Dn. PABLO NAPOLEON PEÑA

Heroico defensor de Salta,  el 10 de octubre de 1.867

Por Rafael P. Sosa

u nombre completo era Pablo Napoleón Peña, pero fue conocido solamente –y así lo registra la historia- como Napoleón Peña.

Hijo de Manuel Antonio Peña y Cervantes y de  Fortunata Eulalia de la Corte y Carvajal, había nacido en la ciudad de Salta el 23 de enero de 1.844.

Tuvo por abuelos paternos a José Antonio de la Corte y Peña –que firmaba únicamente con este último apellido- y, a Petrona de Cervantes y Villabaso. Sus abuelos maternos fueron Fidel Ignacio de la Corte y Peña y Eustaquia Isola Petrona de Carvajal y Fernández de Córdoba.

         La Vida de Napoleón Peña estuvo signada por un ardoroso patriotismo y una profunda fe democrática, que dieron a su personalidad relieves de gran respeto y autoridad, con singular prestigio popular.

         Su actuación cívica, en una época azarosa, de enconadas luchas y el desempeño de comandante de cuartel en los gobiernos del coronel Juan Solá y de los doctores Moisés Oliva y Miguel S. Ortiz, destacan nítidamente al ciudadano y al funcionario responsable y progresista.

         Pero hay un episodio en su actuación militar que le dio justiciera fama, con perfil de heroísmo y  le acompañó hasta más allá de la muerte. Fue su participación en la defensa de la ciudad natal contra la invasión de Felipe Varela, en octubre de 1.867, es decir, cuando sólo contaba veintitrés años de edad.

         Como en estos últimos tiempos ha surgido una corriente revisionista que pretende ensalzar a ese caudillo montonero, asignándole dimensiones de un defensor del federalismo y de un paladín de la Unión Americana, voy a reproducir el juicio con que sintetiza uno de aquellos escritores, Don Félix Luna, en su libro ‘Los Caudillos’, la actuación de Varela después de la tremenda derrota que sufriera en la batalla del ‘Pozo de Vargas’ el 10 de abril de 1.867, en La Rioja: el desesperado vandalaje había sido el signo predominante.

         Si hasta los panegiristas del montonero Felipe Varela juzgan así el final de su levantamiento, es fácil comprender cual haya sido el criterio con que se temía su venida a Salta, dada la triste fama que le precedía, y que confirmaron los hechos acaecidos en  esta provincia y la de Jujuy, hasta su internación en la República de Bolivia –gobernada por Melgarejo- a fines del citado año 1.867. Un asunto que les cuesta explicar es el apoyo que recibiera de gobiernos extranjeros en circunstancias penosas para la República Argentina, comprometida en la guerra con el Paraguay.

         Cuando el general Octaviano Navarro –comisionado por el gobierno nacional para perseguir a Varela, buscando su destrucción- solicitó desde la provincia de Catamarca, auxilios al gobernador de Salta, Don Sixto Ovejero, éste le envió los soldados que tenía disponibles al mando del coronel Martín Cornejo, quien recibió idéntica orden del general Antonio Taboada, jefe de todas las fuerzas legales que operaban en estas provincias del noroeste.

         En su división salteña iba como ayudante el joven Napoleón Peña, y con el grado de mayor, su hermano Bernardo.

         Hallándose todavía en jurisdicción de Catamarca por la increíble demora en el avance de las fuerzas del general Navarro –cuando ya Varela hubo pasado la Cordillera, perseguido por el Coronel Arredondo-, el segundo del jefe montonero, Sebastián Elizondo había invadido los valles calchaquíes salteños, por Molinos y derrotado al comandante Pedro José Frías, lo que anticipaba una posible sorpresa sobre la ciudad capital.

         Como dijo el capitán Escipión Cornejo, en una publicación de 1.907, refutando a un defensor de Navarro: `Los salteños que se habían informado de la noticia –la derrota de Frías- marcharon como galgos. No querían dejar que la montonera invadiera Salta, donde estaba todo lo que les era querido. Por eso, haciendo jornadas de 18 leguas por día, pasando Belén y Gaufín llegamos a Santa María’.

         Sigue el mencionado jefe de compañía en aquella división detallando las demoras injustificadas que les impuso el general para agregar: ‘Desde nuestra marcha no hacíamos sino escoltar a la montonera’... ‘ocupando los campamentos que ella abandonaba’.

         No hemos podido saber en qué momento los hermanos Bernardo y Napoleón Peña vuelven a la ciudad. ¿Lo hicieron convencidos de la ineficacia de la persecución Varela –que pronto regresó reuniéndose en Molinos con los suyos- y descontando que la montonera atacaría la Capital? En todo caso debieron estar autorizados por la superioridad. Ambos fueron elegidos comandantes de la trinchera Salta. Todas, en número de catorce, ostentaban los nombres de las provincias argentinas como si en ellas –dije en una audición radial- se fuera a jugar el honor nacional’.

         El 8 de octubre se tuvo conocimiento de la proximidad de Varela, con una fuerza calculada en más de mil soldados. De inmediato el gobernador Ovejero y su ministro el Dr. Isidro López ordenaron que se defendiera la parte principal de la ciudad, bajo el comando del general boliviano Nicanor Flores, residente en Salta y casado con una dama salteña, siendo jefe de estado Mayor don Juan Martín Leguizamón.

         Esa misma noche estaban terminadas las barricadas del Norte y del Sur, construidas con adobes. Las del Este, en plena obra, soportaron un ligero ataque de los asaltantes al día siguiente, y así también se terminaron las del Oeste. El enemigo, ese día 9 se redujo a efectuar reconocimientos tratando de descubrir los puntos débiles de la defensa. Esa noche la pasó en el Campo de la Cruz haciendo algunos disparos sobre las trincheras.

         A las ocho de la mañana del 10, el caudillo montonero envía un ultimátum al gobernador, dándole plazo de una hora para deponer las armas y haciéndolo responsable por los perjuicios que, en caso contrario, se ocasionarían, como también por las pérdidas de vidas. La respuesta de espartana altivez, dado el desequilibrio de las fuerzas combatientes, de uno a seis, el magro armamento de los sitiados, sus escasas municiones y la mala calidad de la pólvora que volvió inútil a la artillería, esa respuesta inmediata fue rubricada por una descarga de fusiles.

         El final de tan valerosa y abnegada lucha, se produjo al promediar la mañana del memorable 10 de octubre de 1.867, cuando el joven Baldomero Castro cayó muerto al pie de su trinchera  ‘Santiago’, desde una azotea a la que había subido para defenderla del ataque que los varelistas le llevaban por los techos de las casas próximas.

Al mismo tiempo de la muerte del comandante Castro, se les terminaron las municiones a los restantes defensores de la ‘Santiago’ por lo cual esta cayó, la primera en manos de los atacantes. En vano se trató de rescatarla por los que estaban más cerca, hasta que sobrevino el agotamiento de los proyectiles en todas las barricadas, provocando la toma de la plaza por Varela y sus hombres.

         Felizmente sólo poco más de una hora permanecieron en la ciudad, la que fue entregada al saqueo más riguroso, si haber tenido tiempo para mayores excesos –salvo la muerte alevosa del joven Natal Castro-, pues hicieron entrada la división salteña, que llegaba a la vanguardia bajo la jefatura del Coronel Martín Cornejo y el resto de las fuerzas del general Navarro.

         Varela salió sin combatir al Campo de la Cruz, desde donde prosiguió su retirada hacia Jujuy. Según el general Manuel Puch, a no ser por tan oportuno auxilio ‘habrían pasado a cuchillo a los hombres y cubierto de oprobio y deshonra al bello sexo, pues era la orden que tenían los soldados de Varela’.

         Veamos ahora la intervención de Napoleón Peña, en esa admirable defensa y creo que, para ello, lo mejor será seguir, en gran parte la vívida descripción que hizo, en enero de 1912, a pocos meses de la muerte de Peña, el Dr. Francisco J. Ortiz, uno de los comandantes de trincheras, ex ministro del Dr. Cleto Aguirre, y más tarde ministro en la presidencia del General Roca.

         Napoleón Peña a más de sus obligaciones al frente de la barricada ‘Salta’, cuya dirección como ya lo dije compartía con su hermano Bernardo, desempeñó ese día el puesto de ayudante mayor del jefe de la plaza, general Flores.

         ‘Mientras se dirigía a una trinchera del norte, hacia donde convergían los asaltantes, con el objeto de cooperar a la defensa de ella y acompañado de dos asistentes, al pasar frente a la puerta de una casa antigua y monumental que daba a la plaza 9 de julio centro de la defensa (de doña Candelaria Viola) oyó un pequeño ruido alarmante detrás de la gran puerta de calle, que se encontraba cerrada por emigración de sus dueños.

         Aproximóse a ella y miro por el ojo de la llave un buen rato y en el acto comprendió la causa y concibió una idea que puso en práctica sin vacilar.

         Un grupo de harapientos bandidos que seguían a su jefe Felipe Varela, estaba allí en el gran patio de la casa solitaria, distribuyéndose apresuradamente cartuchos y cargando sus armas’.

         ‘Un minuto de vacilación y de duda, y el enemigo se precipitaba sobre la plaza atacando por la espalda a los defensores de las trincheras que tenían al enemigo al frente y que habrían sido sorprendidos por este ataque e indudablemente hubieran sucumbido todos tomados entre dos fuegos y exterminados sin remedio. Pero Peña no vaciló; un rayo de luz iluminó su mente con súbita salvadora inspiración. Se dijo: ‘si doy parte, pierdo un tiempo precioso, si atropello con mis asistentes, nos matan en el acto y se pierde todo’. ¿Qué hacer? Miró el cielo como último refugio de su alma patriota y el cielo le oyó. Al levantar la vista se encontró con los andamios de la Catedral en construcción. Ya no vio más ni pensó más. Con el rifle en la mano izquierda se encaramó como un gato por los andamios sobre la misma. Sus asistentes electrizados por el ejemplo, lo imitan en silencio con igual éxito llevando sus armas preparadas, y en menos tiempo del que se necesitaba para referirlo, estaban los tres juntos mirando por entre las barandillas de fierro el compacto y numeroso grupo de bandidos que se encontraban en el patio preparándose para marchar sobre la puerta que les abría la plaza’.

         ‘Un segundo de silencio y Napoleón Peña gritó ‘fuego muchachos ¡a ellos, que no se escape ninguno! Y sonaron tres tiros de rifles Spencer y dieron en tierra con tres salteadores’.

         ‘La sorpresa y estupor causados en los forajidos fue inmensa y antes que se repusieran sonaron otros tres tiros que hirieron a dos más, y entonces aterrorizados huyeron al interior de la casa en tropel, buscando el punto por donde habían entrado que era una gran puerta cochera de la casa, que daba a la calle paralela y que había quedado abierta al emigrar sus dueños, poco antes del asalto de los varelistas’.

         ‘En esa precipitada disparada, todavía otros tres tiros de despedida, que voltearon uno más’.

         ‘¿Qué habría sido de las familias y de los defensores de la plaza sin la concepción y ejecución de este suceso milagroso debido a la noble y valiente inspiración de Peña y a su eficaz y heroica ejecución?’

         Sigue diciendo en su impresionante relato al Dr. Ortiz: ‘Este hecho aislado produjo un pánico momentáneo en los varelistas, que les impidió reponerse hasta pasada una hora y averiguar la verdad de los hechos, porque temían con razón una nueva y más peligrosa emboscada, fatal para sus fuerzas...’.

         Después se refiere a la toma de la trinchera defendida por el infortunado Baldomero Castro, la caída de la plaza y la fuga de Varela.

         Termina su autorizada publicación el Dr. Francisco J. Ortiz con el siguiente párrafo que revela la trascendencia que asignaron los autores de aquella defensa, a la actuación de nuestro biografiado: ‘Este sólo episodio basta para inmortalizar a Napoleón Peña, entonces joven de 23 años, porque salvó a las familias de los salteños’.

         ‘Por menos que eso, muchos tienen estatuas conmemorativas en las plazas públicas y sus nombres han pasado a la historia envueltos en el nimbo de la gloria, y aclamados perpetuamente por el himno y la gratitud de sus conciudadanos’.  

         El homenaje que constantemente se le tributaba por las autoridades y el pueblo condecía con tales juicios. Las numerosas visitas que recibía en los aniversarios de aquel 10 de octubre     , las procesiones cívicas al cementerio hasta el monumento a los caídos en que era llevado a la cabeza como una patriota reliquia, se sucedieron hasta su fallecimiento, ocurrido en nuestra ciudad el 20 de setiembre de 1.911.

         En la nota necrológica publicada como editorial del diario ‘El Cívico’, se dice entre otros laudarios juicios: ‘Todos los salteños sabemos cuánto le debemos a Peña como simple ciudadano y como guerrero...’. Cada 10 de octubre don Napoleón Peña veía concurrido su hogar por multitud de personas de todas las esferas sociales, que iban a saludar al principal héroe de aquella memorable jornada, estrechándole la mano que empuñó el arma con que defendió tantas vidas y hogares...’ y finaliza así: ‘La masa social se conmueve y rodea el cadáver y tumba del héroe legendario con muestras de vivo pesar’.

         Por su parte el gobierno de la Provincia, ejercido de don Avelino Figueroa y siendo ministro de gobierno el doctor Robustiano Patrón Costas, dictó un expresivo decreto de honores.

            Por el artículo 1º se nombraba una comisión compuesta por los señores Delfín Leguizamón, doctor Aniceto Latorre, Juan Martín Leguizamón, Agustín Usandivaras, doctor Julio C. Torino, doctor Juan José Castellanos, Abel Zerda, Ricardo López y Arturo Gambolini, para que organicen una procesión cívica para concurrir al cementerio el 10 de octubre del año 1.867’.

         Asimismo, se designaba para que hiciera uso de la palabra a nombre del gobierno, al señor vicepresidente de la Cámara de Diputados, don Moisés J. Oliva.

         En ese homenaje hablaron también el doctor Aniceto Latorre, la Sra. Francisca Ríos de Páez, -Directora de la Escuela Profesional y del Hogar- el canónigo Gregorio Romero y el joven Juan Carlos Dávalos.

         De la hermosa semblanza trazada por don Moisés J. Oliva, citaré lo que sigue: ¡Napoleón Peña! Todos los hemos conocido. ¿A quién no ha estrechado la mano con esa sinceridad y franqueza que le eran propias? Fuerte, ágil, paseaba su eterna juventud por nuestras calles, amable con todos, tenía una frase cariñosa para cada uno......”

         ‘Sus ojos grises, pequeños, un tanto irónicos, reflejaban la movilidad infantil de su alma, sin dobleces,  sin claudicaciones’.

         ‘Los hemos visto luchando como buen ciudadano.  Luchando por sus ideales con toda la energía de su temperamento varonil; sin propósitos personales o mezquinos; con miras amplias y generosas, enrolado, desde el primer momento, en el partido de los grandes ideales y de los grandes sacrificios. Fue hombre de acción, ajeno a toda política de bandos. Su partido era el partido de la patria y de su tierra. En sus filas concurrió a todas las luchas y soportó, serenos destierros y persecuciones... La imaginación popular habíale rodeado de una justa aureola de heroísmo, porque en el día de gloria que conmemoramos en ese 10 de octubre de 1.867, él había sido caballero huyendo de la heroica defensa...’.

         El entonces canónigo y próximamente obispo de Salta, Mons. Gregorio Romero, dice entre otros conceptos: ‘Napoleón Peña, el soldado el invencible, fue como el último soldado de Sagunto que al grito de vencer o morir, dominó la fortaleza y salvó su vida para contar a las generaciones posteriores en patriótico entusiasmo, los heroísmos de esa pléyade de valientes, defensores del hogar salteño y de la virilidad de esa raza que no ha muerto ni morirá jamás, porque vive en la inmortalidad al calor de grandes altiveces y de abnegaciones sin ejemplo’.

         Terminaré estas citas con unos breves párrafos del informe que presenta el gobernador, D. Sixto Ovejero, el general Nicanor Flores, jefe encargado de la defensa de la plaza, una vez terminada aquella cruenta lucha: ‘Por estos documentos verá S.E. el número de los hombres con que hemos contado (225) en los momentos de peligro; la escasa munición de que podíamos disponer para la defensa de la plaza durante dos días y el considerable daño que con tan pocos elementos hemos logrado hacerle al enemigo el que indudablemente ha llevado en lucha por la civilización, quiera pisar los derechos de los ciudadanos y disponer, con la punta de su lanza, de la vida y los intereses de un pueblo libre’.

         ‘Todos han sostenido sus puestos con honor, y a todos los he visto desafiar el peligro, impávidos y serenos’. Y añade: ‘El joven don Napoleón Peña se ha conducido bizarramente atendiendo con la mayor actividad y siempre el primero en los diferentes puntos por donde atacaba el enemigo’.

         Subrayo el ‘siempre primero’, por la autoridad que confiere este juicio, emitido a raíz de los sucesos, mediante la palabra oficial del general Flores.

         Don Napoleón Peña estuvo casado con doña Francisca Zigarán y no dejó descendencia.

         Generosidad de corazón y arrojo fueron las características más salientes de este varón salteño, cuya figura esperamos no logre el tiempo desdibujar.

Diciembre de 1.997.

 

Nota: Deseo dejar constancia de mi reconocimiento al Dr. Juan Manuel Ducios y al Sr. Carlos Gregorio Romero Sosa por los interesantes datos que me facilitaron.

 

 

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