CAPÍTULO XIV
Revelaciones
Poco después, el famoso «Rey Chico», azote de los caminos y terror de las poblaciones, sorprendido solo en una de sus guaridas, después de una resistencia desesperada, fue aprehendido y encerrado en Carceletas.
Tantos, tan enormes eran sus delitos, que no medió mucho tiempo entre su aprehensión y su sentencia de muerte.
El negro la escuchó con aparente serenidad; y cuando puesto en capilla, le enviaron un sacerdote, burlóse de él y le volvió las espaldas. Su madre, la pobre Nicolasa, vieja y casi ciega, se arrastró llorando hasta la puerta de la cárcel, y pidió que le permitieran ver a su hijo para exhortarlo al arrepentimiento y darle su bendición.
Concediéronle esta gracia; pero él rió de su dolor, y mandó decirle que se volviera a la cocina.
La desventurada madre fue a echarse a los pies de su ama y la reveló aquello que hasta entonces habían ocultado a la anciana condesa, abrumada de años y de pesares, medio paralítica, y más triste y abatida después de la desaparición de su sobrina: refirióle la prisión de Andrés, su condenación y su impía resistencia.
La condesa gimió amargamente al escuchar la relación de Nicolasa; y cuando supo que Andrés rehusaba disponerse para morir como cristiano, pidió su coche, y haciéndose conducir a Carceletas solicitó ver al reo.
Concedida la licencia, lleváronla en brazos a la capilla, pues su debilidad le impedía marchar sola.
Al ver a Andrés en aquel terrible sitio cargado de cadenas, la condesa se echó a su cuello llorando.
--¡Oh! Andrés...! ¡Andrés!-- exclamó-- ¡quién me hubiera dicho que un día había de verte así!
--¡Ah! ¡ah! ¡ah! ama, mucho tiempo ha que debiste suponerlo. O de no, di: ¿no es verdad que me criaste para hacer de mí un malhechor?
--¡Qué estás diciendo, ingrato! ¿No te he criado en mis brazos, a la par con mi hija y mis sobrinos con el mismo mimo y la misma educación?
--¿Hiciste eso siempre, ama?
--¡Ah! hijo, después, cuando ya fuiste un hombre me vi en la necesidad de separarte de mí, porque la sociedad desprecia a la gente de tu raza; pero sabes bien que fue muy a pesar mío, y sólo en tu interés por evitarte desaires.
--Y ¿por qué hiciste un día lo que no habías de hacer siempre? Tú eras mi ama, yo tu esclavo, ¡es cierto! pero ¿quién te dio facultades para hacer de mí lo que no era, lo que no podías hacer que sea? Esa estúpida Nicolasa tiene razón: tú debiste dejarme con ella en la «pampa».
--Cual habrías sido entonces, si...
--Estás tan estúpida como Nicolasa. ¿A qué arrancarme a mi infeliz condición, a qué elevarme hasta ti, para después proscribirme? ¿Hallarías tú agradable el lodazal después de haber respirado en las regiones del éter?
--¡Pobre Andrés! Si sólo hubiera sido por mí, yo me habría alejado de las gentes de mi rango para guardarte a mi lado...
Pero alejemos estos recuerdos inoportunos en esta terrible hora. Andrés, hijo mío, he venido a pedirte que aceptes los auxilios de la santa religión que te he enseñado. ¡Ay! muy luego te seguiré al sepulcro: pero deja que parta con la esperanza de encontrarte en el cielo.
--¡Qué ganga! ¿Y qué es necesario hacer para eso, ama?