CAPÍTULO XII

Escenas de a bordo

  

El primer día de navegación se pasó alegremente a bordo del «Leónidas». Los oficiales del Arauro rieron, cantaron, refirieron aventuras, y bebieron sendas copas a la salud del desconsuelo en que habían dejado a sus queridas.

     Al día siguiente el fastidio comenzó a darles caza, y largos bostezos corrieron de babor a estribor. Hastiados de la gravedad de hombres en aquella estrecha cubierta, volviéronse todos niños; y mientras el coronel empeñaba largas partidas de ajedrez con el capitán, los oficiales apuraron el «tresillo», los «escondidos», el «toro», la «rayuela», etc.

     --A la «vara de Moisés»-- gritó el piloto.

     --¿Qué juego es ése?

     --Es un juego de mi país, y muy bonito, como ustedes van a verlo.

     Se le vendan a uno los ojos, y poniendo en su mano una varilla se le deja en libertad. El vendado vaga procurando guiar sus pasos hacia algún objeto que le interese; y cuando lo juzga al alcance de su vara la deja caer sobre él. Entonces el objeto es puesto a su dis­posición; y siempre bajo la venda, si es un pastel lo parte; y sí un canasto lo destapa; y si es un hombre le da un bofetón.

     --¡Magnífico! Yo quiero ser el vendado.

     --Yo.

     --Yo.

     --Pues señores, echar suertes.

     La suerte cayó sobre Gabriel.

     --Alférez-- dijo el piloto, vendándole y dándole la varilla, recomiendo a usted una gran caja de confites a la rosa que el capitán guarda en su cámara, al lado de la mesa de ajedrez. La gracia del juego está ahí; obligarlo a dar la llave.

     --¡Oh! ¡piloto un abrazo por la idea! y... campo.

     Apartáronse todos y Gabriel comenzó con denuedo su marcha; sólo que, en vez de guiar sus pasos a la cámara del capitán, los extravió hacia la bodega.

     Llegado a la escalera, descendióla con rapidez, creyendo firmemente que bajaba a la cámara del capitán; y después de vagar un momento entre la multitud de objetos amontonados allí, dejó caer su varilla.

     --¡Un baúl de Salgar!-- murmuraron, ¡riendo maliciosamente por lo bajo! ¡Diablo! va a encontrarse con las cartas de su hermana!

     --¡Qué chiste!

     --Piloto, dele usted esta llave. Es de un baúl chico, como ése, y debe irle bien.

     Dióle la llave el piloto, y Gabriel abrió el baúl...

     Un grito de horror resonó en la bodega.

     El joven arrancó la venda que cubría sus ojos.

     ¡Qué espectáculo! El cadáver de Irene yacía a sus pies.

     En el yerto semblante de la desventurada joven había quedado grabada la huella de una horrible agonía.

     Desde entonces, Gabriel no pronunció ni una sola palabra. Apoyado en un mástil, inmóvil y la mirada fija en el horizonte, mostrábase enteramente ajeno a la impaciencia con que sus compañeros deseaban la tierra.

     Dos semanas después, el mismo día que desembarcaron en Arica, el joven alférez desapareció.

CAPÍTULO 13