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Juan Carlos Dávalos (poemas)

LA MUERTE DEL TORO:

LA VOLTEADA

Muge plantado en actitud bravía,
ceñido el lazo del testud adusto,
y terco afronta con empaque augusto
el asalto voraz de la jauría
Hinca, dócil al puño que lo guía
el duro casco el alazán robusto,
y piafa lleno de sudor y susto
de la cinchada en la mortal porfía
Y cuando el toro enceguecido y fiero
brotando espuma de repente arranca
y la embestida poderosa cierra
Se cimbra el lazo sobre el bramadero
y entre una densa polvareda blanca
el cuerpo cae reciamente en tierra

LA MUERTE

Y yace el bruto en la postura inerte
con que el hombre mañoso lo invalida,
la carne de cansancio estremecida,
y al fin tumbado el epinazo fuerte
Nadie el espanto y el dolor advierte
de la negra pupila entristecida,
donde tiembla la fuerza de la vida
con la oscura zozobra de la muerte.
¡Después, el estertor, el hondo tajo!
El hombre indiferente en su trabajo
limpia el puñal en la cerviz del toro.
La sangre por la herida borbotea,
y un escuálido perro saborea
el caudal rojo de vislumbres de oro

Agosto 1916

LA LEYENDA DEL COQUENA

Cazando vicuñas anduve en los cerros.
Heridas de bala se escaparon dos.
-No caces vicuñas con arma de fuego,
Coquena se enoja - me dijo un pastor.
- ¿Por qué no pillarlas a la usanza vieja,
cercando la hoyada con hilo punzó?
¿Para qué matarlas, si sólo codicias
para tus vestidos el fino vellón?
-No caces vicuñas con arma de fuego,
Coquena las venga, te lo digo yo.
¿No viste en las mansas pupilas oscuras
brillar la serena mirada del dios?
-¿Tú viste a Coquena?
-Yo nunca lo vide,
pero sí mi agüelo - repuso el pastor;-
una vez oíle silbar solamente,
y en unos tolares, como a la oración.
Coquena es enano; de vicuña lleva
sombrero, escarpines, casaca y calzón;
gasta diminutas ojotas de duende,
y diz que es de cholo la cara del dios.
De todo ganado que pace en los cerros,
Coquena es oculto, celoso pastor;
si ves a lo lejos moverse las tropas,
es porque invisible las arrea el dios.
Y es él quien se roba de noche las llamas
cuando con exceso las carga el patrón.
En unos sayales, encima del cerro,
guardando sus cabras andaba el pasto;
zumbaba en los iros el gárrulo viento,
rajaba las piedras la fuerza del sol.
De allende las cumbres de nieves eternas,
venir los nublados miraba el pastor;
después la neblina cubrió todo el valle,
subió por las faldas y el cerro tapó...
Huyó por los filos el hato disperso,
y a gritos, en vano, lo llama el pastor.
La noche le toma sentado en cuclillas,
y un sueño profundo sus ojos cerró.
Cuando el alba tiñe - limpiando los cielos-
de rosa las abras, despierta el pastor.
Junto a él, a trueque del hato perdido,
Coquena, de oro le puso un zurrón.
No más en los cerros guardando sus cabras,
las gentes del valle vieron al pastor;
Coquena dispuso que fuese muy rico.
Tal premia a los buenos pastores el dios.

 

LA FLOR DEL ILOLAY

Don Juan - Bernardo

Erase una viejecilla
que en los ojos tenía un mal
y la pobre no cesaba
de llorar.
Una médica le dijo:
- Te pudiera yo curar
si tus hijos me trajesen
una flor del Ilolay.-
Y la pobre viejecilla
no cesaba de llorar,
porque no era nada fácil encontrar
esa flor del ilo-ilo Ilolay.
Mas los hijos que a su madre
la querían a cual más,
resolvieron irse lejos a buscar,
esa flor maravillosa
que a los ciegos vista da.

Bernardo

- Va rajado el cuento, abuelo,
como vos me lo contáis.
¡ No habéis dicho que los hijos
eran tres!

Don Juan

- Bueno, ¡Ya están!
Y los tres, marchando juntos
caminaron, hasta dar
con tres sendas, y tomaron
una senda cada cual.
El chiquillo que a su madre quería más,
fue derecho por su senda sin parar,
preguntando a los viajeros
por la flor del Ilolay.
Y una noche, fatigado
de viajar y preguntar,
en el hueco de unas peñas
acostóse a descansar.
Y lloraba, y a la pobre
cieguecilla recordaba sin cesar.
Y ocurrió que de esas peñas
en la lóbrega oquedad,
al venir la media noche
sus consejos de familia
celebraba Satanás.
Y la diabla y los diablillos,
en horrible zarabanda
se ponían a bailar.
Carboncillo, de los diablos,
el más diablo para el mal,
¡Carboncillo cayó el último
de gran flor en el ojal!
- ¡Carboncillo!- gritó al verle
furibundo Satanás -,
¡petulante Carboncillo,
quite allá!
¿Cómo viene a mi presencia
con la flor de Dios hechura
que a los ciegos vista da?
Metió el rabo entre las piernas
y poniéndose a temblar,
Carboncillo tiró lejos
el adorno de su ojal.
Y el chiquillo recogióla,
y allá va,
¡corre, corre, que te corre,
que te corre Satanás!
el camino desandando sin parar,
y ganó la encrucijada
con la flor del Ilolay.
Le aguardaban sus hermanos,
y al mirarle regresar,
con la flor que no pudieron
los muy tunos encontrar,
¡le mataron, envidiosos,
le mataron sin piedad!
le enterraron allí cerca
del camino, en un erial,
y se fueron a su madre
con la flor del Ilolay.
Y curó la viejecita
de su mal,
y al pequeño recordando
sin cesar,
preguntaba a sus dos hijos:
-¿Dónde mi hijo, dónde está...?
- No le vimos, contestaban
los perversos, - que quizá
extraviado con sus malas
compañías andará.-
Y los días y los meses
se pasaron, y al hogar,
¡nunca, nunca el pobrecillo
volvió más!
Y una vez un pastorcillo
que pasó por el erial,
una caña de canutos
vio al pasar.
Con la caña hizo una flauta,
y poniéndose a tocar,
escuchaba el pastorcillo
de las notas al compás,
que la caña suspiraba
con lamento sepulcral:
- Pastorcillo, no me toques
ni me dejes de tocar:
¡Mis hermanitos me han muerto
por la flor del Ilolay!

 

LA CORRIDA EN EL MONTE

Agosto de 1916

Da la viril palmada sobre el cinchado apero,
tantea el guardamonte, calza en la jaca fiel,
se aforra en su coleto, se requinta el sombrero
y la jauría escuálida le precede en tropel.
Y así va por los montes a revisar la hacienda,
Con el ágil cuchillo despejando el zarzal,
y se detiene a veces, si le cruza la senda
bajo las hierbas húmedas el rastro del jaguar.
Avanza cauteloso, bien despierto el oído;
Ni un soplo se le escapa, ni un lejano rumor,
hasta que en unas breñas descubre al toro herido
que le mira con ojos de salvaje pavor.
Después ciñe las corvas, gana presto el atajo,
azuza de los canes la férvida inquietud,
y golpeando los cueros se larga cerro abajo
por la maraña inmensa, con un fragor de alud.

 

EL MAL DEL AGUA

De los cerros donde el viento
no se cansa de correr,
y en los iros y cardones
zumba hasta el anochecer;
De los cerros donde el sol
curte y reseca la piel,
y a la tierra la yareta
se agarra con avidez,
una tarde la pastora,
acosada por la sed,
arreando sus cabritas,
bajó con ligero pie.
De pechos en el arroyo
inclinándose a beber,
la pastora dijo:
- Agüita,
agüita te beberé...
En medio las cortaderas
el hato bebió también.
¡Agua de nieve es el agua
del arroyo montañés!
En su rancho la pastora
muere de calor y sed;
cogida de calenturas
por el mal del agua fue.
¡Agua de nieve es el agua
del arroyo montañés!

 

LA SALAMANCA

(Conseja de un arriero)

Arreando ganado, camino de Chile,
tres cargas perdimos en un cañadón.
En unas aguadas, al cerrar la noche,
fuimos a toparlas, yo con otro peón.
Lejos, a trasmano, quedaba la tropa,
la noche era oscura, pesado el tirón.
De cama, a la espera que brille la luna,
en lo seco echamos apero y jergón.
Calculo sería más de media noche,
cuando nos despierta singular rumor:
cantar de mujeres y tun tún de cajas,
que el viento traía con distinto son.
- Sin duda de fiesta - dije - en estos pagos
andará gente, pues sábado es hoy.
¿Qué tal que vayamos a buscar el baile?
Dijo el compañero: - Güeno, vámonos.
Maneamos las mulas y a pie nos largamos,
ya oíamos cerca sonar el rumor.
En una quebrada, doblando un recodo,
un rancho a la vista se nos presentó.
Ni perro, ni luces, ni fuego en el rancho...
cada vez más cerca se oía el rumor,
agora de gritos y de carcajadas,
y de juramentos y de confusión.
Al filo de un cerro pareció la luna,
patente, un guanaco sobre ella pasó;
calcado en el cielo bajó por el filo,
y agudo relincho los aires llenó.
Mal agüero es éste - dijo el compañero -
que toda esa bulla se me hace ilusión.
Recemos un credo, que aquí es Salamanca,
y de ella nos libre por siempre el Señor.

 

EL CONDOR DEL ZOO

Abril 1907

Sobre el montón de piedras que remedan
los escuetos penachos de los montes
donde se iba a posar tras largos vuelos,
gravemente parece que cavila,
nostálgico de abismos y horizontes
el cautivo monarca de los cielos.
sorda cólera enciende la pupila
del indómito reo,
que en vano, cruel, de libertad lo acosa
devorador deseo.
Arrogante y marcial en su apostura,
graves sus movimientos.
Emblema de altivez, le ciñe el cuello,
blanca, cual la golilla de un hidalgo
medioeval su golilla.
Es calva la cabeza altiva y ruda,
negro y lustroso y sólido el plumaje,
corvo el pico voraz, la garra fuerte,
y el ala, enorme remo
que la atmósfera azul hiende pujante,
hercúlea como brazo de gigante.
¿En qué piensa?... A través de los alambres
de su jaula, contempla hacia el ocaso,
coronadas de nieve las montañas
donde se pone el sol: divisa acaso
la peña en que solía
saciar sus hambres devorando entrañas.
O divisa la grieta inaccesible
donde al cerrar la noche se dormía,
teniendo arriba el cielo azul, sereno,
abajo precipicios y tinieblas,
y sobre las llanuras, a lo lejos
como un mar, los oscuros nubarrones
que en simulacro horrible
esgrimen el relámpago y el trueno.
Al despuntar el día,
oculto por las nieblas matinales,
sobre el rancho del indio,
en cauteloso acecho se cernía.
¡Balaba en el corral la cabra inquieta
y tímida el peligro adivinando,
mas ¡ay! Que de repente,
el rebaño se arrasa como al soplo
del viento los trigales,
cae con la celeridad de una saeta
el monstruo, y se levanta
sujetando famélico la presa
en la garra potente!
Recuerdos melancólicos lo abaten.
Recuerdos de su vida en las alturas
cuando solía cruzar entusiasmado
de una cumbre a otra cumbre,
imperturbable la mirada ardiente,
en misteriosa lucha con el vértigo
habitador siniestro del abismo,
y rápido bajar hasta el torrente
que el cimiento carcome a la montaña;
graznar para que el eco de su grito
repercuta en las hondas soledades,
humedecer las alas en el polvo
de luz de las cascadas,
y ebrio de libertad, como una tromba,
en inmensa espiral tender el vuelo,
y atravesar las nubes
soñando una excursión al infinito.
De pronto, el viejo soñador se yergue,
se inquieta, y lanza su graznido ronco.
¿Qué ha visto? Hacia el ocaso allá en el cielo
dos alas que se baten.
Es otro cóndor que en pausado vuelo
va a dormir a su nido
en la grieta granítica escondido.
Sorda cólera enciende la pupila
del indómito reo...
Nostálgico de abismos y horizontes,
es presa del delirio y no vacila.
¡Se va a dormir a sus queridos montes!
Con pesado aleteo
el montículo deja,
¡mas se estrella otra vez contra su reja!

 

Un Cuento

LA COLA DEL GATO

Don Roque Pérez es el hombre más flemático de Salta. Tiene cuarenta años. Hace veinte que está empleado en una oficina de la casa de Gobierno. Es solterón, metódico,cumplidor y beato.
Su vida es simple y redundante, como el rodar monótono de los días provincianos, o bien como marcha circular y pacífica de un macho de noria.
La historia de este hombre contiene dos etapas, separadas entre sí por un acontecimiento trascendental que dejó en su espíritu una perplejidad perdurable.
La primera etapa comprende su juventud, los diez años que pasó de dependiente en la tienda de Don Pepe Sarratea. La segunda etapa comprende su madurez, sus veinte años de empleado público.
Con una sonrisa indefinible y calmosa, mientras fuma un cigarrillo, don Roque Pérez cuenta su caso a un grupo de oficinistas.
Cuando él era dependiente, dormía en la trastienda. El negocio de Sarratea ocupaba una vieja casuca que todavía existe en una esquina de la plaza.
El dependiente barría la vereda todas las mañanas, plumereaba los estantes y aguardaba al patrón, que se presentaba a las ocho.
Sarratea despachaba personalmente, detrás del mostrador; pero si había que bajar alguna pieza de un alto estante, colocaba la escalera y el dependiente se encaramaba por ella.
A las nueve de la noche, Sarratea despedía a sus contertulios del barrio; guardábase el dinero en el bolsillo y se marchaba a su casa. Entonces el dependiente trancaba las dos puertas de la tienda, rezaba su rosario y se metía en cama.
Una noche entre las noches, Roque Pérez, después de acostarse, dirigió la vista al techo, y vio que colgaba una cola de gato por una rotura del cañizo.
El agujero quedaba perpendicularmente sobre su cabeza, y la cola de gato apuntaba, naturalmente, a sus narices.
-¿Qué será eso?- pensó el dependiente -. ¿Qué será...?
Apagó la vela y se durmió.
Varias noches después del descubrimiento, Roque Pérez volvió a mirar la cola de gato.
Al cabo de una hora de contemplación, pensaba: "Que será esa cola...?" Y se decía: "Mañana voy aponer la escalera para ver lo que es..." Y apagaba la vela y se dormía.
Todas las mañanas, al despertar, Roque Pérez se desperezaba y miraba la cola de gato.
La miraba todas las noches al acostarse. Y siempre pensaba: "En uno de estos días voy a poner la escalera".
Pero Roque Pérez era indolente, con esa profunda indolencia de los seres palúdicos. El había tenido una idea: aquella cola de gato debía significar algo. Para saber qué era había tiempo.
Así pasaron dos años, y pasaron cinco años, ¡y pasaron diez años...!
El señor Sarratea murió de tabardillo; los herederos liquidaron el negocio, Pérez tuvo que abandonar la vieja casuca.
Salió de allí con quinientos pesos de sueldos economizados y se contrató en la tienda de enfrente.
A poco de esto, alquiló la casa de Sarratea un boticario alemán que llegó a Salta con su mujer. Lo primero que hizo el boticario, naturalmente, fue preocuparse por la limpieza del chiribitil, para instalar su botica.
Un día el boticario entró en la trastienda, y al revisar las paredes y los techos, vio la cola de gato. El alemán llamó a su mujer y le mostró aquello. Pidieron prestada una escalera en la tienda de enfrente. Roque Pérez, en persona, trajo la escalera. El boticario, ayudado por Pérez, la afianzó sobre un cajón para que alcanzase al techo, y se trepó.
Mientras el pobre Roque sostenía la escalera, el boticario, allá arriba, asió de la cola, tiró y cayó al suelo una moneda de oro. Tiró más, y cayeron algunos cascotes y varias monedas. Luego, metiendo el brazo en un agujero del techo, sacó un zurrón lleno de onzas de oro, y se lo arrojó a su mujer. Buscó más, y encontró otro zurrón, y cargando el pesado fardo, bajó al suelo.
- Bueno - dijo el alemán todo sofocado, entregándole a Pérez una monedita -; aquí tiene usted su propina. Y gracias por la escalera.
Ahora, don Roque, ante la rueda de empleados, da un chupón formidable a su cigarrillo, sonríe con calma, y con las barbas llenas de humo, dice:
  • Entonces fue cuando comprendí que mi destino era ser empleado público.

 

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