Mons. Carlos Mariano Pérez

 

Oleo sobre tela de Matías del Rey López

Llegó desde Comodoro Rivadavia, su primera diócesis. Muchos kilómetros de distancia. Casi 5.000. Pero, sobre todo, entre la Patagonia y el Norte Argentino, mucha distancia cultural, social, política y religiosa.

Había sido en la Patagonia: sacerdote, director de colegios, inspector salesiano y Obispo. Ahora, en 1964, era el Arzobispo de Salta.

Salta no es una Provincia fácil (lo digo como hijo de esta tierra). Tampoco lo es la diócesis. Esta apreciación no pone en tela de juicio los méritos y la bondad del salteño. Pero hay toda una historia que ha marcado a Salta, con caracteres muy especiales. Hay costumbres, hay estilos de vida, hay valores netamente salteños. También hay desvalores propios.
Salta teje su historia sobre el trasfondo de familias tradicionales que gestaron grandes momentos de su vida. Tiene estratos sociales bien diferenciados. Tiene un espíritu  tradicionalista muy definido.

Para un hombre del sur, llegar a Salta es un verdadero trasplante. Frente a cuatro siglos de historia salteña, hay escasamente un siglo de vida participativa de la Patagonia, en la organización política del país. El tiempo de vida puede importar, pero mucho más importa a marca, el sello, la fisonomía que impone la historia.

Monseñor Pérez asumió esta distancia y estas diferencias. Probablemente haya habido un esfuerzo en esta adaptación, pero jamás lo dejó sentir. Fue su homenaje a Salta.
 Asumir a Salta es asumir su religiosidad. Y decir religiosidad para los salteños es decir el Milagro.

La gestión episcopal de Monseñor Pérez comienza con las primeras euforias de la renovación conciliar, cuando aún los espíritus más serenos se sentían contagiados por el “aggiornamento” promovido por el Papa Bueno. Le resultaba duro aceptar la riqueza de una religiosidad popular profunda que tenía su sabor propio, su colorido espiritual propio. El Milagro camina junto con la historia política de Salta. Son cuatro siglos de crecimiento, de afirmación, de fidelidad.

El fervor religioso de Salta, en su Milagro, se expresa en la Novena cuyos textos vibran en los labios salteños desde hace más de cien años. A Monseñor Pérez le costaba aceptar esta modalidad.

Pero el tiempo y, sobre todo su sentido pastoral, le hicieran descubrir que el pueblo “oraba” su novena. Era su forma autóctona de piedad. A través de ella, el pueblo sentía el Milagro, se llenaba del Milagro, se identificaba con el Milagro. Descubrió que Salta se unía en la novena. Que toda Salta la rezaba. Que era la oración del pueblo.
 Y se convirtió en su fervoroso defensor. Incorporó a la novena las citas bíblicas de cada meditación, aportando así el punto de referencia para una renovación constante.

El Milagro lo conquistó... Sus exhortaciones pastorales, sus homilías de cada Milagro, la permanente invitación a los Sres. Obispos, su apoyo para convertir el tiempo del Milagro en tiempo de misión, su preocupación incansable para un mejoramiento del culto son indicadores evidentes de su amor al Milagro.

Pero asumir a Salta, es asumir sus tradiciones, su modo de vida.

Hombre de campo, Monseñor Pérez, sintonizó con el pueblo y sus costumbres. Su sencillez, su alegría, su sinceridad, su don de gentes caló en el pueblo. Y se sintió salteño. Pero además, la gente lo consideró y ¡o considerará un salteño más.

Las diferencias sociales no lo intimidaron; las resolvió con el diálogo abierto, sin crear preferencias o parcializar su servicio. Las puertas de su despacho y su habitual cordialidad eran para todos.

Se asoció a la tradición salteña con un respeto reverencial y cariñoso. La raigambre histórica’ de Salta motivó su propia tarea pastoral. Es posible que su afición y versación sobre la historia nacional, le dieran la amplitud de miras para asumir esta realidad de Salta.

 

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