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Francisco Ruiz (autorretrato)

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Por Francisco Ruiz

Soy un pintor barranquillero que hace 53 años se fue a nacer a Salta, Argentina; también vallenato, cachaco, mexicano, neoyorquino, porteño de Puerto Colombia y porteño de Buenos Aires, pero siempre salteño. Creo que el en una sola vida.

Renacen y mueren, como los días, las cosas, los seres humanos, los lugares, los amores; pero la distancia no es olvido.

Una autobiografía es un viaje de la memoria, y esto me recuerda que en mi tierra existe un pájaro que vuela para atrás. A este pájaro no le interesa saber adónde va, sino dónde estuvo.

Empieza el vuelo de la memoria, y si ella no me falla, me fundaron un 16 de septiembre de 1945, en Salta, provincia al pie de la cordillera de los Andes, Norte de Argentina, frontera con Chile y Bolivia.

Primer nacimiento

Tomás Ruiz, hijo de españoles, castellanos y andaluces, y Nelly Figueroa, hija de castellano y criolla, mi madre, al casarse se fueron a vivir al campamento de la mina de azufre llamada "La Casualidad", al pie del volcán no dormido de Socompa en Salta, límite con Chile. Mi padre era el administrador de esa mina, y por este hecho lo llamaban Socompa. La localidad de Socompa está en plena cordillera de los Andes, nieves y viento sus únicos habitantes. El silencio busca su eco en un mar de montañas. Alta noche negra, origen de todas las estrellas. En ese lugar del cielo de Socompa Dios hizo el primer boceto del universo.

En Socompa hay un desierto poblado de blancas soledades que se llama "Salar del Hombre Muerto", donde en las noches de luna inmensa se ven pasar, al final de la llanura, grandes caravanas de llamas y vicuñas a las cuales los arrieros les hacen el amor.

En esta relación del hombre con el animal los griegos crearon para su mitología el centauro (mitad hombre, mitad caballo). En mi mitología personal a la unión del hombre y la llama lo bauticé el Llamauro. Dibujos sobre este tema realicé a mi llegada a Bogotá (1976) y los mostré en una exposición titulada "América Rota" en el Museo de Arte Contemporáneo de Bogotá.

Pasaron 53 años y en vuelo regresivo veo los ternas que en mi pintura fueron constante. Precipicios horizontales como la mirada frente al espejo. Perspectiva aérea como la visión del cóndor. Vuelo rasante sobre las cosas y los cuerpos.


Eterna sensación de la nada que tienen los espejos. Espejismo de la distancia sin borde. El espejo como la piel de Dios y el tormento de los hombres. Espejos de América nacidos del andar por la piel del azogue. Estos temas, convertidos en metáforas pictóricas, vienen del origen de los primeros pasos, me vienen de Socompa por sangre, volcán y luna. (...).

Vuelvo como el pájaro que vuela para atrás, a esa infancia de montaña y nieve que fue hasta los cuatro años de edad en que mis padres bajaron a Salta, ubicada en el Valle de Lerma con las cuatro estaciones climáticas y una estación de ferrocarril. Los trenes, los vagones, las vías, los andenes y ese pito de tren que invita a soñar o a envidiar al que parte, me acompañó durante toda mi infancia.

Viví a una cuadra de la estación del tren viendo llegar y partir todo tipo de pasajeros. Lo que más recuerdo son los peones que venían a trabajar a los grandes ingenios azucareros donde eran sistemáticamente explotados años tras años. Allí llegaban, con sus esperanzas al hombro, bolivianos, chilenos, paraguayos y regresaban con sus desesperanzas en el bolsillo. Zafreros o trabajadores golondrina, así los llamaban.

En este barrio de trenes por penitencia empecé a pintar a los seis años, no era ninguna "pera en dulce". Desde la más tierna infancia fui un becado para los castigos, los cuales consistían, por ejemplo, en pintar todas las grandes macetas al fondo de la casa paterna. Mi madre, el ángel de los jardines, imponía la penitencia y el futuro pintor pintaba, como pinta un niño, llenando de paisajes y muñecos todo recipiente de cemento, cerámica o lata. Mi madre, que por amor exagera las cosas, dice que hasta en las flores pintaba flores. Mi padre miraba esas pinturas y descubría mi destino. El me trajo de regalo la primera paleta con pinceles y acuarelas.

Tenía 12 años y terminando primaria ingresé, paralelamente con la secundaria, a la Escuela de Bellas Artes de Salta "Tomás Cabrera". Aquí viene el tema del destino: para ingresar en Bellas Artes había que rendir un examen de admisión pues los postulantes éramos 70 y el cupo era para 30. Al día siguiente del examen fui a ver el resultado del mismo y me dicen que estaba reprobado. Sentí el derrumbe de un sueño, al pájaro le arrancaban las alas cuando empezaba a estudiar su vuelo. En el borde del fracaso y la ira pedí hablar con el director de la escuela para que me explicara el porqué de mi rechazo y él, viendo mi examen, me dijo que yo no sabía dibujar, yo le respondí, casi gritando, que yo iba a aprender. Cuando empezaron las clases éramos 31.

Tiempos después me di cuenta que con esa actitud, altiva o prepotente o argentina había decidido mi destino. Cuento esta historia a los estudiantes, para que cacareen su destino, y entre broma y broma les digo que esta forma de ser argentina es contagiosa.

El ingresar con 12 años a Bellas Artes, turno noche, fue para mí todo un descubrimiento, mis compañeros tenían un promedio de 20 años pertenecientes a la gran clase media argentina, donde la gente se nivela por los conocimientos más que por la posición económica o social. El dibujo, el color, las formas, las perceptivas, los materiales y el comienzo del dominio de la técnica fueron las primeras batallas que todavía continúan. La figura humana en desnudo es el centro de la naturaleza y atraparla a punta de lápiz, carboncillo, pastel y óleo fue donde aprendí el secreto de las formas planas, bidimensionales, tridimensionales hasta llegar a la escultura con el volumen pleno de las formas. La academia es importante para la formación del artista pues te enseña disciplina, método y la constante comparación con el resto de tus compañeros te crea un sentido de superación y competencia.

Esa escuela me dio la guía de mis primeros pasos y todos sus profesores con los cuales he discutido y peleado (desde la más tierna infancia tuve ese defecto de imponer mi terquedad, a veces la considero una virtud) han contribuido a mi formación. Me enseñaron entre otras cosas a conocer mi raíz, mi origen y valorarlo. Por eso cuando digo salteño sale de mi pecho un amor latinoamericano. Los argentinos tenemos grandes ancestros europeos, pero los del Norte de Argentina, por estar cerca de las culturas descendientes del imperio Inca, sentimos que pertenecemos a Latinoamérica.

Dije que, paralelamente, estudiaba en el Bachillerato Humanista Moderno y dependía de la Curia, siendo el arzobispo de Salta su fundador y rector a perpetuidad, donde fuertes estudios de latín y griego modelaron mi espíritu y amor por el arte clásico, y esto fue lo muy especial.

En 1963, de 17 años, fui nombrado miembro de la comisión directiva del Centro de Egresados de Bellas Artes de Salta (CEBAS), donde se reunían intelectuales de esa Salta bohemia, cuna del movimiento más importante del folklore argentino, años 60-80.

Terminado el bachillerato y con el título bajo el brazo de Profesor de Dibujo y Pintura Provincial y Primer Premio de Pintura y Dibujo, parto a Buenos Aires para ingresar a la Escuela Superior de Bellas Artes "Ernesto de la Cárcova".

Llevaba después de egresado de las escuelas en Salta meses de fuerte vida bohemia sin poder salir de ese mundo fantástico y necesario a esa edad. Tampoco me salían las ganas de emprender el viaje a Buenos Aires para continuar mis estudios. Quizá presentía que nunca, hasta ahora, iba a poder regresar a vivir a mi tierra, sino como turista. Fundamento en este presentimiento mi primera muerte.

Segundo nacimiento y primera muerte

Para ingresar a la Cárcova tuve que prepararme seis meses dentro de la misma escuela para dar el examen de admisión. Otra vez la misma historia: "Vengo a aprender". Salí de Salta dibujando en medidas no más grandes que la de un pliego (70x100 cm). Para poder ingresar tenía que realizar dibujos de tres metros de alto por 6 ó 10 metros de ancho. Los talleres de pintura mural, que es lo que estudié, eran inmensos, y los profesores los mejores artistas de Argentina. Al cambio era como estudiar con Obregón o Botero.

La Escuela de Artes Ernesto de la Cárcova, situada frente a la costanera del Río de la Plata, me enseñó el concepto del arte universal y los medios técnicos para poder expresar lo mejor posible lo que el duende y el ángel tienen dentro de cada artista. Allí aprendí los secretos de los oficios de pintura mural, escultura, grabado y la cerámica, que me permitió pagar mis estudios.

Fueron cuatro años donde mi corazón gritaba de gozo al sentir que me trepaba por las altas ramas del aprendizaje. En esa época tenía la influencia de los grandes (Picasso, Chagall) y pensaba que iba a ser más grande que ellos. Qué importante es sentir al principio de la vida que uno va a ser grande para luego darse cuenta, en el camino andado, que en la humildad del silencio está la grandeza y todavía me cuesta.

Finalizando la escuela con medalla de oro, me casé con Angela Ginevra, actriz de teatro madre de mis hijas: Natalia y Jimena con mis cuatro nietos, las cuales viven actualmente en Buenos Aires.

Ambas sufrieron el proceso de separación de los padres y el abandono que pone la distancia de los países y las irresponsabilidades.


Tercer nacimiento y segunda muerte

En 1975 una beca de la OEA para estudiar restauración de pintura mural en México es la partida de nacimiento y defunción de esta etapa. México me esperaba, el 16 de septiembre de 1975, día de mi cumpleaños número 30, y día del cumpleaños de la Revolución Mexicana, llegué del aeropuerto local al hotel y de éste a la plaza central de Ciudad de México D.F., el Zócalo.

Estaban allí las huestes zapatistas, villistas, carrancistas de a caballo con sus revolucionarios ensombrerados, sus cananas y sus treinta cruzados en el pecho y el tequila en la mano. Las mujeres a los pies de sus hombres con las ollas de comida mostrando la lengua roja y el verde del chili.

La beca de la OEA en Restauración de Pintura Colonial en el Convento de Churubusco fue el origen de otro cambio de mi vida. El estudio de las técnicas de restauración me dio el conocimiento de las antiguas escuelas coloniales de pintura y esto sirvió para el desarrollo de mi lenguaje pictórico.

La beca en México dura un año y realizo cuatro exposiciones individuales de pintura, siendo una de ellas el motivo de mi llegada a Colombia. En 1976 llego invitado a exponer en el Museo de Arte Contemporáneo de Bogotá, y esta estadía en Colombia es mi cuarto nacimiento y tercera muerte.

Edición: Agenda Cultural del Tribuno del 12 de marzo de 2000

 

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