El Estadista Silencioso

Por Juan José Cresto

na historiografía tuerta eleva -y con razón- la ley del voto secreto inspirada y sancionada por Roque Sáenz Peña y olvida a su vicepresidente, Victorino de la Plaza , que la hizo cumplir cuando su antecesor había muerto, por lo que debe adjudicársele como verdadero padre de la democracia argentina. Más aún, rechazó las reiteradas embestidas de los dirigentes políticos de su partido, con la frase expresada en muy baja voz y con los ojos entrecerrados: "seré fiel a la memoria de mi presidente muerto". Y así, el 12 de octubre de 1916, merced a su tenacidad y decisión, Hipólito Yrigoyen juró como presidente de la República , aunque nunca le hizo justicia a su antecesor, como tampoco se lo ha hecho el pueblo argentino.

Sin embargo, Victorino merece casi un desagravio nacional. Era un niño collar, huérfano de padre, que vendía descalzo en la plaza de su Salta natal las empanadas que su madre cocinaba con empeño, cuando logró ingresar en la escuela gratuita de San Francisco; luego Urquiza lo becó para proseguir estudios en el Colegio de Concepción del Uruguay, donde estudió con los que serían años más tarde dirigentes de la generación del ochenta. En los ratos libres lavaba la ropa de sus compañeros para obtener unas monedas hasta que logró emplearse en una escribanía. Se recibió con las mejores notas.

La vida de Victorino es una novela, en la que fue su propio protagonista. No supo de halagos y solamente conoció el esfuerzo y el trabajo desempeñado con responsabilidad y notable talento. Hablaba, leía y escribía numerosos idiomas-incluyendo latín-, y se decía que solamente el papa Pío IX lo aventajaba.

Cuando vino a Buenos Aires a estudiar derecho, obtuvo una pasantía en el estudio del doctor Vélez Sarsfield para ganarse la vida. En esos días el doctor Vélez iniciaba la redacción del Código Civil. Victorino fu su auxiliar más eficaz. No fue un simple amanuense, sino un colaborador. Ambos eran en extremo laboriosos e iniciaban su jornada a las cinco de la mañana.

Interrumpió sus estudios para participar en la dolorosa guerra del Paraguay. Intervino como artillero en numerosas batallas, recibió la medalla de plata en Estero Bellaco y los cordones de honor en Tuyutí. Fue ascendido a capitán y el ejército uruguayo lo nombró teniente honorario. Ascendido a capitán, debió regresar a Buenos Aires por haber contraído una enfermedad, que le impidió continuar en el frente de guerra.

Cuando se recibió de abogado, por sus altas notas fue eximido de pagar la costosa matrícula de la época, de lo contrario no hubiera podido obtener el diploma, según lo expresó años después.

El Código Civil, con sus notas, aprobado a libro cerrado por el Congreso Nacional, fue escrito y nuevamente copiado en forma manuscrita con destino a las prensas de los Estados Unidos por Victorino de la Plaza. Sarmiento lo nombró profesor de Filosofía del Colegio Nacional en reemplazo de Pedro Goyena, después, su sucesor, el presidente Avellaneda, lo designó ministro de Hacienda, donde brilló con luz propia. Solucionó el problema de la deuda y de la crisis internacional de 1876. Será años después diputado por Salta y quien proponga y defienda la nominación de la ciudad de Buenos Aires como Capital Federal en 1880. Roca lo nombró canciller en 1882 y después ministro de Hacienda, más tarde del Interior y finalmente de Justicia e Instrucción Pública. Fue, con Bernardo de Irigoyen y Carlos Pellegrini, uno de los realizadores efectivos de la obra de la generación del ochenta que catapultó al país hacia el progreso; pero, por encima de todo, fue un gran hacendista, autor de nuestra moneda y de nuestro desarrollo económico.

Pudo haber sido presidente en 1886, pero un año antes, con su habitual lucidez, comprendió que el sucesor de Roca sería su concuñado, el doctor Juárez Celman. Como no era hombre de controversias, prefirió renunciar e irse en silencio. Se trasladó a Londres, donde fue el único abogado de América latina inscripto en ese foro, donde estuvo ¡hasta 1907! En ese lapso siguió informado sobre la situación del país, apoyó la reestructuración de la deuda en 1890 y ayudó a realizar las inversiones ferroviarias y la colocación de títulos públicos en la banca inglesa. Rechazó los numerosos cargos que le fueron ofreciendo los diversos gobernantes, pero en un viaje a Buenos Aires, en 1899, fue ministro de Justicia e Instrucción Pública. A su definitivo regreso, el presidente Figueroa Alcorta lo nombró canciller y pudo solucionar los graves problemas planteados con Bolivia. Finalmente, Roque Sáenz Peña, candidato a presidente de la República , lo eligió como compañero de fórmula y juraron el 12 de octubre de 1910. De los seis años de gobierno, Roque Sáenz Peña gobernó efectivamente dos. En 1912 enfermó gravemente y el vicepresidente ocupó su lugar en forma interina hasta 1914, año trágico para la Argentina porque la guerra mundial cerró los mercados internacionales por falta de transportes, y porque murió Roque Sáenz Peña, Julio Argentino Roca, Adolfo Carranza y José Evaristo Uriburu, es decir tres presidentes, entre otras grandes figuras. Con ellos se iba una época de la generación del ochenta.

Le tocó a Victorino enfrentar la crisis mundial del inicio de la mayor guerra de la historia, y en ese momento se pudo ver su estatura gigantesca de estadista. Los grandes bancos extranjeros de los países contendientes se llevaban el oro de la Caja de Conversión. Victorino detuvo la sangría de un solo golpe, interrumpió la convertibilidad, a cuyo nacimiento él mismo había colaborado, decretó una moratoria nacional e internacional, cerró todas las operaciones bancarias y creó, novedosamente, un apéndice de la Caja de Conversión en todas las legaciones argentinas del exterior para poder recibir y pagar con oro.

Era un hombre peculiar. Dominaba todos sus sentimientos, no se sabía qué pensaba, hablaba con los ojos entrecerrados -lo que le valió el mote de "Doctor Confucio"-, no parecía emocionarse. Cuando le entregó el poder a Irigoyen, salió de la Casa de Gobierno y se fue caminando hasta su domicilio, en silencio, mientras el público lo vivaba en el camino. Murió tres años después, el 2 de octubre de 1919, y legó la ya importante fortuna obtenida con el ejercicio de su profesión a instituciones públicas, incluyendo su biblioteca a la ciudad de Salta, ". . . que me vio nacer". En fin, hizo, junto a otros, la Argentina grande y rica que también tenía sueños.

Han pasado los años, el país padeció otras crisis económicas procedentes del exterior o, pero aún, generadas por nuestros propios gobiernos, miopes o rapaces. Por eso cabe preguntarse porqué el destino nos dio un solo Victorino de la Plaza.

Aclaraciones al Artículo por el Historiador Salteño Rodolfo Plaza Navamuel en Nota remitida en abril de 2005 al Presidente del Colegio Público de Abogados de Capital Federal por la publicación de dicho artículo.

Sr. Presidente del Colegio Público de Abogados de la Capital Federal DR. CARLOS ALBERTI.-

Estimado señor:

Tengo el agrado de dirigirme a usted a fin de expresar mi opinión acerca de un artículo sobre diferentes aspectos de la vida del Dr. Victorino de la Plaza publicado en la revista de ese Colegio, correspondiente al mes de febrero del corriente año, en los que se vierten conceptos inexactos y, de algún modo, hasta desdeñosos de su infancia. Hace pocos días he tomado conocimiento de dicho artículo, cuyo autor es el historiador Dr. Juan José Cresto, inserto en las páginas 54/55, en el que si bien abundan informaciones y pensamientos elogiosos de tan esclarecido ciudadano, desliza muy a la ligera afirmaciones que, aunque nada novedosas, carecen de todo fundamento.

En efecto, asevera que: "Era un niño colla, huérfano de padre, que vendía descalzo en la plaza de su Salta natal las empanadas que su madre cocinaba con empeño (...) Luego Urquiza lo becó para proseguir estudios en el Colegio de Concepción del Uruguay, donde estudió con los que serían años más tarde dirigentes de la generación del ochenta (...) En los ratos libres lavaba la ropa de sus compañeros más pudientes para obtener unas monedas..."

Debe aclararse que está en pie todavía la casa natal de don Victorino, en calle Caseros 263/67 de la ciudad de Salta, situada detrás de la Iglesia San Francisco. Su fachada aparenta hoy ser la original y es una buena referencia sobre cuál era la situación económica de sus padres, que aunque no hayan estado rodeados de fortuna, está muy lejos aquello de que conformaban una familia de baja condición social y sumergida en un estado cercano a la indigencia. Su padre, José Roque Mariano Plaza, muere cuando Victorino tenía cuatro años de edad; aparte de la casa les deja en herencia la estancia "El Remate" en Tilcara, provincia de Jujuy, y "abundante ganado vacuno y caballar, además de ovejas y cabras", según la disposición testamentaria. Quizás, cómo era costumbre en la época, donde las mujeres viudas o solas para su subsistencia se ocupaban de realizar diferentes labores por encargo, su madre lo haya tenido que hacer y que sus hijos la ayudaran en las entregas, pero de ahí a que en tales menesteres los niños tuvieran que recorrer la plaza descalzos, es inaceptable. De la misma manera, es increíble eso de que Victorino haya tenido que lavar ropa de sus compañeros de colegio para obtener unas monedas. Obsérvese que en octubre de 1859 la Cámara de Justicia de Salta le otorgó el título de escribano público y de número, por concurso, oficio en el que se desempeñó hasta abril de 1861, cuando se lo notifica de la beca otorgada por Urquiza para continuar estudios en Concepción del Uruguay. Tenía entonces 21 años de edad y vivía junto a su madre y su hermano menor, Rafael, en la casa paterna de Caseros 263/67. Apenas llegó a Entre Ríos gestionó la reválida del título de escribano, teniendo que rendir nuevo examen ante la mesa que presidió el Dr. Benjamín Victorica; obtuvo así el registro de escribano público en esa provincia, legitimado el 30 de diciembre de 1861 mediante un decreto del gobernador Urquiza, y allá ejerció esa profesión hasta concluir sus estudios en el Colegio de Concepción, con excelentes calificaciones. Al comenzar l863 lo encontramos inscripto en la Facultad de Derecho de Buenos Aires.

Apuntan diferentes autores que los ahorros conseguidos en la actividad notarial le permitieron afrontar sus gastos iniciales en Concepción del Uruguay y el primer año de sus estudios en Buenos Aires, precisión absolutamente admisible juzgando su propensión claramente previsora y el rigor de que hacía gala en sus hábitos. En cuanto a que era un niño colla, pues, sin menospreciar tal condición, la verdad es que no existen razones valederas para asegurarlo; nada que conduzca a ello surge de las investigaciones genealógicas de su familia realizadas hasta hoy.

Sería justicia decir, en todo caso, que su abuelo, don Manuel Ubaldo de Lea y Plaza, segunda generación de argentinos y coronel de la Guerra de la Independencia, combatió junto a varios de sus hermanos a las órdenes de Manuel Belgrano en las batallas de Tucumán y de Salta, que estuvo asimismo en los ejército patriotas de Rondeau, Güemes y Álvarez de Arenales, y que apresado por los realistas en 1816 en los campos de Yavi, fue trasladado a los tenebrosos presidios peruanos de Casas Matas del Callao, donde permaneció hasta ser liberado en 1821 por el general José San Martín. En homenaje a la verdad y como una muestra de equidad ciertamente necesaria en este caso, requiero la publicación de la presente en un próximo número de la Revista.

Agradecido por su atención, lo saludo muy atentamente.

RODOLFO PLAZA NAVAMUEL. Periodista -L. E. 7.219.681.-

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