desde una ciudad que ellos llaman Londres de Pomán. No hace mucho que se ha fundad. Fue durante las maniobras de la guerra en que estamos envueltos desde hace mucho tiempo. Me siento cansado y viejo, pero con la tremenda responsabilidad de cuidar la vida de las mujeres, los ancianos, los heridos, de mi tribu, que en verdad son muchos. Mi gente está decidida a morir antes que permanecer en la esclavitud de los blancos con sus encomiendas, en las minas o en el servicio personal.

 

Soy indio y no me avergüenzo de ello; no sé nada más que lo enseñado por mis padres y abuelos, pero ello me alcanza para ser feliz junto a los míos.

 

No sé por qué no dejan de acosarnos. Tampoco entiendo cómo ellos que pregonan la Fe de un Dios bueno y justo, superior a nuestros dioses venerados, permite que seamos tratados con tanta maldad. Los machis blancos, los sacerdotes que nos enseñan su religión nos prometen felicidades que nunca hemos conocido y quizá nunca conoceremos. No estuve de acuerdo con la muerte horrible que se dio a Fray Pablo, ni a Fray Antonio Torino, porque me conmuevo al pensarlo, pero mi tribu que hacía tiempo se pasaba subrepticiamente la flecha en señal de alianza, determinó que así sucediera. Nada pude hacer para evitarlo. Así como nosotros nunca imaginamos la crueldad de las tropas españolas que descuartizaron al cacique Coronhuilla en Andalgalá. Cada uno de los cuatro potros se llevó una parte de su cuerpo ensangrentado ante la presencia de sus familiares.

 

No puedo dormir y Calsapi, mi segundo jefe, se acerca para decirme que los españoles quieren conversar conmigo para evitar más derramamientos de sangre. Pronto aparecerá de entre los cerros ese rojo redondel que es el sol de la madrugada y debo concurrir sólo con Calsapi, hasta los faldeos del valle de Hualfín, donde me esperarán los dos jefes españoles: Ramírez de Contreras y otro cuyo nombre no puedo recordar.

 

Yapo Amba, la más joven de mis mujeres, mientras me abraza, pone entre mis manos a nuestro hijo más pequeño que hemos nombrado Solamán en homenaje a un gran cacique amigo. Tal vez los dioses le permitan gobernar con acierto, sin los rigores de la guerra que nosotros vivimos.

 

En ese momento la voz y expresión de Ataliva parecieron dulcificarse, mientras continuaba su confesión:

 

Es tanto el cariño y la ternura que Yapo-Amba me prodiga, que me faltan fuerzas para cumplir con mis obligaciones de jefe de las tribus coaligadas. Ella es mi dueña. Yo soy su dueño hasta el último confín de su belleza, y hasta los más puros límites de su risa y de su llanto. Un fulgor muy vivo se desprende de sus ojos mientras la miro y ella responde con un beso quemante como cien soles sobre mi boca. Con suavidad me desprendo de su abrazo y con honda tristeza digo que ya es hora de partir al encuentro de mi destino.

 

Comienzo a caminar cerro abajo en medio de cactus floridos, junto a mi fiel Calsapi, desmoronando piedras filosas y ramas secas que lastiman nuestros pies cansados. Voy recordando retazos de mi vida que vuelan sobre mis ojos con la misma desolación de una intensa despedida. Observo todo con energía y valor, como forma cierta para combatir los destinos aciagos, mientras nuestros pies producen crujidos de muerte por los desolados meandros de la senda.

 

La voz  por momentos adquiría matices de bajas vibraciones que parecían fosforescencias llegadas desde su propio pozo de amarguras y Mocople se veía en la obligación de aproximar su oído para no perder la ilación de aquellas palabras secas y humeantes.

 

Tras de mí, como una sombra callada que sigue a otra sombra, caminaba Jerónimo, mi perro español que traje como botín de guerra durante el último asalto a Tucumanita. Era fuerte, de gran tamaño, feroz en el ataque y manso como una llama en mis horas de meditación y descanso.

 

Tantas veces ha peleado junto a mí, y otras tantas me ha salvado, que sin él mi vida hubiera sido más triste y más corta. Donde voy me acompaña y él va siguiendo con resignada mansedumbre a mi sombra y a mi corazón. En esta jornada estamos nuevamente juntos tanto en el sueño que es corto como en la vigilia que es agotadora y larga.

 

De pronto, Calsapi, que venía abstraído en sus propios pensamientos, me habló diciendo:

 

_ ¿Te acuerdas, Chelemín, hermano, cuando tu padre, el gran curaca Alimín impetraba a los dioses de la lluvia? Nuestro pueblo casi se extingue luego de aquellas espantosas sequías que agostaron nuestros cuerpos y nuestros espíritus, en esos terribles tres años en que se sacrificaron nuestros más hermosos niños sobre las piedras rituales, de cuyo orificio central desagitábamos la sangre para colocarla en cada rincón de las sementeras.

 

No puedo olvidar nuestros padecimientos, como tampoco olvidar que por aquellos días tu padre me concedió su hija bien amada, Sa-il, y que enloquecidos de amor un primero de agosto impetramos por la fecundidad de nuestras sementeras, bailando, cantando y penetrándonos a la luz de la luna, hasta caer rendidos por los vaivenes de la pasión. Ese año nos hicimos más hermanos y luego de las nueve lunas nació nuestro hermoso retoño, Suni-Han. ¡Cuánto tiempo ha pasado desde entonces, y hoy como ayer seguimos pidiendo a nuestros dioses, aunque de manera distinta por la felicidad de nuestro atribulado pueblo!

 

Estos y otros recuerdos de la infancia eran los temas de aquella conversación que sólo les servía para distraerles de tan terrible tensión. Chelemín que era un astuto observador decía a Calsapi:

 

No sé si habrás dado cuenta de que, durante toda la marcha, nos ha seguido pacientemente una gran puma con sus crías, y que dada su perseverancia debe estar hambrienta. En caso de que nos acometa en algún recodo de la huella, debes gritar con fuerza y agitar palos y ramas para ahuyentarle.

 

De pronto les pareció que el corazón se les paralizaba, pues en el horizonte percibían, desdibujadas, las figuras recias de dos caballeros españoles montados en hermosas cabalgaduras. Chelemín detuvo su marcha. La renguera de su pierna derecha hacía que cada paso fuera una daga clavada en sus espaldas y, sin despegar la mirada de ese horizonte que le repelía y atraía a la vez, habló con emoción contenida:

 

“Calsapi ,quiero que sepas, si algo me ocurre que la sucesión de mi mando debe recaer en el mayor de mis hijos, Ramiro, a quién mando que, con el resto de los alimentos restantes, conduzca a mi pueblo, hacia el otro lado de la cordillera a buscar la protección que necesitamos para reorganizar nuestras fuerzas.

 

“Un llanto contenido estremecía mi garganta y nublaba mi vista, esfumando las figuras de mis adversarios, mientras giraba mi cuerpo encandilado por el sol, para poder abrazar a mi hermano tal vez por última vez.

 

La guerra contra los calchaquíes por el sur, hacía arder de puro coraje, el orgullo de los hualfines, pacciocas, andalgalás, famatinas y yocaviles, conducidos por la mágica astucia de Chelemín, cuyo sólo nombre hacía temblar a las huestes españolas.

 

El camino de la quebrada que conducía al Pucará del Asampay, había comenzado a vestirse de un verde intenso, como respuesta inequívoca a las primeras lluvias que despertaban de su letargo ese hálito de vida oculto en los pedregales.

 

Toda la nación indígena ardía como una tea. La flecha circulaba de tribu en tribu en señal de solidaridad y alianza ante el enemigo común: el español.; la indiada reaccionaba como una estructura única y homogénea funcionando como una verdadera nación bajo el liderazgo de un solo jefe.

 

El Pucará del Asampay era el último refugio donde las diezmadas fuerzas del curaca Chelemín, defendían también los últimos retazos de libertad. La lucha sembraba los valles con actos de heroísmo de ambos bandos y un vértigo de rara fascinación convertía a los contendientes en semidioses. La sangre se derramaba por doquier con sensaciones crispantes de estertores y de eternidad.

 

Aquél día se presentaba a los ojos de los dos caballeros vestido con un encanto particular. El viento, que aún no dejaba de llorar su agudo lamento, levantaba la arenisca suelta del río de la quebrada y la estampaba con fuerza sobre sus rostros pensativos. Se apearon de las cabalgaduras y, siempre en silencio, fueron a sentarse a la sombra reparadora de un viejo algarrobo. Era en realidad una sombra magnífica. El rumor de una colmena de abejas negras, preparando su palacio de barro, tintineaba en los oídos, aproximándoles la promesa de algunos momentos de distensión.

 

Estaban también solos, ése era el compromiso y,  dejando al costado lanzas y adargas, mientras aflojaban las cinchas de los caballos para que descansaran de los rigores de la marcha y del calor. Don Pedro Ramírez de Contreras, al tiempo que mesaba su barba negra como la noche, se dirigió al capitán don Juan Núñez de Ávila con su vozarrón de trueno:

 

Don Juan: ¿usted cree que vendrán los caciques?

 

Es probable que no lo hagan- respondió casi con resignación el joven capitán.

 

Don Pedro quedó callado, y en un juego mental comenzó a recrear las vicisitudes de la guerra que llevaba ya largos años. Pasaron por su mente como una ondulante fiebre los terribles apremios durante el sitio de la ciudad de Londres, los rigores de la marcha en retirada y el desconcierto de la población de la Rioja durante el sitio en el que el hambre hiciera parecer la carne de los perros como el más apetitoso de los manjares. Aquella vez los disuadió la peste, pero la diezmada población de la ciudad de Todos los Santos, famélica, con las vestiduras hechas jirones, saturada de heridas, se encontraba postrada y abatida. Afuera, en los aledaños de la ciudad, amanecían los gritos febriles de la indiada sedienta de sangre española.

 

Algunas casas de las manzanas periféricas habían sido invadidas por el ululante dominio de las tribus que imponían a los techos de paja la exótica caricia del fuego. Las mujeres corrían alzando las faldas para dar mayor velocidad a las piernas tratando de alejarse de aquellos inexplicables designios, mientras sufrían sobre la nuca los trastornantes resoplidos del indio. Corrían con desesperación, las bocas crispadas en un grito inacabable; el miedo se les encarnaba en el cuerpo, provocándoles la secreción resplandeciente de aromas sexuales que los indios imaginaban como jugos de mares desconocidos, naciendo en aturdidas vaginas blancas. El olor flotaba en el ambiente como una respiración de sílabas sexuales y el indio jadeante de excitación, cuando la alcanzaba, desde la oscuridad de su conciencia, aplazaba sus designios de muerte, para concretar en el campo de batalla las íntimas aspiraciones del amor. Algunos, allí en medio de la bárbara y humeante desolación, descubrieron que su sexo derramado con apuro sobre esas trepidantes caderas, los conducían hacia el amor. Ellas luego de ser penetradas y mojadas por el semen cobrizo, más de una vez se negaron al regreso, entregando a ese hombre con amorosa sumisión cada pliegue de sus cuerpos. Iluminaban así las noches con la fervorosa caricia de sus nalgas y caderas, perfumando el momento con insospechadas trampas eróticas. Las mujeres también descubrían, en las ininteligibles palabras del salvaje, las confusas caricias del amor.

 

Don Juan, sin saberlo sincronizaba sus pensamientos en la misma azarosa imaginación de don Pedro Ramírez y recordaba con tristeza la pérdida de hombres y bastimentos en la batalla de Cerro Encantado; todavía hería sus oídos el infernal estruendo de los pingollos y la gritería de la indiada.

 

Desde el campamento de Guatungasta habían despachado una embajada de indios amigos hacia el Asampay para convocar, solos y sin custodia, al famoso curaca y su lugarteniente. Era necesario parlamentar y concluir con la guerra. Don Pedro imaginaba las pretensiones de los coaligados y sacudía con energía la cabeza para ahuyentar los malos presentimientos. Se incorporó nerviosamente cuando vio las dos figuras humanas. El capitán Núñez hacía lo propio mientras una extraña palidez desencajaba su rostro curtido por los soles.

 

Chelemín seguía desgranando palabras como si fueran vahos intermitentes y a horcajadas de ellas podían percibirse sensaciones extremas.

 

-Mientras giraba mi cuerpo, el sol de la tarde que moría me cegó, pero alcancé a ver el fuego dorado del hacha de bronce y cobre de un Calsapi brutal y desconocido. Gerónimo, mi perro, que se encontraba a cierta distancia, corrió tratando de atrapar el brazo asesino, pero no pudo llegar a tiempo. No morí instantáneamente y, en medio del dolor y como último recuerdo, vi.  mi perro español desgarrando con saña la garganta traidora de la que emanaba un grito recién nacido, que moría una y otra vez entre sus dientes enrojecidos .

 

Mi perro está aún conmigo, siempre a mi lado, en la intimidad de mi sombra que ya es espíritu y en mi corazón que es comprensión y cariño.¡ Cuéntales Mocople que también hay un cielo intensamente azul para los perros fieles

.

 Mientras esto decía a lo lejos sobrenadaba el murmullo de Gerónimo como si fuera un leve balbuceo.

 

Luego del golpe sentí que el mundo se derrumbaba a mi alrededor, mientras que con el último aliento que dejaba el hacha dejada en mis espaldas, pude murmurar: ¿Porqué Calsapi?, mientras mi lengua se enredaba tratando de gritar ¡Shiquimí! Que en idioma calchaquí quiere decir¡ hijo de puta! En ese preciso momento creí escuchar el ronco sollozo de quién creía mi hermano.

 

Los vértigos que siguieron son por demás conocidos y acaso sea innecesario revelarlos : sólo quiero recordarte que mi cabeza fue expuesta en el Rollo de Justicia de la ciudad de Todos los Santos DE LA Nueva Rioja, y mi brazo derecho en la pica de la ciudad de Pomán:
          
 
          Siento una tristeza inconmensurable cuando vuelvo a contemplar mis ojos vacíos y resecos, perdidos en la oscuridad de los martirios, mirando un horizonte de pájaros inmóviles, mientras mi brazo crispadote ausencias clamaba por el cuerpo incandescente de Yapo-Amba.

La intriga se gestó en el Asampay entre Diego Ocheta, cacique de una de las tribus sometidas, que los españoles mandaron en parlamento, y algunos descontentos encabezados por el infeliz Calsapi.

 

Cuentan las historias que en el fondo de la quebrada que da al Asampay, en un pobre recinto de pircas sin techo, edificado a la sombra generosa de un algarrobo, vivían la india Malula y su madre la Cuma, quienes, al día siguiente, cuando regresaron a la choza, vieron pasar raudamente hacia su madriguera una puma y sus dos cachorros, con un trozo de Calsapi entre sus dientes cada cual. Los siguieron con insistencia hasta perderlos de vista, y allí, sobre la línea inmaterial del horizonte, vieron deshilacharse la imagen completa de su cuerpo, mientras un grito ahogado se escurría entre los árboles en dirección de la casa habitada por los vientos.

 

Mocople y Juana escuchaban atónitos esta historia con el corazón sobrecogido de emociones encontradas. Sabían que sus antepasados habían sido curacas importantes de la nación calchaquí, pero lo que ignoraban era la intimidad de estas historias.

 

La voz  iniciaba su despedida y hablaba a través de la voz de Ataliva, con esos enigmáticos acentos que sólo da la lejanía:

 

Mocople, quiero que sepas que ésta es la íntima realidad del Secreto del Asampay. Deseo que la divulgues y que comprendas que tu abuelo fue un valiente traicionad. Ramiro nada pudo hacer ante la superioridad de los blancos, pero, al no poder vencerlos, fue mejor plegarse a sus adelantos.

 

Una fuerza sorda emanaba de la voz de Chelemín, cuando se escuchó un extraño ruido de inquietantes vibraciones. Un confuso cortejo de fantasmas indios se aproximaba con sus camisas de picote sobre las que caían sus melenas desgreñadas. Venían a acompañar a su jefe, quien, con la cabeza en alto, se encontraba sentado a la derecha de Ataliva. Mocople percibía los movimientos, más no podía verlos. Entonces se sobresaltó al sentir a sus espaldas los gemidos de un perro que reclamaba atención. Pronto su gesto comenzó a suavizarse al imaginar la escena en que Chelemín, su abuelo estaría acariciando la nariz húmeda de Jerónimo. Nubes espesas y violáceas comenzaron a invadir la escena, y una sonora carcajada se abrió espacio entre los vapores :

 

_ Molcople, así como Chelemín ha narrado su historia con la que concuerdo, quiero que sepas y lo cuentes: estamos en un Paraíso donde no existen  el dolor, la rivalidad ni las pasiones; aquí todo es felicidad.

 

Mientras esto decía, la nube se abrió, y permitió ver sólo por un segundo, entre un conjunto de indios y españoles a dos figuras legendarias que se abrazaban en medio de los espasmódicos ladridos de Gerónimo: Chelemín y Ramírez de Contreras.

 

Pasaron varios días hasta que los ánimos de Mocople recuperaron el sosiego y, cuando creyó llegado el momento oportuno, narró a don Manuel todos los sucesos sobre el Secreto del Asampay; sabia que lo escucharía con respeto. Empezó así a cumplir con el pedido de su abuelo Chelemín.   

        

 

    

Esta historia ocurrió verdaderamente. Los nombres indígenas son reales como asimismo las secuencias históricas y los lugares exactos donde se desarrollaron. La causa de la derrota de Chelemín, permanece en el misterio. Esta versión el autor la considera plausible.

Extraído de la novela La Casa Blanca de Anguinán, primer premio de novela, año 2000, otorgado por la Secretaría de Educación de la Provincia de Salta-

 

 

 

EL ENANO DEL SOMBRERO

 

 

Algo asustó a Manuel, pero como nada se veía, imaginó que una multitud de espectros invisibles vagaban por las calles desoladas, atemorizando animales y gentes del lugar. Sintió un súbito descaecimiento en su interior; tantos contratiempos estaban minando las fuerzas combativas de sus años juveniles. No experimentó miedo de esos seres porque se encontraba en paz con su conciencia. ¿Sería acaso un duende juguetón que se divertía a su costa? Pero nada, ningún enano, ni voz externa o interna que le susurrara:

¿ Con qué mano quieres que te pegue?,  ¿con la de hierro o con la de lana?

 

Tal vez fuera alguna alimaña agazapada entre las piedras, para él invisible, pero no para los sentidos del caballo. Lo concreto fue que el rosillo se empecinó en detenerse marcha y, con el alma sobrecogida por un temor desconocido, mientras lo tomaba de la rienda, giró y procedió a continuar el camino que se le antojara a su empecinado palafrén.

 

Nunca le había pasado esto, de manera que no pudo desacelerar los latidos de su corazón y, con un ramalazo de valentía, prorrumpió en un grito ensordecedor, por las dudas hubiera algún duende o demonio en los alrededores, los convocaba a su presencia, perentoriamente o de lo contrario demandaba que lo dejaran tranquilo. Había escuchado desde niño innumerables historias que pasaban de boca en boca, pero jamás se detuvo a pensar si eran verdaderas o falsas. Sea como fuere, lo que había escuchado respecto a los duendes o demonios de la campaña, decía

que surgen de la nada. Los primeros se asomaban a la siesta como genios picarescos que hacían asustar; los segundos aparecían por la noche, en búsqueda de almas para comprar y comprometer, con las cuales llenaban los jardines del Averno. Miró en derredor detenidamente en busca de algún indicio que confirmara sus pensamientos y vio a lo lejos, muy próximo a la línea del horizonte, la reverberación incandescente de un edificio enclavado en el corazón del desierto. Era una construcción pequeña, como para muñecos, iluminada por la inclemencia de un sol de fuego. No se parecía a las edificaciones chatas habituales. Entrecerrando los ojos creyó distinguir dos hileras de ventanas, una encima de la otra, pero la distancia entre ambas era tan escasa, que no permitía a un hombre normal transitar con tranquilidad por el lugar. Si avanzaba hacia allí se daría de pleno contra las ventanas superiores. Con un dejo de intranquilidad pensó que aquello tan extraño y pintoresco no debía ser para hombres comunes. El desasosiego le sacudió el cuerpo.

 

 

Ató su cabalgadura en unos matorrales próximos y decidió encarar la incógnita avanzando hacia ella con resolución y temor. La casa parecía estar distante pero, a medida que avanzaba, se daba cuenta de que con cada paso se aproximaba rápidamente. Muy pronto estuvo frente a la misteriosa vivienda, entonces comprobó que presentaba un estilo diferente y desconocido, jamás imaginado. Se le aplacó el miedo y, pellizcándose la cara constató que eso no era un sueño, ni una alucinación. Miró alrededor para tomar puntos de referencia que lo orientaran otra vez, porque las veces que había pasado por el lugar, siempre le habían parecido desfiladeros de niebla y desolación.

 

Al volverse para mirar su caballo, descubrió con sorpresa que el mismo se encontraba en la línea del horizonte, envuelto en sombras difusas, mientras él disfrutaba de un pleno sol o de algo muy parecido iluminando con extrañas claridades el lugar. Quiso acercarse y atisbar por las ventanas; de pronto le pareció que la casa se alejaba y él regresaba al mismo lugar. Estaba viviendo un fenómeno extraño. Volvió a palparse para ver si era un sueño. Mientras tocaba la puerta con los nudillos , la misma se alejaba y su mano cerrada quedaba golpeando el viento. No podía creer lo que estaba viviendo, de manera que hizo el intento por última vez, no sin antes observar la puerta que medía apenas una vara y media de altura y tenía pestillos y picaportes dorados. Llevó nuevamente la mano hacia la manija y, para su sorpresa, esta vez la casa no se desplazó ante su proximidad. Giró la cabeza y miró a su rosillo quién permanecía en la línea del horizonte y aparentaba estar tranquilo; dejó de preocuparse por él y con ademán resuelto procedió a empujar la puerta. Sí, era una puerta de verdad , pero tan pequeña que semejaba una ventana. Ante su embate no se abrió. Estaba trancada por dentro. Se acercó a las diminutas ventanas y, arrodillándose para estar más cómodo, pegó su nariz contra los vidrios. Más que vidrios parecían placas de mica de las montañas. Miró hacia adentro, y en la iluminación difusa vio un movimiento de sombras que se desplazaban atolondradamente de un lugar a otro. Levantó la mano , tocó la puerta con los nudillos, pero no escuchó sonido alguno, como si la madera no fuese madera, y su mano, una realidad inmaterial que, no obstante la ausencia de sonido, no pasaba hacia el otro lado. No supo explicarse a quién llamaba, y pudo atravesar el umbral sin desmantelar la estructura de tan extraña construcción. Sintió de pronto un fuerte viento que lo envolvía quitándole el sombrero de vicuña. Lapuerta se abrió para dar paso aun pequeño hombrecillo de poca altura. Su medida era tan escasa, que rozaba el dintel. Manuel se sobresaltó ante su presencia, pero el personaje pareció sentir las mismas sensaciones y ambos quedaron callados mirándose fijamente, mientras un chisporroteo eléctrico sacudía el ambiente tenso. Manuel tomó la iniciativa y, dirigiéndose al dueño de casa le dijo:

_Disculpe usted la intromisión. Acerté pasar por estos lugares y grande fue mi sorpresa al encontrar esta casa que nunca había visto.

 

El hombrecillo nada respondió; sus facciones tensas parecieron distenderse. Sus ojos chatos rasgados, tal vez demasiado separados, brillaban de excitación como si fueran dos carbones encendidos y estudiaban intensamente a su interlocutor. El chisporroteo del aire daba lugar a la invasión de un extraño perfume nunca antes olido. El personaje aparentaba alrededor de setenta años lozanos todavía y una larga barba le llegaba hasta la cintura, donde podía entreverse el fulgor de una anchísima hebilla de plata haciendo juego con otras dos ubicadas en la parte superior de sus zapatos que cubrían unos pies desmesuradamente largos. Quizá hubierapodido parecer un hombre común, un habitante de nuestros campos, aunque de talla demasiado pequeña, de no portar como estandarte un par de orejas amplias y puntiagudas que se movían a su voluntad. Por un momento, Manuel no supo si reir o asustarse ante tan estrafalaria figura. Su aspecto era similar a los de los campesinos que deambulaban por los alrededores de la ciudad de Todos Los Santos. Prefirió quedarse callado, mientras aguardaba expectante la contestación a su pregunta, que nop se hizo esperar.

 

Lleva usted razón, señor. Nosotros somos de aquí, pero a la vez no lo somos. Estamos buscando un lugar agradable donde asentarnos y hemos pensado que estas tierras pueden convenirnos.

 

Manuel se desconcertó ante la respuesta, mientras quedaba como petrificado por esos ojos chatos y negros que lo desorientaban sobremanera. El hombrecillo pareció dar por terminada la escueta conversación porque procedió a enfundarse un enorme sombrero que le tapaba la punta de las orejas. Don Manuelpara su fuero interno, pensaba como podría este hombre establecerse en aquellos lugares, sin haber solicitado al rey una merced de tierras y, dirigiéndose al mismo, comenzó a decirle que no podía quedarse, ni él ni sus compañeros mencionados, pero no visibles. De pronto desapareció de su vista. Su sorpresa fue mayúscula cuando a sus espaldas sintió la risa del enano, pero lejos de sentir miedo, lo invadió una gran curiosidad. La velocidad a la que se movía era a todas luces desconocida y a la vez desconcertante. Saltaba en medio de risas y cabriolas sorprendentes para un hombre de su edad, tan pronto se encontraba de frente, como a sus espaldas o a su costado. Se sintió mareado por tantas volteretas, y dejó de seguirlo con la mirada en resignado abandono. Una mata de pelo negro brillante,, impropio de sus años , le saltaba irrefrenable debajo del ala del sombrero . Súbitamente volvió a ponerse frente a Manuel y, adoptando una pose de seriedad le dijo:

-Manuel, sé tu nombre y conozco tus preocupaciones. Tendrás mi ayuda y volveremos a vernos en otra oportunidad. ¡Te lo aseguro!

 

Mientras esto decía, envuelto nuevamente en un fuerte viento espiralado, desapareció de su vista, como también desapareció la casa pequeña llevada por la fuerza de tan extraño fenómeno. Sin percatarse cómo, se encontró de pronto despertando a horcajadas del caballo . Pensó que se había dormido por algunos segundos dado el cansancio que se le derrumbaba en el cuerpo con una contundencia de siglos. Le vino a la memoria parte de lo acontecido. La razón le avisaba que había sido un mal sueño, en un mal día y que tendría un buen argumento para reírse junto a su mujer y sus hijos. El rosillo continuaba impertérrito su marcha tranquila, con pasos rítmicos y elegantes, mientras devoraba el camino acompañado por la alegría solar de jilgueros celebrando el entusiasmo de la tarde. Le extrañó el andar sereno del caballo, entonces creyó recordar que, presa de súbito nerviosismo, se había negado a continuar. Pensó que había sido parte del sueño y esto lo tranquilizó dejando libre su mente para asumir otros pensamientos. Se preparaba para ello , cuando llevando la mano hacia atrás para sacar la vianda de las alforjas, se encontró con un gran sombrero negro cubriendo las ancas del rosillo como fantasmagórica gualdrapa. Una confusión suprema le estremeció el corazón. Le pareció escuchar carcajadas imposibles de olvidar. ¿Habría sido en realidad un sueño? , entonces… ¿de donde habría surgido tan enorme sombrero? Nada podía hacer, de manera que decidió echar un manto de olvido sobre el asunto y esperar que apareciera el dueño de tan descomunal aditamento. Había estado sometido a tantas tensiones en los últimos tiempos, que nada le podía resultar extraño, ni aún las cosas más insólitas. Hizo un esfuerzo supremo y continuó la marcha, acompañado por la enorme gualdrapa con forma de sombrero cuyo origen no sabía explicar.

 

Levantó la mirada hacia los árboles próximos. Bellos tordos vocingleros hacían espejar sus plumas renegridas en incesantes vuelos acrobáticos; esto le serenó el ánimo. A lo lejos se sentía el rumor del río entonando su atávica canción. Ésta, combinada con el rumoreo de tordos y bumbunas, componían un paisaje tan idílico que ningún duende, ningún demonio íncubo o súcubo podía transitar. Un poco de descanso físico y mental. Eso era todo. Entonces, volviendo a montar, se dirigió hacia el río. Allí, mirando el velo de arenas encrespadas sobre la superficie, al lado de una piedra de la ribera se sentó y, con gesto triunfal, dejó vagar su mirada por el horizonte. De pronto, un soplo vivificador le abarcó todo el cuerpo y lo llenó de un hondo bienestar.

 

Ese ámbito de paz lo reconfortaba y le daba fuerzas para seguir luchando contra una adversidad que lo ahogaba. Trató de no pensar para refrescar la mente y luego de unos breves momentos que le parecieron siglos     

 

 

EL MISTERIO DEL FUERTE QUEMADO

 

A GLADYS A.  COVIELLO

 

 

 

                                                          Salta, 14 de Junio de 1999

 

 

Querida Cuca:

 

                         Hoy, acomodando una serie de papeles y fotografías, descubro una vieja placa de nuestra niñez, tomada en unas nostálgicas vacaciones que tu familia y la mía ya que somos primos hermanos, pasamos en un pueblecito de Fuerte Quemado del Calchaquí de la Conquista. ¡Cuantos años han pasado sin verte! La vida con sus incomprensibles designios nos separa a veces sin quererlo.

 

La contemplación de ese retazo de vida prisionero en su cárcel de cartón vuelve a resplandecer en mi memoria, como la más excelsa vindicación de los olvidos, y vuelvo a verte montada en un brioso caballo bayo, desafiando el sol con tu mirada, cuya intensidad derrotaba sacrificadamente los fulgores de tu inteligencia. Al menos así lo manifestaba mi padre, explicando con un cariño no exento de admiración, que ellas provenían de la remota alquimia de los genes. Yo lo escuchaba sin comprender, en las amenas conversaciones de sobremesa. Hoy me veo a tu lado cabalgando un modesto burrito ataviado con una montura que acaso no correspondía a su humilde condición, pero que a mí, me hacía sentir la plenitud de una alegría invencible. 

 

El horizonte del río me trae la caricia de ese olor primitivo a creciente, mezclado con ese dulzor inefable de las uvas pletóricas de soles que ansían el abrazo apretado de recónditos lagares. Te envío ese instante para que lo guardes en algún desocupado rincón de tu corazón. Quiero recordarte y acaso me ayudes a rememorar que ese bucólico instante de cartón mantiene aún la siempreviva vibración de un antes y un después; recuerdo como si fuera ayer los momentos posteriores a ese momento, aunque muchos otros se deshilachan carcomidos por la niebla de los años. Vuelve a mi memoria la polvorienta y única calle de Fuerte Quemado, que se arrastraba entre las casas del mediodía como una gran serpiente marrón, sobre la que cabalgábamos con esa remota despreocupación que sólo pueden otorgar la niñez y los ocios vacacionales; recuerdo haberte preguntado la hora, ya que nuestros padres nos habían impuesto un  pronto regreso, como asó también escucho la solvencia absoluta de tu respuesta diciéndome que eran las once y treinta, ya que entre la multitud de primos con los que entrelazábamos la amistad, eras la única que decoraba su muñeca con un reloj, y nos deslumbraba como si fueran los destellos de una gema. La calle se nos acababa en lenta inexorabilidad, y antes de volver, nos enfrentamos al misterio de un cerro próximo que teníamos a la vista, a escasa distancia y que en grado de prohibición superlativa, los mayores nos prohibían acercarnos. Casi en la cima que no era demasiado alta, ostentaba un ojo cíclope que cada vez que pasábamos nos llamaba con ese clima inevitable de misterio. La memoria del pueblo aseguraba que quién entraba en su pupila jamás salía, acaso devorado por los dioses guardianes de la montaña. Su mirada ejercía en mí una fascinación casi pecaminosa, al punto que mi burro llevaba siempre escondida, entre los pliegues de la montura, una pequeña linterna que algún día alumbraría el misterio encendido en mi imaginación. Recuerdo también que una simple mirada fue la tácita aceptación a desentrañar esa milenaria incógnita encerrada en la montaña, y, despreocupados de prohibiciones, enarbolando mi lucerna sorprendida, que era para mí como un rayo de luz robado al sol, nos internamos en la intensidad de la aventura.

 

Desprovistos del miedo dado por la insobornable voluntad de conocer, enlazado a una irresponsabilidad suprema sólo concebida en la niñez, comenzamos a descender hacia el interior de esa cuenca negra iluminada por el misterio y mi linterna. Enciendo los calderos de la memoria, y vuelvo a ver dos niños tomados de la mano susurrándose corajes de imaginación, hasta que la luz que nos guiaba iba esfumándose en una oscuridad de abismos impregnada de un relente helado brotado de las profundidades. Recuerdo que el miedo iba inundando mis más íntimas cavernas, y una sudoración helada mojaba la palma de mis manos; la respiración se me hacía dificultosa por el enrarecimiento del aire. Mi última visión antes de perder el conocimiento fue la de verte caminar tranquila y decidida mientras me incitabas a levantarme tras mi primera caída, que me anegó bajo la forma de un agua oscura. Lugo de ello sólo recuerdo haber despertado en aquél diminuto cubículo de luces crecientes. Querida prima, ya en la recta final de mi existencia, querría dejar escrita esa esotérica experiencia vivida, por lo cual te pido exhumes de tu memoria los fragmentos que el viento de los años me arrebatara.

 

Un beso grande para vos y todos los tuyos de tu primo

 

                                                                                    Gringo

 

 

 

Pasé tres días de infierno esperando la respuesta sin saber a ciencia cierta si mi prima y compañera de aventuras se encontraba en Buenos Aires o en España, donde residía con su marido parte del año, hasta que el corazón me dio un vuelco cuando vi el sobre que desde el suelo adivinaba la intensidad de mi excitación. Lo abrí con inusual apresuramiento, al punto de desgarrarlo con nerviosa improlijidad, de modo que la carta quedó para siempre desprovista de su envoltorio. Me senté en un sillón de la terraza al abrigo de un rutilante sol de junio, y mientras leía sus dedos amarillos me acariciaban con su temperatura.       

 

                                                             Buenos Aires, 17 de Junio de 1999

 

 

Querido Gringo:

 

 

                              Esta carta es un adelanto de otra que te escribiré cuando termine de leer las últimas páginas de dos libros de los cuales me faltan muy pocas hojas. Estos libros son: “ El Sueño Argentino” de Tomás Eloy Martínez y “ El País de las Maravillas” de Mempo Giardinelli”.

 

La foto me pareció irreal de tan linda, y para nada llaman mi atención los recuerdos de aquellos momentos posteriores a la imagen que aún persisten en mis sueños y llenan de magia la realidad de las cosas cotidianas. Los dos últimos veranos he vuelto al Fuerte Quemado de nuestra niñez como una convocatoria casi obligada. Mis ojos se desplazan indolentes por esa serpiente marrón que describes y que continúa con la misma mansedumbre de aquél entonces, mientras mis pasos me llevan inevitablemente hacia la mirada ciega de ese ojo cíclope que vuelve a invitarme, y la prudencia de José María que me acompaña me aconseja no mirar. No lo hago, pero al pasar por su ojo impar siento que el universo físico se detiene y el recuerdo de aquella experiencia se eterniza.

 

Paso a contestarte con exacta puntualidad  lo que me preguntas. Luego de tu caída, el aire se detuvo en mis pulmones, y un grito inicial quedó prisionero en la cárcel de mis labios; traté de levantarte, pero mis fuerzas eran insuficientes, cuando en ese cubículo de luces crecientes que recuerdas, apareció ante mi vista la figura enjuta de un anciano, flaco, bajo y encorvado, de pómulos altos y ojos estirados, terminados en forma de pico de pájaro.

 

El hombre, en quietud de estatua, permanecía extático en sus cavilosas meditaciones; el aspecto era típicamente indígena, pero su cabeza envuelta en lonjas de tela de bayeta, le otorgaba la apariencia de remotos espahíes. Con una fuerza imposible para sus años te cargó en sus brazos, mientras el roce de tu cuerpo desmenuzaba convirtiendo en polvo el varias veces centenario tarlatán. Me insinuó silencio con su dedo sarmentoso colocado sobre su boca, mientras con un gesto de cabeza me invitaba a seguirlo. El aire se hizo de pronto más límpido, y pude observar que respirabas con normalidad. Lo seguí incansablemente por túneles perplejos que pronto fueron a dar en un amplio valle, que de inmediato supe que era el cosmorama donde vivían los episodios de otros tiempos. Mi vista se extendía por una llanura inmensa, donde el aire de la tarde se recostaba con extraña quietud sobre la copa de los árboles. Allí despertaste y la visión de nuestro salvador, desapareció de nuestra vista, pero mi oído todavía fino a los menores ruidos, escuchaba sus pisadas invisibles sobre centenarias generaciones de poposas invictas. Se desplegaba ante nuestros ojos, como recordarás el espectáculo de una ciudad donde el viento dispersaba humo y cenizas de una batalla que sospechábamos interminable. Por la puerta de una semidestruida empalizada, salía una princesa india secuestrada días anteriores y era clamorosamente recibida por el grito de centenares de flecheros. Al frente de la indiada caminaba el anciano, que en ese momento no era anciano pero tenía el mismo rostro, y la recibió en un apretado abrazo antes de dar la orden de asalto final a la ciudadela.

 

Seguramente recordarás que sin miedo, pero sin pausa, nos adelantamos hasta colocarnos frente a frente con el jefe. Era evidente que nos encontrábamos prisioneros en una secreta forma de tiempos paralelos, y al preguntar dónde nos encontrábamos, el jefe con cuerpo joven y cara de anciano nos respondió: “Soy Juan Calchaquí” y son ustedes testigos del rescate de mi hija, y de la destrucción incesante de la ciudad, que su teniente don Julián de Seldeño puso Córdoba, en homenaje a la homónima española. Dentro de algunos instantes serán también testigos de su muerte. Se oyó un grito desgarrador, y vimos desde una lomada próxima cómo cien lanzas se clavaban con impiedad en el cuerpo del joven capitán español. La ciudad ardía por los cuatro costados y con los ojos desmesurados mi reloj calendario me hablaba de un tiempo que ocurría en 1562.

 

Despertamos en la puerta de la cueva por la angustia de tu padre y de mi madre, que desconfiaban de nuestra prudencia frente al cíclope. Alcancé a balbucear una débil respuesta, explicando acaso sin convencer que no sabíamos qué había sucedido en aquél viaje por el tiempo. Miré nuevamente mi reloj que mis primos tanto admiraban, y discerní que apenas registraba las once y cuarenta y cinco. Habían pasado solamente quince minutos y ya estábamos en la posesión de la historia y de la verdadera naturaleza del nombre que honraba al pueblo.

 

Recuerdo ese domingo subsiguiente, cuando en misa vimos al anciano de la cueva, rezando con unción, y al ser llamado por su nombre: ¡Juan Calchaquí! Fingió no conocernos, mientras el brillo desbocado de sus ojos nos permitió aceptar que nos mentía sin misericordia.

 

Querido Gringo, lamento comunicarte que este episodio que nos marcara con la misma cicatriz dejada por el alambre en los árboles jóvenes, ya lo publiqué en un libro. Próximamente te lo enviaré, y se llama “Si muero antes de Despertar”. No obstante, los episodios igualmente valiosos, los dejo enteramente en tus manos, rogándote utilizar correctamente los signos de puntuación, porque desde niño los utilizabas con total arbitrariedad.

 

Espero haberte sido útil una vez más y me despido con un ¡hasta pronto! Mi cariñoso recuerdo para vos, como siempre, Nita e hijos, a quienes espero re-conocer.

 

                                                                  Cuca           

 

 

EL SUEÑO DE JULIÁN

 

LLEGAR HASTA EL CONFÍN NO ES NADA, VOLVER DE ALLÍ ES ATROZ

NO ES CIERTO QUE LA MUERTE NOS LLEGUE COMO UNA EXPERIENCIA ABSOLUTAMENTE  NUEVA.

ANTES DE NACER, TODOS ESTÁBAMOS MUERTOS.

 

EL OFICIO DE VIVIR-EL HOMBRE Y SUS ESPEJOS

 

                                                   Cesare Pavese

 

 

 

La noche discurría calurosa; eran días previos al carnaval y la alegría del pueblo se percibía en el aire festivo de la ciudad. Eran tiempos  largamente esperados y las compuertas de penas y dificultades acumuladas en el año, se abrían para escapar de su encierro y dar lugar a un recambio alegre de sólo tres días.

 

La ciudad encendía sus luces y una música de bailes atronaba por doquier, esparciendo su entusiasmo por el campo florecido de enramadas carperas; bajo su techo un clima desenfrenado y pagano se esparcía sobre los hombres y las cosas.

 

Julián permanecía insomne en la ciudad, perturbado por el calor y los decibeles infernales de la música, sin comprender a sus amigos que esperaban ansiosamente el carnaval, renaciendo en el perfume de las albahacas, chichas y hierbabuenas.

 

Julián, aunque desvelado, respondía a la estimulación del aire con el alegre repiqueteo de su corazón joven y sin precisar porqué, una repentina clarividencia lo hundió en una desesperanza sin motivos. Sus amigos hablaban sólo de fiestas y de futuras aventuras galantes, pero él, ese año, se resistió encarnizadamente a los convites organizados y se durmió en firme determinación de evitarlos. Trató de descansar, pues la mañana siguiente y la oficina lo esperaban con un trabajo agotador.

 

El día abrió sus ojos anunciando un calor insoportable y a pesar de ello se percibían los arrebatos de la tierra, mientras el joven contemplaba el calor desde la ventana del último piso, remansándose sobre patios y jardines. Dejó vagar sus ojos indolentes sobre las terrazas vecinas, y el mediodía tucumano era ya una calenturienta realidad. El cansancio antiguo y los sopores de una siesta de infierno que constituían la aceptación llana de un sufrimiento expiatorio, lo adormecieron y el joven soñó un sueño sin explicaciones. Vio en él cómo el Calor, adoptando formas difusamente humanas y acercándose a los rosales de maceta sobre las terrazas, enceguecía con su lengua el encanto de sus ojos carmesíes.

 

No soportaba el verano tucumano, pues invariablemente le provocaba insomnios torturantes, impulsándolo a buscar la respiración fresca del parque. Desde hacía algunos años el Insomnio había comenzado sus visitas, aturdiéndolo con sus conversaciones sin porvenir; aquella noche, mientras acezaba en la cama, le vio tomar la misma forma humana aprendida a su amigo el Calor, mientras pretendía insólitamente  sentarse a sus pies. Se armó de valor, y con ímpetu hasta entonces desconocido, escupió su rostro indefinido, donde rielaban dos ojos irónicos, desentendidos de su actitud.

 

Con la misma invencible determinación que da el hastío, comenzó a pensar la argucia que lo independizara de su abrazo, y luego de algunos minutos vislumbró la mejor forma de desconcentrarlo: regresaría a la mansedumbre de su pueblo campesino sin que él se enterara.

 

Caminó rápidamente hacia El Bajo, y trepó al colectivo que lo llevaría al Timbó Viejo- su pueblo nata-  donde seguramente olvidaría tan desagradable compañía; dejó vagar los ojos desvelados sobre plataformas pobladas de ojos desconocidos, y detrás de un gaucho gigantesco y cochangoso, descubrió al Insomnio saludándole con su mano de humo. Decidió quitar importancia a la visión, y ni bien la máquina se puso en movimiento, abandonó el cuerpo a los delirios del descanso.

 

Llegó justamente cuando el sol alcanzaba su cenit y la familia lo aguardaba con un delicioso puchero de gallina; en el patio se percibía aún el olor acre de las plumas devastadas por el agua hirviente de las ollas. El Timbó Viejo como todos los pueblos de campaña celebraban también el festivo ambiente carnavalero, favorecido por la benignidad de su clima acogedor. Luego de la comida se impuso una siesta ritual y reparadora, e incorporándose, lanzó la última mirada sobre el fogón donde las ascuas agonizaban dentro de su mortaja de cenizas. Descansó tan profundamente que al despertar no sabía a ciencia cierta dónde se encontraba, y se pensó habitando un cuerpo distinto, iluminado por una alegría solar desaparecida mucho tiempo atrás. Contempló su antiguo cuerpo dormido y vio en él una tristeza clamorosa, expresada en el rictus de sus labios imperceptibles; rápidamente desplazó los ojos tras la la huella de una bandada de pájaros, para distraerlos de un súbito sentimiento de terror, y por primera vez, sintió una infinita piedad por él.

 

El nuevo cuerpo le resultaba sorprendentemente liviano y el cansancio que permanentemente había mordido sus carnes, lo invitaba a disfrutar del descanso con amigos.  De pronto recordó a sus compañeros de infancia esperándolo para compartir una partida de naipes; en realidad eran meros pretextos para desempolvar tiempos de alegres recordaciones. A todo esto la noche, como lo hacía invariablemente como lo hacía desde el principio de la creación, derrotando a la tarde, señoreaba absoluta, al amparo de la luna que recibía el vasallaje de las estrellas. Penetró en esa lechosa claridad canturreando al compás de las chicharras, enfiló hacia una titilante estela de tucos alumbrando su camino. Cruzó la plaza en diagonal, y envuelto en sombras cada vez más densas, descubrió una figura humana mirando sin ver los ojos lácteos de esa luna que le llamaba con la vibración de sus párpados enigmáticos. Desde su puesto de observación comprendió la perfecta sincronización de las señales.

 

La oscuridad circundante le impidió reconocer la figura, pero al escuchar aquella voz diciendo: ¡muchacho detente! ¡Hace años que no te veo, desde que te fuiste a la ciudad! El joven reconoció inmediatamente la voz de su tío Enrique –terrateniente de la zona- a quién tanto había querido; se mostró como siempre se había mostrado, expresándole cariño y mientras lo hacía volvió a contemplar sus ojos de azules tan intensos, que sus reverberaciones le parecían destellos de luna.

 

Se abrazaron alegremente y sentándose en un banco frente a la iglesia conversaron sin apuro, y el joven olvidado de su compromiso se internó gozoso en los meandros de la charla. Don Enrique haciendo una pausa en al conversación, miró nerviosamente su reloj, haciendo un distraído comentario acerca de la fugacidad del tiempo, ese inefable verdugo que los colocara casi al filo de la medianoche. Se incorporó lentamente, dando por terminado el encuentro, pues debía efectuar una visita inexorable, y se despidió anunciándole un pronto reencuentro, a fin de continuar la conversación. El muchacho prendado de su magnetismo y resignado a la separación, lo abrazó fuertemente y prosiguió su camino sin dejar de recordar cada instante de la charla.

 

En la casa, los amigos, cansados de esperar, comenzaron el juego extrañando la ausencia del invitado principal. Julián golpeó la puerta y experimentó un sentimiento de culpa al escuchar sus risas estentóreas, interrumpidas por bromas comunes a los modales rupestres del pueblo... La puerta abriéndose de para en par, dejó ver la intensidad de la luz y Julián constató una muda reprobación en el rostro de sus amigos. Trató de disculparse comentando su encuentro con don Enrique, la intensa alegría de verlo y pidió disculpas por el atraso. El aire de la noche pareció detenerse sobre las cosas, y el ambiente festivo se desvaneció como amputado por un mágico escalpelo, poblándose de un hondo silencio. Julián intrigado preguntó: ¿Qué sucede? El dueño de casa venciendo una turbación de asmas ignorados respondió: “Dicen las lenguas del pueblo que don Enrique y un sobrino, en épocas de carnaval, llegan desde el absoluto misterio a recoger su cosecha de almas para conducirlas hacia su destino. Dramáticamente todos sabemos que los hombres que morirán, nada saben del acecho”. El diálogo terminó con una frase escalofriante: “Don Enrique murió hace cinco años y quizá permaneciste sin saberlo.        

 

En realidad, o no se había enterado una desgraciada confusión de la memoria bloqueaba su razonamiento, y Julián, aún incrédulo se asustó al recordar la promesa de buscarlo. Salió a la calle para respirar aire puro y presa de una desagradable conmoción, descubrió al Insomnio junto a don Enrique, sentados sobre una vereda de lajas desordenadas, esperándole. Nadie, sólo él podía verlos, y con resignación cristiana, se dejó acompañar, casi prisionero hasta su casa. Al llegar todo estaba a oscuras, pero en su cuarto, una lactescente luz lunar colándose por la ventana permitió distinguir su cuerpo antiguo respirando con ritmos de sobresalto; acercó su rostro para mirar mejor y descubrió en el cuerpo dormido el mismo rictus de desamparo de antaño. El Insomnio tomó la mano de Julián y lo condujo hacia la cama, y presa de un cansancio secular se recostó junto a su imagen, que lo envolvió en un abrazo desesperado.

 

Despertó abruptamente del sueño y nuevamente se encontró en la oficina, frente a don Enrique, apurándolo para reiniciar el misterioso viaje hacia el Confín, del cual solamente ellos podían regresar; eran las doce de la noche, y un insondable misterio les envolvía con su manto…

 

Julián arrió los ojos través de la ventana y vio las figuras borrosas del Calor y del Insomnio, despidiéndoles, mientras agitaban sus manos de humo. Miró ávidamente las estrellas y los pájaros nocturnos del Timbó Viejo, y le pareció razonable reconocerlos ates de morir…

 

Aquél día la oficina quedó triste con la ausencia sorpresiva de Julián, que abrazado a do Enrique, transitaba lejano por las trilladas rutas del aire…

 

Miró por enésima vez su reloj calendario y con sorpresa descubrió que eran cinco años antes….

El día siguiente sería domingo de Carnaval y ambos regresarían del Confín, montados en lustrosos caballos negros, llevando uno de tiro y adornado con refulgentes platerías para iluminar los senderos de la noche.

 

El lunes muy temprano, Julián regresaría a su oficina, y al  terminar su trabajo, ya en el refugio del hogar, reiniciaría la lectura del libro que olvidara abierto la noche anterior. La página subrayada con lápiz decía:

 

Y Dios lo hizo morir durante cien años, y luego lo animó y le dijo:

-¿Cuanto tiempo has estado aquí?

Un día o una parte del día –respondió”.

                                                               Alcorán, II, 261

Este dramático episodio, ocurrió durante los carnavales de febrero de 1965. En la mente de posprotagonistas el tiempo discurría confuso, sin saber si el Confín los había albergado un día, una parte de él, o el angustioso vértigo de cien años.

 

Julián continuaba en la oficina, con su trabajo y su cosecha.

 

 

 

       

LA CASA DEL SIBARITA

 

Ilustración realizada por Jorge Hugo Chagra

 

Apuntes de Viaje

 

Ricardo Federico Mena

 

Hoy 15 de diciembre de 1755

 

Mi nombre es Ventura Cortés, y vivo en la hacienda de Gualfín en el Valle Calchaquí, donde me espera mi mujer Juana Arias Velásquez, encomendera en tercera vida de la hacienda por disposición de Carlos III de Borbón. Motivan estas líneas el tedio desesperante que me invade durante los arreos de ganado desde Salta, y por razones comerciales obligadamente debo llevar a la ciudad de Tucumán, donde me esperan ansiosos compradores en el paraje que llaman “El Bajo”; desde allí parte y llegan los grandes arreos como así también incontables viajeros desde los cuatro rumbos del virreinato.

Es allí, en ese espacio donde la maraña se remansa a fuerza de machete y los corrales se esparcen como cuentas de rosario, dibujando piélagos marrones que se abrazan a los esmaltes verdes con que la selva quiebra el pudor de la llanura. Quiera el Señor, que estos cuadernos, nunca lleguen a manos de nadie, pero si no los escribiera, perdería mi bien ganado sosiego, aunque sé a lo que me expongo

 

Mientras espero, la porfía de la sed me seca la garganta, y percibo en los largos días de cabalgata, unidos a la tibia suavidad de mi espléndida montura, el despertar de antiguas memorias de amor ya casi extinguidas; decido caminar hasta donde se encuentra el hospedaje “ El Palenque”, mientras solicito a la india mesonera una transpirante jarra de aloja. Me alejo hasta los fondos para atar a mi caballo Quebracho, en una argolla que emerge como rama suplementaria de la cima de un frondoso laurel. Es un padrillo de belleza casi perversa, traído del Perú, y su andar de eximio amblador, va rozándome los estribos de plata labrada con caricias de chispa, al tiempo que despierta encontrados sentimientos de envidia y admiración.

 

La venta de la hacienda se desarrolló con una prontitud inesperada, permitiéndome volcar las rijosas fuerzas volcánicas que bullían dentro de mi ser. Amo a Juana Arias Velásquez, mi esposa, pero las ansiedades de la carne, y el largo tiempo insumido en los viajes, se presentaron como aturdidores espejismos que devastaron mi naturaleza siempre fiel. De pronto una fuerza misteriosa e irresistible me aprisionó entre sus telarañas y mi memoria se impregnó de atávicos olores corporales con reminiscencias marinas, encendiendo el recuerdo de aquella casa de hetairas importadas a la vera del Río Salí. Monté entonces de un brinco la sosegada quietud de mi caballo, y me lancé como poseído calle abajo, rumbo al misterioso recinto, donde el hedonismo se cultivaba con refinada dedicación. El braceo de mi caballo marchaba al mismo ritmo de mi corazón apresurado y se estremecía proclamando la exultante alegría de estar vivo, impidiéndome respirar con normalidad.

 

El rítmico golpeteo de las patas de Quebracho sobre la tierra suelta, levantaba un fino polvillo que se esparcía como llovizna ocre sobre el brozal circundante. Al terminar la calle se percibía ya la respiración desordenada de lapachos y naranjos silvestres, junto a la isócrona conversación del río, arrastrada por el viento. La brisa me desordenaba los cabellos y refrescaba la calentura de mis pensamientos. Sentía la sensación de ser un flotante peregrino en el vórtice de una pasión descontrolada, mientras Tucumán a mis espaldas , naufragaba bajo el brillo de un sol que pintaba de rojo el horizonte, mientras fingía ignorar los desvelos lúbricos de aquella casa enclavada a la vera del Salí.

 

Finalmente, tratando de apagar mi ansiedad, llegué hasta el minúsculo calvero, donde con fingida cazurrería los señores despuntaban sus vicios, escondiéndolos de sus mujeres y de sus hijas. Era un lugar espacioso y agradable. Sus jardines exteriores formaban un colorido arco iris trenzado por paraísos, rosales y caléndulas, cuyos ojos inflamados de color, extendían su mirada hasta los umbrales de la casa.

 

Até a Quebracho en el patio posterior, al abrigo de miradas indiscretas, circunscrito por enredaderas que impedían el espionaje de curiosos jovencitos observando a las diosas del sexo, semidesnudas, luego del amor. Se concentraban alrededor del pozo de agua, exhibiendo la firmeza de sus muslos, y las densidades metafísicas de sus pechos de alienación.

 

Las reglas de la Casa eran inflexibles: “de día, reposo de la cintura para arriba, y de noche trabajo de la cintura para abajo”. El lugar respondía al pomposo nombre de “La Casa del Sibarita” y su propietaria era la francesa madame Nicole, que en el inicio de lo que ella llamaba su apostolado, aún a salvo de las devastaciones del Eros, había respondido orgullosamente al mote de “Nalgas de Oro”. La sabiduría de sus pasiones desbordantes, iluminaron a un Tucumán que sobrevivía desconcertado a las aburridas disciplinas de amores prehistóricos.

 

Había en ella una sensualidad lenta, premeditada, irradiándose como música pegajosa sobre la amargura de los malos momentos, desvaneciéndolos. Se comentaba también que las filigranas de sus calistenias amorosas le habían concedido imprevistas fuerzas de espalda, como quebracho de punta.

 

Yo, Ventura Cortés, trataba de disimular la ansiedad que el deseo me provocaba y trepé de un solo tranco las escalinatas que me separaban de las aldabas de la puerta; las hice percutir sin piedad, y al abrirse, vi. recortada en la penumbra del día que moría, la inconfundible silueta de Madame Nicole. Sentí de pronto la insistencia salvaje de ese olor a mujer, enancado a la suave brisa de azahares silvestres, asaltando mi voluminosa nariz que, como imaginaria proa de un barco, se alzaba y dilataba en rítmicos movimientos.

 

La silueta de Madame, iluminada desde atrás magnificaba su aspecto elegante enfundada en un elegante vestido negro. Dejaba para la contemplación la piel sedeña de sus hombros y el tallo largo de sus brazos preparados para la pasión. Su piel inmarcesible caía lánguidamente hacia un escote desmesurado, y a cada movimiento insinuaba la espléndida corola de unos pezones de estremecimiento. La miré con tal intensidad que Nicole sintió el contacto lúbrico de imaginarios dedos espasmódicos sobre su geografía, permitiendo al tacto visual  el goloso contacto con su piel. De inmediato fui invitado a ingresar a una salita de recibo, donde podían verse finos sillones de terciopelo carmesí y un gran espejo dorado, sobre una consola francesa poblada de cristalería y objetos del viejo mundo; encima del espejo y formando parte del mismo pude distinguir dentro de un óvalo dorado, la reproducción del famoso cuadro de Boucher “Diana Después del Baño”. Madame al ver mujeres denudas en él, solicitó de inmediato una copia y la trajo a estos lares, pensando que su impudicia podría servir de estimulante a sus clientes.

 

Me dejó unos momentos en soledad, y presa de una pasión incontrolable, procedí a calmar mis tensiones, limpiando un imaginario empañamiento del espejo, con rítmicos movimientos de mi lengua rugosa y sicalíptica…

 

Tardé en comprobar que ella me observaba desde un ángulo recoleto del recinto y sentí un ramalazo de vergüenza al verme descubierto en una actitud automática y solipcista, pero recuperándome de inmediato, con un zarpazo sin violencia, tomé a Nicole de las muñecas y ella como consumada hetaira, se dejó acostar sobre una mullida alfombra persa.

 

Los  conocimientos de madame en las sutiles alquimias del amor eran tan exuberantes como el diámetro de sus pezones sonrosados, abandonándose con fingida resistencia a los prolegómenos del amor. Los movimientos que imprimíamos a la alfombra, decorada con pavorosos dragones, hacían que abandonaran los letargos de la urdimbre para abrir o cerrar ojos, garras y dientes al contacto de nuestros cuerpos enfebrecidos, incorporándose o rodando, en medio de una alucinación sobrecogedora de gemidos. Sentí de pronto, los borbollones candentes que surgían de mis cavernas interiores, para derramarse lujuriosos en el interior de su grutas carnales, tras lo cual nos dejamos atrapar por un relajamiento, mientras nos abandonábamos  sin apremios dentro de un sueño sin memoria…

 

El silencio era ya un espacio ominoso, caminando sobre la piel de los dragones, mientras desde desvaídos rincones escuchaba fluir la lentitud de conversaciones acaso irreales e incomprensibles.

     

 

                                                               Hoy 16 de diciembre de 1755

 

Desperté por la mañana en mi cuarto de El Palenque, en el Bajo tucumano, creyendo encontrarme aún en la Casa del Sibarita, abrazado a la ciencia de Madame Nicole. Extendía mi mano ciega, buscando su deliciosa anatomía, sin encontrarla; no podía precisar exactamente dónde me encontraba, mientras el posadero aumentaba mi turbación haciendo comentarios acerca de la pesadez de mi sueño, casi imposible de despertar; con palabras abstrusas y delirantes movimientos de manos, daba cuenta de alarmantes noticias sobre el brutal asesinato de Madame.

 

Había ocurrido la noche anterior, y en una de sus manos, acaso como testigo de su última crispación, estrujaba un pañuelo de seda con devastadas bordaduras, simulando el dibujo probable de las letras V y C. La habían encontrado desnuda sobre la alfombra persa de la sala de recibo, con un gesto de terror sobre el vacío transparente de sus ojos. Sentí en ese momento una inmensa pena acaso relacionada con la muerte de mi inefable deseo por ella, y según los dichos del posadero, había muerto a manos de un ocasional amante, hecho ya prisionero por los regidores del Cabildo. Se comentaba que el hombre esperaba con resignación la más cruel de las sentencias.

 

Decidí olvidar para siempre la tersura de su piel y el ensortijado almófar de su pubis, mientras caminaba pensativo hacia el patio trasero de la posada para ensillar a Quebracho. Ni bien lo hube hecho, al colocar las alforjas en la grupa para continuar mi viaje, descubrí con terror sobrecogido el ensangrentado vestido negro de Nicole… ¿Cómo habría llegado hasta allí?

 

El alcohol había estragado esa noche mi memoria y nada recordaba de lo acontecido. ¡Sólo había sido un sueño! ¿Acaso lo habría sido?

 

Esto pasaba por mi mente perpleja, mientras la cálida noche de diciembre parecía galopar su incertidumbre sobre un magnífico potro de brillantes. Experimenté de pronto un desesperado vahído de dudas, viniendo acaso de mi propia tierra interior poblada de incontables desiertos.

 

¿Sería el de ayer uno de ellos? Una honda desesperación me sobrecogió, y pude sentir mi voz y mi pensamiento, adelgazarse entre los labios, para agonizar sobre la alfombra tejida por la flor de los lapachos.

 

El sueño se resistía a visitarme y permanecí desvelado, como estatua cruzada por vientos laberínticos, anclado en el mismo lugar, extraviado entre las brumas de lo incierto, mientras la noche se empecinaba en mantenerlas gualdrapas negras de su caballo de estrellas.

 

Una multitud de pájaros negros rayaron los cobaltos del cielo, y un polvillo cósmico desprendido de su manto se derramó en forma de lágrimas sobre mis ojos, mientras todo mi ser se abandonaba a la incertidumbre de lo incierto…

 

 

LA CONVERSACIÓN DE LAS MOMIAS

 

Tapa de la Revista Miradas

 

 

“Existe un solo vicio, la ambición concupiscente. La tragedia de la Vida es que el bien y el mal son la misma ambición, coloreadas de modos opuestos.

Existe un solo placer: el de estar vivos; todo lo demás es miseria”

 

El Oficio de Vivir –El Hombre y sus Espejos

 

Cesare Pavese

 

 

Sucedió una tarde de septiembre en lejanas tierras del Piru, donde fundaron su reino Manco Cápac y Mamma Ocllo, hace ya más de quinientos años. Sucedió que el dios Inti, enojado con sus hijos, los poderosos Incas, decidiera castigar sus pecados y desviaciones, ordenando a los dioses de la lluvia que arriaran su majada de nubes, hacia los confines más remotos de la tierra. Ellos cumplieron fielmente su cometido y las nubes ventrudas parían mariposas de cristal, en reinos desconocidos, mientras su otrora tierra sin mal, abría las fauces sedientas, al compás de una piel, en la que se resquebrajaban profundas telarañas de espanto; el maíz moría antes de su nacimiento, ahogándose en la mirada triste de las llamas, mientras el Inca Rey, se entristecía al no saber interpretar los sueños insondables del Inti.

Una noche de insomnio una bandada de recuerdos antiguos lo asaltó y, atrapando uno de ellos, recordó los consejos de su padre diciéndole: “ En tiempos de sequía, cuando todo muere a tu alrededor, mientras la vida brota exultante en las orillas de remotos confines, el Inti exige el sacrificio de los niños más nobles, hermosos y puros de tu estirpe”.

Mientras esto recordaba, una sal impertinente desvestía sus ojos, y se cobijaba medrosamente en su garganta. Él era ante todo un poderoso Rey, y como tal debía pensar en la felicidad de su pueblo antes que en la suya, y se durmió en el convencimiento de que la muerte era una mentira, pues los emisarios que se ofrendaban al dios Sol, eran los sempiternos perseguidores de un paraíso, en el que muriendo varias muertes, volvían a vivir varias vidas. La duda se desvaneció como se desvanece la bruma ante el empuje de la mañana y, con tristeza pero con orgullo, ordenó preparar para el sacrificio a sus dos hijos más hermosos: NIMAN INGA, un niño de siete años y SIVIL HUMA, una niña de nueve.

Cuando los pequeños príncipes recibieron la noticia, entonaron junto a su familia los cánticos sagrados que celebraban su partida a la tierra sin penurias, desde donde colmarían de felicidades a su pueblo.

Caminaron días y días, incansablemente, en dirección del Colla-Suyo, donde a pesar de la fiesta que otorgaban los cánticos, se adivinaba en el cortejo, una sorda congoja no expresada, latiendo en el canto lastimero de los pájaros del atardecer. Hicieron alto para abastecerse, en un valle de ensueño, al que el Inti había nombrado SALTA, desde donde partirían hacia lo que sería su destino final, en la cima del LLULLAILLACO, donde el frío de las alturas mordía despiadadamente sus carnes inocentes...

A pocos metros de su última morada, el viento helado de la montaña trajo a oídos de MATELE, el indio guía, la sinfonía de su última conversación, mientras NIMAN INGA y SIVIL HUMA, abriendo sendas bolsas tejidas con lana de vicuña, se sentaban en la fosa cavada con esmero a esperar el desesperado beso de la MUERTE; ella navegaba silenciosa en la barca fúnebre donde se acunaba la ponzoña de dos reptiles exornados de esmaltes blancos, azules y carmesíes. El niño que miraba hacia el norte, donde la huaca del Socompa vigilaba el cielo, preguntó a SIVIL HUMA, cuál sería su ambición en la otra vida, y ella con palabras balbuceantes, respondió: “ como no he conocido el amor, me gustaría Alumbrarlo con Fe, desde los lejanos párpados de la luna...”El Veneno estragaba ya sus carnes sin pecado, pero casi envuelta en un suspiro, se escuchó la voz sombrosa de la niña que, con el rostro vuelto hacia el sur, país donde vive la muerte, preguntaba: “ y tú NIMAN INGA, ¿ Cuál es tu ambición en la otra vida?”

El niño, casi con el último aliento balbuceó: “Como no conocí el PODER que me estaba destinado por mi padre... el INTI, me ha concedido la gracia de renacer en

 

éste valle de Salta, donde seré un poderoso Rey, y construiré un gran palacio dedicado a mi propia celebración, donde los hijos de sus ignorados pobladores, son los dueños de la nada; lo construiré en un idílico paraje donde la selva se aplana, en las costas de un río manso, por lo que lo llamaré “ LAS COSTAS”, justamente en homenaje a la caricia de sus aguas. Allí reinaré años, sin prohibiciones, para que de ello tenga el mundo eterna memoria.

 

 

LA CUADRERA

 

Ilustración de Jorge Hugo Chagra

 

“Poder volver a mirar con satisfacción nuestro pasado, es como vivir dos veces”.

(Anneo Lucio Séneca)

Filósofo latino

 

Tarde de domingo en el valle… y apunto hacia el horizonte los primeros recuerdos que caen blandamente, como lluvia, en una vibrante tarde de carreras.

 

El calor agobiaba como una tristeza larga, agrietando la piel reseca de la tierra clamando a San Marcos los grises tules de la lluvia, a través de la mirada amarilla de los jarillales.

 

Me dejo llevar con mansedumbre por esa senda trillada que iluminan los tucos en las noches de luna y de romances. Sin darme cuenta las imágenes me llevan a bordear los muros de paredes bajas y encaladas del viejo cementerio pueblerino. Los sauces me saludan reverentes, volcando a impulsos de la brisa su melena verde sobre la falda gris de los medanales. La arena bajo el mismo impulso, suavemente va arrugando su frente ante la ternura de la caricia.

 

El sol crepuscular de aquella tarde reflejaba en lentas cadencias su piel cobriza, que a hurtadillas, el paisanaje le había robado. Era en verdad una tarde espléndida, y contemplé la mirada ansiosa de las gentes penetrando sin piedad la piel reluciente de los potros. Ellos, presagiando la carrera, temblaban nerviosamente su coraje.

 

Estoy como aturdido en un vórtice de rumores, como de otros mundos. De pronto, respondiendo a quien sabe que consigna, los murmullos de las apuestas, van acallándose ante la proximidad de las partidas. En mi interior los veo como Bucéfalos del tiempo, etéreos de distancia. Ese moro empedrado de pecho tan robusto, y aquél bayo encerado, golpeando con sus patas tan finas el tambor sonoro de la tierra. El viento de los recuerdos me acerca su olor inconfundible y siento que me agrada, pues me veo lleno de asombro junto a la figura elegante de mi padre, contemplando expectante la escena. Recuerdo como si fuera ayer, haber experimentado un súbito nerviosismo, pues escucho mis propias palabras diciendo: “No me sueltes de la mano padre mío… tengo miedo… mucho miedo”. Mientras digo esto, no sé porqué artilugios ese miedo va penetrando mi carne, como un silbido largo, junto al aire caliente de la tarde.

 

De pronto, una calma chicha, como augusta matrona, impone su silencio. Los caballos estaban allí, parados, nerviosos y jadeantes en el extremo de la pista, a la espera de ese mágico grito que anunciaba las partidas. Hay un ajuste de correajes, almohadillando aquellos lejanos intermedios, mientras la voz acariciante de mi padre, como un susurro, disipaba las nubes de mi cielo. 

Hay un brillo de luceros encendidos en la mirada loca de los potros, mientras el aire se detenía respetuoso esperando la largada. Un conteo lento ponía fuego en la mirada ansiosa de las gentes, mientras una algarabía ritual encendía el corazón del pueblo.

 

Los gritos partían hacia el arcano como enjambres enloquecidos, alentando ya sea al moro empedrado o al bayo encerado, que con sus belfos distendidos bebían el aire seco y polvoso de la cuadrera. El clamor popular se esparcía en el aire como un mágico fermento, ensordeciendo mis oídos y partiendo presuroso hacia las alturas para contar a las nubes curiosas las alternativas de la carrera.

 

Un suave aroma de amancayes embalsamaba el aire, poniendo un sabor especial a la fiesta lugareña, mientras los potros sudorosos estiraban sus remos, convertidos por un extraño sortilegio en lustrosos cables de acero.

 

Los centauros apenas se miraban en aquel infernal aquelarre de gritos, polvo y ansias contenidas, mientras hendían el aire, aprisionando con la mirada el mágico punto de llegada.

 

La meta estaba próxima… pero los centauros jamás se detuvieron…

 

Dicen los ancianos memoriosos que cada tanto, en claras noches de plenilunio, ven en fantasmagóricos contraluces, el afanoso ajetreo de aquella cuadrera en una playa, junto a la gran Vía Láctea, donde perviven el armonioso pecho del moro y los finos remos del bayo encerado, haciendo sonar el tambor de las estrellas.

 

 

Primer premio del concurso convocado por la AOS para escritores del medio.

 

 

 

 

 

 

 

MEMORIAS DE FAMILIA

 

 

Ricardo Federico Mena

 

Buenos Aires, 4 de marzo de 2000

 

 

Un sol de fuego se descolgaba impertérrito sobre ambas márgenes del Plata, provocando un incendio que se extendía sobre las tranquilas ondas del río. Era un sol de siete de la tarde, y una brisa fresca con resabios marinos se estampaba acariciante sobre mi rostro.

 

A lo lejos, el color y las formas comenzaban a preparar sus mixturas y la casa del viento abría su cancel para recibir olores y sonidos nuevos.

 

Era demasiado temprano para llegar hasta mi casa donde quizá nadie me esperaba; sólo el jardín ansioso de mis cuidados.

 

Esta soledad es sólo aparente y circunstancial, pues vivo transitando el cariño de mi familia que, aunque corta, colma con exceso mis necesidades de afecto.

 

Mis pasos callados me condujeron sin pensar hacia el shopping de Alto Palermo y sin dudar me instalé cómodamente en una de las mesas, colocadas sobre la terraza con vista al río.

 

El espectáculo visual era imponente, y en ese momento pude palpar una vez más nuestra miserable dimensión humana.

 

Esperé sin apuro la presencia del mozo en el lugar donde me encontraba y percibí escondida detrás de su uniforme impecable y sus maneras afables el ritmo cantarino de una voz incuestionablemente provinciana.

 

Miré sin ver la caja colocada automáticamente sobre una de las sillas, y sin levantar los ojos pedí un café, lo más caliente posible, pensando en que el aire del río habría de enfriarlo en menos tiempo de lo que canta un gallo.

 

El pensamiento no tardó en hacerse realidad, pues a pesar de mi prevención, mis ojos volaban desenfrenados hacia ese sol naranja introduciéndose lujuriosamente en un baño de horizontes.

 

Quedé en actitud estática, olvidada del café, contemplando embelesada la última luz perdiéndose en el regazo del río. El espectáculo daba lugar a la hora romántica y difusa del crepúsculo.

 

De pronto una tímida lucerna se encendió tras los cristales vidriados ubicados a mi espalda, y un ligero sobresalto me invadió al pensar en la caja puesta en mis manos por mi padre. Estaba muy anciano y era nieto de Vicenta, la recordada abuela, cuyo nombre circulaba en la familia con veneración. Su bondad e inteligencia para aglutinar y dirigir los destinos familiares justificaba con creces la distinción.

 

Estanislao Sagastizábal, mi padre atesoró en secreto igual que su madre Manuela, única hija de Vicente, todas las memorias de sus antepasados.

 

Su trabajo consistió en preservar y compaginar los papeles almacenados en la caja, a los que agregó sus propias historias, enriqueciendo las de su abuela, escritas en una literatura superior , quizá impropia para las mujeres de su época. Para ella estaban destinadas las funciones del hogar y las filigranas de la aguja y el bordado.

 

Luego de leer estos manuscritos, haré mis propias consideraciones con la concentrada actitud de quién tiene mucho que contar, opinando.

 

Papá pertenecía a una familia de acaudalados estancieros bonaerenses, y hoy refugiada en la paz recóndita de la memoria, evoco nuestra total ignorancia acerca del pasado de Vicenta.  Las genealogías familiares versaban siempre acerca de los pergaminos de los Sagastizábal o de los Gregorio Bazán, fundadores de las primeras ciudades de este país, y destacados participantes de los distintos acontecimientos de la patria.

 

Las conversaciones de sobremesa, naturalmente siempre frívolas, versaban sobre tal o cual acontecimiento, ocurrido durante las veladas del Colón, donde audaces jovencitos de frac, correteaban secretamente a las chicas de la bombonería. No siempre eran exitosos, pero ellas se divertían al ser perseguidas a veces hasta la obsesión, por aquellos sibaritas de frac.

 

En esa atmósfera resplandeciente, todo se complotaba para el asombro de la cultura, donde las cosas que veíamos o escuchábamos eran profusas o deslumbrantes: música, luces, terciopelos y alhajas, exhibiendo su rica crueldad a través del ojo malaquita de las esmeraldas. Hoy al llegar al teatro recupero la memoria esculpida por orfebres y ebanistas que plasmaron su excelencia entre acantos dorados, cornisas y balaustradas impresionantes.

 

Mis hermanos y primos reían a mandíbula batiente contando sus escarceos, mientras sus progenitores y parientes permanecían como embalsamados en la penumbra de los palcos. Parecían tranquilos, encandilados por las maravillas de la función, aunque alguna vez pude advertir en la imprecisión de las tinieblas, una fosforescencia de ojos brillando como rescoldos pronto a apagarse o encenderse.

 

Debo reconocer mi total desaprensión de entonces acerca de los asuntos familiares, pero al crecer, una sutil curiosidad envolviéndome en su telaraña, me llevó a indagar acerca del pasado de la para nosotros enigmática Vicenta de Villafañe. Su nombre tintineaba en mis oídos como lo hubiera hecho la más fina copa de cristal, pues llevaba yo con orgullo aquel nombre legendario que me incitaba fatalmente a descorrer los telones del enigma.

 

Golpeaban aún en mi cerebro las frases enfáticas de papá-al referirse naturalmente a estos papeles- perorando acerca del valor supremo que encierran las reliquias, sean de la índole que fueran. Según él estos escritos eran una de ellas y luego el tiempo fue el encargado de confirmar la certeza de tal afirmación.

 

La caja desde su sitial parecía hablarme con voces secretas, y una ráfaga supersticiosa la presentó arropada en fosforescencias verdosas excitando aún más mi curiosidad.

 

Por un momento mi cuerpo se estremeció temiendo extraviarla, y con el más absoluto respeto, casi con unción mis manos se deslizaron hacia sus ataduras. Lo hice con sigilo, y luego de haberla abierto, palpé y contemplé con veneración el tesoro heredado de mis mayores. Observé que se trataba de tres cuadernos numerados, organizados en forma de libros, con tapas de cuero repujado, donde se adivinaba la voz viva de sus caligrafías remotas.

 

Antes de continuar debo aclara mi compromiso con las letras, pues mi oficio es escribir y acaso sea éste el motivo por elcual mi padre a despecho de mis hermanos quiso que yo los heredara.

 

Las sombras eran ya una leve insinuación y pronto comenzaron a espesarse sin impedir que yo, al leer esas firmas evitara un ramalazo de emoción. Se trataba de viejas memorias redactadas por mis abuelos y otras más antiguas redactadas por los suyos.

 

Parecía en verdad tratarse de algo realmente importante; luego de un primer y rápido examen, mi pensamiento sobrevolando el pasado intuyó que acaso mis afanes literarios provenían de una raza de escritores sin obra publicada, plasmada en la voz silente de los cuadernos.

 

Ayer visité a mi padre, anciano pero aún espléndido. La charla discurría por los senderos habituales, cuando sorpresivamente convergimos en un clima de confidencias. El momento era mágico, intenso, cuando habló de la vida y sus trampas recurrentes. Me advirtió sobre ellas una vez más, como lo hacía cuando era niña y a despecho de sus años me impuso acerca de sus proyectos de futuro. Lo hizo como nunca nadie lo hiciera, acaso con una entonación diferente y, a pesar de sus proyectos anunciadores de bonanzas, un regusto amargo invadió mi boca. Me habitó entonces un pesar desconocido y entre sus hebras descubrí subyaciendo en silencio religioso, el sabor de la despedida.

 

Logré sobreponerme dificultosamente a esta sensación pensando que sería sólo el fruto de mi imaginación exuberante, y sin pensarlo demasiado me desprendí de su influjo, arrojándolo sin pudor al aire viciado de la ciudad.

 

Estábamos en su casa de Palermo Viejo, en el predio que alguna vez fuera de don Juan Manuel de Rosas, jefe supremo de la terrorífica Mazorca. Allí en su reducto como acostumbraba llamarlo, vivía feliz, al amparo de recuerdos vivificantes, rodeado del mobiliario  y los exquisitos objetos adquiridos durante sus exploraciones por el viejo mundo, junto a muchos otros heredados de su abuela Vicenta. Gustaba contemplarlos durante las tardes, hacia la hora del ocaso, cuando la luz de las arañas-liras de bronce cincelado-rivalizando con caireles franceses, alumbraban en toda su opulencia los objetos de su adoración. Era un coleccionista, un celebrante de la belleza, al punto que sus estatuas de mármol de Carrara ostentaban sus nombres esculpidos al pié.

 

Cuando ocupa el sillón preferido de la Sala, sus ojos recorren con paciencia de orfebre las paqueterías de las centurias pasadas. Muchas de ellas se encuentran ya en sofisticados catálogos de especialistas europeos y con fervor de enamorado, lee en ellos una y otra vez los nombres de sus preseas históricas. Ninguna puede escapar a su pasión, y como enamorado que es de los objetos, vuelve a la consulta de los catálogos con la exigencia exacerbada por los años.

 

Amurada en una de las paredes de la biblioteca, junto a la cabeza de un búfalo africano se destaca la negrura de una máscara ceremonial de la tribu Sandé, también africana. Tenía especial predilección por ella. Nunca mencionó los motivos de tal predilección, suponiendo yo que se debía a la enigmática belleza perfilada en su frente despejada o a la elegancia suprema de su cuello de gacela. Hoy supe que había pertenecido a mi bisabuela Sémbelé y constituía uno de los pocos objetos que la acompañaron a estas tierras de transculturación. Desde entonces fue para mí, también objeto de veneración familiar.

 

La casa era espaciosa y elegante dentro de su estructura neocolonial y no había otra como ella en varias cuadras a la redonda. Estaba circuida por grandes edificios, algunos de los cuales incandescían  sobre la superficie de sus cristales espejados, y yo, desde mi pequeña atalaya contemplaba sus dedos enhiestos, acariciando el vientre del mundo en Buenos Aires.

 

La sala a pesar de sus dimensiones impresionaba por el buen gusto puesto en cada detalle y estaba decorada al más puro estilo francés, donde primaban los espejos de grandes volutas doradas, haciendo juego con antiguas consolas de cristales biselados. El comedor dividido por arcos de medio punto, ponía lo suyo, con sillas, aparadores y trinchantes tallados por los más eximios ebanistas del momento.        

 

Sus paredes destellaban antiguas memorias sobre el pavonado de viejos pistolones o sobre la luz misteriosa surgida de la curva de un par de sables sarracenos que rodeaban amorosamente un escudo de la misma procedencia. Ambos espacios estaban divididos por una reja colonial de doble hoja, y como si fueran vasos comunicantes, conducían a un hall contiguo exornado con la misma excelencia y buen gusto.

 

Todos los ambientes conducían a una imponente biblioteca, donde el guiño de cada libro anunciaba la huella de su mano. Habían sido indudablemente leídos y su medulosa sustancia se atesoraba en la cabeza inteligente de mi padre.

 

Mi cariño de hija se sometía implacablemente a la contemplación. Lo encontraba atractivo en su ancianidad, pero más que su presencia física atraía en él su belleza espiritual. Mi madre, la dulce Mercedes Ruiz de Ocaña le precedió el año anterior en el viaje a la Casa del Padre.

 

El recuerdo de ella me llena de tristeza y el consuelo se transforma en una sombra difusa que no se asienta en ninguna parte. Constituían ante mis ojos una pareja de perfección, endulzada por el amor de todos los instantes.

 

El aspecto de papá era en verdad imponente, y al mirar sus ojos mediterráneos, sin querer recuperé los míos iguales e intensos.

 

Sí, estaba sentado frente a mí, y una fina sonrisa plegaba sus labios mientras su mano derecha acariciaba de tanto en tanto con movimientos inconscientes, la empuñadura de su bastón de ébano y marfil. Papá resaltaba por su distinción acostumbrada a la exquisitez de las reuniones sociales y una flexibilidad ingénita, acaso heredadas de sus mayores-ahora lo sé-le evitaron los ejercicios gimnásticos o las dietas insufribles.

 

Era alto y delgado, experto en una mundología acostumbrada al brillo de la felpa de los sombreros de copa o a la seda de los clacs. En realidad jamás le importaron la vida rumbosa ni las frivolidades huecas y sin sentido. Cuando huido de hacerlo lo hizo compelido por las fatalidades de su clase y las obligaciones que debía a mamá. Ella en verdad era bonita. Siempre lo había sido y se resumía en ella todo el charme de la educación francesa junto a la atracción brotada de su coquetería grácil e instintiva.

 

Una puerta orientada hacia atrás- de roble españolizado-conducía a la sala de música, iluminada como el resto del conjunto, por un patio andaluz donde impávidos leones de fuente barbotaban palabras ininteligibles. La reverberación por momentos era intensa y se introducía a través de espléndidos vitrales que hacían refulgir el mobiliario del comedor. Mayólicas y alhambrillas a su influjo parecían adquirir luz propia, remedando ser un minúsculo trozo de la Alhambra.

 

Conversábamos con tanto entusiasmo que sin pensar alternábamos distintos lugares del mismo recinto, hasta que mi padre tomándome de la mano me condujo hacia el centro de la sala, donde reinaba con absoluto desparpajo un piano de cola codiciado por insignes concertistas de todo el mundo, cuando llegaban al país. Perteneció a mi madre y, junto a ella, constituían las vibraciones más sonoras de la casa.

 

En la pared posterior de la sala, de espaldas al teclado y como adornándola, fosforecía en medio de la penumbra un secreter, regalo de mi padre. Su estilo español concordaba con el resto del mobiliario y ejercía en mí una extraña fascinación. La tapa al abrirse, servía de mesa para escribir, pues con sólo estirar dos brazos de madera terminados en borlas relucientes, se lograba el apoyo necesario para sostenerla. Era de fina madera de caoba, para ser más precisa, y en su interior asomaba una colección de libros en miniatura, apoyados sobre estantes breves. Hacia un costado, como si fuera una isla en el mar, detrás de un tapizado de seda orificada, se abría un espacio grande, mimetizando una caja privada. La llave jamás estaba a la vista, y en ella mi padre guardaba su más recóndita intimidad: Los Manuscritos Secretos de la Familia.

 

Papá con esa elegancia sin poses que tanto me impresionaba alzó una ceja, acomodó los puños inmaculados de su camisa y mirándome a los ojos y luego a los cuadernos, de la misma manera como se mira un tesoro, habló:

 

“Debes llevarlos hoy mismo, y cuidarlos como se cuidan las reliquias de las que tantas veces te hablé. Se trata de la historia de nuestra familia, desconocida para ustedes. Estoy seguro que, cuando hayas finalizado su lectura, derramarás lágrimas de pena, pero también de alegría, pero por sobre todas las cosas, podré irme de este mundo en la paz de saber que los hechos narrados nos llenan de orgullo que servirá de estandarte a nuestras futuras generaciones. No salía de mi asombro, cuando con esa venerable autoridad, recalcó:

“De ahora en más Vicenta Sagastizábal, la acción y la palabra son tuyas…”.

 

 

LIBRO PRIMERO

 

SÉMBELÉ

 

 

Vine al mundo el año del Señor de 1785 en el pueblo de…

 

 

PRIMERA PARTE DE LA NOVELA INÉDITA “MEMORIAS DE FAMILIA”

 

 

 

 

NAVIDAD EN GRIS

 

a mi madre, retazo celeste  de Dios, a quien antes de conocerla, desde la primera alborada de de este mundo hasta el último ocaso, estaré amando

 

 

 

Las abuelas de mi tierra dicen haber leído que oler narcisos o sentarse a la vera de un río junto a una mesa de arrayán, engendra la alegría y espanta la tristeza. Pienso en esto, y aún dudando de su veracidad, vuelo desde la cima de pensamientos hacia un tiempo imposible de olvidar; transcurre en Tucumán, donde nunca supe encontrar el país de los narcisos ni de los arrayanes y hoy en el recoleto refugio de mi hogar, el recuerdo de esos días vuelve a sepultarme bajo su sombra.

 

La nostalgia visita mis ojos de continuo y al escribirla, me asalta la duda porqué lo hago. ¿Será acaso una absurda manera de evadir la realidad, buscando su refugio o la irrisoria obsesión de escuchar como antes el sonido pausado de aquella voz amada? Por momentos me asusto cuando el eco de sus huellas parece dispersarse en los aires del pasado y me tranquilizo cuando la escucho elevarse alegre por la brisa, estampando besos tibios sobre el Aconquija y el Chango Real; cuando llega a mí, siento como si un aire nuevo conmoviera mi alegría, demostrándome que sus hebras conforman el retazo más valioso. Acaso al escribir estas memorias mi subconsciente estuviera esbozando ya su propio adiós.

 

Mi quietud absorta abraza el cuerpo de un pasado que no termina de irse y mis ojos parpadean una despedida, disponiéndose a navegar un río de tiempos invertidos; entonces, como en sueños contemplo los telones de un incierto teatro visual y al amparo de sus luces, contemplo caminar la queja de mi alma vaciándose como un cántaro en los resuellos de la noche. En el cielo un agua naranja se derrama ociosa por la ciudad y la tiñe a despecho del verano de un frío aparentemente alborotado. Nada puedo hacer para retener mis ojos, cuando desprendidos se confunden con las algazaras de los villancicos ; un perro ladra su miedo frente a los estrépitos de la pólvora y mi desconcierto celeste flota hacia el país de las noches antiguas, mientras en el cielo, la luz lunar se resiste a morir en el regazo de la montaña.

 

El clima es propicio a la sugestión, y como en trance, tiendo mis ojos por Santa María donde miro el silencio cansado de las cosas; allí en medio de los jarillales siento que el tiempo me pertenece y mis ojos fatigados reposan sobre el mundo, cuando descubro una siembra de vellones blancos, señalando un camino donde numerosas columnas de penitentes van esfumándose en los cobaltos del horizonte; sin pensar tiendo hacia ellos mi mano y, al recogerlos, una voz ignota me cuenta que los ángeles, a principios del verano también mudan su plumaje.

 

De pronto, el soplo ardiente del estío tucumano me muestra un niño temeroso esperando las fiestas navideñas y girando la cabeza, escucho el último gemido de la primavera huyendo del verano. Ese mismo aliento me acerca el olor inapelable de la pólvora suavizado en el aroma florido de las gardenias.

 

Todo eso veo en aquel tiempo de distancias. Los años acaso hayan decolorado la historia, pero sus perfumes sobreviven nítidos de la misma manera que la fragancia sobrevive a la flor cuando se marchita.

 

Añoro los días de mi infancia, la serena majestad de las tardes demoradas junto a su inagotable paciencia, cuando encendía mi imaginación con sus relatos, describiendo criaturas ingénitas, increíbles, deambulando ociosas por naturalezas salvajes o por ríos invencibles; donde la suprema habilidad de su mítico personaje-el Shulkita-era capaz de enfrentar a pesar de ser sólo un niño.

 

Ensoñaba lento junto a los bermellones del paisaje, y la voz amada, pausada y convincente dibujaba insólitos animales, donde las cabras eran más parecidas a las llamas o los jabalíes comarcanos semejaban paquidermos desconocidos. Me incitaba a cerrar los ojos, a soñar despierto y contemplar el escenario sin temores; sus palabras eran tan expresivas que yo inevitablemente no sólo le creía, sino que formaba parte de la aventura y de los aventureros. Aún hoy, desde el fondo de mi abstracto, creo escuchar la conversación de tordos parlanchines y remotos o el zureo de las torcazas, mientras transitamos felices por ríos torrentosos o por praderas de altos pastizales, callando la respiración a fin de no alertar a las fieras durmiendo su hambre centenaria.

 

Siento ese tiempo en mí, como si fuera mi exacto punto de partida, mi origen cierto, donde la naturaleza que nos rodeaba no se sometía a los designios de ningún hombre y nos albergaba generosa, contemplando la alegría de los pájaros cuando escondían entre sus alas, los colores de algún iris desconocido. Era en suma un niño al que no había tocado el envejecimiento de la inocencia.

 

Al calor de estas remembranzas, vuelvo a escuchar los latidos de mi desconcierto y contemplo con mis ojos viejos, los intactos colores del pasado. Como si fuera ayer, contemplo otra vez los cuernos dorados de la luna menguante cuando alumbran mi intimidad, y descubro entonces un mundo desconocido poblado de silencios, incitándome a ponerle palabras y sonidos.

 

Echo a volar la mirada más arriba de las nubes, donde el espacio se torna oscuro pero aún visible y observo el vuelo enloquecido de millones de ninfálidas cayendo como lluvia sobre la ciudad. Sólo yo percibo en el aire los motivos secretos de aquella danza de adioses presentidos.

 

La tarde se ha dormido recién, y las sombras arañan los esmaltes del cielo, junto a las espigas rojas de los fuegos de artificio, semejando almas vivas en viaje por los caminos del espacio.

 

En el campo las gallinas dejan de picotear las piedrecitas con  las que empezarán la digestión en la mañana, y los cabritos recién asados, decoran ya las humildes mesas campesinas.

 

La noche se remansaba lentamente, mientras el paisaje de la ciudad se sumergía en una desazón infinita. La Nochebuena estaba próxima y la luna destellaba en su cenit. El espectáculo era espléndido. Yo tragaba mi emoción, me sentía despierto ante la vida, pero un agua amarga se escanciaba sobre mi alma, como si sus orígenes estuvieran ya escritos en la inmemoria que sólo escribe el Maestro.

 

Soy un personaje minúsculo contándose y desde las nieblas de la mañana tucumana, contemplo otra vez el Aconquija vistiendo su inefable traje azul, vigilando los pasos de la gente.

 

Desperté como aquella vez en el mismo escenario y ante la imposibilidad de concretar el sueño, abrí las ventanas de mi cuarto, para contemplar la misma luna menguante mirándome con indiferencia.

 

No había amanecido aún, la ciudad permanecía sumergida en su fondo inconcreto y mis ojos azorados contemplaban por primera vez la milagrosa floración desplegada por la aurora. Tras la montaña, un hilo naranja calcaba el horizonte y el negro palidecía, escurriéndose gris sobre los tejados. La vida comenzaba a palpitar y mis oídos percibían ya el agudo coloquio de los gallos anunciando la mañana.

 

Escuché muy cerca los trinos de un solo pájaro que, unido al canto de los gallos y al rumor insomne de la ciudad conformaban ruidos incomprensibles.

 

La sombra borrosa de las casas avanzaba lentamente hacia mis ojos, disolviendo el gris que se arrastraba como un vaho espeso sobre las calles silenciosas. La luna enseñaba desde lo alto su enigmático poderío, y una grita de pájaros en enjambre, bamboleaba las ramas más altas de los naranjos de la calle; se concretaba el dominio de la luz y la vida se esparcía generosa sobre el mundo, pero yo estaba triste escuchando el eco apagado de aquella voz, balanceándose en la vibración lila de los tarcos.  

 

La gente hormigueaba por las nervaduras de la ciudad completando sus compras navideñas, para mí siempre inútiles y sin sentido y un olor casi siempre feliz recorría los rincones del mundo. El viento lo trepaba en sus espaldas y en el campo susurraba amor a las acequias, mientras ellas respondían rizando el espejo de sus aguas. Desde arriba montado en las hilachas de una nube, un ángel componía sus facciones en los espejos más recónditos del Salí, mientras ensayaba la voz triste de una nueva Anunciación.

 

El centro de la ciudad estaba caluroso, y en él volví a mirar a mi madre contemplando el incansable ajetreo de la ciudad. Un agua triste lamía sus ojeras y el verde azul de sus ojos, eran huecos desmayados, donde la sombra de sus pensamientos revoloteaba una agónica espera.

Aquella mañana la ví llegar apresurada al hogar otrora luminoso, y componiendo sus facciones, escudriñó la figura encorvada y macilenta de mi padre sentado sobre blancos cojines. Desde allí presidía por última vez la mesa navideña, mientras un aire denso espiaba la mirada inocente de cuatro niños, mis hermanos-hiriéndole con su silencio; él no sabía como desprenderse de ellas ni tampoco desorientar sus respiraciones angustiosas. Mi madre lo besó largamente, con un amor de antiguas devociones, ante la mirada atónita de aquellas cinco almas en desconcierto. La Parca proyectaba su sombra macabra sobre él y la flor negra de un cáncer, derramaba su polen aciago poblando la escena de llantos prisioneros. Era ya una sombra susurrante que clamaba huir de su frágil envoltura, resquebrajada por la peor de las sequías. Afuera, en la calle, la algarabía parecía por momentos distraer la mirada ciega de los niños.

 

Reclinó suavemente la cabeza sobre el oído alerta de mi madre y semejando un murmullo distante, deslizó la frase:

 

“¡Qué intensa ha sido nuestra felicidad!” “¡Cómo siento dejarlos!” Las palabras ya si eco, abandonaron sus labios casi inertes, para acompañar su sombra que empuñaba el timón de una extraña barca de cardón. Contemplé la barca y a su barquero, desapareciendo en un mar de ausencias, lentamente, en aquella noche sin olvido y sin adioses.

 

Esta imagen y sus abstracciones reiteradas me llevan a adverar los fenómenos de las ocultaciones del pensamiento, existiendo como una antorcha interior en un mundo sólo mío, mientras para otros permanece oculto bajo el velo de enigmáticos antifaces.

 

Los grados de sensibilidad visual se robustecen, volviéndome a la realidad consciente, mientras aquella vivencia emerge triunfal, como una sensación guardada en intáctiles jaulas de plata. Allí, en esa prisión sobrevuelan centenares de pájaros exóticos que se alimentan con su esencia.

 

Regreso a mi tiempo y a mi mundo, y sin deslindar sensaciones de percepciones, me encuentro estupefacto, aplaudiendo de pié, junto al público que llenaba la sala del Teatro San Martín. Aplaudía con las palmas enrojecidas a mi madre- actriz teatral- su delicado protagonismo, donde bajo la dirección de Lito Cruz, escenificaba un retazo aciago de su vida.

 

La obra por extraña coincidencia se titulaba: “Navidad en Gris”.

 

Siento la piel escarapelada, cuando desde el fondo del escenario me llega como un éxtasis antiguo, la melopeya dulce de un villancico, y desde la alegría de sus notas, escucho como envolviéndome, la voz inconfundible de mi padre rezando su bendición…

 

 

PEDRO HUECO

 

RETRATO DEUN PERSONAJE HUMILDE, COMÚN A LOS  PUEBLOS DEL NOROESTE DE NUESTRA PATRIA

 

 

Era en el pueblo tres veces centenario, una raída figura trashumante, decorando los silencios de la calle, desde el rumor de los maitines, hasta los atardeceres soñolientos, donde el alma contrita y reflexiva, se recogía sobre sí misma en concluyentes meditaciones.

 

La cabeza del hombre, donde otrora remansaran los afilados dardos de la inteligencia, constituía una inviolable prisión, donde morían una muerte inevitable los otrora sagrados fuegos de la mente.

 

Estrujaba duro la memoria, escudriñando esos senderos lejanos, que partiendo desde una etérea lomada de nubes abierta en el horizonte, regresaban cansados esperando una nueva partida.

 

Veo con emoción, la figura enjuta de un anciano flaco, bajo y encorvado, mirando con la insistencia de quien no tiene prisas, recorrer sonriente esa única Calle Larga de los pueblos de antaño, recibiendo quizá el saludo cariñoso de tantas calaveras amigas.

 

Su cabeza era más bien `pequeña, de pómulos altos, escoltada por una nariz forzosamente aguileña, migrando con la resignación propia de quien ha perdido, por la miseria de los años, el antiguo nácar de sus dientes. Su pelo espeso y entrecano, había sido sometido al escarnio vil de algún improvisado fígaro, mientras sus ojillos pequeños y ausentes, miraban sin ver el esplendoroso arco iris que dibujaba la mañana.

 

Te veo hoy, Pedro Hueco, como los desangelados te nombraban, descansando tu pié breve y marmóreo, como aquél de las estatuas griegas, emergiendo airoso de tu alpargata destartalada, caminando sin prisa como era tu costumbre, por la laja intensamente azul del atrio de la iglesia pueblerina, sombrero en mano, como enhebrando el aire, mientras sonreías feliz al ángel que le protege con su mirada.

Vuelvo a verte Pedro, amigo, soportando estoico tu cansancio terrenal, mientras tu hueserío pobre y tus ojillos de escarchas pardas, huérfanos de luz, pedían un refugio de siestas en mi mente.

 

¡Adiós Pedro Hueco! se burlaban chiquillos y desangelados feligreses en el templo, al verlo llegar hasta la imagen de la Virgen de la Candelaria. Entonces con un dejo de fastidio y adoptando la pose de un famoso político nacional de su tiempo, respondía: “¡Cómo Hueco! ¡Jiménez Lastra! Querrán decir”.  La respuesta conmovía las fibras más íntimas de quienes le respetábamos. Repetía la respuesta numerosos veces tratando de hacer comprender a quienes le herían, lo grotesco de su error. Pero todo era en vano, y mientras lo decía, trataba de atrapar con absurdo afán las últimas espigas del sol, acaso para iluminar las tinieblas de su razón perdida.

 

Ven pues, Pedro Hueco, amigo, a buscar protección y reparo en los rincones siempre frescos de mi memoria cariñosa y fiel.

 

 

UN DÍA EN SAN JOSÉ

 

 

Miraba largo y sus ojos oscuros, de reflejos verdosos convergían en un punto distante detrás del enrejado de la mansión. En realidad conformaba una suerte de espejismo, que poblaba su memoria de recuerdos, invadiendo su actitud hierática. Por momentos se materializaban en una sonrisa enigmática, que eclosionaba con la sutileza del capullo antes de convertirse en flor. El deleite era notorio, pues tapando la boca con la mano, evitaba la huída de los recuerdos por alguna grieta impensada.

 

Dentro de él, las aventuras pasadas regresaban aleteando como las bandadas de pájaros inauditos, para asentarse sobre los esmaltes de la nostalgia.

 

Dentro de él, las aventuras pasadas regresaban aleteando como bandadas de pájaros inauditos, para asentarse sobre los esmaltes de la nostalgia, componía una actitud extática, majestuosa y casi ausente, donde ojos y oídos en estado de catalepsia se mostraban despreocupados de imágenes o sonidos inoportunos. Parecía inmerso en una vorágine de vivencias recónditas, llenas de un silencio donde encontraba su tranquilidad. Muchas veces reflexionó acerca de la soledad en que se encontraba y la incertidumbre de no saberse bien acompañado, conformaba aristas peligrosas. El poder corrompe y la envidia o la traición podía conducirlo por senderos de lágrima y abatimiento. Las presiones lo devoraban y no necesitaba engañarse para comprender que su destino lo reclamaba de la misma forma que los jardines reclaman el agua o las navidades sus felices aguinaldos. Era un buen soldado y podía pensar en medio del fragor de las batallas, en los futuros descansos del amor, donde no existen ni vencedores ni vencidos. Lo asaltaba por momentos la clarividencia de encontrarse en el pórtico de su hora inexorable y la presentía como los peces presienten desde los abismos marinos, al sol brillando sobre la superficie, tenía plena conciencia de que cualquier decisión debía priorizar el bienestar de sus gobernados, pues sabía a través de la experiencia del poder, que cualquier actitud contraria jamás sería perdonada.

 

Las pitonisas rupestres concurrían con anuncios y consejos. Descreía de ellos, pero escuchaba sus augurios respetuosamente, hasta que un día, para evitar cualquier asomo de desconsuelo prohibió su entrada en la mansión; esta medida acercó un descanso adicional a sus cavilaciones y decidió confiar en su instinto, evitando el auxilio de las divinidades ofrecidas, que podían conducirlo por itinerarios sin porvenir.

 

El General Justo José de Urquiza se encontraba solo ante el futuro y cualquier equivocación sería sólo suya, sin tener que reclamar a designios divinos o paganos, cualquier favoritismo ante más importantes impetraciones. La magia del paisaje era estupenda y el lucero comenzaba a insinuarse en el horizonte, donde la naturaleza ardía en un escenario de tardes muermas.

 

La mirada del general vagaba irrestricta por las llanuras de la nada, y entre palmares opulentos, contempló cómo se doraba aquel atardecer en un horizonte de incesantes esculturas arbóreas. Su cuerpo robusto se estremeció en sigilosos espasmos de placer, recordando un tiempo no lejano. Luego de su última crispación la abstracción escampó, y al deshilacharse, dejó escapar la advertencia de que, a pesar de cualquier desesperanza, el alma del pueblo es un perfume que jamás puede morir, y su olor ingrávido renace a la sombra de los momentos oportunos. Es te era el pensamiento de los paisanos de Entre Ríos que le seguían con devoción, capaces de arrojarse junto a él, a los remolinos del Paraná y traer a la superficie la idea salvadora o el argumento necesario para el país. El cuerpo de aquél octubre se presentó envuelto en una tarde fresca, y el general se cobijó bajo el abrigo de un elegante poncho blanco, al parecer oriental, mientras golpeaba con un latiguillo de tres colas su bota reluciente. El chasquido sonaba seco sobre la caña alta, diluyéndose en el silencio de la tarde. A la derecha, sobre una mesa de caoba afiligranada, descansaba sus fatigas, un sombrero blanco de alas anchas, mientras la mano distraída dibujaba ignotos arabescos sobre el brazo del sillón. Los muebles venidos a su pedido de la Francia, junto a mármoles inverosímiles y arañas de cristal, regocijaban los ojos de sus dueños, provocando envidia a más de algún obligado visitante. Un refinamiento exquisito estallaba en todos los rincones, pero él había trabajado duro para conseguirlo, por eso, con la misma determinación con que se conserva un amigo, decidió preservarlo para regalo de su placer.

 

Los ojos quietos de don Justo José parecieron iluminarse cuando el ensueño le acercó entre sus alas la figura de su perro Purvis. Saltaba feliz desde alguna remota dimensión, corriendo con impensados desafueros, la mirada penetrante y trémula su lengua, adivinando el rostro curtido de su amo. Percibió que en el parque las aves entonaban cantos placenteros sólo para él, mientras contemplaba sobre la gramilla el susto de una codorniz, ensayando canciones de buena esperanza. El Capitán General, avivó los ojos nuevamente sin entorpecer su tranquilidad de estatua y esparció su mirada sobre los hermosos rincones de la sala. Habitaban en ellos, espléndidos cosmoramas, visualizados en coloridos murales que hablaban de una época de esplendor. Alargaba la mano y parecían tan vivos que podía tocarlos y escuchar sus voces antiguas, disponibles únicamente para él. Eran los soportes que lo trasladarían hacia las fronteras de la posteridad. Súbitamente el silencio se tornó impenetrable y contempló los ojos ausentes de su sombra, aburriéndose de inactividad.

 

De pronto experimentó un impensado sacudón, al verse envuelto en el abrazo de su fiel “Purvis” y sus labios expresaron sin sonido: “tranquilo Purvis, vas a matarme, y aún no puedo morir, la patria y también algunas señoras me necesitan”.        

 

Acontecimientos del pasado discurrían una y otra vez por su pensamiento, mientras la mano casi ingrávida, recogía la atezada geografía de su rostro. Era este el automático movimiento con el que limpiaba el reguero viscoso de la lengua de Purvis.

 

La visión se tornó tan concreta, que la vivió como se vive un antiguo dolor, y luego esa baba espesa, junto al aliento dulzón, semejando un cuchillo, partió en dos los rumores del atardecer.

 

Afuera, en los jardines de San José comenzó el silbido tenue de un viento recién nacido, que esparció un aroma de azahares proveniente del naranjal. Apretó fuertemente los párpados y clausuró los oídos para retener las imágenes y los sonidos que ansiaba su voluntad; lo demás se adormeció en los infinitos coloquios de la oración. La cabeza, de pronto, comenzó a poblarse de furiosos vientos cruzados que le acercaban presagios históricos. Apretó las mandíbulas tan intensamente que sintió dolor, y su cuerpo ensayó las primeras contracturas. Los párpados se convirtieron en plomo fundido y el sueño se convirtió en un viajero inalcanzable, al que veía pasar de lejos.

 

Las imágenes se superponían y por momentos se contempló vagando en Buenos Aires por calles hostiles y desconocidas. La prédica opositora del General Mitre le traía la visión de multitud de mujeres desnudas gritando lujuriosos improperios contra él. Corría desesperado hacia ellas, y luego de mostrarle sus rosadas cavidades, se convertían en niños muertos o en soldados minusválidos, indiferentes a toda contingencia. Más tarde la memoria le trajo el recuerdo de un sueño, acaso clarividente, donde se veía muerto sobre un campo de cenizas y el humo de una batalla reciente se esparcía como manga de langostas. Una herida provocada por un feroz lanzazo, como boca póstuma le hablaba de los altos destinos de los hombres y de sus ocasionales renunciamientos. El sueño lo tuvo a la deriva mucho tiempo, como barco al garete, en un mar ausente de señales auspiciosas. Tal vez estuvo dando demasiada importancia a los augurios, y con un movimiento de párpados los desmontó de su caballo de nubes.

 

La visión se negaba a partir y casi como una pesadilla escuchó el ruido distante de armas entrechocándose, y luego amontonadas, conformaron una insólita parva provocadora del mismo dolor de los ascetas ante la flagelación. Posiblemente, la misma inactividad que lo mantenía prisionero dentro de su jaula mesopotámica fuera contraproducente, pues sus adversarios presentían una importante pérdida de ritmo. Escuchó rumores acerca de su asesinato y le pareció tan disparatado, que supuso, jamás sucedería. Al recordar esto, comprobó u temblor que no supo precisar si respondía al fresco de la tarde. La vida apacible volvió a complicarse y reflexionó una vez más, que el paraíso construido sobre sus campos, no servía para aventar sus responsabilidades de hombre público. Miró hacia el horizonte verde y se regocijó pensando en los aromas y los fríos del mundo, remojando en ellos sus otoños.

 

¿Qué sucedía en esta tierra amada que lo impulsaba hacia la guerra? Abrió repentinamente los ojos y el espejo del frente le confirmó la incipiente germinación del miedo, y a pesar de ello, tomó la decisión exigida por sus partidarios: la movilización. Lanzó nuevamente la mirada hacia el horizonte de sus campos trayéndole el espejismo de Purvis, que ladraba a un enorme saurio aspirando el último sol, a orillas del tajamar. Muy pronto la visión desapareció en un verdor de aguas quietas.

 

Recordó a Purvis, despareciendo días enteros, y comprendió que sus necesidades de amor eran similares a las suyas. Para un eterno enamorado como él, mirar a los ojos de su amada, representaba la luz de los momentos que continuaban y Purvis sin entender estas sensaciones, seguía el instinto de su especie. Entretanto en el parque, la espesa arboleda se había convertido en una bóveda muda. A lo lejos imaginó un estrépito de caballos al galope, y la vehemencia de gritos cayendo sobre las aguas sorprendidas del estanque. El general tuvo la sensación de que desaparecían en forma de ondas envolventes., mientras la tierra y la laguna confundían sus orillas, bajo la luz escasa de un cielo inabarcable.

 

Al hacer estas evocaciones su cuerpo se estremeció y los vientos del deseo se treparon a su mente, pensando que la caza sexual era beneficiosa para ambos. Recordó las palabras del general Pedernera, cuando abandonando su habitual compostura, le decía: “no hay perro que no se parezca a su dueño”.

 

Como estas escenas se repetían frecuentemente, luego de decirlo, estallaba en sonoras carcajadas que desorientaban a sus compañeros de gobierno en Paraná. Era nada menos que el Vice-Presidente de la Confederación Argentina, y raras veces se permitía tales desafueros.

 

La mirada del general, se posó otra vez sobre las maravillas de color, pintadas por el genio de Juan Manuel Blanes. Había llegado desde la Banda Oriental, al solo efecto de plasmar para los tiempos venideros las glorias de don Justo José, que no confiaba en la caótica fragilidad de la memoria. Recorrió con fruición el despliegue de su roja caballería en el Palomar y Monte Caseros, entreverada con la de los mazorqueros rosistas. Sólo las diferenciaba el blanco peto que Urquiza mandara colocar en el pecho de sus soldados. Aprendió luego de largas noches de estudio las tácticas que le valieron la fama de invencible, colocándose en ocasiones al frente de sus lanceros en el embate final de las batallas; quizá las ganaba de antemano al infundir una inapelable seguridad en sus subordinados.

La mirada de Urquiza se detuvo un momento en el cruce del río Paraná, y pudo ver como si fuera ayer, el cruce del ejército más grande de la América Latina. Más de veinte mil hombres se lanzaron a nado o en balsas a las incertidumbres de los remolinos, que encrespados, buscaban al azar la víctima siguiente. Blanes, para plasmar la idea se recostó en las prolijas descripciones del Capitán General, en distendidas tardes de mate, donde el canto de los pájaros en sordina disimulaba un hondo patetismo. La visión de la orilla opuesta lo colocaba en esa delicada frontera hacia la gloria. Atrás quedaba la liberación de Montevideo, luego de un sitio de más de diez años.

 

Hoy, sentado en la sala orientada hacia el parque, supo que no esperaría más tiempo, pues los fantasmas de la desesperanza habían huido ya. La decisión estaba tomada. Salió a los corredores de la mansión, y el viento volvió a traerle la crispada respiración de los fogones de campaña y le infundió la necesaria paz para elegir sus lugartenientes. Supo que debía evitar a ultranza los desbordes de la pasión, pues luego de los estragos, se transforman en las ojeras mismas de la desgracia.

 

Salió de su abstracción cuando escuchó el ruido de voces y risas infantiles acercándose a la sala, sacándole de los meandros de la recordación.

 

Dolores Costa, su mujer llegaba en jocosa complicidad de la mano de sus hijas. Le ofrecieron un café reconfortante y solicitaron su compañía para un paseo al lago, y ese simple lazo de vida, le acercó el recuerdo de las familias mutiladas por la guerra o la injusticia de los hombres.

 

Era un hombre feliz, embriagado en una felicidad simple, y sus vapores le llegaban en momentos de hondas tensiones nacionales.

 

Dolores era una mujer hermosa, navegando por una madurez  espléndida y el Capitán General lo sabía; su cuerpo, a medida que pasaba el tiempo se ponía cada vez más denso, y eso también apreciaba el Libertador. Había una diferencia de casi treinta años, pero no parecía arredrarlo, pues la mansedumbre del amor aún no lo había tocado, y acaso no habría de tocarlo nunca. Sabía por propia experiencia, cuando los amores cuando no son verdaderos, tardan en olvidarse el mismo tiempo que duraron, pero esta vez tuvo la certeza de estar prisionero en una jaula de oro, y como todo prisionero satisfecho, embelesado en su propia felicidad; entonces agradeció el hecho de estar vivo. Se levantó con cierta pesadumbre, lanzándose a cumplir sus obligaciones paternas.

 

Aspiró con fruición el perfume de los rosales y los sabores del viento, acarreando la esencia de los durazneros que en apretado montón lucían incendios rosados. Miró alrededor y escuchó el canto de todas las cosas visibles que en vibraciones cambiantes le acercaron la grandeza de Dios.

 

El Patio de Honor, de las recepciones oficiales que conducía hacia la Secretaría General, quedaba atrás, y se internaron en medio de risas por el Patio de los Parrales, hacia la Plazuela de los Conquistadores.

 

Estaba cansado y sus ojos apenas resistían el peso de los párpados. A pesar de ello, envuelto en suspiros, el corazón reclamaba sus derechos vislumbrando los cataclismos del amor. Quedarían para otro día, las pesadillas de pájaros negros volando sobre cenizas de desesperanza…

 

A lo lejos se discernía la rizada verbosidad del lago, apacentando peces coloridos que aumentaban la irisación de las garzas. Más cerca se advertía el señorío de los cisnes de cuello negro, deslizándose por el agua.

 

Dolores custodiaba con ojo avizor el movimiento de sus hijas y se volvían ascuas, pensando en la intimidad con el hombre más poderoso del país. Lo encandiló con una sonrisa magnificada por el último sol, mientras lo incitaba a un pronto regreso. Cuando lo hicieron, la orquesta de Dios ensayaba sus primeros compases y el aire teñía de una harina azul el verdor de los follajes. Un coro de grillos atronó el aire detenido y las niñas regresaron radiantes, luego de haber remojado los pies en el lago. Quedaba para otro momento, el prometido paseo en barco, que se mecía lentamente al influjo de las olas.

 

Llegaron a casa cuando ya la luna hacía rodar sus sonajas de sueño, desparramando espigas azules por el campo, y se internaron como alegres celebrantes a un territorio de besos, que aguardaban la intimidad del tálamo.

 

San José combatía los embates de la noche con sus faroles encendidos, mientras un perfume de sándalos embadurnaba las paredes de la casa. La cúpula azul por la que deambularon durante la tarde, cedió a la negrura de una noche sin estrellas, pero desde lejos, se percibía el empalagoso rumor que exhalaba la respiración de los jardines. Enhebraron sus miradas y con tácito acuerdo se miraron intensamente, hasta que los pájaros de la madrugada, balbucearon los presentimientos del día. Afuera, el mundo sólo exhibía los destellos de la luz, mientras el sol entonaba remotos aguinaldos de oro, sobre un paisaje donde amanecía la flor del irupé.

 

Los tiempos políticos anunciaban inconfundibles rumores de una guerra no deseada. Los años atemperaron sus arrestos juveniles y hoy prefería internarse en los meandros del diálogo político. El desarrollo de los acontecimientos era preocupante. Corría el mes de octubre de 1860 y el conflicto entre sus partidarios parecía inevitable, como el suscitado en la provincia de San Luís, donde el hombre fuerte era el entonces coronel Juan Saá. Se vio ensimismado redactando con el ceño fruncido, una carta que dejaba al denudo sus inquietudes, donde la palabra, buscaba afanosamente su destino…

 

                                                           San José, 14 de Octubre de 1860

 

Excelentísimo Gobernador

Coronel Juan Saá

 

Mi distinguido amigo:

 

                                   Esta carta será puesta en sus manos (…)

 

 

Primera de un conjunto de once cartas inéditas, desconocidas para la historia en poder del autor.