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Doña Nina

 


oña Nina -como se la conoció- era una enfermera italiana que se había quedado en Salta, donde pasó su vida añorando su lejana aldea de Italia, mientras absorbía las costumbres locales  adaptándolas  como propias.

Alegre, sonriente, extrovertida, trababa amistad con todo el mundo, intercambiando al pasar, frases amables y hasta alguna novedad. Cuando alguien quería interrumpir su permanente deambular a paso rápido, se negaba  sonriendo a detenerse diciendo:"La Nina va a tuta velochita", al tiempo que mostraba su pequeño maletín,  donde llevaba las jeringas hipodérmicas.

Se ganaba la vida  aplicando inyecciones, en su mayoría intramusculares, en un incansable trasladarse a pie por toda la ciudad. Burlonamente, uno de sus clientes, afirmaba que Doña Nina conocía más a las personas por sus posaderas que por su rostro, dado que, con su lema de "tuta velochitá", poco o nada se detenía en cada  domicilio que visitaba, para colocar la clásica inyección intramuscular.

Tenía una pieza en la calle Ituzaingó, que daba sobre la acera, y en su interior podía advertirse la presencia de un calentador "Primus", donde hervía una pava  enlozada de color rojo oscuro, con la cual se cebaba sus mates al  amanecer, y a la hora en que la mayoría de la gente tomaba el "té", en la media tarde. Era el único descanso que se tomaba durante el día, pues su labor se intensificaba cuando se ponía el sol. Comenzaban las horas de los apuros, de las necesidades y urgencias mayores de la gente enferma, que por alguna  desconocida razón, se intensificaba en horas de la noche.

Doña Nina, muchas veces prolongaba sus  tareas hasta cerca del amanecer, siempre amable y diligente, respondiendo al llamado de su clientela, cada vez más numerosa.

Alguna vez, en una de las tantas visitas  a sus clientes, se quedaba cansada,  para conversar y descansar un rato. Con su agradable  "cocoliche", contaba de su viudez temprana ocurrida allá en su lejana Italia, relatando que había  dejado dos hijas en casa de una hermana suya, viniéndose a la Argentina para ganar unos pesos y así poder ayudarlas.

Soñando siempre con volver a ver a sus queridas hijas. Algunas veces sacaba de su cartera de gastado cuero color negro, una fotografía que conservaba cuidadosamente y sonriendo mostraba a sus dos hijas, todavía pequeñas.

Pasaron los años y supo que se casaron y la hicieron abuela. Redobló sus esfuerzos para juntar dinero y regresar para conocer y mimar a sus nietitos, pero siempre algo acontecía cuando ya tenía todo listo para su viaje en el "Capolonio", la motonave que siempre elegía para ese viaje de regreso que nunca hizo.

En las noches calurosas de verano, encendía la luz de su pieza, donde estaba frente a una pequeña mesa haciendo  un interminable solitario con una baraja española. Otras veces rezaba el rosario, con el pensamiento puesto al otro lado del mar. Pero esta situación íntima no era motivo para que anduviera pregonando sus pesares, sufría  su pena sola, en silencio. Sus tristezas eran su castillo inexpugnable, ahí se refugiaba con el tibio  recuerdo de los suyos, por los cuales se sacrificaba cada instante de cada día.

La "gringa" Nina, como se la llamaba cariñosamente, comenzó a disminuir la rapidez nerviosa de sus pasos, pero siempre sonriendo anunciaba que iba a "tuta velochitá". Sus manos comenzaron a temblar imperceptiblemente y le crearon un serio inconveniente.

Ya no podía aplicar las temidas inyecciones endovenosas. Continuó con las otras. Las subcutáneas y las intramusculares, que eran su fuerte. En los inviernos ponía ventosas en las espaldas de los que se resfriaban  y se les congestionaban los pulmones. Lo hacía con una destreza sin igual,  con esos vasos de vidrio que untados con alcohol, los encendía con un hisopo de algodón en llamas, aplicándolo sobre la espalda del aterrorizado paciente. La  llama se extinguía en el vaso ante la falta de oxígeno, se reducía el contenido de aire, y la ventosa succionaba con fuerza la piel de la espalda del paciente, que debía esperar, en incómoda posición, la orden de doña Nina, para el cese de la semitortura terapéutica de esos años sin antibióticos ni remedios de gusto agradable.

Los años la fueron venciendo y sola, un día de otoño partió a "tuta velochitá" - al último viaje, que sin su soñado barco la llevó a la eternidad.

 

Fuente: "Crónica del Noa" -11/02/1981

Relatos recopilados por la historiadora María Inés Garrido de Solá


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