CAPÍTULO XV

El encuentro

  

Un día, no ha mucho tiempo, el claustro de uno de nuestros monasterios presentaba un espectáculo singular.

     Innumerables corrillos de monjas y seglares discutían a media voz, comentando hasta lo infinito un in­cidente de picante actualidad.

     Era el caso que una monja moribunda pedía para hacer su confesión a un santo misionero recién llega­do de Palestina y precedido por la fama de eminentes virtudes. El Santo Padre le había hecho altas conce­siones que él aplicaba a las dolencias de las almas con todo el celo de una ardiente caridad.

     Lima lo veneraba; y la Italia, la España y la Francia se disputaban su cuna; mas para el padre José, la patria era todo paraje donde había desgraciados que consolar: y en su pálido, pero bello semblante, estaban retratadas con rasgos sublimes la piedad y la indulgencia.

     Pero no era solamente la próxima llegada del misionero y el deseo de contemplar su venerable semblante, lo que tenía en tan inquieta expectativa a la reclusa grey.

     Las noveleras esposas del señor tenían aún otro motivo para arder en cuchicheos.

     La religiosa que iba a morir era un misterio con toca. Nadie vio nunca su rostro, ni supo de donde venía, ni quién era.

     Una mañana, hacía eso muchos años, amaneció en el convento, bajo el velo de profesa. Esto era lo único que se sabía, y la ardiente curiosidad de las desocupadas habitantes de aquel recinto, se estrelló siempre en el silencio obstinado de dos personas: la abadesa y la tornera1. Muertas las dos, el misterio quedó en pie.

     Otro enigma.

     Esta mujer, que exageraba las austeridades del claustro, jamás se acercó al confesionario, nunca a la mesa del altar.

     Figúrese, pues, quien pueda el hormigueo de chismes que todo esto haría nacer.

     Así, cuando llegó el misionero, y que, atravesando el claustro, entró en la celda de la enferma, habrían dado a lo menos la cuarta parte del cielo por estar en su lugar.

     El hombre de Dios se acercó a la moribunda y quedó solo con ella.

     --Padre mío-- dijo la religiosa alzando el velo que hasta entonces ocultaba su rostro, --ved aquí una mujer cargada de crímenes...

     --Hija mía-- la interrumpió el misionero, mostrándole un crucifijo, --he aquí un Dios todo clemencia y misericordia. Ten confianza en su bondad infinita. El que perdonó a Magdalena, guarda también para ti los mismos tesoros de indulgencia.

     --¡Oh! ¡padre mío, ella amó y yo no he amado nunca, por que he vivido poseída por el orgullo, ese implacable demonio, que tomando la forma de los más nobles sentimientos, los emponzoñó en mi corazón, convirtiéndolos primero en egoísmo y después en crimen!

     Y la moribunda reveló al misionero los profundos arcanos de su alma.

     El santo religioso, con los brazos cruzados sobre el pecho, y el pálido rostro oculto bajo los pliegues de su capucha, escuchó inmóvil y mudo aquella confidencia.

     --He aquí, padre mío, la historia de mi vida-- dijo la monja al finalizar su larga confesión. --¿Creéis que esta horrible cadena de crímenes puede alcanzar perdón?

     --La misericordia de Dios es inmensa, hija mía; dudar de ella es dudar de su grandeza.

     --¡Padre!-- repuso la moribunda con voz apagada --un pensamiento terreno pesa todavía sobre mi corazón y turba mis últimos momentos. ¡Mi hermano! Éramos huérfanos; crecimos como dos avecillas en un nido solitario. Debíamos amarnos, y él me amaba; pero yo despedacé su corazón, agotándolo para su dicha en la primavera de su vida. ¿Qué fue de él? Lo ignoro. Vaga quizá en este mundo, solitario y desdichado.

     ¡Dios ha tenido piedad de él y le ha abierto sus brazos! ¡Carmen!-- añadió el misionero echando, hacia atrás la capucha que cubría su rostro, --¡muere en paz, hermana mía; ¡tu hermano también te perdona!

     --¡Gabriel!-- articuló la voz extinguida de la mori­bunda. El misionero levantó los ojos al cielo y pronun­ció las palabras de la absolución.

     Luego, y después de haber contemplado algunos instantes el rostro inmóvil de la monja, tendió la mano sobre sus apagados ojos y los cerró para siempre; colocó sobre su pecho el crucifijo, enjugó una lágrima, última gota de las tempestades del mundo, y recitó las solemnes palabras del «De profundis».


Lima, 1862.

FIN