José Felix Uriburu

José Félix Uriburu nació en la ciudad de Salta, el 20 de Julio de 1868. Su vocación castrense se concreta el 17 de marzo de 1885, cuando ingresa como cadete en el Colegio Militar. Con el grado de subteniente participa en las filas del movimiento revolucionario de 1890, que culminó con la renuncia del Presidente Juárez Celman. Fue después edecán del Presidente José Evaristo Uriburu (tío suyo), y agregado a la comisión demarcadora de límites con Chile. Viajó posteriormente a Alemania, donde revista como agregado al cuerpo de la Guardia imperial. En 1907 es designado director de la Escuela Superior de Guerra. En 1914 incursiona en la política y, por breve período, ocupa una banca como Diputado Nacional. Ascendido a general de división en 1919, es designado en 1923 inspector general del Ejército. En 1927 es nombrado vocal del Consejo Supremo de Guerra y Marina. Pasa a retiro el 4 de Mayo de 1929 y, en ese mismo año, inicia sus actividades como jefe de la conspiración contra el gobierno de Hipólito Yrigoyen. El 6 de Septiembre de 1930 marcha a la cabeza de las fuerzas golpistas contra la democracia, que llevan a cabo el derrocamiento de Yrigoyen. El 8 de Septiembre presta juramento como presidente provisional, cargo que desempeña hasta el 20 de febrero de 1932, en que hace entrega del mando al General Agustín P. Justo. Gravemente enfermo, se traslada a Europa. Muere en París el 29 de abril de 1932, y sus restos son repatriados.

José Felix Uriburu

 

stá todavía preso el ex presidente Yrigoyen que es la legalidad misma. Fue electo por ochocientos mil votos del país, como ningún otro presidente argentino; todavía tenemos tiempo, señores, de traerlo y de sentarlo en el sillón presidencial para decir: ahí está la legalidad; cumplan ustedes con su deber: voltéenlo como lo hemos hecho nosotros."

Con estas duras y odiosas palabras, expresión de la ruda franqueza de que tanto se preciaba y que no eran otra cosa que la voz de un dictador, el Teniente General José Félix Uriburu respondió, en diciembre de 1930, a los dirigentes políticos que exigían al gobierno revolucionario un rápido retorno a la legalidad. Uriburu sabía bien que esos dirigentes eran los mismos que, con anterioridad al 6 de Septiembre de 1930 , habían clamado incansablemente para que las fuerzas armadas derrocasen a Yrigoyen. No vaciló, por lo tanto, en señalarles públicamente la hipocresía de su conducta. A juicio de Uriburu, la revolución la habían hecho exclusivamente el Ejército y la Armada, sin que ningún partido político hubiese intervenido "ni en su preparación ni en su ejecución". En una carta dirigida al doctor Laurencena, el 5 de Julio de1931, Uriburu manifestó claramente su opinión sobre la naturaleza del movimiento que, encabezado por él, había llevado a cabo la destitución de Yrigoyen "La Revolución fue contra un sistema y no contra un hombre; sistema y estado políticos en descomposición, del que formaban parte, junto con el personalismo, todos los partidos adversarios de Yrigoyen". Con estas palabras ratificó su repudio a la democracia y a las fuerzas políticas que, a su juicio, habían apoyado el alzamiento armado, sólo para "repartiese los despojos del partido caído". Uriburu estaba resuelto a que esto no ocurriese. Para él había llegado el momento de introducir reformas fundamentales en las instituciones, que permitiesen asegurar el establecimiento de una democracia a la "Alemana". Influido por doctrinas en boga se pro puso lograr, a través de la reforma de la Constitución, la implantación de un Parlamento integrado por representantes de las distintas profesiones y gremios. En un discurso, pronunciado en la ciudad de Rosario el 19 de Julio de 1931, manifestó claramente su desacuerdo con el sistema de partidos y parlamento vigente:

"Los que se llamen órganos esenciales de la democracia entre nosotros y que se mueven gobernados al antojo interesado de oligarquías urbanas, o de coaliciones de caudillos de distrito, jamás otorgan personaría en sus convenciones, ni en las candidaturas, a los exponentes de reales intereses de la sociedad. Nunca se han sentado en el Parlamento mandatarios directos de los labradores argentinos, sino empresarios políticos de profesión, que surgen de las maniobras electoralistas de los comités para ocupar las bancas en las Cámaras sin tener representación efectiva de ningún valor social".

Uriburu no se limitó a esto, sino que auspició también la abolición del voto secreto y universal instituido por la Ley Sáenz Peña, pues este tipo de sufragio, a su juicio, impedía que el gobierno fuese ejercido por los que denominó los mejores. Así lo señaló en un discurso pronunciado en la Escuela Superior de Guerra:

"Debemos tratar de conseguir una autoridad política que sea una realidad para no vivir puramente de teorías... La democracia la definió Aristóteles diciendo que era el gobierno de los más ejercitados por los mejores. La dificultad está justamente en hacer que lo ejerciten los mejores. Eso es difícil que sucede en todo país que, como en el nuestro, hay un sesenta por ciento de analfabetos, de lo que resulta claro y evidente, sin tergiversación posible, que ese sesenta por ciento de analfabetos es el que gobierna al país, porque en elecciones legales ellos son una mayoría".

El Ejército Argentino de mimetizó con las formas prusianas.

Los extraños y utópicos proyectos de Uriburu, sin embargo, no encontraron apoyo alguno entre las principales figuras del movimiento revolucionario ya que justamente atentaban contra la democracia real, amén que no se puede andar sermoneando con la espada en la mano, aun cuando al igual que Uriburu estaban resueltos, en vez de educar al soberano, a suprimir el predominio político de los analfabetos, prefirieron hacerlo recurriendo a los viejos métodos del fraude electoral que, desde 1853 a 1916, había permitido a los mejores ejercer el gobierno y, al mismo tiempo, mantener vigente la farsa de un régimen constitucional "republicano, representativo y federal". Esta fue, en definitiva, la solución política que se impuso, y a la que Uriburu se avino, sacrificando -como lo señaló en su último manifiesto del 20 de febrero de 1932, arraigadas convicciones que pude imponer por la fuerza”.

Sus adversarios lo apodaron "Von Pepe" por su reconocida y visible afinidad germanófila, tanto es así que durante su gestión se importaron oficiales prusianos para reestructurar las fuerzas armadas, vestirlas al estilo alemán y enseñarles hasta los pasos para desfilar.

 

Información extraida del portal de historia: www.historiadelpais.com.ar

Los nacionalistas y el mito del general Uriburu (1932-1936)

por Federico Finchelstein

A partir de la muerte del general Uriburu, en 1932, diversos militantes políticos nacionalistas mitificaron su figura y el golpe de estado por él encabezado, a través de determinadas prácticas. Su análisis permite construir una imagen más completa y dinámica sobre las actividades, las experiencias y las identificaciones de los grupos nacionalistas.

En general, los historiadores han considerado al nacionalismo como un bloque estático que sólo puede ser analizado a partir de los "postulados teóricos" de algunos de sus intelectuales. El análisis que aquí se presenta se apoya en la premisa de que los distintos grupos nacionalistas se caracterizaron, al menos durante los primeros cinco años de la década del 30, por la adscripción a un conjunto de motivos compartidos, modificados continuamente, entre los cuales "el mito del general Uriburu y de su Revolución" ocupó un lugar preeminente. Esto fue, para ellos, más importante que una ideología unificadora o un aparato doctrinario.

Uriburu había fallecido el 29 de abril de 1932, dos meses después de dejar la presidencia. Su muerte profundizó el camino de incertidumbre abierto, para gran parte de los nacionalistas, a partir de la derrota de sus propuestas autoritarias y su consecuente fracaso en el gobierno del país. El general Justo, su sucesor, no contribuyó a calmar el desconcierto, pues sus políticas eran juzgadas peyorativamente como liberales. No obstante, entre muchos nacionalistas, el acercamiento de Justo a la Iglesia católica atenuaba la oposición a un gobierno que era visto como una barrera contra el comunismo.

Los vínculos entre los nacionalistas y la Iglesia no deben ser considerados sólo desde la coincidencia estratégica frente al "trapo rojo". Como sostiene el historiador italiano Loris Zanatta, estos vínculos eran a veces casi estructurales; en este sentido, es ejemplar la participación de distintos grupos nacionalistas en el área de seguridad, durante los actos del Congreso Eucarístico Internacional de 1934 en Buenos Aires. No se puede ignorar la influencia de Maurras y del modelo de Action Française, pero tampoco el hecho de que la identidad católica no era una sola y que muchos nacionalistas no veían una contradicción entre su acción política y su creencia y práctica religiosa. La doble identidad católica y nacionalista —analizada ejemplarmente por Zanatta— matizaba los distintos campos de la acción política. A partir de una redefinición constante de esta doble pertenencia, los nacionalistas pudieron articular de un modo eficaz distintos motivos religiosos en sus diversas representaciones del mito de Uriburu con prácticas, que surgían en gran parte como consecuencia de dichas representaciones.

Es importante destacar el paralelismo que se establece entre el mundo sacro de Cristo y sus discípulos, y aquel imaginario simbólico de la religión secular de los nacionalistas. Este paralelismo remitía al profundo vacío dejado por la muerte del líder. Pero se trataba de un vacío funcional en tanto permitía que Uriburu, como una suerte de Cid muerto, uniera a los nacionalistas en su "batalla".

En un contexto nacional, pero también internacional, de continua redefinición de las identidades grupales, la figura de Uriburu empieza a ser vivida como un "mito movilizador" y aglutinante, y su obra, el golpe de estado de 1930, como una "gesta" y una "revolución", es decir, una ruptura con respecto al pasado. Para muchos nacionalistas la acción revolucionaria de Uriburu había devuelto la Argentina a los argentinos; así, el 6 de septiembre era considerado como una suerte de segunda fundación de la Argentina. Para Juan Carulla, Uriburu había posibilitado "un renacimiento del espíritu argentino". Inspirados en el mismo sentimiento, otros nacionalistas redefinieron continuamente la figura y las acciones de Uriburu para establecer y confirmar discontinuidades entre el momento histórico por él inaugurado y los períodos precedentes. Estos hombres, a través de sus escritos, pero sobre todo a través de prácticas y rituales, intentaban construir una memoria de Uriburu que fuera conducente en términos políticos. Estas políticas de la memoria intentaron coordinar la acción política del informal conglomerado nacionalista, con vistas a un comportamiento coherente en el ámbito más amplio de la esfera pública argentina. Las reacciones, sobre todo la de los socialistas, contra esta reinvención forzada de un pasado notoriamente reciente fueron importantes.

Influidos de forma innegable por la experiencia de la Primera Guerra, en la que algunos nacionalistas, entre ellos Carulla, habían intervenido como participantes voluntarios, y en la mayoría de los casos también por las representaciones literarias y fílmicas de las batallas libradas en el viejo continente, estos hombres y mujeres sentían que la jornada de septiembre había sido su propia "gran guerra". Esta experiencia de guerra o de lucha política violenta a través de un golpe de estado era en parte real y en parte imaginada, y se legitimaba constantemente a través de lo que puede considerarse un proceso de mitificación de la experiencia de la jornada de septiembre. Esta mitificación desplazó la realidad de la difícil situación de orfandad política vivida por muchos nacionalistas y, en un mismo movimiento, reafirmó el mito de Uriburu, transformando los sucesos en los que el "héroe de septiembre" había sido un actor principal en eventos históricos y sagrados, dotados de una significación inmensa que se podía vivir en el presente.

La presencia de Uriburu debía evocarse en fechas específicas del calendario nacionalista, y en todas las representaciones colectivas. Cualquier medio servía para mantener viva la memoria inventada del "héroe". Los actos ante su tumba eran una de las prácticas más comunes. La tumba, y también una sala especial del Museo de Luján, constituían los espacios simbólicos preferidos para perpetuar la memoria de Uriburu, en un paisaje deliberadamente integrado por pocos individuos. Estos sitios a la vez que exteriorizan la memoria en "lugares", la mediatizan y desplazan, otorgándole nuevos significados y nuevas experiencias.

Este proceso de "invención de una tradición" generó un sinnúmero de prácticas y rituales que fueron realmente significativas hasta 1936, cuando la aparición en la discusión pública de la Guerra Civil Española y luego de la Segunda Guerra Mundial polarizaron las posiciones como pocas veces antes había ocurrido. Diversas fuentes sugieren que 1936 es el año en que comienza a declinar el fenómeno que tratamos, un final de la historia que de ninguna manera es abrupto. En efecto, la pérdida de importancia, tanto del mito de Uriburu y de su gesta como de las prácticas y representaciones relacionadas, fue progresiva.

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Federico Finchelstein es estudiante becario de la Universidad de Buenos Aires.

 

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